—Vámonos ya —dijo Rudolphe. Y juntos, sosteniendo a Christophe por la cintura, giraron hacia la derecha caminando deprisa hasta que Rudolphe pudo parar un coche de punto.
E
sa tarde fue la más larga de la vida de Marcel. No se atrevía a llevar a Christophe a su habitación, donde había muerto el inglés, pero ante las insistencias de Rudolphe acabaron tumbando a Christophe en la misma cama. La cama estaba limpia y la habitación impecable. Más que el abigarrado estudio de Christophe parecía ahora una habitación de la casa de los Lermontant. Pero Christophe no dio señales de darse cuenta de esto ni de que le importara. Cuando quiso coger su botella de whisky, Rudolphe se lo impidió y mandó a Marcel a por cerveza.
A su regreso, Christophe estaba apoyado contra la cabecera de su estrecha cama detrás de la mesa y miraba con ojos vidriosos a Rudolphe, que caminaba de un lado a otro de la habitación.
—Dale la cerveza —dijo Rudolphe.
Juliet, asustada del estado en que se encontraba su hijo, rondaba por la puerta con el rostro surcado de lágrimas. Tenía el mismo aspecto descuidado y demente de los años anteriores al retorno de Christophe.
—Ahora escúchame —bramó Rudolphe—. Y tú —añadió señalando a Marcel—. Quiero que tú también oigas bien. —Se volvió hacia Christophe—. Sabes que estar borracho no te servirá de nada. Antes o después tendrás que estar sobrio y enfrentarte a ello. Tu amigo inglés está muerto.
Marcel contuvo el aliento. Pero Christophe seguía sin moverse. Sus ojos eran como dos trozos de cristal.
—Tu madre te necesita —prosiguió Rudolphe—. Ha perdido la razón. De modo que si vuelves a cometer el error de salir por esa puerta, si vuelves a casa de madame Dolly Rose y su joven y exaltado protector, y te matan, ten en cuenta que habrás matado a tu madre también. Por no mencionar a este muchacho, que cree que puedes conseguir la Luna, y a otras dos docenas de muchachos como él a quienes has abandonado como si no hubiera una escuela en esta casa y como si tú no fueras el maestro al que todos adoran. ¡Piénsalo! Piensa en la cantidad de gente a la que puedes arrastrar en tu caída.
—Por favor, monsieur —dijo Marcel. No podía soportar aquello, ni el cambio gradual de la expresión de Christophe.
—¿Han enterrado a Michael? —susurró Christophe. Alzó las cejas ligeramente, pero por lo demás permaneció inmóvil.
—Pues claro que lo hemos enterrado, pero sin tu ayuda. Y te voy a decir otra cosa: como te metas en otro lío con Dolly Rose tendrás que apañártelas tú solo. —Se detuvo. Estaba perdiendo los estribos. Comenzó de nuevo a caminar de un lado a otro.
Rudolphe era un hombre enorme, de fuerte complexión, no tan alto como Richard pero más que ningún otro. Cuando estaba furioso parecía temible. Su voz, aunque grave, no tenía ningún timbre africano y sí un tono caucasiano muy marcado. Se irguió como si le resultara difícil decir lo que tenía que decir.
—Nunca me he visto en una situación así —declaró—, en una situación como la que he vivido contigo esta tarde. Nunca, nunca he huido de ningún hombre blanco, en toda mi vida. ¡Nunca he tenido necesidad de ello! ¡Y jamás volveré a soportarlo! —Se dio la vuelta, incapaz de proseguir. Marcel no podía mirarle, ni a él ni a Christophe. Comprendía los sentimientos de Rudolphe, porque él mismo tenía el corazón desgarrado y sentía miedo. Pero Rudolphe era un hombre y él un niño. Rudolphe era uno de los hombres más fuertes que Marcel conocía.
Christophe abrió los labios, cortados y pálidos, y muy suavemente entonó:
—DOLLY Dolly, DOLLY Dolly, DOLLY DOLLY ROOOOSE. —Su voz se desvaneció. Rudolphe, de frente a la puerta y de espaldas a Christophe, no se había movido. Suspiró.
—Ven a cerrar la puerta cuando yo salga, Marcel. Y no dejes entrar a nadie.
Christophe estaba enfermo. Durmió profundamente cuatro horas, despertando sólo para vomitar bilis y beber cerveza. Pero no pidió whisky ni intentó buscarlo él. Marcel, pacientemente sentado junto a la chimenea, observó a través de las ventanas cómo caía la noche. El crepúsculo le aterrorizaba porque parecía estar en consonancia con la oscuridad de su alma. Enterró la cara en las manos.
De vez en cuando aparecía Juliet en la puerta y él le indicaba con un gesto que todo iba bien. Pero las cosas estaban lejos de ir bien, y Marcel tenía miedo. Por fin encendió la lámpara que había junto a la cama y se sirvió un vaso de cerveza. Todavía estaba fresca y le supo a gloria. Tenía ganas de llorar. Acababa de sentarse de nuevo fuera del círculo de luz de la lámpara cuando se dio cuenta de que Christophe se había incorporado en el cabezal de la cama y que le miraba con aquellos ojos vidriosos.
Marcel se puso a hablar. Jamás recordaría cómo empezó. Simplemente intentó decirle a Christophe lo mucho que le necesitaba, lo mucho que le necesitaban los otros chicos y cómo había enloquecido de nuevo Juliet. Cuando él desapareció, ella se había dedicado a vagar por la ciudad día y noche, subiendo a los barcos convencida de que su hijo había sacado billete, dispuesto a abandonarla para siempre. Había gastado la suela de los zapatos y le sangraban los pies.
—Ella te quiere, te quiere… —dijo Marcel con voz rota. Se dio cuenta de que quería decir «te quiero», pero no pudo—. Si no vuelves, mi vida no tiene sentido, quiero decir si no vuelves con nosotros, con los chicos. Te aseguro que me escaparé. No esperaré mi oportunidad para ir a París. Recuerda lo que planeaste cuando estabas en París, cuando eras un niño. Pues eso es lo que pienso hacer yo. —Y se enzarzó en largas descripciones de cómo se convertiría en grumete o en marinero para escapar de «ese lugar», cómo abusarían de él en los barcos; probablemente le azotarían, seguro que se moriría de hambre. Sin duda se caería del mástil y habría ratas en la bodega y todos cogerían el escorbuto, pero a él no le importaba. En algún momento de la narración le sirvió otro vaso de cerveza a Christophe, que seguía apoyado en el cabezal, sin moverse. La barba crecida y desaseada le oscurecía el rostro. Sus ojos brillaban bajo el brumoso resplandor de la lámpara.
Las campanas de la catedral dieron la hora una y otra vez y Christophe seguía allí sentado. Marcel seguía hablando, haciendo largas pausas y repitiendo con otras palabras lo que ya había dicho antes. Por fin, con una voz muy suave, Christophe preguntó:
—¿Dónde lo han enterrado?
Marcel se lo explicó. En el cementerio protestante de la parte alta de la ciudad, porque por sus papeles habían deducido que era episcopaliano. Había dejado algo de dinero para Christophe en un paquete en el que ponía: «Propiedad de Christophe Mercier. Entregarlo en caso de mi muerte». Un ardid muy inteligente, según el abogado, ya que el hombre tenía unos buenos ingresos pero ningún capital que dejar en testamento. Marcel no advirtió ninguna respuesta en el rostro de Christophe. Sólo cuando éste volvió a cerrar los ojos se permitió el muchacho ceder al sueño.
Su primera impresión al despertar fue la del sol entrando por las ventanas abiertas. «¡Ha escapado!», pensó, y se levantó de un salto. Pero entonces vio a Christophe vestido, afeitado y aseado, sentado al borde de la cama con las piernas cruzadas. En la mesa, junto a él, humeaba el café recién hecho. Christophe bebía de una pesada jarra que tenía en una mano. Con la otra se llevaba de vez en cuando un puro a los labios. Parecía totalmente sereno.
—Vete a casa,
mon ami
—dijo.
—¡No! —protestó Marcel.
Christophe tenía los ojos inyectados en sangre, y los labios todavía le sangraban un poco.
—Estoy bien. —Su voz seguía siendo muy suave—. A propósito,
mon ami
, en el teatro de París serías una sensación. Podrías arrancar lágrimas al público más frío, con tus discursos y todo eso de las cucarachas reptando sobre ti en la bodega del barco.
Se dio entonces la vuelta para servirle una taza de café, pero le temblaban tanto las manos que apenas pudo verter la leche caliente. Marcel cogió la taza enseguida. Christophe tenía un nuevo fuego en los ojos. Parecía entusiasmado. De pronto apretó con fuerza el brazo de Marcel y sin soltarlo agachó la cabeza. Marcel se rindió entonces aun irresistible impulso y rodeó los hombros de Christophe en un rápido pero firme abrazo.
Cuando se apartó, Christophe empezó a hablar, Estaba eufórico y sus palabras se sucedían demasiado rápidas, demasiado vehementes. Marcel se sentó en su silla.
—Hace mucho tiempo, en Grecia, vi en las montañas el funeral por un campesino. Era cerca de Sunion, la mismísima punta de Grecia. Habíamos ido a ver el templo de Neptuno, donde el poeta Byron había grabado su nombre. Vivíamos casi al pie del templo, en una cabaña. En el funeral las mujeres iban vestidas todas de negro, lloraban y gritaban como locas y se tiraban del pelo.
»Aquellos llantos tenían algo de ritual, pero también transmitían una sensación angustiosa. Las mujeres querían que sus gritos llegaran al cielo, lloraban enfurecidas, chillaban su dolor a los cuatro vientos. Pues bien…
—Christophe se detuvo, pensativo, y se llevó con cuidado el café a los labios. Derramó un poco, pero no pareció advertirlo. Cuando dejó la taza, la mano le temblaba con más violencia.
—Pues bien, yo tenía que llorar así a Michael. Tenía que gritar, tenía que dejar salir el dolor. Pero ya está. Ni siquiera sé qué día es. No sé cuánto tiempo he estado en casa de Dolly. Pero ya está, todo ha terminado.
Marcel estaba aliviado aunque receloso. No comprendía que la euforia de Christophe provenía de tantos días de embriaguez, que Christophe estaba en un estado alterado en el que todas las cosas, hermosas o trágicas, se le aparecían como sublimes. Pero se veía el miedo en sus ojos, y Marcel sospechaba que el dolor de Christophe no había hecho más que empezar.
—¿Cómo podré pagarte lo que has hecho,
mon ami
? —preguntó Christophe—. Aunque ojalá no lo necesites nunca.
—Vuelve con nosotros —contestó Marcel—. Ponte bien. Eso sería más que suficiente.
Volvió a sentir el embarazoso impulso de llorar, pero Christophe se había levantado.
—Tienes que ir a tu casa —le dijo, cogiéndole la taza de café—. Tu madre… Tienes que irte.
—Pero no irás a salir, ¿verdad Christophe? Quiero decir que te quedarás aquí… durante unos días, hasta que ese hombre… el capitán Hamilton…
Christophe asintió con gesto resignado y ofendido.
—No te preocupes —dijo con tono un poco frío—. El ilustre capitán Hamilton me ha enseñado un par de cosas. La primera, que no invierto bastante en whisky… el suyo es incomparablemente mejor. Y la segunda, que en realidad no deseo morir.
Marcel se levantó y miró a Christophe a los ojos.
—La muerte del inglés no ha sido culpa tuya.
—Ya lo sé —replicó Christophe, sorprendiéndolo—. Créeme, nada más lejos de mi pensamiento. Tengo sobre los hombros una carga mucho mayor y es, sencillamente, que fuera cual fuese la causa o el culpable de su muerte, Michael está muerto.
Marcel se estremeció. Christophe le cogió del brazo y lo condujo a las escaleras. Marcel ya estaba absorto en sus pensamientos, en lo que le diría a Cecile, cuando al abrir la puerta se dio de bruces con un blanco muy alto.
Todo su cuerpo se estremeció, y por un instante sólo fue consciente de dos sensaciones: el miedo a que el hombre fuera el capitán Hamilton y la desagradable impresión de que había visto antes a aquel blanco. Pero el desconocido no estaba furioso sino que esperaba tranquilo e inmóvil. Parecía que hubiera estado a punto de llamar al timbre. Tenía el pelo negro, la piel muy fina y unos ojos negros muy hundidos, perturbadores. Marcel se sintió débil, casi sin habla.
—Bien —se oyó la voz de Christophe en las escaleras y el ruido de sus pasos sobre la alfombra—. Pasa, Vincent.
El blanco entró en el vestíbulo.
A Marcel no le gustó nada aquella situación. Christophe vacilaba, sus ojos inyectados en sangre parecían los de un loco bajo la desnuda luz del sol y era evidente que su ánimo era veleidoso y que podía cometer una imprudencia. Invitó al blanco a entrar en el salón trasero, detrás de la escuela.
El hombre se quedó un momento callado, y cuando habló lo hizo con tono decoroso y dramático a la vez.
—No puedo quedarme, Christophe —dijo.
Christophe no dio muestras de sorpresa y no mudó su velada expresión.
—Deseo hablarte del capitán Hamilton. ¿Sabes a qué capitán Hamilton me refiero?
Christophe no contestó. Se cruzó de brazos con expresión impasible, de fría condescendencia, sin ayudar en nada al blanco, a quien le estaba costando un evidente esfuerzo decir lo que tenía que decir.
El hombre respiró hondo. Iba muy bien vestido, con una levita verde, pantalones color crema y un bastón de plata con el que tocaba ligeramente el suelo de madera. Sabía que Marcel estaba detrás de él, sabía que Christophe no le había dicho que se marchara.
—El capitán Hamilton no es un hombre muy sensato —comentó, con los mismos modales comedidos—. Pero lo cierto es que Dolly Rose es una mujer que puede volver loco a cualquier hombre.
Estas últimas palabras fueron pronunciadas con gran énfasis, pero el rostro de Christophe no acusó la menor alteración.
—El capitán Hamilton ha sido informado —prosiguió el hombre— por algunos de sus compañeros, amantes de los placeres, de que Dolly Rose lo ha estado dejando en ridículo. Tu nombre fue mencionado al respecto, y el capitán Hamilton y yo discutimos el asunto largamente.
Hubo una pausa.
—Le he explicado al capitán Hamilton —prosiguió con voz firme y lenta— que tú y yo somos conocidos y que sus quejas deben referirse únicamente a Dolly Rose. Le he explicado al capitán Hamilton que cuando haya pasado más tiempo por estas tierras lo comprenderá mejor. Le he explicado que un hombre… —vaciló— que un hombre de color no puede defenderse contra un hombre blanco en el campo del honor, que en realidad un hombre de color no puede defenderse de ninguna forma contra un blanco, que en algunos círculos se considera un acto de cobardía luchar con un hombre que no puede defenderse, y que en vez de eso se puede ser indulgente.
Christophe alzó las cejas.
—¿Y se lo creyó, Vincent?
—Lo aceptó. Ya te he dicho que no lleva mucho tiempo por aquí. —Entonces, bajando la voz añadió con tono grave—: Tú sí, sin embargo.
Se dio la vuelta y añadió entre dientes y sin convicción:
—No vuelvas a cometer el mismo error.