Giró la pequeña llave de bronce de la lámpara para ver a Marcel y le hizo señas de que pasara.
—Bebe un poco —le dijo, ofreciéndole el vino que tenía en la mesa—. Pero despacio. Te sentará bien.
Era la misma tranquilidad de que había hecho gala en la casa Ste. Marie, totalmente contraria al enfado de Rudolphe y las lágrimas de Cecile. Marcel cogió el vaso y bebió un largo trago.
—Despacio —insistió Christophe. Le señaló la silla.
—Prefiero estar de pie. —Marcel se acercó a la chimenea, dejó el vaso en la repisa y subió al hogar apagado. Tal vez le hiciera bien sentir el suelo contra sus pies heridos.
Christophe le miraba.
—Rudolphe ya ha escrito a tu
tante
Josette —dijo—. ¿Has estado alguna vez en su plantación, en Sans Souci?
A la mención de aquel lugar sintió un escalofrío. Le parecía imposible tener que ir allí.
—No conozco a aquella gente —dijo en voz baja—. O para ser más exactos, la conozco y punto. No son familia mía, rescataron a mi madre de la calle en Puerto Príncipe en plena guerra, cuando Dessalines estaba masacrando a los franceses. Ésa es toda la relación que tengo con ellos. Trajeron aquí a mi madre cuando tenía cuatro años.
Marcel se estremeció. No le había contado aquello a nadie, ni siquiera a Marie, que lo ignoraba, y sin darse cuenta cerró los ojos.
—Entonces son tu familia —dijo Christophe suavemente—. Ha sido así todos estos años, ¿no? —Era una voz natural, íntima y tranquila.
—No son mi familia —susurró Marcel, pero no pudo proseguir porque de nuevo le invadía el deseo de abrazar a Chris y quería decirle «tú estás más cerca de mí que ellos, formas más parte de mí», pero no pudo. Miró a Christophe, que se sentaba en la mesa con su característica postura, tan inmóvil y contenido que parecía estar posando para aquel daguerrotipo parisino.
—¿Qué estás pensando? —preguntó Christophe.
Marcel movió la cabeza y apoyó el brazo en la repisa de la chimenea. La habitación estaba cargada de sombras y la noche gris, tal vez brumosa, aparecía luminosa tras las contraventanas negras. El rostro de Christophe quedaba suavemente iluminado en el tenue círculo de luz de la lámpara y sus ojos color marrón amarillento le escrutaban pacientemente.
—Pensaba que me he portado como un loco —suspiró Marcel—. Le odiaba por lo que hizo y por hacérmelo saber a través del notario Jacquemine. Nunca tuvo intenciones de mandarme a París. Mintió. Y ahora he hecho algo imperdonable y él tiene derecho a despreciarme por ello, tiene derecho a desheredarme. Me lo he ganado, como si siempre lo hubiera merecido.
El mundo exterior volvía a pesar de la casa, a pesar de aquella habitación.
—Pero no lo merecías —dijo Christophe—, y creo que te estás castigando demasiado por lo que has hecho hoy. Tienes que ir a descansar a Sans Souci, tienes que pensar, pero no en lo que pasó entre ese hombre blanco y tú. Se acabó. Le asustaste, le indignaste. Tuvo miedo de sufrir alguna humillación delante de su familia blanca que, por lo que he oído, no se acercó por allí. Nadie te vio, y aunque te hubieran visto, lo más probable es que no hubieran imaginado quién eres. Así que no le des más vueltas, Marcel. Mira hacia delante.
—¡Hacia delante! ¡Hacia qué!
La tersa frente de Christophe se arrugó en una expresión ceñuda, pero él seguía inmóvil.
—No te he educado para la École Nórmale de París —dijo—, te he educado para ti mismo. Y ahora me matarás si me dices que ha sido tiempo perdido. Si no te he dado algo con lo que fortificar ahora tu alma, entonces es que realmente he fracasado.
—¡No has fracasado! —exclamó Marcel, apartando la mirada. Le resultaba penoso que la conversación hubiera tomado ese giro. Pensó sin desearlo en aquella noche en Madame Lelaud's, cuando Christophe acababa de llegar, pensó en todo lo que había esperado del nuevo profesor y cómo el Christophe de carne y hueso le había avergonzado por la pobreza de sus sueños. Fijó la vista en el desorden de poemas y libros que forraban la pared de Christophe y luego le miró a la cara. No fue una expresión severa lo que vio en ella, ni siquiera el toque de reproche que apenas había empañado la voz de Christophe—. ¿Por qué no estás enfadado conmigo? —le preguntó—. ¿Cómo es que no estás enfadado por lo que he hecho? ¿Por qué sigues creyendo en mí cuando probablemente todo el mundo ha dejado de hacerlo?
No esperó respuesta. Aunque no pudieran abrazase, todavía podía encontrar el modo de expresar lo que había en su corazón.
—Podría haber sido muy distinto —dijo—. Podrías haber sido el mismo profesor, con la misma escuela, podrías haberme educado de la misma manera. Pero ¿por qué me has dado mucho más que eso, por qué me has exigido una y otra vez justo lo que yo quería exigirme a mí mismo? Confiaste en mí cuando llegaste, confiaste en mí cuando yo había decepcionado y asustado a todo el mundo, y luego confiaste en mí con lo de Juliet, confiaste en que la amo y no haría daño a nadie, y ahora confías en mí, confías en que no falle.
—¡Tanto te extraña! —Christophe demudó el semblante. La calma había dejado paso a la agitación y la voz se había hecho más grave, como sucedía siempre en momentos intensos—. ¿Por qué no iba a confiar en ti, como siempre he hecho? Marcel, ¿es que no entiendes lo que está pasando? ¿No entiendes lo que te está haciendo sufrir? Pues si no lo entiendes, tendré que explicártelo. Lo que te duele es que ese hombre, Philippe Ferronaire, te ha despreciado, que no le importas nada, que no le importan tus hazañas ni tus sueños. Te metiste a ciegas en la plantación para que te viera, para obligarle a reconocerte. Pero Philippe nunca lo hará, Marcel. ¡Déjale que sea un estúpido en su propio mundo, pero sin destruir el tuyo!
Se interrumpió. No había roto la inmovilidad de su postura ni una sola vez, ni siquiera había alzado la voz, pero tenía la cara contraída y los ojos húmedos.
—¡Es un hijo de puta por lo que ha hecho! —susurró—. No te lo merecías, y esto no da la medida de lo que eres.
Marcel estaba turbado. Sabía que Christophe le observaba, que esperaba una respuesta. El deseo de abrazarlo era casi incontenible.
—¡No te convertirá en un tullido! ¡No te va a arruinar la vida! ¿Lo entiendes?
Marcel asintió.
Se miraron a los ojos.
Marcel lo vio todo muy claro entonces, tan claro que no admitía duda alguna. Supo de pronto que Christophe quería levantarse y acercarse a él, tanto como lo deseaba él mismo, supo que Christophe ansiaba acentuar aquel momento con un vibrante afecto de hombre a hombre, que deseaba rodearle los hombros con el brazo, que deseaba decir con gesto franco: «Sí confío en ti, y también te quiero». Se leía todo en sus ojos. Pero el momento pasó en silencio y Marcel supo con la misma certeza que Christophe nunca le abrazaría, que jamás correría ese riesgo. Porque esa rígida pose que simulaba una y otra vez, la del daguerrotipo, no era más que la violenta y obstinada represión de un deseo físico.
Marcel no se movió, pero la presencia de Christophe lo abrumaba. Se sentía atraído hacia él, como lo había estado siempre, atraído hacia la fuerza calmada y fascinante de Christophe. Y sabía que no era su propio miedo lo que se interponía entre ellos sino el miedo de Christophe. Aquello le pareció absurdo, pero lo que más le sorprendió no fue esto, no fue la silenciosa aceptación de que siempre había sabido la verdad, sino el hecho de haberse debatido contra ella tanto tiempo. ¿Qué era? ¿Tal vez le había parecido que el mundo se convertiría en un caos si él admitía lo que no podía negar? ¿Qué caos?, ¿qué mundo?, pensó. ¿Había algo que le importara más que Christophe? Cualquier miedo que hubiera sentido alguna vez se disipó junto con los despojos de sus sueños y la ilusión de padrinazgo que en realidad nunca había existido.
Mientras Marcel seguía inmóvil en la chimenea, Christophe sufrió un cambio lento pero drástico. Entornó los ojos un instante y se levantó con gesto impulsivo para acercarse a la ventana. Apoyó el hombro en el marco y miró hacia la calle a través de las rendijas de las contraventanas.
A Marcel le sobrepasaban sus propios pensamientos, eran demasiado para él. Mezclado con su amor había algo más que no podía comprender. No apartó ni un momento los ojos de Chris, ahora sólo a un metro de distancia. Se acercó a él en silencio. No parecía existir en la Tierra una sola razón que le impidiera hacerlo, que le impidiera desafiar al mundo. La contención de Christophe fue cediendo poco a poco. Puso el brazo en torno a Marcel, pero con gesto rudo, cálido, como podría haber sido el abrazo de cualquier hombre.
—Qué, ¿sabrás sostenerte por tus propios pies? —susurró Christophe. Marcel sintió el fuerte apretón en el hombro—. Contéstame, quiero oírtelo decir.
Marcel asintió.
—No te fallaré. Pero dime una cosa, ¿te he fallado en algún otro aspecto?
Una chispa brilló en los ojos de Christophe. No retiró el brazo; más bien lo reafirmó.
—Nunca —contestó mirándole con ojos escrutadores, recelosos—. ¿Por qué lo piensas?
Marcel movió ligeramente la cabeza.
—¿Nunca has deseado nada de mí, algo que tal vez no pudieras pedirme? —Creyó ver un destello de dolor en el oscuro rostro de su maestro—. Tómalo —susurró—. Ya es tuyo. Siempre ha sido tuyo.
Christophe lo miró incrédulo, sorprendido. Luego comprendió. Alzó la mano despacio, inseguro, y pareció emitir un suave sonido. Pero de pronto se irguió y apartó a Marcel de un empujón.
El gesto fue tan brutal que Marcel quedó aturdido.
—Christophe —jadeó. Tuvo que agarrarse a la repisa de la chimenea para no caer. Se oyó repetir el nombre de Christophe, pero Christophe se había marchado. Para cuando Marcel llegó a las escaleras, la puerta de la calle se cerraba de golpe.
Eran las seis en punto. Abajo se oía el ruido de la gente que había madrugado para ir a la iglesia, la gente que asistía diariamente a misa. Los carros se dirigían hacia los mercados de la ribera y los esclavos, con la ropa planchada y almidonada, iban hacia los restaurantes y los grandes hoteles.
Probablemente estaría pasando el viejo de la zapatería de la esquina, que abría su establecimiento mucho antes que nadie y que estaría sentado en un taburete en la calle, leyendo los periódicos de la noche, antes de que ninguna tienda abriera sus puertas.
Marcel, tumbado en la cama de Christophe, advirtió vagamente que se había quedado dormido y que al despertar no estaba solo. Se incorporó despacio, aliviado al ver que el dolor de cabeza no lo cegaba. Quitó la servilleta que tapaba el vaso de agua que tenía a su lado y se lo bebió entero. Luego apuró también la jarra.
Al mirar hacia la derecha vio los pies de Christophe ante el sillón de cuero delante de la chimenea. Se quedó mirando fijamente las botas, presa de una sombría desesperación.
«Lo he echado todo a perder —pensó—, lo he destrozado todo. Me va a decir que me vaya a casa de los Lermontant y será desesperante y no podré hacer nada. Y lo que es peor, mucho peor, ¿cómo podrá seguir siendo mi profesor? ¿Cómo podremos seguir siendo amigos? Sólo el silencio lo hacía posible, sólo la pretensión de que yo no sabía lo que sabía».
Apartó de golpe las mantas y puso los pies en el suelo.
—Quiero que sepas una cosa —dijo con un hilo de voz y la vista baja—. Siempre había pensado… aunque tal vez me equivocaba… que el inglés y tú erais más que amigos. Pensaba… pensaba que erais amantes. Cuando anoche quise acercarme a ti, lo hice de todo corazón. —Se levantó de la cama y se encaminó a la puerta.
—Espera.
—No volveré a mencionarlo. Nunca más diré una palabra sobre eso.
—¿Quieres dejar que me explique? —dijo Christophe con suavidad—. ¿Me permites hablar?
Marcel se volvió a sentar con desgana en la cama. Ya había amanecido y se veían los colores de la alfombra, las flores de la pared. La luz iba creciendo a su alrededor como por arte de magia.
—¿Explicarte? ¿Por qué demonios me tienes que dar ninguna explicación? Fui yo el que me pasé, no tú.
—Tienes razón, Michael y yo éramos amantes. Pero jamás, ni una sola vez pensé que te había dado pie para creer que deseaba eso de ti.
—¡Claro que no me has dado pie! —Marcel lo miró por primera vez—. Era yo el que lo deseaba.
Mon Dieu
, ¿es que no está claro? —Se dio la vuelta, casi furioso.
—No, tú no lo deseas, ése es el problema. Pero yo siempre te he deseado, te deseo desde la primera noche que te vi. Desde entonces no he hecho más que luchar contra ese impulso hasta no poder más. He vivido en el terror de que el menor gesto pudiera traicionarme, de perder nuestra amistad, que es lo único que he tenido. Anoche te acercaste a mí por pura desesperación, Marcel. No por amor, ni por deseo, sino por desesperación.
—No es cierto —replicó Marcel amargamente—. Te quiero. Haría cualquier cosa por ti, y si no lo sabes es porque no lo quieres saber.
—No quiero sacrificios. —La voz de Christophe era cortante.
—¡No sé cómo ser tu amante! —le espetó Marcel—. ¡No se trata de ningún sacrificio! Tienes que enseñarme, eres mi maestro, tienes que enseñarme qué es lo que quieres.
—¡Maldito hijo de puta! —Christophe se inclinó hacia delante—. ¡No entiendes nada! No es a mí a quien deseas sino a ese hombre que te ha esquivado durante toda tu vida, al padre que Ferronaire se niega a ser. Eso es lo que deseas, eso era lo que buscabas en mí la noche que te conocí. No pongas esa cara, mírame. Hace rato que me estoy conteniendo para no ponerte la mano encima. Si no me escuchas te rompo la cabeza.
—Así que todos queremos padres y madres —dijo Marcel asqueado—, todos estamos perdidos en la oscuridad. Mi madre quiere un padre muerto que dejó colgado de un gancho en Santo Domingo, de modo que apoya la cabeza en el pecho de mi padre. Es un padre lo que busca Marie cuando alza la vista para mirar a Richard, y es un padre lo que yo busco cuando te miro a ti.
Christophe se quedó mirando la chimenea, con el pie en el escalón y el puño bajo la barbilla. Marcel observó la tersa piel marrón de su rostro, sus manos, los ojos chispeantes que, evasivos, rechazaban a Marcel y lo enfurecían. Tuvo la misma sensación de la noche anterior; si te toco desaparecerá todo el dolor, toda la desdicha que siento y estaremos juntos en una nueva dimensión del amor; tú estarás conmigo si tengo miedo. Exhaló el aire. Pero no se le ocurría ninguna imagen física que plasmara su deseo, lo cual lo hacía todo más extraño, más atractivo.