—¿Entonces no vuelves a París? ¿Te quedarás?
Christophe se sorprendió.
—¿Pensabas que me iría?
—Pues sí, para adaptar
Nuits de Charlotte
con Frederich LerMarque. Pensaba que te irías cuando te lo pensaras mejor.
—Jamás —dijo Christophe con una débil sonrisa—. No quiero revivir esos personajes, no quiero volver a encerrarme en un piso de París con esa gente, no quiero vivir día a día con esas almas medio realizadas. ¡Ah! —Se estremeció—. Que lo adapte otro. Yo ya he terminado con ese libro. No podría hacerlo. Me volvería loco.
En ese momento entró Juliet en silencio con una enorme cazuela de hierro en las manos. La dejó en la mesa y se puso a remover el humeante guiso.
—Vamos a brindar por la escuela —dijo Christophe. Todo en él era ahora confianza y vitalidad, y sus ojos estaban risueños—. ¡Siéntate, mamá! —exclamó de pronto. Cogió a Juliet por la cintura y la besó en las mejillas mientras ella intentaba golpearlo con la cuchara.
—Te estábamos esperando. ¿Dónde te habías metido? —le preguntó con naturalidad.
—Fui a hacer un recado —replicó él, evasivo. Sentó a Juliet en la silla y luego sirvió en el plato de Marcel el pollo con arroz que burbujeaba en el puchero. El aroma era especiado y sensual, muy casero, con un toque de ajo, hierbas y pimentón.
Juliet llenó los vasos y se puso a untar mantequilla en el pan. Sólo entonces se dio cuenta Marcel de que no había cubierto para ella. Juliet acercó las velas de la chimenea y se acomodó entre las sombras, limitándose a verles cenar. Volvió la cara a un lado y apoyó la mejilla en la mano derecha. En ese momento alguien llamó a la puerta lateral, al otro lado del pasillo, y a continuación se oyó el crujido de los goznes. Christophe se puso tenso. Pero sólo era un esclavo negro, alto, muy joven, mal vestido y con los zapatos rotos.
—
Michie
Christophe. —Su voz era tan baja que parecía esa tiza que se desmorona cuando alguien intenta escribir con ella en una pared.
—Dime.
—Tome,
michie
Christophe. —El esclavo sacó un llavero de bronce con un pesado manojo de llaves—. Madame Dolly dice que se lo acaba de dejar,
michie
Christophe. Me ha dicho que usted me pagará por traérselo. Sólo cinco centavos, por favor,
michie
, para comprar algo de comida.
Juliet lanzó un chillido.
Marcel apartó el rostro, intentando contener la risa, y miró a Christophe de reojo con gran regocijo.
Christophe, avergonzado, se metió las llaves en el bolsillo, pagó al esclavo y volvió a su sitio, algo turbado. Cogió la cuchara intentando mostrar naturalidad.
—Conque un recado, eh… —murmuró Juliet, inclinándose—. Y con esa mujer nada menos, con esa muñeca de porcelana.
Marcel miraba a Christophe sin ocultar su admiración.
—Te tendría que cocer a fuego lento.
—¿Se puede saber por qué? —le replicó Christophe—. Vale que era un niño cuando me marché de la ciudad, mamá, pero han pasado diez años y ahora soy un hombre, no sé si te has dado cuenta.
M
adame Elsie Claviére ya caminaba siempre con bastón y arrastraba ligeramente el pie izquierdo como consecuencia de su último ataque. Estaba encorvada, su pelo era una pelusa blanca en las sienes y bajo el velo negro. Ahora recorría el callejón Père Antoine agarrándose con fuerza al brazo de Anna Bella.
Había nacido en los días de la colonia francesa, recordaba los ataques de los indios y la época bajo el dominio de los españoles, cuando el gobernador Miró, llevado a ello por las damas blancas, había erigido la famosa «ley
tignon
» que prohibía a las cuarteronas llevar más sombrero que un pañuelo, como si ello pudiera ahogar sus encantos. Ahora madame Elsie se reía al recordarlo. Pero había visto cómo Nueva Orleans se convertía en una gran ciudad, tal vez tan espléndida como decían que eran París y Londres. En el presente albergaba dieciocho mil
gens de couleur
, que eran sólo una parte de la heterogénea y cambiante población. Madame Elsie despreciaba a los americanos y echaba de menos los viejos tiempos en que los oficiales españoles le regalaban vino de Madeira y brazaletes y sus hijas eran hermosas, espectaculares, y su escasa descendencia había desaparecido en el norte, mezclada con la raza blanca. Se sentía sola en su vejez, cosa que solía decir con una risa desdeñosa. Ahora, aferrada a la vida y al brazo de Anna Bella, declaraba que estaba harta de este mundo y que quería ir a casa.
—No sé por qué no va a visitar a madame Colette —dijo Anna Belle con su francés lento pero fluido—. Madame Colette siempre pregunta por usted, y madame Louisa también.
Anna Bella prosiguió con su plan mientras avanzaban penosamente por la Rue St. Louis hacia la Rue Royale.
—Cada vez que las veo en misa me preguntan por usted. Madame Louisa siempre dice que quiere venir a verla, pero que entre una cosa y otra, y con la temporada de ópera, van a estar ocupadas iodo el verano.
—Pues muy bien —accedió por fin madame Elsie—. Necesito descansar los pies.
La tienda de ropa estaba atestada, como siempre. Colette, al fondo, tomaba notas en un libro descomunal, pero al ver a madame Elsie y Anna Bella se levantó enseguida para hacerlas pasar. Pues claro que se alegraba de ver a madame Elsie, y qué encaje más encantador llevaba Anna Bella en el vestido, desde luego sabía hacer encajes como nadie. Las invitó a pasar a la trastienda.
—Siéntese aquí, madame Elsie. —Anna Bella acomodó a la anciana en una silla—. Ya que está aquí podría echarle un vistazo a los sombreros. Yo voy a bajar a la calle a por el
sachet
.
—¿Le apetece un café, madame Elsie? —preguntó Colette. Pero la anciana miraba ceñuda a Anna Bella.
—¿Qué
sachet
?
—Ya se lo dije, ¿no se acuerda? Le dije que quería un
sachet
para el armario, y alcanfor también. Y usted me dijo que necesitaba unos cirios. Incluso he confeccionado una lista. Usted descanse. —Anna Bella se acercó a la puerta e hizo una reverencia a Colette—. Madame Elsie tiene que descansar los pies.
—Tú márchate,
cher
. Madame Elsie se queda aquí conmigo. —Colette estaba retirando las cintas y encajes que había sobre la mesita junto a la silla de madame Elsie.
—Vuelve enseguida —dijo la anciana.
—Sí, madame Elsie, no se preocupe.
Anna Bella atravesó deprisa el bullicio de la tienda mientras sonaba a sus espaldas la voz de Colette:
—Esa niña ya está hecha toda una damita.
—Desde luego. ¿Y gracias a quién? —gruñó madame Elsie—. Pero te aseguro que no sabe comportarse. De todas formas… bueno, no es muy guapa de cara, pero, en fin, de tipo… eso ya es otra cosa…
Anna Bella cerró la puerta al salir y se encaminó hacia la Rue Ste. Anne.
—No es muy guapa de cara —se dijo en un susurro—, pero de tipo ya es otra cosa… —Miró al cielo como clamando justicia y movió la cabeza. Al pasar por delante de un restaurante, el portero negro se llevó la mano al sombrero.
—Vaya, vaya, pero si es un bomboncito negro… Sí señor, todo un bomboncito negro.
Anna Bella bajó la vista, ladeó la cabeza y pasó a toda prisa, como si no hubiera oído nada.
—Todo un bomboncito negro, sí, señor —dijo el hombre en voz más alta, burlándose de ella—. Seguro que será toda una dama criolla.
Le parecía que cuanto más deprisa andaba, más despacio iba. Todavía tenía la voz del negro en los oídos. Al ver su reflejo en las ventanas oscuras de la funeraria alzó la cabeza de mala gana, con los labios temblorosos entre las lágrimas y una sonrisa, sosteniéndose las faldas de su vestido azul.
La casa de Ste. Marie parecía desierta bajo el sol cegador. Las celosías de la puerta principal estaban entornadas. Anna Bella no se detuvo para no perder la decisión. Entró directamente en el camino de acceso y llamó a la ventana, con la cabeza gacha como si esperara que le dieran un golpe si la descubrían.
Pero dentro no se oía ningún ruido. Anna Bella se balanceó un instante sobre la punta de los pies. Luego, todavía con la cabeza gacha, volvió al callejón que daba al patio trasero.
—Que Dios me ayude —susurró—. Tengo que hacerlo, tengo que… —Pero al entrar en el rectángulo de sol que caía sobre las losetas se detuvo y lanzó una exclamación de sorpresa.
Dos personas se movían rápida y torpemente entre los plátanos, detrás de la cisterna, sobresaltadas ambas como se había sobresaltado ella. Richard Lermontant se adelantó, avergonzado, frotándose nerviosamente la mano contra la pierna.
—
Bonjour
, Anna Bella —murmuró con su voz grave y lánguida. Luego, totalmente turbado, hizo una rápida reverencia a alguien que estaba en la arboleda y que salió corriendo del jardín.
—Oh, Dios mío —exclamó Anna Bella en un susurro. Entre los árboles había una joven. Sus amplias faldas se agitaban entre los delgados troncos de los árboles. La muchacha salió de detrás de la cortina de hiedra que le oscurecía el rostro. Sobre los brazos desnudos llevaba sólo un chal muy delgado de lana blanca.
Anna Bella miró desesperada hacia las ventabas de Marcel y dio media vuelta para marcharse. Estaba segura de que Richard iba muy por delante de ella y que no se volverían a encontrar. Pero la mujer la llamó:
—¿Anna Bella?
Al volverse descubrió perpleja que era Marie Ste. Marie. Se llevó la mano a los labios, incapaz de ahogar una suave risa.
—¡Pero si eres tú! —exclamó, mirando con timidez sus pálidos brazos y su magnífico vestido de frunces.
Marie tenía la mano en la mejilla y la miraba con sus ojos negros, almendrados y fríos.
—Perdona que haya aparecido de esta forma —dijo Anna Bella—. Lo siento mucho. Llamé a la puerta y al ver que no contestaban pensé, bueno, se me ocurrió ir a dejarle una nota a Marcel en la puerta —mintió.
Marie se acercó. Con el pelo peinado hacia atrás parecía mucho mayor, mayor incluso que cualquiera de las chicas que ambas conocían.
—No quiero molestar a madame Cecile —prosiguió Anna Bella, sabiendo perfectamente que madame Cecile no estaba.
—Entra —dijo Marie.
Era más una orden que una invitación, pero Anna Bella se dio cuenta de que el tono autoritario no era intencionado. La siguió por los oscuros dormitorios con sus relucientes colchas blancas y entre el ligero olor a cera que despedía el altarcito de la Virgen, hasta llegar a las habitaciones delanteras. A Anna Bella siempre le había encantado aquella casa, sus dulces aromas, su limpieza inmaculada, los exquisitos detalles de lujo por todas partes. Ahora pensó apenada que llevaba mucho tiempo sin verla, sin sentarse en aquella silla. El último año había sido el más largo de su vida. En ese momento sintió amargamente no haber encontrado a Marcel a solas, como esperaba. Le había costado semanas conseguir que madame Elsie fuera a la tienda de ropa, y su plan había salido mal. Tenía que marcharse. Al mismo tiempo le turbaba haber visto juntos al guapo y elegante Richard Lermontant y aquella hermosa muchacha de ojos fríos. En realidad se había quedado muy conmocionada. Pero las últimas semanas había llorado tanto que no quería admitirlo. Hizo ademán de levantarse.
—Me tengo que ir a casa.
—No —dijo Marie—. Por favor. Me alegro de que hayas venido. —Estaba de pie junto a la ventana, como si quisiera respirar aire fresco, con la mano todavía en la mejilla. Y lo decía sinceramente.
Richard acababa de besarla, y Marie nunca había sentido nada parecido cuando él la abrazó con delicadeza y ternura, como si temiera romperla. Richard le presionaba firmemente la espalda para estrecharla contra su pecho, de modo que los botones de su levita tocaban los senos de ella. En ese momento había sentido una descarga tan placentera por todo el cuerpo que echó atrás la cabeza, con la boca entreabierta, y sintió la consumación de esa descarga en el estremecedor instante en que sus labios se unieron. Richard la envolvió entonces en sus brazos y la levantó del suelo. Y Marie se abandonó, olvidó todo lo que le habían enseñado, todo lo que ella era. Habría caído al suelo de no haberla sujetado él porque la conmoción le había hecho flaquear las piernas, que se apretaban con fuerza una contra otra en la intimidad de sus faldas. Marie recordaba que se había alejado de él para apoyarse contra un árbol, temblando, con un hormigueo en los labios. Richard tenía las manos en su cintura y le besaba los hombros y el cuello.
En ese instante había llegado Anna Bella. De no haber sido así, Marie se hubiera abandonado al placer sin reservas, algo que momentos antes le habría resultado impensable. Se estaba volviendo de nuevo hacia él cuando Anna Bella entró en el jardín. Y ahora Marie todavía temblaba, todavía le hormigueaban los labios, todavía le zumbaban los oídos, y la voz de Anna Bella y su misma presencia estaban muy lejos de ella. Estaba tan poco acostumbrada a hacer algo para ella misma, a desear algo para ella misma, que no podía aceptar el extraordinario júbilo que sentía.
No podía aceptar que le estuviera pasando a ella.
Richard la había visto en misa el domingo, con su nueva vestimenta de adulta, y le había pedido permiso para ir a verla. De hecho minutos después ya estaba llamando a la puerta, y ella, sabiendo que no debía quedarse a solas con él en la casa y deseando a la vez que no se marchara, le había llevado al jardín trasero, enzarzada en una torpe conversación informal. Allí Marie se había acercado al refugio que ofrecían las suaves y oscilantes hojas de los plátanos y la cascada de hiedra que caía del tejado del
garçonnière
, y de pronto, en un instante perfecto, se habían mirado a los ojos y ella le había permitido, le había conminado mediante sutiles gestos que jamás podría repetir, a tomarla en sus brazos.
—Te quiero… te quiero —susurró él.
Y luego el beso, el éxtasis, tan estremecedor y palpitante que rayaba en el dolor. Supo con total certeza, aunque era monstruoso, que iría al infierno por lo que había hecho, como un hombre que asesina a otro o una mujer que mata a su propio hijo. Todos eran pecados mortales. Pero eso era una idea, un pensamiento, y aquel momento era tan inmenso, tan sobrecogedor y dulce que Marie no podía sentir culpa sino que veía con calma su propia alma convertida en un pantano lleno de podredumbre. Mientras tanto, él suspiraba «te quiero, te quiero», con el cuerpo lleno de una maravillosa y vibrante fuerza que caldeaba sus dedos y que ella sentía en la piel desnuda, en la ropa. Marie musitó entonces una silenciosa oración. Que esto no salga mal. Y cerró los ojos.