—¿Qué hora es? —le preguntó a Lisette. La camisa limpia estaba fresca pero muy tiesa.
—Las nueve, ya se lo he dicho. Y
michie
Philippe no está en la ciudad. —Marcel la miró mientras se abrochaba el chaleco, vio su rostro sombrío a la luz de la lámpara, la falda marrón con el estallido de lunares rojos como su pelo cobrizo.
—¿Cómo sabes que no está en la ciudad? —preguntó. Lisette se jactaba de saberlo todo de todos. Marcel recordó las palabras de Christophe: «Todos los esclavos de la manzana saben que estuviste esa tarde con mi madre».
—Tómese otra taza. —Lisette le ofreció el café con leche y le puso las botas nuevas junto a la cama—. No he tenido tiempo de limpiar las otras. Con lo del cumpleaños de su hermana no me queda tiempo ni para respirar.
Marcel asintió. Sus botas nuevas. Le hacían un daño espantoso.
—¿Por qué se va a celebrar la fiesta en casa de
tante
Colette? —preguntó con cansancio.
A él tampoco le quedaba tiempo para respirar. El cumpleaños de Marie era el 15 de agosto, la fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen. Puesto que era su cumpleaños y su santo, la celebración era muy sofisticada: se hacía una tarta especial y había incluso regalos para los esclavos. Ese año era especial además porque Marie cumpliría catorce años y se convertiría en una jovencita, como si no lo fuera ya, como si Lisette no se pasara el día planchándole la ropa, como si Richard no hubiera acudido ya dos veces a verla. Lisette, que siempre había odiado realizar la más sencilla de las tareas personales para Cecile, iba ahora a todas partes con Marie y se había convertido por decisión propia en su doncella.
—Usted no sabe siquiera lo que pasa delante de sus narices —dijo Lisette—. Su madre dice que la casa es demasiado pequeña. —Al decir «su madre», su voz dejó traslucir un cierto desdén—. No se quede allí demasiado tiempo —susurró. Lisette todavía le hablaba con tono protector, como si fuera un niño.
—No seas tonta —dijo él—. Haré lo que me dé la gana. —¿A qué venía aquel comentario de que la casa era demasiado pequeña?
—Pues eso le diré a su madre si se despierta, que su hijo ha salido a hacer lo que le da la gana.
—Haz lo que quieras —replicó Marcel. Se puso las botas y se peinó—. ¿Está mamá enfadada con Marie? —Lo preguntó mirando por encima del hombro, restándole importancia.
Lisette emitió un ruidito que no llegaba a ser una risa.
—No tarde —repitió.
—¿Pero qué demonios te pasa? —Marcel se metió el peine en el bolsillo. Parecía que el aire había cambiado, o que algún sonido persistente se había desvanecido, porque de nuevo se oían los tambores vudú—. Quieres escabullirte, ¿verdad? Quieres ir a esa reunión…
¿Se oían más los tambores o era que los tenía metidos en la cabeza? Su ritmo era monótono, enloquecedor.
—¿Nunca se ha preguntado qué pasa en las reuniones? —dijo Lisette con tono insinuante.
Marcel la miró indignado.
—¿Y por qué me iban a preocupar esas bárbaras supersticiones? —Sabía que su mirada se había tornado dura, pero Lisette no se inmutó. Había en su rostro algo astuto e insolente, algo orgulloso.
—Le sorprendería ver hasta qué punto esos salvajes que danzan son una buena compañía —dijo con una sonrisa—. ¡Incluso para un caballero como usted!
Marcel miró su sonrisa, la pose con la que le hablaba desde la puerta con los brazos cruzados.
—Tú nos odias, ¿verdad, Lisette? —susurró—. Nos odias a todos, incluso a Marie… SÍ fuéramos blancos podríamos azotarte dos veces al día y tú nos lamerías las botas.
La sonrisa de Lisette se desvaneció. Marcel temblaba y ella le miraba inexpresiva. Marcel sintió un escalofrío. Nunca habían llegado las cosas tan lejos entre ellos, nunca había expresado esos sentimientos, ni siquiera a sí mismo. Le sorprendía ver el cambio sufrido por Lisette. La esclava tenía el ceño fruncido como si hubiera recibido un golpe.
—Ustedes me caen bien,
michie
—dijo suavemente—. ¿Acaso no me he portado siempre bien con ustedes? —Estaba trastornada—. ¡Usted no conoce mi pena,
michie
! —Apartó la mirada.
—Lo siento, Lisette. —Marcel apretó los puños nervioso. Le había hecho daño, cuando jamás había soñado que tuviera el poder de hacerlo. Lisette, con la cabeza ladeada, jugueteaba con un pendiente. No quería mirarlo—. Lo siento —repitió—. Has estado cuidando tanto de Marie estos últimos días…
Una triste sonrisa asomó poco apoco en el rostro de Lisette.
—Sí —susurró—. ¡Su madre se ha puesto furiosa!
Bubbles, el esclavo, le abrió una puerta lateral y le guió con ojos de gato por la completa oscuridad de las escaleras.
—Entre ahí,
michie
—susurró, y se desvaneció en silencio como tragado por el vacío.
Durante todo el tiempo que trabajó con Christophe, Marcel no había vuelto a subir al segundo piso. La tenue luz de la Luna le mostró que la puerta del dormitorio de Juliet estaba cerrada. Marcel se dio la vuelta, con la mano en el poste de la escalera, y vio una lámpara al fondo del pasillo. Christophe le hacía señas. Cuando llegó a la puerta, Marcel se dio cuenta de que estaba entrando en su habitación.
El maestro estaba sentado a su mesa, con una lámpara en la estantería. La pared por encima de la lámpara estaba cubierta hasta la altura de un hombre de papeles clavados con chinchetas, escritos con letra púrpura. Eran versos, con algunas tachaduras aquí y allá, emborronados en los anchos márgenes. La mesa estaba atestada de libros abiertos, montones de papeles, plumas, un caos totalmente distinto a la reluciente pulcritud del aula del piso inferior, un caos que parecía emanar de la mesa y abarcar toda la habitación. La cama estaba deshecha, los periódicos apilados desordenadamente sobre la colcha, un cenicero se había volcado, arrojando colillas y cerillas usadas. Pero todo era acogedor, maravillosamente acogedor: la repisa de la chimenea llena de estatuillas, las paredes cubiertas de mapas y grabados. Ante el hogar había un cojín arrugado y un vaso vacío, como si Christophe desdeñara a veces la cama y prefiriera dormir en el suelo.
Christophe vestía con la misma formalidad que cuando impartía clases. Estaba sentado de espaldas a la mesa, con las manos cogidas y un brazo apoyada en ella. Parecía estar posando con la misma postura que mostraba en el pequeño daguerrotipo que Juliet le había ensenado a Marcel aquella tarde. Christophe lo había mostrado en clase, explicando lo que era y cómo se lograba la imagen por medio de la luz y unos productos químicos. Todos se habían quedado sorprendidos. Aquélla fue una de las muchas clases que dedicó esa semana a los inventos y novedades en París, lo cual encandiló a los chicos.
Pero algo le pasaba a Christophe. Estaba demasiado quieto, vestía con demasiada perfección, destacaba demasiado en el desorden de la sala, con el rostro en sombras contra la luz de la lámpara.
—Te he echado de menos en las cenas —dijo.
—Yo también a usted, monsieur —contestó Marcel—. No quería molestarle, y he estado estudiando todos los días hasta medianoche.
—Está siendo duro para ti, demasiado duro. Uno de estos días quiero hablar contigo de todo el tiempo que te pasas mirando por la ventana en clase, pero ahora no. Además, eres mi estrella.
Marcel se sonrojó.
—Lo último que se me ocurriría ahora es reprenderte por soñar despierto. Ojalá tuviera claro lo que quiero decir, porque así no estaría divagando sobre cosas que no nos interesan a ninguno de los dos. Siéntate.
Marcel se acomodó en el sillón junto a la chimenea. No podía apartar la vista de los poemas colgados en la pared. Al ver que Christophe no decía nada, preguntó:
—¿Qué pasa, Christophe?
Él suspiró.
—Bueno, ¿cómo ha ido todo, Marcel? ¿He sido un buen profesor?
Marcel estaba perplejo. ¡Un buen profesor! Todo el mundo hablaba de Christophe. Rudolphe se había detenido en la puerta de su casa para cantar sus alabanzas e incluso el malcriado de Fantin estaba intentando aprender a leer. Augustin Dumanoir y sus compinches habían mandado traer sus pertenencias de las plantaciones.
Marcel ladeó la cabeza.
—¿Me estás tomando el pelo, Christophe?
Christophe soltó una risa seca.
—No. Puede que el profesor necesite unas palabras tranquilizadoras del alumno, puede que necesite ver un poco de admiración en sus ojos azules. —Su voz era más suave de lo normal y vibraba de emoción, como cuando discutía con el inglés.
—¡Ya cuentas con mi admiración! Lo sabes.
Christophe se quedó pensativo.
—Esta noche voy a ver a mi amigo Michael. Si me niego a volver con él creo que se marchará mañana por la mañana con la primera marea. —Recorrió la pared con la vista y luego bajó los ojos—. Lo cual significa… que tal vez no lo vuelva a ver.
—Ah —susurró Marcel. Ahora comprendía su tono de voz y la pose rígida y compuesta con laque intentaba refrenar su emoción.
—Me resulta fácil olvidar que eres muy joven —prosiguió Christophe—. Tienes una seguridad que es como una llama interior, una seguridad de la que yo carezco, aunque me han dicho que tengo un cierto estilo.
El elogio no tranquilizó a Marcel. Tenía miedo.
—No querrás volver a París, ¿verdad? —preguntó con voz trémula.
—¡No, por Dios! ¡No! Esto no tiene nada que ver.
—¿Estás seguro? ¿No te has arrepentido? —Marcel le escrutaba con la vista, buscando la más ligera vacilación.
Christophe esbozó una fatigada sonrisa.
—Ahora no lo puedes comprender. Si hubieras dilapidado tu juventud viajando por el mundo, si hubieras pasado años en París, borracho noche tras noche, de café en café, fumando hachís con gente a la que no podrías recordar, haciendo el amor con personas a las que nunca hubieras conocido en otras circunstancias, si hubieras escrito tanta basura que ya no pudieras ni acordarte de lo que es estar comprometido, bueno, entonces empezarías a comprender. Te encontrarías aquí, en la esquina de la Rue Dauphine y la Rue Ste. Anne con una sonrisa idiota en los labios y murmurando la palabra «casa».
Christophe rompió su rígida pose un instante y se pasó la mano por el pelo.
—Creo que he quemado París —murmuró—. Acabó convirtiéndose en un mal gusto de boca y un constante dolor de cabeza.
Marcel le observó con atención, observó cómo cogía un lápiz de la mesa dispuesto a romperlo con las dos manos.
—¿Entonces se trata sólo de que te tienes que separar del inglés, de que te tienes que despedir de él?
—¿Sólo separarme del inglés? —Christophe alzó la vista—. ¿Sólo separarme de él? —Tensó los labios en una mueca.
Marcel apartó tímidamente la mirada.
—¿Por qué le resulta tan difícil comprender que quieres quedarte aquí con nosotros, que nosotros te queremos aquí, que te necesitamos?
Christophe frunció el ceño.
—Porque me necesita también —suspiró—. Necesita que yo lo vuelva a necesitar. En todo esto hay una injusticia monstruosa, una injusticia que sólo yo comprendo.
—Yo sé que no es bueno para ti —barbotó de pronto Marcel—. ¡Estarás mucho mejor cuando se marche!
Apretó los labios con fuerza. Había ido demasiado lejos, pero no podía soportar ver así a Christophe, y sólo el inglés podía convertir al brillante profesor en un niño inseguro y desdichado.
—Lo siento —musitó Marcel.
—Tú le desprecias, ¿verdad? —preguntó Christophe—. Igual que mi madre. Tú le miras como si fuera un peligro y ella le maldice, le amenaza con hacerle magia vudú, le insulta…
—Eso es porque le tiene miedo, Christophe, como yo. Tiene miedo de que te convenza para que te marches. Además, piensa que es el que… bueno, el hombre que te sacó de tu casa de París hace años.
¡Ya lo había dicho! Marcel tenía la seguridad de que estaba librando una especie de batalla, de que Christophe le estaba pidiendo que luchara, aunque no comprendía muy bienios términos.
—¡Mi casa de París! —Christophe se inclinó—. Mi casa de París. ¿Eso dijo ella? ¡Madre mía, qué mente más simple! ¿Sabes una cosa? A veces me parece entender perfectamente la locura de mi madre. Es un egoísmo increíble. ¡Mi madre sólo comprende lo que quiere comprender!
—Christophe, te va a oír —advirtió Marcel.
—¡Pues que me oiga! A ver si le abro los ojos de una vez. ¡Mi casa de París, por el amor de Dios! ¡Aquel hotel y aquella gente! Me pasé allí dos años sin recibir ni una carta de Nueva Orleans. El empleado del banco que me llevó allí desapareció. Tuve que robar para conseguir papel para escribirá mi madre, mientras que aquí mismo, en esta calle, hay tiendas donde una mujer puede dictar una carta y hacer que la manden al extranjero.
—¿Pero qué pasó?
Christophe se volvió a pasar la mano por el pelo.
—Yo mismo me lo pregunto a veces —contestó—. Pero no estoy siendo sincero. La verdad es que lo sé muy bien. —Se irguió y carraspeó—. Fue idea de su padre. Debió de sonar muy oficial cuando habló con sus abogados, pero el caso es que para cuando hube atravesado el océano y pasado por las manos de una sucesión de desconocidos, ya quedaba poco del plan original. Una familia me acogió a cambio de dinero y me puso a trabajar en el hotel en lugar de mandarme al colegio. Cuando Michael se alojó allí, yo no tenía ni zapatos. Me había escapado dos veces y había tenido que volver muerto de hambre. Incluso ahora me cuesta hablar de aquella época. —Se agitó inquieto—. Pero te digo una cosa: yo era más joven que tu cuando llegué, y dos años me parecían toda una eternidad.
—No sabía… —murmuró Marcel.
—No tenías por qué saberlo. Pero lo trágico es que mi madre tampoco lo sabe. Si hubiera tenido alguna fuerza, si hubiera podido enfrentarse a ese hombre… Mi madre fue siempre víctima de sus amantes, pero yo siempre sabía quién era el más importante para ella. Sabía que pasara lo que pasase ella era mi madre, y que nos pertenecíamos el uno al otro. Yo los veía llegar con sus lujosos carruajes y sus regalos. Pagaban el alquiler y me mandaban de un lado a otro, pero yo sabía que a la larga duraría más que cualquier amante, y que si alguno se atrevía a ponerme la mano encima, estaba acabado. A ella podían pegarle, eso sí. De hecho a veces lo oía a través de las paredes. Pero mi madre me pertenecía y yo le pertenecía a ella, hasta que llegó él, hasta que llegó su padre, ese fantasma del pasado. Había sido un auténtico bandido, uno de esos salvajes haitianos que habían vivido en el monte durante generaciones, esclavos fugitivos un siglo y rebeldes al siglo siguiente. Era un hombre de hierro, con las manos sucias de sangre y mucho oro en los bancos.