Habían compartido juntos penas y alegrías, habían sufrido la pérdida de una hija, el abandono absoluto de dos hijos, y cuando tenían tiempo seguía siendo el suyo un matrimonio apasionado que compartía, además de un gran afecto mutuo, besos y abrazos bajo las sábanas y la afición a la buena comida criolla, las flores exóticas y los vinos de importación.
Pero las discusiones eran constantes. Suzette no tenía más que expresar una preferencia para que él se la pisoteara, y un día sí y otro también Rudolphe le reprochaba su falta de carácter por aquellos temas en los que había tenido la sensatez de no declarar preferencia alguna. En todos aquellos años Suzette jamás había advertido lo que otros sospechaban: que Rudolphe le tenía un poco de miedo, y que la amaba. Él pensaba que todas las mujeres eran algo subversivas y que había que tenerlas controladas en todo momento.
Pero recientemente, y en relación a un aspecto particular de su vida en común, Suzette había decidido que no sería la perdedora, aunque a su esposo se le reventaran las venas del cuello. Estaba dispuesta a engañarlo si fuera necesario para lograr su propósito, pero primero intentaría ir con la verdad por delante. Se trataba del asunto de Marie Ste. Marie y su hijo, Richard, a quien ella adoraba.
Una semana atrás había llegado una invitación de la familia Ste. Marie para que los Lermontant asistieran a una fiesta con ocasión del santo y cumpleaños de Marie, el 15 de agosto. Rudolphe dijo enseguida que él no podía asistir porque en agosto siempre estaba ocupado. Estalló la guerra. Esa tarde afirmó furioso que Suzette no debía acudir a la fiesta, y que no podían permitir que Richard fuera solo. Pero Suzette no declinó la invitación, y a la vez que discutía con Rudolphe día y noche a puerta cerrada, le dijo a Richard, con suavidad pero firmeza, que no debía preocuparse.
Así pues, el lunes a la una y media, sólo media hora antes de que comenzara la fiesta, se sobresaltó al descubrir que Rudolphe entraba inesperadamente en casa. Ella, ya arreglada, aguardaba a Richard, que todavía estaba en el piso de arriba.
—Bueno —dijo él con aspecto fatigado mientras se quitaba la levita negra—. No quiero café. Tráeme una copa de vino fresco. —Se dejó caer en una silla de la sala.
Ella le trajo el vino y la chaqueta más ligera que siempre llevaba en casa. Él la echó a un lado.
—Ha sido un infierno —suspiró—. El cementerio Girod está peor que el St. Louis. Los protestantes yanquis están cayendo como moscas.
—Hmm —dijo ella. Sabía que acababan de enterrar al inglés, Michael Larson-Roberts, el amigo blanco de Christophe Mercier.
—
Mon Dieu
! —Rudolphe movió la cabeza—. Tráeme la jarra, por el amor de Dios. Esta copa parece un dedal.
—Te vas a emborrachar —advirtió ella.
—Madame, no soy ningún idiota. —Rudolphe se arrellanó en la silla, cogió el abanico de palmito de la mesa y lo movió con gesto lánguido ante su rostro—. Vinieron todos los estudiantes —dijo bajando la voz, como hacía siempre que hablaba de su profesión o de los detalles de su trabajo, que jamás se discutían fuera de casa—. No creo que ninguno de los chicos haya disfrutado de este inesperado día de fiesta. El maestro les ha causado una honda impresión en pocas semanas.
—¿Y Christophe?
Rudolphe movió la cabeza.
—¿Quieres decir que no fue? —Suzette sabía que Christophe había desaparecido y que Marcel lo había estado buscando por todas partes, pero todos esperaban que hubiera vuelto al leer la noticia en los periódicos y los anuncios puestos en todo el Quartier.
—Es evidente que se culpa de lo sucedido. —Rudolphe se encogió de hombros—. El inglés vino tras él desde París.
—¿Y madame Juliet?
—Se fue con Marcel a buscarlo por los muelles. Se dedica a subir en todos los vapores y barcos extranjeros, convencida de que su hijo ha sacado billete para marcharse y que no volverá nunca más. Christophe no ha pasado por su casa; su habitación está como la dejó.
—Después de todo lo que ha trabajado, no renunciará a la escuela. Es imposible —dijo Suzette con tristeza—. Al fin y al cabo, el inglés… bueno, sólo eran amigos.
Rudolphe se quedó pensativo. Su esposa lo miró con curiosidad, pero él no hizo ningún comentario.
—¡Bueno! —dijo por fin—. Los chicos piensan que está de duelo, y supongo que es verdad.
Se dio la vuelta al oír que Richard bajaba corriendo la escalera, Richard no la bajaba de aquel modo cuando sabía que su padre estaba encasa, y al verse sorprendido se detuvo. Era evidente que iba vestido para la fiesta de cumpleaños, igual que Suzette. Richard miró desesperado a su madre. El reloj del pasillo dio el cuarto de hora con una débil campanada. Tenían que marcharse.
—Monsieur —comenzó Suzette, dispuesta a mantenerse firme.
—Ya lo sé, madame —suspiró Rudolphe—. ¡Bueno! Tráeme la chaqueta. No te quedes ahí, tráeme la chaqueta. No puedo ir a una fiesta de cumpleaños en mangas de camisa.
Suzette le besó dos veces antes de que él pudiera apartarla.
Cuando llegaron, la casa ya se hallaba atestada. Celestina Roget estaba con la hermosa Gabriella, su hija, y con su hijo, el delicado pero alegre Fantin. Las amigas ancianas de las tías se habían acomodado en las sillas más amplias. El joven Augustin Dumanoir había acudido con su padre y su adorable hermana pequeña, Marie Therese, que acababa de llegar del campo: una chica de pelo oscuro, piel color nogal y ojos verdeazulados. Monsieur Dumanoir había venido de su plantación para conocer al nuevo maestro, Christophe, y había ido a ver a los Lermontant la noche anterior con una carta de recomendación.
—
Quel dommage
… —suspiraba ahora. Una lástima la muerte del pobre inglés. No era de extrañar que el profesor no quisiera ver a nadie.
Anna Bella Monroe, que estaba en un rincón, se levantó de inmediato para recibir dos besos de Suzette en las mejillas. Estaba radiante, adorable. Sí, gracias, se sonrojó; ella misma se había hecho el bonito vestido de muselina con los botones de nácar.
Estaban Nanette y Marie Louise LeMond, y Magloire Rousseau, el hijo del sastre que acababa de proponer matrimonio a Marie Louise y que había sido aceptado. Las amonestaciones se habían anunciado esa semana en la iglesia. Nanette sonrió al ver a Richard y le dedicó una graciosa reverencia que él pareció no advertir.
Pero Marie Ste. Marie, la celebridad del día, eclipsaba cuanto la rodeaba, recatadamente sentada junto a su
tante
Colette entre los enormes frunces de su nuevo vestido adornado de encaje rosa, con su melena oscura retirada hacia atrás en un moño y cubriéndole la parte superior de las orejas. Marie Ste. Marie era una muchacha espectacular ante la que uno no podía dejar de preguntarse cuándo alcanzaría el punto álgido su belleza. Al volverse hacia Suzette hubo una chispa de dolor en sus ojos.
—
Bonjour, ma petite
. —Suzette la besó—. Estás muy hermosa. Muy hermosa.
Un toque de color asomó a las mejillas blancas de Marie. Dio las gracias con voz apenas audible y se sonrojó visiblemente cuando la sombra de Richard asomó sobre el hombro de su madre. Suzette vio que su hijo se inclinaba para besar la mano de Marie.
«No es una muchacha vanidosa —pensó Suzette—. No, no es nada vanidosa. Parece como si no se diera cuenta de que es bonita».
Lo cierto es que era una belleza excepcional. Podía haber sido presentada en los salones de todo el mundo como una condesa italiana o una heredera española o de cualquier nacionalidad de piel oscura, cualquiera antes que la suya.
—Bueno,
michie
Rudi, —Colette empujaba a Rudolphe hacia la ponchera de cristal—, ¿han enterrado ya a ese pobre inglés? —preguntó en un cuchicheo dirigido a todos—. ¿Y dónde demonios se ha metido el famoso Christophe? ¿No tenía parientes el inglés? ¿No ha dejado nada?
—Sus abogados se encargarán de todo eso —masculló Rudolphe. Detestaba ese tipo de interrogatorios. Jamás divulgaba esos detalles sobre los finados, aunque siempre le hacían preguntas al respecto. Preguntar, mostrar interés, era una cuestión de educación—. ¿Dónde está Marcel? —quiso saber—. ¿Y su madre? —Miró irritado a la reina del baile, que no le miraba a él sino a su hijo.
—Mi sobrina está enferma —dijo Colette—. Apenas sale, no sé por qué. Hay muchas mujeres así. En cuanto a Marcel, a ver si le hace entrar en razón. ¡Se ha pasado la noche fuera, buscando a Christophe! —Señaló con un gesto las puertas abiertas. Marcel estaba en la galería, de espaldas a los reunidos, junto a Fantin Roget que se alzaba sobre él y hablaba rápidamente, balanceándose sobre los talones.
—Hmm —gruñó Rudolphe—. Hablaré con Marcel.
Suzette, sentada junto a Louisa y una anciana cuarterona totalmente sorda, jugueteaba con un trocito de tarta. No era «la tarta». «La tarta» aguardaba resplandeciente en el centro de una mesa cercana, con sus majestuosas letras sobre el merengue blanco formando la palabra
Sainte-Marie
. Se refería, naturalmente, a la Virgen María, cuya festividad se celebraba. A Suzette le parecía algo desconcertante que fuera también el nombre de la muchacha que cumplía años. Paseó la vista por la concurrencia para volverla a fijar furtivamente en la esbelta figura del joven Augustin Dumanoir, que acababa de interponerse entre Richard y Marie con una reverencia en cierto modo hipócrita encaminada, según le pareció a Suzette, a eclipsar a su hijo. Richard no opuso resistencia. Encontró un asiento junto a Anna Bella y se enzarzó en una conversación con ella. Suzette observó a Dumanoir. «Así que ésta es la competencia —pensaba—, con su enorme casa nueva en el condado de St. Landry y sus campos de caña de azúcar». Fantin había ocupado su asiento tras la silla de Marie, y el joven Justin Rousseau observaba desde lejos con evidente interés. Buenas familias, familias de abolengo. Pero la muchacha no necesitaba familia: su belleza hablaba por sí sola.
—¡Vaya! —rió Louisa de pronto.
—¿Qué pasa? —Suzette sufrió un incómodo sobresalto. Nanette LeMond era una muchacha encantadora, y de padres muy refinados. ¿Por qué no podía Richard…?
—¿Que qué pasa? Que estás mirando la tarta como si estuviera envenenada. ¡Come, come! —dijo Louisa.
—¡Y tú sigue tu propio consejo! —Suzette hundió la cuchara en la tarta. Augustin Dumanoir estaba dispuesto a tener acaparada a Marie. Era de piel más oscura que Richard, aunque no mucho más. Tenía una nariz fina y alargada que se ensanchaba elegantemente en las aletas, y unos labios pequeños. Pero su padre, de rasgos más anchos y duros, era más distinguido. Ahora sonreía casi con altivez al saludar a Celestina Roget con la cabeza, como si estuviera orgulloso de su ancha boca africana. Ambos tenían el mismo pelo crespo, brillante de pomada. Suzette oyó, entre el rumor y el tintineo de la sala, el sonoro timbre de la voz de monsieur Dumanoir.
—Sí, desde luego, todo lo que hay en la mesa es de mis tierras.
Suzette se sintió débil de pronto. Quería deshacerse de aquella tarta. Sus propias cavilaciones le parecieron feas e inhumanas. Deseaba que su hijo fuera feliz, y cuando pensaba que podían herirle, enseguida sentía un dolor insoportable. Se había hecho la firme promesa de no acordarse nunca más de sus hijos mayores, pero aun así su recuerdo la asaltaba como si estuvieran en la habitación. ¡Sus muchachos! Se habían casado con mujeres blancas en Burdeos. Era como si se hubieran ido a China o se hubieran ahogado en el mar. Concentrada como estaba en sus pensamientos, se sobresaltó de repente al advertir que Richard la estaba observando y sus miradas se cruzaron. Los labios del joven esbozaban una ligera sonrisa. No parecía tener el más mínimo temor. Si la mitad del mundo consideraba a su hijo tan guapo como lo veía ella… Sus pensamientos se desvanecieron.
—La belleza, siempre la belleza —susurró—, y ni una gota para beber.
—¿Pero qué demonios estás diciendo? —preguntó Louisa.
—No sé. —Suzette miró sorprendida hacia la puerta—. Vaya, ahí está Dolly Rose.
Nadie la esperaba. De todos era sabido que había abandonado el luto para asistir a los «salones cuarterones». Ahora bien, que asistiera a la recepción… Sin embargo allí estaba, con dos camelias blancas en su pelo azabache y su cremoso pecho hinchado bajo el tenso escote de moaré lavanda.
—¡Dios mío! —susurró Louisa.
Si Dolly no se hubiera movido con presteza para llenar el silencio que siguió, se habría producido una escena. Se acercó enseguida a besar a su madrina, Celestina, abrazó a Gabriella y saludó animadamente a las dos tías. Sólo por un instante un gesto desesperado descompuso su semblante, pero entonces vio a Suzette y tendió los brazos.
—Hola, Dolly. Acércate —le dijo Suzette—. Qué buen aspecto tienes,
ma chère
. —Dolly se inclinó a besarla—. Cuanto me alegro de que estés bien.
Louisa las miraba horrorizada. Se levantó rápidamente dejando la silla a Dolly, que enseguida se sentó junto a Suzette. Augustin, que no sabía nada de todo aquello, reanudó su charla con Marie. Colette se había echado a reír. La fiesta proseguía.
—¡Cree usted que soy un monstruo! —Dolly, con los ojos llameantes, volvió a besar a Suzette en la mejilla—. Debería haberme quedado en casa vegetando, ¿verdad? Así ella volvería, ¿verdad?, volvería a respirar, volvería a vivir.
—Dolly, —Suzette le cogió la mano—, yo sé muy bien lo que es perder un hijo, puedes creerme. Es algo que sólo el tiempo puede curar. Es la voluntad de Dios.
—La voluntad de Dios… ¿De verdad lo cree, madame Suzette? —Dolly no bajaba la voz. Unas gotas de sudor le brillaban en la frente, las pupilas danzaban en sus ojos—. ¿O es otra forma de decir que no está en nuestras manos? —Se percibía el vino en su aliento y en el color rojizo de sus labios—. Yo no creo más que en mí misma. Pero nada está en mis manos.
—Dolly, Dolly. —Suzette le palmeó el brazo.
—¿Es feliz Giselle? —preguntó Dolly, pasando la vista por el techo antes de mirar fieramente a Suzette—. Ay, no sabe cómo lloré ese año… cuando dejamos de ser amigas.
—Yo también lloré, Dolly —musitó Suzette acercándose con la esperanza de poder acallar la aguda y escandalosa voz de Dolly—. No estás bien…
—¡Estoy estupendamente! ¡Soy libre!
Suzette vio de reojo que Celestina miraba ceñuda a Dolly desde el otro extremo de la sala.
—No habrá más hijos —dijo Dolly pensativa—. No habrá más hijos, ¿quién lo hubiera dicho? Ahora ya no importan las tonterías que decía mamá. Si no puedo tener más hijos…