Pero otra carga pesaba sobre su alma, agridulce y desconcertante. Cierto es que desde el principio Anna Bella le había atraído, pero ahora le sorprendía descubrir que la amaba mucho más de lo debido. En realidad nunca había esperado encontrar nada virtuoso en aquella relación, nada noble o particularmente hermoso. Lo único que deseaba era saciar su pasión, y algo de compañía en su forma menos sórdida. Al encontrar a Anna Bella tan dulce y pura cometió el error de pensar que era una bobalicona.
En realidad pensaba que todos los negros eran unos estúpidos.
No era tanto que Dios los hubiera hecho inferiores como que ellos mismos se habían convertido en una raza infantil y tan estúpida que se habían visto sometidos al yugo de la esclavitud. Vincent, nacido en el régimen de las grandes plantaciones, había juzgado a los negros por sus cadenas. No sabía nada de los horrores del Middle Passage, la deshumanizada brutalidad de las caravanas y su bastas de esclavos, y ni siquiera comprendía del todo el alcance de la tiránica eficacia desarrollada por su propio padre en su propia tierra. Y jamás habría imaginado que los esclavos que tenía más cerca, resignados hacía tiempo a su condición —es decir, habiendo elegido aceptarla antes que sufrir las miserias de una vida de fugitivos—, sabían que él los consideraba estúpidos, y habían decidido astutamente no desengañarle en lo más mínimo. Al fin y al cabo, era un amo benevolente si no se le enfrentaban: las cosas podían ir mucho peor.
Naturalmente las
gens de couleur
planteaban un problema especial. Bien criados y bien educados, solían inducir al optimismo. De hecho, Vincent acababa de instalaren su plantación un proceso de refinado inventado por un brillante joven de color, Norbert Rillienx. ¿Pero cómo podía uno explicar que vivieran allí, generación tras generación, en un país y una región que no los quería, que nunca les permitiría la igualdad, que en último término quería pisotearlos? ¿Cómo podía volver una persona inteligente como Christophe, declarando sentimentalmente que aquélla era su casa? Resentido todavía de su encuentro con él el verano anterior, Vincent no podía pensar en él sin furia, desconcierto y desdén.
Pero las mujeres de color eran más patéticas. Las mujeres eran siempre más patéticas, puesto que no decidían, no cambiaban nada, no eran más que víctimas. Más les valía ser dulces, resignadas y discretamente pragmáticas, como son siempre las mujeres.
¿Pero inteligentes? ¿Mujeres con cerebro, con carácter? Jamás lo habría esperado.
Anna Bella, sin embargo, lo había desengañado enseguida.
Pronto descubrió Vincent que su dulce pasividad no era en absoluto indicativo de falta de intelecto o de carácter. Lejos de ser una mujer vacía convertida en una beldad criolla, era una dama de la cabeza a los pies que había asimilado los principios de la nobleza por las mejores y más profundas razones: porque esa nobleza hace elegante y buena la vida, porque esa nobleza, en su auténtico sentido, se basa en el respeto y el amor a los demás, en la práctica diaria de la caridad reflejada en los modales y alimentada por los más profundos principios morales.
Anna Bella, aquella muchacha bonita y sencilla que no era consciente de su gran atractivo, le impresionaba cada vez más con su candor, con su inteligencia y sus modales, que Vincent hubiera querido para su esposa.
Sí, eso era lo peor: que ella era todo lo que él hubiera deseado en una esposa, todo lo que podría desear de una esposa, y su felicidad, a pesar de sí mismo y de la sombría expresión que a menudo le mostraba, no conocí a límites.
Cuando Anna Bella le dijo que estaba embarazada, una idea le atormentó. De haber sido ella blanca, Vincent se habría mofado de la vieja tradición y la habría llevado, huérfana como era, a Bontemps. Pero era algo impensable: Anna Bella no era blanca. De modo que la intensidad de su amor, su particular intensidad que parecía más apropiada para el estado del matrimonio, le pesaba en el alma. ¿Qué había hecho? Apenas podía soportar estar lejos de ella. La necesitaba. ¿Cómo podría abandonarla jamás?
Eh bien
, ¿cuánto llevaban juntos? ¿Medio año? Podía rezar para que aquello se acabara. Pero sabía que la suya era una pareja perfecta. No se acabaría.
Así que cuando llamaba a la puerta de Marcel Ste. Marie esa mañana de mayo lo animaba un solo deseo, el de obtener algo que ella deseaba, una compañía a laque Anna Bella tenía derecho. Se estremecía ante la mera idea de la posesividad amorosa y del servilismo de las concubinas de color. Quería que la mujer que amaba recibiera a sus amigos con dignidad, que disfrutara en alguna medida de la vida plena que él poseía. Si alguien le hubiera dicho entonces que tenía otra idea en mente, lo hubiera negado. No comprendía del todo el carácter de sus propios miedos.
Sólo cuando llegó a la Rue Ste. Anne se dio cuenta de que no tenía ningún plan práctico o inmediato. Desde luego no podía atravesar la puerta de la casita. Siguió caminando en dirección al hotel St. Louis y de pronto se llevó un sobresalto. Philippe y él respetaban hacía tiempo el tácito acuerdo de no marcharse de Bontemps a la vez, pero allí estaba su cuñado, caminando despacio hacia la esquina de la Rue Ste. Anne y la Rue Dauphine, con Felix, el cochero, que llevaba unas botellas de vino y unos paquetes de alegres colores.
—
Bonsoir, monsieur
. —Vincent dedicó a Philippe una ligera y cortés reverencia.
—
Eh bien, mon fils
—replicó Philippe con cansancio—. No podía esperarte toda la vida. Además perdía las cartas con tu primo, que se lo dijo a su esposa, y ella se lo dijo a tu hermana, y estos días no tengo un momento de paz. —Luego se acercó con gesto afectuoso—. Volverás enseguida, ¿verdad? Sabía que volverías hoy o mañana.
—Ya iba para allá —contestó Vincent con su habitual formalidad. Le habría gustado señalar que su cuñado ya se había ausentado varios días la semana anterior, y la anterior y la otra. De hecho Philippe se había pasado la mayor parte de la primavera en Nueva Orleans. Nunca coincidían en Bontemps.
—No, de verdad, escucha —dijo Philippe confidencialmente, como si fueran íntimos amigos—. Es Zazu, la negra que les di hace años. —Hizo un vago gesto hacia la casa, cuyos plátanos se apretaban contra la cerca blanca—. Está cada vez peor. No quiero estar fuera demasiado tiempo, hasta que veamos si mejora un poco con el buen tiempo. Nació en la tierra de mi padre.
Vincent asintió, y Philippe soltó una breve risa y señaló discretamente a un muchacho cuarterón de llamativo pelo rubio que se acercaba por el otro extremo de la calle.
—¿Puedes creerlo? Es
ti
Marcel. El año pasado creció un centímetro cada mes.
A Vincent le ardió el rostro de humillación. El muchacho, desviando sus brillantes ojos azules, caminaba como si no los hubiera visto. Una oleada de odio invadió a Vincent, no hacia el impecable cuarterón que pasaba de largo como si no los conociera sino hacia todo aquello: su cuñado sonriendo disimuladamente al ver a su hijo bastardo, Felix que llevaría a Aglae a la iglesia el domingo siguiente, la proximidad de aquella pequeña casa, y él mismo, que se demoraba en esa calle. Sintió tal asco que apenas fue consciente de las formales despedidas y se marchó a toda prisa hacia el hotel sin mirar atrás.
Cuando por fin remontaba el río en la cubierta del barco de vapor, resolvió no mantener la promesa hecha a Anna Bella. Se dio cuenta de que no podía hablar con Marcel, el hijo bastardo de Philippe. No quería que la familia Ste. Marie tocara a su Anna Bella Le habría gustado creer que ella no pertenecía a su mundo. ¡Pero sí, formaba parte de él! Sólo tenía que pensar en el pequeño secreter, el secreter de Aglae que con tanto orgullo tenía Anna Bella en la mesilla de noche, para darse cuenta de que aquél era también el mundo de Anna Bella. Mientras el ocaso oscurecía las orillas del río y las aguas reflejaban el color pardo del cielo, supo con más precisión cuál era el origen de su dolor. No deseaba estar relacionado con ese mundo.
Con Dolly Rose no había tenido conciencia de ello, no conocía en realidad nada de lo que la rodeaba, y su pálida y adorable hijita había sido para él una criatura situada en un complejo y adornado marco, dolorosamente separada de él, pero lejos también de cualquier otro, Aun así, su muerte había sido un alivio momentáneo.
Ahora todo se había acabado. Anna Bella estaba embarazada y él le había proporcionado una casa que era también su hogar. Al cabo de unos meses ella daría a luz a un hijo que bien podría ser niño, un niño que se convertiría en un joven, y ese joven sería mulato, como mulato era el hijo rubio de Philippe. ¡Y sería el hijo de Vincent! Jamás había vivido su juvenil aventura con Dolly con aquella extraña intensidad, jamás había visto sus implicaciones, jamás la había comprendido. La idea de tener un hijo le hacía estremecerse. Vincent se arrebujó en vano en su capa y le dio la espalda al viento del río. Rezaría para que fuera una niña. ¿Pero qué importaba en realidad? Había vuelto a cometer el mismo y trágico error. Se había forjado una cadena que le ataba inextricable mente a esa oscura sociedad que ahora era para él demasiado real y que, a pesar de la distinción y el atractivo ritmo de las palabras
gens de couleur
, era el mundo negro.
Cuando echaron la pasarela a tierra en Bontemps, Vincent había decidido dar a Anna Bella una explicación sencilla. No deseaba hablar con su amigo Marcel Ste. Marie. Sensible y lista como era, no lo cuestionaría y probablemente hasta lo comprendería, ya que debía de saber, sin duda, cuál era la relación entre ellos. Era la única promesa que no había cumplido. Ella lo olvidaría con el tiempo.
En cuanto puso el pie en sus tierras olvidó todo el asunto.
El viejo Nonc Pierre le estaba esperando con dos chicos negros para recoger su equipaje. El esclavo dirigió el camino de vuelta con un farol, diciendo lo de siempre: que se alegraba de dar la bienvenida al amo.
—¿Van bien las cosas? —murmuró Vincent, más por cortesía que por otra cosa. Mientras avanzaban hacia las cálidas luces de la casa, una sensación de seguridad iba disolviendo poco a poco su depresión.
—Así así,
michie
—contestó el esclavo, sin volverse para mirarlo a los ojos.
—¿Qué pasa? —preguntó Vincent, casi irritado. Estaba exhausto. Pero no pudo sacarle más al viejo Nonc Pierre.
Vincent entró en la casa con cautela, sabiendo que por la mañana podían esperarle desagradables sorpresas cuando entrara en la oficina y averiguara lo que había hecho el capataz. Nada fuera de lo común, pensó sombrío. Y Philippe no volvería en toda la semana, sin duda.
Aglae le esperaba en el salón grande, donde ardía un enorme fuego en la chimenea. Vincent advirtió que había estado estudiando los libros de la plantación; que siempre se guardaban bajo llave. Se quedó preocupado al ver los enormes volúmenes. Le habría gustado cambiarse de ropa antes de sentarse frente a ella, pero Aglae le hizo una señal para que se acercara.
Mientras le servía el coñac, la luz del fuego marcaba sus rasgos afilados. Se la veía demacrada Los volantes fruncidos del cuello, su único adorno, lejos de hacerla más dulce sólo servían para enfatizar las afiladas líneas de su rostro enjuto y las inevitables ojeras. Su semblante no se iluminó de afecto, como solía suceder cuando Vincent llegaba a casa. Aglae se limitó a sacar una carta de un fajo de sobres, todos abiertos sin duda por el pequeño cuchillo de marfil que tenía en la mano.
—Léela.
Vincent vaciló. Estaba dirigida a Philippe. Pero su hermana insistió.
—Léela.
—
Mon Dieu
! —exclamó Vincent. Dobló la carta y se la devolvió. En el rostro pálido de Aglae no se reflejaba ninguna inquietud. Le sostuvo la mirada con firmeza.
—¿Tenías alguna idea de que había hipotecado tanto? —preguntó ella.
—¡Es increíble!
—No, no es increíble —respondió Aglae llanamente—. No es increíble si después de tantos años de negligencia uno ha ido contrayendo y acumulando deudas.
F
ueron unos días espantosos para Rudolphe. Nunca se negó nada, y desde luego tampoco se reconoció nada. El hecho de que el
grand-père
lo aceptara en silencio y que Richard se comportara como si no sucediera nada no servía más que para atormentar a Rudolphe, que a las cinco en punto de aquel cálido día de junio no deseaba buscar el refugio de su propia casa. Pero fuera donde fuese, por todas partes veía las colas ante las urnas. Colas de hombres que tenían propiedades, como él, hombres que pagaban sus impuestos como él, hombres que compartían con él la preocupación por los sucesos políticos y económicos del día, hombres que lo tenían todo en común con él, excepto una cosa: ellos eran blancos y él era de color. Ellos podían votar. Él no.
—Monsieur, no lo piense más —le diría Suzette esa noche en lacena, con aquella irritante calma aristocrática. El
grand-père
discutiría las elecciones, periódico en mano, como si no pasara nada, como si no existiera una monstruosa injusticia que separase a las prósperas
gens de couleur
de sus semejantes.
Claro que para el
grand-père
la guerra había terminado. La ludia había sido encarnizada en los primeros años del territorio de Luisiana, cuando las
gens de couleur
batallaban por ser ciudadanos de pleno derecho bajo la nueva bandera. En el año 1814, el general Andrew Jackson prometió la ciudadanía a los miembros de los batallones de color que habían luchado con él para derrotar a los británicos en la batalla de Chalmette. Y esto cuando ciertos criollos blancos refunfuñaban a puerta cerrada, temerosos de que Jackson estuviera librando una «guerra rusa» y quisiera quemar Nueva Orleans como había quemado el zar Moscú antes que rendirlo a una potencia extranjera.