La tensión era palpable. De pronto al inglés le temblaron los labios, como presa de una violenta impaciencia, y se puso a tirar las cosas de la mesa: una estatua, unas piezas de ajedrez que dejó caer como guijarros, un tapiz enrollado que arrojó al suelo. Volcó una pila de libros y pasó la mano por los títulos del lomo, leyendo con voz dura y resentida:
—
Histoire de Rome, Simples et composés de la langue anglaise, Lagons d'analyse grammaticale
. ¿Qué es esto, Christophe? ¿Vas a hacer de misionero entre los nativos? ¿Dónde tienes la sotana y el crucifijo? ¿Cuándo te va a colgar el populacho por educar a los esclavos?
—No estoy aquí para educar a los esclavos, Michael —dijo Christophe con voz opaca.
Seguía de espaldas, con los hombros caídos. Marcel observaba la escena, ardiendo de furia. Sintió la mirada del inglés sobre él, sobre las desordenadas estanterías detrás de su cabeza. Su rostro pálido de afilados rasgos mostraba indignación, como si se sintiera ultrajado, y de pronto todo lo que le rodeaba parecía miserable, tomo carente del brillo y la elegancia de su persona.
A Marcel le enfureció ver a Christophe con los hombros caídos, y le enfureció sobre todo que la sala, tan fabulosa momentos antes con su amasijo de tesoros, apareciera ahora sucia y con olor a polvo.
Christophe estaba pensativo, con el pulgar en el bolsillo del pantalón y una mano en la barbilla. Por fin recobró la compostura y dijo con calma:
—Vuelve a París, Michael. Siento que hayas venido.
Hubiera debido escribirte; te habría escrito en su momento. Ahora tienes que perdonarme, y debes marcharte. Aquí no tienes nada que hacer. Más vale que cojas el primer barco para Francia. Éste no es sitio para ti. Cualquier otro lugar del mundo, tal vez, pero aquí no…
—¿Y es sitio para ti, Christophe? —El inglés atravesó la sala mirando ceñudo las estanterías, el polvo acumulado en las ventanas. Le dio una patada a un montón de mapas enrollados—. El carácter de un hombre se puede medir por la basura que acumula a su alrededor. Si no recuerdo mal, atravesamos toda Grecia con una mochila, y en El Cairo sólo teníamos un maletín de piel.
Marcel tuvo que hacer un esfuerzo por apartar los ojos de él. El odio y el miedo que le provocaba parecían cautivarle.
—Ya volveré en otro momento, monsieur —dijo, acercándose a la puerta.
—¡No! —Christophe se dio la vuelta bruscamente—. ¡Te necesito hoy! Bueno, quiero que… preferiría que te quedaras… —Balbuceaba, con los ojos húmedos y brillantes—. Por aquí debe de haber un cortaplumas. —Chasqueó los dedos—. Los paquetes, Marcel… La escuela comienza el lunes, y no estoy preparado ni mucho menos, el cortaplumas… el cortaplumas. —Volvió a chasquear los dedos. Apenas podía controlar la voz.
—¿Y quién va a venir a la escuela? ¿Vas a dar clases a estudiantes blancos? —preguntó el hombre inglés indignado—. ¡Dime qué estás haciendo aquí, Chris!
Marcel se apresuró a sacar su llavero y con la pequeña navaja de plata que llevaba en él cortó el cordel de un fardo de libros. Les quitó luego el papel arrugado con mano torpe bajo la dura mirada del inglés. Tenía que desafiarle, tenía que mirarle. Cuando cortaba el cordel de otro paquete alzó la vista, pero el inglés no le prestaba atención. Tenía la vista fija ante sí, casi con gesto estúpido y una expresión de dolor en el semblante.
Christophe, como si no pudiera arriesgarse a tener un momento de vacilación, cogía con brusquedad los libros de la mesa para colocarlos en las estanterías, igualaba las hileras con la mano, empujaba los lomos para que estuvieran al ras del estante. Actuaba como si el inglés no estuviera allí, pero tenía una expresión herida, y sus ojos reflejaban dolor. De pronto se le escapó un libro de las manos y lo recogió furioso.
—¡Basta ya! —dijo el blanco, arrebatándole el libro. Luego bajó la cabeza y añadió con voz más suave—: ¿Por qué lo has hecho, Chris? ¿Para herirme?
—¡No tiene nada que ver contigo, Michael! —contestó Christophe, casi en un gruñido—. ¿Es que no te das cuenta? ¡Es lo que quiero hacer! ¡No tiene nada que ver contigo! Te dije que volvía a casa, te dije que me marchaba de París, intenté hablar contigo antes de irme pero no quisiste escucharme, era como gritar a pleno pulmón dentro de una urna de cristal. Por Dios, Michael, vete de aquí. Vuelve a París y déjame en paz.
En ese momento apareció Juliet en la puerta, y por un instante Marcel no la reconoció. Era una dama encorsetada, inmaculada con su vestido nuevo de muselina y con el pelo peinado en trenzas recogidas en la nuca. Pero no tuvo tiempo de saborear la imagen. Juliet miraba intensamente al inglés.
Y el inglés se quedó conmocionado.
Retrocedió y comenzó a caminar por la sala arrastrando los pies, absorto en sus pensamientos. Christophe luchaba por recuperar el control. Se pasó la mano por el pelo y se volvió hacia el hombre blanco, sin hacer caso de Juliet ni de Marcel.
—Escucha… no estaba preparado para esto —dijo suavemente—. No esperaba que vinieras, Michael. Pensaba que me escribirías, sí, pero… tienes que darme tiempo para hablar con tranquilidad. Ahora no, más tarde… cuando podamos estar un rato juntos. Nunca he tenido intención de herirte. Me fui sin decirte nada, y eso está muy mal.
—Has intentado herirme una y otra vez, Christophe. Pero si para herirme te destruyes a ti mismo, abandonas tu vida en París y tu futuro allí… has encontrado la mejor manera. —Alzó la mirada y dijo, apelando a la razón—: No puedes quedarte aquí. —Se encogió de hombros—. Eso está fuera de toda cuestión. No puedes quedarte aquí.
—No —dijo Juliet de pronto. Dejó en el suelo la cesta que traía cargada del mercado y se acercó a su hijo—. ¿Quién es este hombre?
—Ahora no, mamá, ahora no.
—¿Sabes lo que están haciendo en mi hotel? —preguntó el inglés.
—Lo sé, lo sé —asintió Christophe con cansancio, cerrando los ojos.
El hombre suspiró y movió la cabeza.
—Están subastando esclavos, Christophe. ¿Sabes cuándo fue la última vez que vi algo así? En los sitios más repugnantes de Egipto, donde todo lo que queda de la civilización es una ruina. Pero esto es América, Christophe, ¡América!
—Christophe —susurró Juliet—. ¡Quién es este hombre!
—Eso no tiene nada que ver —dijo Christophe—. No tiene nada que ver con que yo esté o no esté aquí, porque eso ya era así antes de que yo naciera y seguirá siendo así cuando me muera… No es…
—Tú has venido aquí, has venido a vivir aquí para herirme… De eso se trata, Chris. Me vuelvo al hotel, un hotel donde es ilegal que tú te alojes. Y voy a cenar en una sala donde es ilegal que tú compartas mi mesa, Y voy a esperar a que vengas. Seguro que los esclavos te mostrarán el camino por la escalera de atrás. Y luego me explicarás qué significa este exilio. ¿Me das tu palabra de que vendrás? —Sus ojos verdes llameaban con una sensación de fuerza.
Christophe asintió, pasándose de nuevo la mano por el pelo.
El inglés se encaminó hacia la puerta, pero de pronto se detuvo y se sacó un fajo de papeles del abrigo.
—Ah, sí, tus editores quieren hablar contigo para adaptar
Nuits de Charlotte
al teatro.
Christophe hizo una mueca de disgusto.
—Frederich LerMarque quiere el papel de Randolphe. ¡Frederich LerMarque! Y está dispuesto a ayudarte en la adaptación. Si hay una garantía, naturalmente. ¿Sabes lo que significa eso?
—Nada. —Christophe movió la cabeza—. No puedo hacerlo.
El rostro del inglés mostró una súbita expresión de furia. Miró a Marcel fríamente y el muchacho apartó la mirada al instante. Juliet lo observaba como si no fuera una criatura humana.
—Es el sueño de todo autor, Christophe —prosiguió el hombre con renovada paciencia—. LerMarque puede llenar el Porte-Saint-Martin, podría llenar el Théâtre François. Miles de personas verían tu obra, miles de personas que no han leído un libro en su vida…
Christophe permaneció impasible. Luego hizo un esfuerzo por volverse hacia el inglés y dijo con expresión serena:
—No.
—El piso de París está como lo dejaste, las habitaciones… tu mesa, tus plumas… todo sigue allí. Y yo tengo una paciencia infinita, Christophe, aunque a veces pierdo los estribos. Voy a esperar a que se solucione todo esto.
Dejó el paquete en la mesa y se marchó. Un pesado silencio cayó sobre ellos.
Marcel se sentía muy mal. Miraba fijamente el cortaplumas de plata que llevaba en el llavero y se dio cuenta de que se había cortado un dedo y que sangraba. Se lo quedó mirando con indiferencia, como si se hubiera quedado sin fuerzas. Christophe se dejó caer en una silla, con los ojos cargados.
—¿Egipto? —susurró Juliet—. ¿Estuviste en Egipto con ese hombre? —Arrugó el ceño como una niña y se puso a masajearle el cuello—. ¿Estuviste en Egipto con ese hombre? —De pronto tendió la mano hacia el fajo de papeles, pero Christophe se giró bruscamente y le cogió la muñeca con violencia.
—No, mamá, ya está bien. A ver si por una vez no te pones histérica. —Cogió el fajo y lo tiró al suelo.
Ella se lo quedó mirando.
—Contéstame, Christophe —dijo con voz grave y gutural—. ¿Quién es este hombre?
—No, mamá. Ahora no.
—¿Quién es?
—Eso da igual, mamá. No voy a volver a París. ¡No voy a volver! —La miró a los ojos y le quitó la mano del cuello—. Anda, prepárame algo de comer, y a Marcel también. Olvídate de este asunto.
Juliet no estaba satisfecha. Siguió la mirada de Christophe, que se había vuelto hacia Marcel y murmuraba cosas, casi incoherentes, sobre el trabajo que tenían pendiente. Marcel recordaba todas las historias que había oído del «inglés alto» que vivía con Christophe en París, el «inglés blanco» que se lo llevaba a casa desde los distinguidos cafés
rive gauche
. Tenía que ordenar esta mesa, decía Christophe, necesitaba un juego de unos veinte libros de texto para el lunes por la mañana, y estaba seguro de que tendría que volver a la tienda por lo menos dos veces. Juliet lo observaba con la cabeza ladeada. Movió los labios en un silencioso reproche, se subió las faldas y salió de la habitación.
—Los voy a ordenar por temas —dijo Marcel, volviéndose hacia los libros de la estantería—. Luego podremos examinarlos, monsieur, quiero decir… Christophe.
Christophe alzó la vista y sonrió.
—Sí, Christophe, muy bien. Sí, de momento los clasificaremos por orden alfabético, no importa… —Su antigua vitalidad luchaba por imponerse. Había que bajar unos baúles de arriba, dijo, y desenrollar mapas, colgar cuadros. Era una suerte que Marcel estuviera dispuesto a ayudar, que Marcel estuviera allí.
Cuando anocheció, casi habían recobrado la ilusión que exudaba Christophe al entrar por primera vez en la sala. Tomaron café, con las ventanas abiertas mientras se ponía el sol. La enorme y retorcida enredadera había sido podada pero todavía enmarcaba, frondosa, las ventanas. A la izquierda se alzaba la madera fresca de una cisterna nueva como si quisiera tocar el cielo.
La sala estaba limpia, las estanterías llenas de libros y en el pasillo yacían, fuera de la vista, los baúles vacíos. Christophe estaba sentado en un sillón recién tapizado junto a la chimenea, mirando a su alrededor con aire complacido y relajado. Observó encantado a Marcel. Y Marcel, que nunca había realizado un trabajo así (la agotadora tarea de arrastrar cajas por las escaleras, deshacer paquetes y clasificar) estaba jubiloso y exhausto al mismo tiempo. Se habían divertido descubriendo los azarosos contenidos de los baúles, que a veces les habían hecho reír: unas zapatillas de mujer, pañuelos, un abanico que Christophe había comprado en España, barajas de cartas, mantillas y botones femeninos cosidos a una tarjeta en la que, con diminutos grabados, se contaba una historia de amor y desamor. Juliet quedó encantada con aquellos inesperados hallazgos, segura como estaba de haber extraído hacía tiempo todos los tesoros de aquellos baúles. Indiferente a los antiguos nombres de Horacio, Plinio, Homero, que surgieron de sus profundidades, acercó la mantilla al sol con una sonrisa para ver a la luz el encaje negro.
Marcel, en la ventana, saboreaba el aroma del café y dejaba que el vapor le llegara a los ojos sin ninguna razón, excepto tal vez que le daba vergüenza ver a Juliet en la cocina del jardín donde removía la cazuela a la luz del fuego. Fingía no verla y sus ojos acudían una y otra vez a las gallinas que aleteaban entre los lirios. Hacía fresco. La tarde iba oscureciendo y la primera estrella brillaba en el azul del cielo.
—¿Qué estás pensando, Marcel? —preguntó Christophe.
—Ah… pues que me gusta esta hora del día. —Marcel se echó a reír. Estaba pensando que si iba a tener que sufrir el tormento de estar tan cerca de Juliet, debería ir con cuidado. Ahora su cintura estaba ceñida por un corsé tan excitante como la piel que había debajo. Juliet, de espaldas a él, sacó una sartén de hierro negro de las fantasmagóricas llamas. Su silueta era encantadora.
—¿Y tú en qué piensas, Christophe?
—Que eres mi amigo, que tienes la camisa rota y el abrigo manchado, y que tu madre se enfadará contigo.
Marcel se echó a reír.
—Mi madre no se ocupa de esas cosas, monsieur —dijo, olvidando la invitación al tuteo—. No se enterará. Y si se enterara, sería para ella un alivio saber que no estoy vagando por las calles. En los últimos tiempos estaba desesperada conmigo, aunque ahora todo ha cambiado.
—Has madurado —se burló Christophe, con ojos chispeantes. Echó la ceniza del puro en la chimenea. Tenía el cuello de la camisa abierto y estaba sentado cómodamente, con las piernas separadas y un pie en el guardafuego.
—Sí, monsieur.
—Veo que prefieres llamarme monsieur que hacerme un favor.
—Lo siento. Se me olvida.
Se oía el siseo de la sartén en el fuego y se percibía el olor de los pimientos y la cebolla mezclado con el delicioso aroma del tocino. Marcel volvió a llenar la taza y le llevó la cafetera a Christophe.
Christophe se arrellanó y tomó un sorbo de café. La sala estaba ya tan oscura que apenas se le veía el rostro, pero Marcel captó el destello de su reloj de bolsillo.
—Tengo que salir un rato —dijo Christophe.
—Y yo tengo que regresar a casa.
—Quiero que vuelvas para cenar. ¿Crees que te dejará tu madre?
Christophe se levantó y se estiró para desentumecer los músculos fatigados. Marcel pensó en Jean Jacques. De hecho el ambiente del taller de Jean Jacques había acompañado a Marcel toda la tarde mientras iba y venía, a veces como lejano, difuminado, a veces con virulenta claridad. Marcel había recordado todas las ocasiones en que, sentado en el taburete, miraba a Jean Jacques como si fuera un maniquí en un escaparate. Esa tarde había trabajado, había trabajado de verdad, como trabajaba Jean Jacques, y había disfrutado.