Marcel se levantó temprano, a pesar de la larga velada de bailes y brindis, y tras entablar alguna breve conversación en los salones se marchó a dar un paseo a solas por el río Cane. Estaba preocupado por su familia en Nueva Orleans, y le tranquilizaba pasear por las orillas de aquella ancha corriente, siempre en movimiento. A veces se acercaba hasta el mismo borde del agua, otras vagabundeaba entre los helechos para tocar un roble o un alto y tieso magnolio que se había convertido en un hito de su paisaje privado en mañanas como ésa.
Le encantaba el río. Mucho más pequeño que el Misisipí, era más manejable para su corazón. Se podía cruzar a remo, pescar en él, vadearlo, sin esa sensación de maravilla o reverencia que inspiraba el Misisipí. El cielo, de un azul pálido, estaba veteado de nubes, y el sol calentaba a pesar del viento frío.
Volvió a media mañana y estuvo tentado de mandar que prepararan su caballo y salir a cabalgar más allá de los límites de la plantación, por una tierra eternamente misteriosa, hacia el sur. Pero todavía no tenía mucha seguridad con el caballo. Había aprendido a montar a pesar de su miedo, y lo hacía bien, pero la decisión de cabalgar siempre iba precedida de un momento de tensión. Marcel cambió de parecer cuando, al abrir las puertas del salón, vio una carta de Christophe sobre la mesa de
tante
Josette.
Christophe había escrito fielmente desde la partida de Marcel. Las cartas llegaban tres veces a la semana con los barcos que remontaban el río y eran siempre sinceras, no dejaban lugar a dudas. Chris decía cosas que Rudolphe jamás habría consignado en un papel. Las notas de Richard no contenían información alguna y Marie no escribía. Christophe solía advertir: «Quema ésta cuando termines», y cuando Marcel rompió el fino sobre azul y encontró las habituales tres páginas cubiertas de una letra notablemente clara aunque muy ornamentada, vio de nuevo aquella frase: «Quema ésta cuando termines». No había quemado ni una sola carta, y tampoco pensaba quemar aquélla.
La cosa va tan mal como cabía esperar. Puedo confirmarlo ahora porque la semana pasada me encontré con monsieur P. y me invitó a jugar a las cartas en el
garçonnière.
Añadiré que tu madre puso mala cara al verme, pero acepté la invitación llevado por mi preocupación por ti, como podrás comprender. Ese hombre bebe de una manera suicida. Ha hecho traer del campo una inmensa cantidad de muebles y ha montado un salón de juego junto a tu vieja habitación, de la que también se ha apropiado para convertirla en guardarropa y para alojar a Felix, su criado, que parece el más desdichado de los mortales. Monsieur P. recibe allí compañía constantemente. Cuando yo llegué había dos hombres blancos, ambos elegantemente trajeados aunque totalmente faltos de educación. Tahúres del río, supongo, aunque tu padre, a pesar de las cantidades de alcohol que se mete en las venas, es astuto
.
Perdí cincuenta dólares antes de tener la sensatez de convertirme en mero espectador. Monsieur P. perdió doscientos, pero podría haber perdido más, mucho más.
Y todo esto entre Navidad y Año Nuevo. No ha ido al campo para nada. Tu madre está aterrorizada, o al menos eso dicen, ahora que ve que monsieur P. está gravemente enfermo.
Lisette volvió por fin, y ya no cabe duda de que, estuviera donde estuviese, ganaba algún dinero por sus servicios. Le he vuelto a suplicar que tenga paciencia, que no dé problemas ni se escape, que espere hasta que tú vuelvas.
Marie ahora vive definitivamente con tus tías, y no se puede hablar de la boda mientras monsieur P. esté tan enfermo. Rudolphe está furioso y Richard fuera de sí. Te aconsejo que escribas a tu madre para apremiarla a que se celebre la boda cuanto antes.
No te avergüences ante mí por disfrutar de la vida del campo. Ninguno de los placeres que me describes carecen de nobleza: montar, cazar, la buena compañía junto al fuego. Aprende de ello todo lo que puedas y deja de burlarte de tu propia debilidad por disfrutarlo.
No te han enviado ahí para que sufras, y aunque ése fuera el caso, eres libre de hacer lo que te plazca con todas tus experiencias. El hecho de que te hayas entregado a esa vida dice mucho de ti.
Au revoir, petit frère.
Deja de preguntar por mi madre. Es la suya una naturaleza traicionera, por ser tan simple. Siempre he confiado en tu inteligencia a este respecto. Pero no te preocupes, te echa de menos a su manera. El otro día me dio un golpe con una sartén de hierro por burlarme de ella. ¡Con una sartén de hierro
!
C
HRIS
.
Marcel se metió la carta en el bolsillo y, como siempre que leía una carta de Christophe, pensó que no podía soportar la distancia ni un momento más, que tenía que encontrar la forma de volver a su casa. Le dolía no poder ayudar a su madre ni a Marie. Sin embargo le encantaba la vida en Río Cane, y cuando le escribió a Christophe que se había entregado a ella por completo, decía la verdad. Pero había muchas más cosas que deseaba contarle a Christophe, ansiaba decir mucho más, pero poco después de su llegada se había dado cuenta de que no podía transcribir al papel sus auténticos sentimientos. No tenía habilidad con la pluma. Un fracaso más en una serie de fracasos personales que en cierto modo era el auténtico drama de su vida: descubrió la música aquella primera temporada que fue a la Ópera, pero no podía hacer nada en este campo; adoraba el dibujo, pero por más que paseara sus bocetos de un lado a otro, no llegaba a ningún sitio; y ahora le sucedía lo mismo con la expresión literaria: su pasión por la literatura no significaba que tuviera el más mínimo don para escribir.
Le hervía la cabeza, no sólo al pensar en sus seres queridos sino en un millar de cosas que recientemente había comprendido. Deseaba con toda su alma hablar con Christophe, disfrutar del fluido intercambio de ideas que había entre los dos, y lo deseaba con un ansia que bordeaba el dolor físico.
Sans Souci era una plantación criolla, no uno de esos gigantescos templos griegos, fríos e indiferentes, que los americanos introdujeron en Luisiana. Era más bien una casa al viejo estilo, sencilla, armónica, construida para adaptarse al clima y al terreno. Marcel había llegado de improviso, poco antes del alba y mientras su equipaje seguía su camino por la Riviére aux Cannes, sin saber que aquella lejana y adorable casa que emergía de la bruma tras una hilera de árboles era el hogar de su tía.
La noche anterior había dejado el gran vapor palaciego en el Misisipí para pasar a un barco más pequeño, que penetró tierra adentro siguiendo un serpenteante río a una velocidad abominable, deteniéndose de vez en cuando en algún oscuro embarcadero más allá del cual el pantano, tal vez no tan denso o tan impenetrable como era cien kilómetros más al sur, lanzaba sin embargo su misterioso muro contra un cielo negro sin estrellas. Incapaz de dormir, había salido a cubierta para encontrar el calor de una mañana que bullía de criaturas susurrantes. El chapaleo de la rueda de paletas mitigaba en cierto modo la ansiedad que había ido creciendo en él a medida que se acercaba a aquel mundo desconocido. Luego salió el adormilado mozo arrastrando el baúl al tiempo que aparecía en el embarcadero un esclavo que, alzando el farol en una niebla que ya se disipaba, lo saludó:
—
B'jour; michie, c'est Sans Souci
.
La casa se alzaba sobre unos cimientos de columnas blanqueadas. Los anchos porches circundaban por tres costados el piso principal y sostenían el tejado de marcado declive con esbeltas y graciosas columnas.
Las estrechas ventanas con gabletes del ático miraban al río, y una ancha escalera bajaba de la galería frontal con sus dobles puertas hasta la alameda de robles jóvenes.
Marcel subió los escalones con el corazón palpitante. Hacía años que no veía a su
tante
Josette y se sintió emocionado cuando ella lo abrazó. Era la mayor de las tres hermanas y parecía mucho más vieja que Louisa o Colette. Tenía el pelo completamente blanco, y lo llevaba recogido con un par de broches de perlas. Alta, rígida, esbelta, podía mirar a Marcel a los ojos sin levantar la cabeza, a pesar de la estatura del muchacho. Le besó con un afecto tan sincero que él se tranquilizó al instante, sumido en un torrente de recuerdos: una multitud de imágenes de su
tante
que yacían dormidas en su alma de niño, el perfume especial que siempre llevaba, mezcla de verbena y violetas, y el tacto tan particular de su mano firme.
Josette lo llevó directamente al salón principal, cuyos ventanales se abrían al aire tibio de septiembre. Le sirvieron café caliente y él se sentó en un amplio sillón e inspeccionó la sala de altos techos con su inmensa chimenea de estilo antiguo (sin feas rejillas para las ascuas) y los muchos retratos al óleo sobre la repisa, en el aparador, entre las ventanas, por todas partes. Eran todos rostros oscuros, algunos broncíneos o ambarinos, otros del perfecto color
café au lait
. Reconoció a
tante
Louisa y
tante
Colette entre otros hombres y mujeres desconocidos. Jamás había visto tan nutrida colección de retratos de
gens de couleur
. Más tarde recordaría el curioso efecto que obró en él, porque anunciaba el mundo particular en el que acababa de ser admitido, cuya naturaleza no podía adivinar. En los meses siguientes contemplaría con frecuencia esos retratos, y advertiría en ellos un estilo que iba de la perfección parisina a un trabajo más rudo, de proporciones distorsionadas aunque muy expresivo, que le recordaba con una punzada de dolor sus propios esbozos.
Tante
Josette se sentó junto a su alto secreter contra la pared y se dio la vuelta para mirarlo desde su silla estilo Reina Ana. Sus ojos poseían una intensidad que él recordó al instante. Eran jóvenes, o eternos, como su voz, que no traicionaba el más mínimo timbré senil. Pero tenía el rostro arrugado, las mejillas ligeramente hundidas, y el vestido de algodón azul oscuro con sus mangas estrechas y el cuello de encaje blanco completaba una imagen de edad avanzada. No poseía ni rastro de esa frivolidad que distinguía a sus hermanas, la abundancia de anillos y volantes. Sólo los dos broches del pelo adornados con perlas.
—Tienes buena salud —dijo ella—, y has alcanzado la estatura de tu padre, lo cual siempre es una ventaja, y la delicada constitución de tu madre. Veo además vigor e inteligencia en tu rostro, lo cual parecer ser lo mejor de ambos, así que explícame cómo se te ocurrió la locura de ir a la plantación de tu padre, por qué dejaste que ese hombre te humillara, por qué dejaste que te diera puntapiés en la cara.
Todo aquello fue dicho con una calma que dejó a Marcel sin aliento.
—¿Es que no sabes quién eres y quién es tu gente, Marcel? —prosiguió Josette, con el mismo tono tranquilo. Soltó un corto suspiro—. Cuando dejas que un hombre blanco te humille, nos está humillando a todos. Cuando le das a un blanco la oportunidad de ultrajarte, nos ultraja a todos. Te golpeó y te tiró al suelo en la cabaña de un esclavo, y es como si nos hubiera golpeado a todos. ¿Lo comprendes?
Ni siquiera Rudolphe lo habría expresado mejor si Christophe le hubiera dado ocasión. Marcel sintió que le ardían las mejillas, pero no apartó la mirada.
—Bueno —dijo—, por lo menos has ido directamente al grano.
Ella soltó una seca carcajada. Marcel no se dio cuenta de que había pronunciado esas palabras en un tono desapasionado y seguro, con una voz que ya no era la voz de niño que ella recordaba. Con esto se había ganado el respeto de Josette.
—Estaba furioso y amargado,
tante
—prosiguió—. He vivido siempre con la idea de que iría a París cuando tuviera la edad, de que tenía un futuro. De pronto todo cambió, y sentí furia y amargura y me volví loco.
—Ya lo sé. ¿Pero es que no sientes orgullo por lo que eres aquí y ahora? Puede que París sea la ciudad de la luz, Marcel, pero no es el mundo. El mundo es esto. ¿Dónde estaba tu orgullo?
—Debería haberlo tenido —contestó Marcel, pero Josette advirtió que no lo había dicho con total sinceridad. ¿Que aquello era el mundo? ¿Cómo iba a poder vivir en ese mundo? Marcel temió que su expresión mostrara la amargura, la angustia que le producía estar allí a costa de la caridad de su tía, estar allí en sus manos. Al fin y al cabo ella no era su auténtica tía, aquélla no era realmente su gente. Apartó la vista y movió la cabeza—. Ahora no tengo fortuna,
tante
, ni futuro, pero tengo dinero suficiente para no ser una carga para ti mientras esté aquí. Siento que…
—Tonterías, me estás insultando. Eres mi sobrino y ésta es mi casa.
—
Tante
, conozco la historia de mi madre. Hace años se la sonsaqué a
tante
Cofette. Sé que la recogisteis de la calle en Puerto Príncipe en la época de Dessalines. El hecho de que yo esté aquí es sólo un accidente…
—Es un accidente que cualquiera de nosotros estemos aquí o en cualquier parte —replicó ella al instante, con la misma calma pero con gestos más apremiantes—. Todo es un accidente, pero no nos molestamos en pensar en ello porque eso nos confunde, nos sobrecoge. No podríamos vivir nuestras vidas día a día si no nos contáramos mentiras sobre las causas y los efectos.
Marcel no esperaba esto. Se dio la vuelta despacio para mirarla de nuevo y vio el perfil de su rostro pensativo, el pelo blanco peinado hacia atrás sujeto por los broches hasta el moño en la nuca. Un súbito pensamiento lo incomodó, aunque al mismo tiempo le pareció emocionante. ¿Por qué tiempo atrás había considerado tan rara a esa mujer, tan excéntrica? ¿Porque era inteligente?
—
Tante
, no querría insultarte por nada del mundo —dijo—, pero me doy cuenta de que soy una carga para ti, digas lo que digas. Ocupo un espacio y necesito comida y bebida. Estoy en tus manos. Comprende por tanto mi rabia ante mi impotencia y permíteme disculparme; Siempre me has tratado como si tuviéramos la misma sangre. Mi infelicidad no es una recriminación.
—Calla, Marcel —dijo ella, aunque de nuevo había quedado impresionada—. No digas tonterías. Yo os quiero a tu hermana y a ti como quiero a tu madre, ¿es que no comprendes la verdadera naturaleza del amor?
Desde luego que la comprendía. En último término era algo altruista que no se planteaba cuestiones, era lealtad.
Marcel se sintió humillado por el amor de Josette.
—Lo malinterpretas todo —dijo ella. Tenía las manos unidas por las puntas de los dedos, en las que apoyaba ligeramente los labios, y la vista clavada en la pared—. Sé que mis hermanas te han contado que arranqué a tu madre de la sombra de aquel francés muerto en Puerto Príncipe, pero eso no es más que el esqueleto de la historia, Marcel, no la verdadera esencia. El amor puede ser muy egoísta.