»Suéltame. —Se volvió hacia Felix con la garganta dolorosamente seca, pero el cochero le había rodeado el pecho con brazo firme. Se vio arrojado bruscamente en la oscuridad de una gran cabaña y vio que una mujer con un vestido rojo se levantaba vacilante junto al fuego.
—¡Fuera! ¡Fuera! —le dijo Felix mientras Marcel intentaba liberarse, con los ojos vueltos de nuevo al cielo. La mujer se marchó rápidamente. Un caballo trotaba por la avenida entre las hileras de tejados, porches, puertas abiertas. A pesar de sus forcejeos, Marcel sintió que lo arrastraban, que sus pies se deslizaban contra su voluntad sobre la hierba. Hundió los talones en el suelo. Conocía esa cabalgadura. Era la yegua negra de monsieur Philippe.
Por un instante se cruzaron sus miradas. Monsieur Philippe sin sombrero, con la camisa abierta y las riendas en la mano, el pelo echado hacia atrás y los ojos azules entornados, sin la más leve chispa de reconocimiento. Con la mandíbula tensa apretó las rodillas y pasó de largo.
—¡Maldita sea! —Felix arrojó a Marcel contra la chimenea. El muchacho se incorporó, totalmente mareado, con el estómago revuelto. La habitación daba vueltas y más vueltas. De pronto se encontró sentado sobre la piedra, de espaldas al fuego.
—¡Ahora le ha visto, maldita sea! —El rostro negro de Felix brillaba a la luz del fuego—. ¿A qué ha venido? ¿Se ha vuelto loco? —Cogió el cubo de agua de la chimenea.
—¡No me tires eso! —Marcel se levantó y se lanzó contra la puerta. Felix lo atrapó justo cuando el cielo se desvanecía y la puerta se cerraba de golpe. Monsieur Philippe estaba apoyado de espaldas en ella. Su pelo rubio llameaba bajo la luz irregular.
—Ya lo tengo,
michie
, lo sacaré de aquí —dijo Felix desesperadamente—. Me lo llevaré,
michie
. No sabe lo que está haciendo,
michie
, está borracho…
—¡Mentiroso! —Marcel miró fijamente aquellos pálidos ojos azules—. ¡MENTIROSO! —La palabra le brotó de los labios con un jadeo compulsivo.
Monsieur Philippe tenía el rostro rojo de rabia y los labios le temblaban de cólera. Levantó el látigo, la larga tira de cuero blando doblada sobre el mango, y lo descargó sobre el rostro de Marcel. El látigo penetró profundamente en la carne a través de las oleadas de embriaguez. Marcel quedó tirado en el suelo con las manos atrás, sin dejar de mirar hacia arriba.
—¡MENTIROSO! —gritó de nuevo, y de nuevo el látigo le cruzó la cara.
—¡No,
michie
! ¡Por favor,
michie
! —suplicó el esclavo, que recibió sobre el brazo tendido el tercer latigazo. La sangre húmeda y caliente goteaba sobre los ojos de Marcel. Sintió que perdía el sentido y se lanzó hacia delante para intentar levantarse—.
Michie
, por favor, por favor. —El esclavo volvió a tender las dos manos cuando el látigo golpeó de nuevo.
—¡Maldito bastardo! ¡Bastardo malcriado! —rugió monsieur Philippe. Le dio al esclavo un firme empujón y luego golpeó una y otra vez con el látigo el rostro de Marcel que sentía más el peso del mango que la carne desgarrada. No veía nada.
».¡Cómo te atreves! ¡Cómo te atreves! —aullaba Philippe entre dientes—. ¡Cómo te atreves! —El látigo alcanzó a Marcel en el hombro, en el cuello, en la nuca, cada golpe lejano y vibrante, el dolor y el escozor fuera de su mente. De nuevo perdía el sentido. Vio sangre en el suelo—. Cómo te atreves, cómo te atreves, cómo te atreves, bastardo malcriado. ¡Cómo te atreves!
El esclavo gemía. Se había interpuesto delante de su amo y recibía los golpes.
—Por favor,
michie
, yo lo sacaré de aquí, lo meteré en el coche, lo llevaré a la ciudad.
Al ver la patada que se le venía al rostro, Marcel levantó las manos. Oyó el chasquido de su mandíbula, sintió un espantoso dolor en el cuello y luego un último y demoledor golpe en la sien. Se levantó y cayó hacia adelante. Todo había terminado.
E
staba en la habitación de Marie. Los demás se hallaban congregados en el salón: Rudolphe, Christophe,
tante
Luisa y Cecile. Marie escurrió un paño en la jofaina y le enjugó la mejilla. Al volverse a mirarla sintió tal punzada en la cabeza que casi se le escapó un gemido. Pero era un inmenso alivio estar allí y no en aquel carro que bajaba dando brincos por el camino. Debía de ser medianoche. Le asaltó el súbito temor de ver a Felix en la habitación si se daba la vuelta hacia la derecha.
—¿Está Felix aquí? —preguntó.
—Está ahí fuera con Lisette —contestó Marie. Estaba asustada. Marcel pensó que había visto en ella mil tonalidades de tristeza, pero no recordaba ese miedo. Así que Felix se lo había contado todo. Ya era significativo que estuvieran todos juntos y que incluso hubieran hecho venir a Rudolphe, que ahora estaba hablando al otro lado de la puerta abierta.
—Bueno, sugiero que le escriba enseguida. Entretanto, me lo llevo a mi casa.
—No hay necesidad de escribirle —se apresuró a responder Louisa—. Es mi hermana y se alegrará de recibirlo en cualquier momento. Sólo tenemos que ponerlo en el barco.
Cecile lloraba.
—No quiero que vaya río arriba sin que ella sepa que va —insistió Rudolphe.
—La cuestión es que no debe quedarse aquí —dijo Christophe pacientemente—, ni siquiera esta noche. Si Ferronaire viene, no debe encontrar a Marcel.
Cecile murmuró algo ahogado e inaudible entre sus sollozos. Rudolphe repetía que se llevaría a Marcel a su casa.
Marcel intentó incorporarse, pero Marie se apresuró a advertirle:
—No te muevas.
—No me voy a quedar acostado —murmuró. En ese momento entró Christophe en la habitación seguido de la alta y corpulenta figura de Rudolphe.
—Marcel —dijo con tono persuasivo—, te vienes a casa conmigo. Te quedarás allí unos días. Vamos, levántate, que puedes andar.
—No voy a ir —replicó Marcel. Estaba muy mareado y tenía la impresión de que si se ponía en pie se caería.
—¿No sabes lo que has hecho hoy? —preguntó. ¿Tedas cuenta…?
—Precisamente ya no voy a causarle más problemas ni a usted ni a nadie —murmuró él—. No voy a ir a su casa, no acepto su invitación y no hay más que hablar.
—Muy bien —terció Christophe—, entonces vente a casa conmigo —su voz era tranquila, sosegada—. A mí no me irás a decir que no, ¿verdad? —Sin advertir la expresión de Rudolphe, siguió explicándole a Marcel en voz baja que debía quedarse allí unos días hasta que estuviera todo dispuesto para que se marchara al campo.
«Si viera su expresión —pensaba Marcel—, si viera cómo le mira Rudolphe… No perdonaré a Rudolphe mientras viva». Era la vieja sospecha, la misma que aún envenenaba a Antoine cada vez que se mencionaba el nombre del maestro y Marcel, en su estado de abatimiento, reconoció cuál era esa sospecha. A pesar de todo se quedó paralizado al ver la expresión de Rudolphe y cuando Christophe se dio la vuelta y ambos se quedaron mirándose a los ojos, a Marcel estuvo a punto de escapársele un grito de alarma.
—¿Tienes habitación para él? —preguntó Rudolphe con tono inexpresivo, y antes de que Christophe pudiera responder añadió con firmeza—: Creo que Marcel debería venir conmigo.
Marie salió de la habitación.
Christophe adoptó una expresión sombría.
—Por Dios —suspiró—. Si todavía crees que no se me puede confiar la tierna juventud de esta comunidad, ¿por qué no me cierras la escuela?
Fue un duro golpe para Rudolphe. Apretó los labios y miró a Marcel como queriendo decir: «¿Cómo puedes hablar así delante del muchacho?».
—Yo le admiro, monsieur —dijo fríamente—. Era un simple consejo.
—Tío Rudolphe —intervino Marcel levantándose muy despacio, agarrado a la mesilla—. Quiero irme con Christophe. Tío Rudolphe, no quiero ser una carga para usted en este momento.
—Marcel, Marcel —suspiró Rudolphe moviendo la cabeza—. Tú sólo eres una carga para ti mismo. ¿Te quedarás tranquilo en casa de Christophe hasta que nos pongamos en contacto con tu
tante
Josette en Sans Souci? ¿Me lo prometes? ¿Te comportarás unos días con sentido común?
La tremenda confusión de Marcel se vio agravada por aquellas duras pero cariñosas palabras. En ese momento una imagen le vino a la mente con perfecta nitidez: la de monsieur Philippe con el látigo, y la patada en la cara y aquellas palabras: «Cómo te atreves, cómo te atreves, cómo te atreves.» «Pero Dios mío, ¿qué he hecho?». Christophe le rodeó los hombros con brazo firme y lo instó a caminar. Marcel se movió sin decir una palabra.
Cecile estaba en la puerta con el rostro surcado de lágrimas. Marcel cerró los ojos. «Si me dirige algún reproche me lo mereceré y no podré soportarlo», pensó. Pero ella le acarició la cara con ternura, sin hacer caso de su áspera barba, le dio un beso y lo abrazó.
—Quédate con Christophe —susurró—. Prométemelo…
Marie había entrado con una maleta. Marcel vio que era su ropa. Quería decirle algo a su hermana, a Cecile, a todos, pero no encontraba las palabras.
Rudolphe empezó a dar órdenes. Felix, el cochero, no podía saber dónde estaba Marcel. Si su amo le preguntaba tenía que responder que Marcel «ya no estaba en casa». La frase sugería una situación irrevocable. «Sí —pensó Marcel vagamente—, eso es. No he traído la ruina sobre ellos. Por muy furioso que esté monsieur Philippe jamás los abandonará. Lo único es que nunca podré volver a vivir bajo su techo».
Juliet arrastró su larga bañera por la alfombra y avivó el fuego. Le quitó la ropa y cuando el agua estuvo bastante caliente le dijo que se metiera y lo enjabonó y le frotó bien el pelo. Marcel se vio el hollín en las manos y recordó que se le habían quedado pegajosas cuando Marie intentó limpiárselas. Se recostó contra el borde de la bañera y cerró los ojos.
—¿Sabes lo que he hecho? —preguntó cansado. Le ardían los cortes de los pies en el agua caliente y no sabía muy bien si sentía placer o dolor.
—Hmm, menuda pareja estamos hechos,
mon cher
. Los dos locos, según parece.
Juliet lo sacó y lo envolvió en un grueso albornoz blanco. Luego lo sentó entre sus muchas almohadas, acercó la jofaina y una cuchilla y le puso una toalla al cuello.
—Túmbate —susurró y se puso a afeitarle con la destreza de un barbero. Marcel alzó la mano para tocarse los cortes. La hinchazón había remitido un poco y le pareció haber recuperado de nuevo los contornos de su propio rostro—. Cierra los ojos —dijo Juliet—. Duerme. —Y como si acabara de descubrir que le estaba permitido, Marcel se quedó dormido y sólo fue vagamente consciente de que ella terminaba de afeitarlo, le tapaba con las mantas y apagaba la luz.
Remordimientos. Era una de esas palabras que había oído pero cuyo significado no conocía en realidad. Comprendía lo que era la culpa, pero ¿los remordimientos? Sin embargo era lo que sentía ahora, junto a un temor inquietante. Llevaba días bebiendo y le temblaban los miembros. La casa estaba tranquila, las calles en silencio y Juliet dormía profundamente bajo el levísimo resplandor de la Luna. Marcel yacía despierto, intentando reconstruir el porqué de lo que había hecho.
Había sentido el impulso de ir a Bontemps, ¿pero por qué? Nadie conocía mejor que él el protocolo de aquel estratificado mundo criollo. ¿Por qué había ido, entonces? ¿Qué esperaba hacerle a su padre blanco? ¿Qué esperaba que aquel indignado y nervioso hombre blanco le hiciera a él? Se estremeció al revivir los golpes. Su cuerpo enfermo y exhausto se negaba a seguir durmiendo, y la imagen del rostro desencajado de Philippe le acechaba una y otra vez. Quería odiarlo pero no podía. No lograba verse a sí mismo tal como era antes de atravesar las puertas de Bontemps, sólo se veía tal como le había visto Philippe. Sus actos habían sido absurdos y demenciales y habían provocado su desgracia, la de su madre, la de su hermana, la de todos.
Por fin, incapaz de soportar sus pensamientos un momento más, se levantó, se puso los pantalones y una suave camisa de lino de Christophe y salió descalzo y en silencio de la habitación.
Sintió un alivio inmenso al ver la luz al final del pasillo. Se olía el petróleo de la lámpara de Christophe y se oían los tenues pero regulares arañazos de su pluma. Paseó aliviado la vista por el techo y las paredes. El pasillo estaba desnudo y húmedo como siempre, pero tenía un cálido aire familiar, como todo lo que le rodeaba, incluido el rostro del viejo haitiano que iluminado por la Luna lo miraba desde la puerta abierta del comedor. Sólo entonces comprendió que la violencia del día había terminado y que de alguna manera había vuelto a ser aceptado en el santuario de aquella casa. Estaba en su refugio y posiblemente, como había ocurrido antes, el mundo exterior se desdibujaría, se haría incluso irreal. Se acercó impulsivo a la habitación de Christophe y se sintió aún mas aliviado al verlo inclinado sobre la mesa. Su sombra saltó en la pared al ir a mojar la pluma.
Aquella figura emanaba una sutil elegancia. No era simplemente Christophe. Era un hombre que seguía adelante a pesar de la locura del día, un hombre que no se dejaba apartar de sus habituales e importantes tareas, un hombre que hacía pensar en el equilibrio, en el bienestar. Marcel, en silencio en el umbral, sintió el sobrecogedor deseo de echarse en sus brazos.
En realidad jamás se habían tocado. Ni siquiera para enzarzarse en esos forcejeos con los que de vez en cuando se divierten los muchachos. De hecho, Marcel nunca había abrazado a otro hombre. Sin embargo ahora deseaba vencer la reserva que parecía inveterada en ambos y abrazar a Chris un instante, o más bien ser abrazado por él como un hermano abraza a otro hermano, como un padre abraza a su hijo. Las viejas sospechas quedaban muy lejos, eran triviales e irritantes y parecían formar parte de un mundo confuso que se desvanecía detrás de esas paredes. Pero tenía la impresión de que su propia reserva jamás había formado parte de aquellos miedos ocultos, que no tenía nada que ver con los rumores o el fantasma del inglés, que era sencillamente su naturaleza, y más o menos la naturaleza de todos los hombres que conocía. Sin embargo el deseo de ese abrazo, la necesidad que tenía de él era tan intensa que se habría marchado en ese mismo instante de no ser porque Christophe dejó la pluma y se dio la vuelta.