La noche de todos los santos (12 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

—¿Entonces cómo aprendió a hacer buenos muebles? —preguntó Marcel.

Jean Jacques se quedó pensativo.

—Primero aprendí lo básico, y luego me centré en lo que realmente quería hacer. Yo creo que si un hombre aprende bien una cosa, luego puede aprender casi todo lo que se proponga.

Miró a Marcel, que estaba sentado como siempre en un taburete junto al hornillo. El fuego de derretir la cola se había apagado hacía tiempo, y una limpia brisa atravesaba el taller. Ni el calor ni la humedad parecían afectarle. Había aprendido que en días como ése debía moverse despacio, caminar despacio. Su ropa estaba impecable, aunque el brillo de sus botas nuevas no había sobrevivido al barro de las calles. Jean Jacques le sonrió, casi con melancolía. Marcel se sorprendió.

—En la tierra de mi amo había trabajadores del campo, hombres que venían de África y que cuando se acababa la jornada hacían objetos… —Abrió la mano y entrecerró los dedos como si quisiera agarrarlos—. Obras de arte —dijo finalmente—. Tallaban la caoba más dura con un simple cuchillo y hacían cabezas, cabezas de aspecto africano con los labios mucho más grandes que los de cualquier negro y unos ojos que no eran más que hendiduras. El pelo lo hacían en trenzas en la parte de arriba de la cabeza, trenzas que se iban enroscando y enroscando y que a veces se enlazaban en torno a las orejas. Tenían un aspecto muy salvaje, muy… muy africano. Te aseguro que esas cabezas eran de los trabajos más finos que he visto jamás. El tallado de las trenzas, de las orejas perfectamente equilibradas… Todavía recuerdo la suavidad de la madera cuando estaba pulida, y el aspecto que tenían a la luz del fuego. Te aseguro que un hombre que pueda hacer algo tan perfecto, una obra de arte como aquélla, puede hacer con sus manos lo que quiera: este pequeño secreter o aquel
fauteuil
, si realmente lo desea, si lo desea de verdad.

—¿Pero cómo aprendió usted a leer y a escribir, monsieur? —Por fin Marcel había encontrado el momento adecuado para preguntarlo.

—Como han aprendido muchos otros… —rió Jean Jacques— con un libro. Mi amo me dio una vieja Biblia. La verdad es que tenía la cubierta rota. Yo se la pedí a mi amo y él me dijo que podía quedármela. Cogí la Biblia y me senté con ella en las escaleras de la casa. Ya no era tan pequeño y me dedicaba a ayudar en las faenas de la casa. Muchas veces no me necesitaba nadie. De hecho había muchos días en que lo único que tenía que hacer era ir a buscar la pipa de mi amo por las habitaciones o subir al piso de arriba a por tabaco. Así que me ponía en la galería, entre la madreselva, y cada vez que podía le preguntaba al amo el significado de una palabra. A veces, claro, tenía que preguntarle lo mismo muchas veces, pero al cabo de un mes ya leía yo solo tres renglones, y cada vez que aparecían esas palabras en otras partes de la Biblia las reconocía. Al cabo de un año ya leía cuatro páginas. No sé de qué te sorprendes,
mon fils
. Muchos hombres han aprendido así. Una tarde pasó algo muy especial. Mi amo estaba en el gran sillón de la galería y me dijo: «Jean Jacques, ya que estás siempre con esa Biblia, ¿por qué no me lees un poco?». Yo me puse a su lado y le leí las cuatro páginas y unos cuantos renglones más que ya había aprendido. «Jean Jacques —me dijo—, cuando me puedas leer cualquier página de esa Biblia, cualquiera, desde el principio hasta el fin, te daré la libertad.» —El carpintero soltó una risa queda—. Entonces ya no hubo quien me parara.

Marcel no pudo ocultar el exquisito placer que la historia le producía.

—«¿Qué quieres ser?», me preguntó cuando llegó el momento…

—¿Cuándo ya podía leer cualquier página?

Jean Jacques asintió con un guiño.

—Le leí el Apocalipsis de san Juan.

Marcel se echó a reír, encogió los hombros y metió las manos entre las piernas.

—Le dije que quería ser carpintero, como nuestro señor Jesucristo. Pero ahora, cuando lo pienso, creo que lo que me pasaba era que estaba resentido con aquel viejo esclavo carpintero que no quiso enseñarme a utilizar sus herramientas. Quería demostrarle que podía ser tan bueno como él. Más tarde mi amo me mandó a Cap François a aprender el oficio. Primero me dediqué a la construcción de escaleras y aprendí a hacer las mejores escaleras para las casas más ricas de la ciudad. A los muebles me dediqué cuando me establecí por mi cuenta.

Se calló un momento, observando a Marcel. El muchacho estaba recordando con gran deleite todas las escaleras que había visto, sobre todo la larga escalera de la casa de los Lermontant que se curvaba elegantemente sobre el pequeño rellano y giraba sobre sí misma para ir a dar al segundo piso.

—Pero los mejores muebles los hice en Nueva Orleans —prosiguió Jean Jacques—. Los hacía a partir de los que veía cuando iba a las casas para hacer las escaleras o para arreglarlas, o fijándome en los dibujos de los libros. Una vez hice una escalera para tu
tante
Josette. —Volvió a observar a Marcel—. Un verano vino de Cane River y me dijo: «Jean Jacques, quiero que vengas a hacerme una escalera a Sans Souci».

Marcel recordó las veces que Josette les había invitado a todos a ir a visitarla, recordó las excusas de Cecile y su propia pasión por la vida de la ciudad. Siempre había pensado que el campo era aburrido. Pero si fuera a Sans Souci vería la escalera, caminaría por ella, tocaría la barandilla y podría observar cómo estaba hecha.

—Vinimos en el mismo barco —dijo Jean Jacques—. ¿Sabías que tu tía y yo vinimos en el mismo barco? Trece años más tarde ella volvió a Santo Domingo, decidida a encontrar a sus hermanas. Al final se las trajo, y a tu madre también.

Una sombra cruzó el rostro de Marcel.

—¿Qué pasa? —preguntó el anciano.

Marcel se encogió de hombros.

—Dígame, monsieur, ¿cómo aprendió a escribir?

—¡Qué preguntas tienes!

Marcel miraba el diario abierto. Él también había intentado llevar un diario, pero sólo había escrito tonterías como «Me levanté, desayuné a las siete, fui al colegio».

—¿Cómo crees que aprendí? —rió Jean Jacques—. Copiando las palabras que había escrito otra gente, o las de los libros.

Se hizo el silencio entre ellos, como tantas otras veces. Jean Jacques tenía otra hoja de pan de oro en la punta del pincel. Se le había quedado un poco pegado en los dedos. El carpintero miró el espejo ovalado.

—Piensas demasiado,
mon fils
.

—Me gustaría que me contara… que me explicara las batallas de Santo Domingo.

Jean Jacques se detuvo. Luego sacudió la cabeza, pero sin mover las manos. El pan de oro no se cayó del pincel.

—Ya no te puedo contar más. Me parece que hice mal en hablarte de ello… —Su expresión era sombría.

—¿Por qué?

—No es decisión mía,
mon fils
. No soy yo quien debe decidir si tienes que saber esas cosas. Pero recuerda, cuando me muera te dejaré todos mis libros.

—No hable de la muerte, monsieur —dijo Marcel sin poder contenerse.

—¿Por qué no? He vivido demasiado, he visto demasiado. Tengo demasiados recuerdos de los viejos tiempos. —El carpintero prosiguió con su trabajo.

—Pero ahora todo es mejor, ¿no? —preguntó Marcel—. Ya no hay guerras ni batallas. Ahora estamos en paz y se puede hablar de esas cosas, ¿no?

—¿En paz? No me has comprendido,
mon fils
. Los recuerdos no me hieren el alma. —Había vuelto a dejar el pan de oro como si desesperara ya de proseguir con su trabajo. Se limpió las manos con un trapo que cogió del banco—. En algunos aspectos, aquellos tiempos fueron mejores que éstos. Había luchas, es cierto, había derramamientos de sangre, y no quiero pensar en la cantidad de hombres que murieron en ambos bandos. Pero en cierto sentido, aquellos tiempos eran mejores —entornó los ojos como queriendo ver su propio relato—, porque gracias a la dureza y a la crueldad de la tierra los hombres no tenían las ideas tan rígidas. Torturaban a los esclavos, los asesinaban con malos tratos que a ningún plantador se le ocurriría emplear aquí, y los esclavos se sublevaron y devolvieron toda esa crueldad. Pero las ideas no eran tan rígidas. Cabía la esperanza de que las
gens de couleur
, los blancos… incluso los esclavos que conseguían la libertad, pudieran… —Jean Jacques se detuvo y movió la cabeza—. He vivido demasiado —dijo—. Demasiado.

—IV—

M
arcel lloraba en las escaleras del
garçonnière
. Cecile, desesperada y sin saber qué hacer, había mandado a Marie a casa de los Lermontant.

—¡Te han estado buscando por todas partes! —exclamó retorciéndose las manos—. ¡Si hubieras estado en el colegio te habrían encontrado! ¿Qué te pasa? ¿Por qué te comportas así? —Tendió la mano hacia él, pero Marcel se apartó bruscamente y le dio un puñetazo a la cisterna.

En ese momento entró en el jardín el mismísimo Rudolphe Lermontant con su abrigo de lana negra. Al ver a Marcel se le suavizó la expresión del rostro.

—No puede estar muerto. ¡No puede ser! ¡Nadie se muere así! Anoche estaba aquí, hablando conmigo, y estaba bien…

—Escúchame, Marcel —comenzó Rudolphe con voz grave—. Jean Jacques murió mientras dormía. Si no me equivoco, debió de morir mucho antes de la medianoche. Es probable que ni siquiera cenara. Estamos en pleno verano, y sabes perfectamente que no se lo podía mantener con este calor. Aun así, Marcel, por ti lo habría tenido allí todo lo posible. Te mandé a buscar, pero no estabas ni en el colegio ni en tu casa. Anda, ven conmigo. Tienes que hacer un esfuerzo. Ven, vamos al cementerio. Te enseñaré su lápida para que puedas presentarle tus respetos.

Marcel se apartó de la mano que le tendía. El rostro de Rudolphe reflejó por un instante la indignación que sentía. Luego resopló y apretó los labios.

—El taller está vacío, vacío —resolló Marcel—. ¡Es imposible que haya desparecido así, sin más! ¡No quiero ver su tumba, no pienso verla! ¡No puede estar enterrado!

—A las tres el taller no estaba vacío —dijo Rudolphe—. Estaba lleno de gente que le lloraba. Le querían mucho.

Marcel intentó ahogar el sollozo que tenía en la garganta.

—¿Y sus libros, monsieur? —suplicó—. Han desaparecido. Y esa vieja criada me echó de la casa. —El muchacho apretó los dientes.

No advirtió la inquisitiva mirada que Rudolphe dirigió a Cecile ni el gesto de su madre, que levantó la barbilla con un imperioso movimiento de cabeza. Lisette los miraba desde la puerta de la cocina.

Cecile miró fijamente a Rudolphe, con las manos en la cintura.

—¿Qué libros? —murmuró el hombre, sin apartar la vista de Cecile.

—Sus diarios, monsieur. Él me los prometió, me dijo que quería que los tuviera yo. Fui al
presbytère
, pero el cura no sabía nada. Han desaparecido…

—Levántate, Marcel —le dijo Cecile precipitadamente.

Rudolph seguía con los ojos fijos en ella.

—Los deseos de los muertos son sagrados, madame.

—¡No acepto órdenes de un tendero! ¡Libros! ¡Yo no sé nada de libros!

Lisette se giró hacia el caminito que llevaba al jardín trasero.

Marcel vio cómo su madre y Rudolph se miraban, este último con expresión furiosa.

—Tendero o no, era su voluntad —siseó Rudolphe.

—No me estoy refiriendo al carpintero, monsieur, sino a usted.

—Mamá, ¿qué estás diciendo? —preguntó Marcel con tono impaciente, desesperado.

Rudolphe estaba rabioso. Se quedó un momento con los puños cerrados y luego echó a andar, pero enseguida se dio la vuelta.

—¿Qué pasa? —Marcel se levantó, agarrándose a la barandilla y enjugándose las lágrimas del rostro—. ¿De qué hablabais? —Era evidente que su madre estaba enfadada. Le temblaba el labio y tenía los ojos entornados—. ¡Mamá!

—Más vale que se marche, monsieur, y que me deje atender a mi hijo —dijo ella fríamente.

—Usted ha destruido esos libros —replicó él con tono igualmente frío y controlado.

—Fuera de esta casa.

Esa noche Marcel yacía en la cama, borracho hasta la incoherencia. Se había pasado toda la tarde en el saloncito de su amiga Anna Bella Monroe, detrás de la casa de huéspedes de la esquina. Fue ella la que finalmente le escondió el vino.

—No le has perdido —le dijo, pero él replicó entre lágrimas que no creía en «esas cosas».

A través de su dolor le pareció que era toda una dama, y no simplemente su Anna Bella. Claro que siempre había sido una dama, incluso de niña. Ahora, a sus quince años, brillaba en sus ojos un maravilloso equilibrio que calmaba el torbellino interior de Marcel.

—Quiero decir que siempre te quedará lo que había entre los dos. Eso no te lo puede quitar nadie. Lo llevas aquí —dijo, tocándose el pecho. Su rostro era adorable y perfecto bajo la suave cabellera negra. Marcel la besó entonces para demostrarle su amor. Anna Bella siempre había comprendido lo que sentía por Jean Jacques, cuando ni Richard ni nadie lo entendía. Al notar la infantil redondez de su barbilla y la sedosa piel de su rostro, desapareció todo el dolor de la pérdida. Ella lo apartó suavemente, y en la habitación de al lado, madame Elsie, su vieja niñera, golpeó el suelo con su bastón. Marcel no habría podido llegar a la puerta de su casa si no le hubiera llevado Anna Belle.

Ahora apenas se daba cuenta de que ya no estaba, que se encontraba solo en su habitación y que Lisette había abierto en silencio la puerta. La criada llevaba algo envuelto en su delantal. Marcel la miró con ojos entornados y sintió un vago temor ante el gesto reverente con que ella sostenía algo, como si tuviera una especie de poder. Le hizo pensar en los fetiches, esos objetos malolientes que le cosía en la almohada cuando estaba enfermo.

—Los muertos están muertos —susurró—. Tráeme una botella de whisky, Lisette. Te daré un dólar.

—Ya ha bebido bastante. Mire, siéntese.

Apartó el delantal y le enseñó los restos quemados de un libro con el lomo ennegrecido y la cubierta arrugada.

—Lo saqué de entre las cenizas,
michie
. Hasta me quemé las manos. Siéntese.

Marcel se lo arrebató al instante y al abrirlo vio la letra de Jean Jacques.

—Se los trajo Richard Lermontant,
michie
. No haga caso de lo que ella diga —estaba hablando de su madre—. En todos había una nota con su nombre, hasta ahí sé leer. El viejo se los dejó y yo vi que ella les prendía fuego con sus propias manos. He podido rescatar éste escarbando entre las cenizas,
michie
. Los demás se han perdido.

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