Pero lo eligió. A los dieciséis años había sido presentada en los «salones cuarterones». Giselle se había arrojado llorando sobre su cama cuando Rudolphe le prohibió que la volviera a ver, y el día que se casó en la catedral de St. Louis no advirtió que Dolly contemplaba la boda desde el fondo de la iglesia. Rudolphe sí que la vio, y jamás olvidaría aquella hermosa figura: Dolly engalanada como una dama de honor, totalmente sola, observándolo todo con lágrimas en los ojos.
Claro que para entonces ya era rica y tenía una hermosa hijita. El joven Vincent Dazincourt la tenía envuelta en sedas y satenes. Cuando Dazincourt acudía a la ciudad, contrataba una orquesta privada que tocara para ellos.
Rudolphe apenas volvió a ver a Dolly después de aquello. Cuando perdió a su madre ya era una mujer amargada y libertina. Pero él nunca olvidó la imagen de aquella prístina muchacha en flor.
Era precisamente aquella muchacha la que hacía llamear la furia que Rudolphe sentía por la mujer en la que se había convertido.
Ahora que se acercaba por el camino de su casa, no deseaba verla, no deseaba discutir con ella sobre la tumba de su hija ni quería escuchar sus rudas invectivas contra Vincent Dazincourt.
Sin embargo sentía una morbosa curiosidad. A pesar de despreciarla por su comportamiento con Christophe, jamás había imaginado que su vida tomaría aquel rumbo. Le había augurado una serie de romances infortunados, los casi respetables compromisos de
placage
rotos una y otra vez por sus caprichos. La vejez habría puesto fin a todo ello, un final miserable, sin duda.
Pero la «casa» de Dolly (y la palabra merecía sus connotaciones) era una de las más prósperas del Quarter, hacía furor por su novedad y por la perspicacia de la que Dolly había hecho gala. Todo era muy inteligente, aunque espantoso. Dolly había renunciado a todo. Pero al mismo tiempo había triunfado.
Rudolphe no se sorprendió al entrar a un jardín iluminado por hileras de hermosos farolillos y velas sobre las mesas de hierro en las que se habían reunido ya algunos hombres blancos en compañía de mujeres de piel oscura. Tampoco le sorprendió que una joven y hermosa mulata se le acercara enseguida para preguntarle qué deseaba, para luego ir a informar a la señora.
Le condujeron al piso superior, hasta las habitaciones de los criados, y Rudolphe vaciló ante la puerta señalada. En el piso principal nadie le había hecho más caso que a un sirviente negro, pero estaba demasiado cansado para irritarse y no sentía más que una vaga excitación ante la perspectiva de ver lo que realmente era Dolly.
Fue su doncella laque abrió las pesadas puertas verdes y le indicó que entrara.
Las brillantes lámparas de la habitación le cegaron un instante. Luego quedó sobrecogido.
Lo que había sido un pequeño saloncito de la servidumbre estaba atestado con todos los muebles del dormitorio que tenía Dolly en la casa principal, al otro lado del jardín. Allí estaba la inmensa cama de cuatro postes de la que Rudolphe había levantado a Christophe borracho el verano anterior, y la inmensa cómoda con sus espejos biselados, y el biombo pintado. Dolly estaba sentada junto a un escritorio de cortina, a los pies de la cama, muy tranquila, con un vestido de cotonía azul. Su abundante cabellera negra caía suelta en ondas sobre su espalda. Se volvió a saludarle con el rostro radiante y expresión juvenil, sin rastro de dolor.
—Pase, Rudolphe —le dijo sin burla. Dejó la pluma que tenía en la mano. Rudolphe echó un rápido vistazo a los libros abiertos y vio columnas de números y una gran cantidad de dinero, una imprudente cantidad, metida en una caja metálica abierta también—. Siéntese, Rudolphe. ¿Qué le trae por aquí? —Como si fueran viejos amigos.
Llevaba la cintura modestamente envuelta con un cinto y el escote cubierto hasta el cuello por una espuma de volantes de seda beige. En aquel momento de peculiar intensidad Rudolphe pensó que el pecado le había sentado bien. De hecho hacía años que Dolly no tenía tan buen aspecto. Parecía casi… Rudolphe sacudió rápidamente la cabeza.
—Es por el asunto de la tumba, madame. La tumba de su hija. Se trata de un monumento que ha ordenado monsieur Dazincourt.
Ella parpadeó un instante, alterando su limpia mirada de ojos negros, y esto le hizo ponerse tenso y prepararse para los excesos que había contemplado en otros tiempos. Pero Dolly se quedó pensativa y dijo:
—No sabía nada.
—Es muy hermoso, madame, y de lo más apropiado. Lo encargó hace unos meses. "Yo pensé que era un pedido de usted, pero hace poco quedó terminado y hasta ayer por la tarde no volví a prestar atención al asunto. He visto la escultura en cuestión y le aseguro que es muy apropiada. Pienso que tal vez debería verla usted misma.
Intentó entonces describirla con pocas palabras, pero era imposible hacerle justicia. Volvió a revivir el ambiente del cobertizo y el patio, junto con la noticia de que Narcisse se iría pronto al extranjero, y descubrió que por muy hermosa que fuera la estatúale desagradaba pensar en ella, le desagradaba volver a quedar sobrecogido por aquella sensación de angustia y la creciente oscuridad del ocaso. Había dejado de hablar y miraba ceñudo la alfombra, el zapato de piel de Dolly y la cotonía contra el empeine desnudo de su pie.
—Naturalmente haremos lo que usted desee, madame —dijo, alzando la vista—. Pero debería ver la estatua, antes de tomar una decisión.
—Conozco el trabajo de Narcisse —le respondió ella—. Todo el mundo lo conoce. Ponga la estatua en su sitio. —Su actitud era de lo más razonable. Estaba sentada de espaldas a la mesa, con un codo sobre el libro abierto y las manos pálidas entrelazadas.
—Muy bien, madame. —Rudolphe se levantó de inmediato y fue a coger su sombrero.
—Rudolphe —dijo ella de pronto—. No se vaya tan pronto.
Él estaba a plinto de inventar alguna excusa trivial cuando advirtió que la actitud de Dolly no se debía meramente a la cortesía. Su rostro era firme, pero su expresión implorante.
—¿Cómo está madame Suzette? —preguntó—. ¿Y Giselle?
—Muy bien, madame. Las dos están muy bien.
—¿Y Richard? Richard me hizo un gran favor una vez, trayéndome a casa cuando me puse enferma.
Rudolphe asintió. No sabía nada de aquello, desde luego. Su hijo era un caballero y no se había molestado en contárselo, pero
eh bien
, la gente se pasaba la vida diciéndole lo amable o lo cortés que había sido Richard. Bien.
—Muy bien, madame —dijo con el mismo tono apagado y desalentador.
—¿Es cierto que está cortejando a la niña Ste. Marie? —Rudolphe se puso tenso al oír la pregunta, y se dio cuenta de que miraba a Dolly con el ceño fruncido, en tanto ella mostraba una expresión franca.
—Es demasiado joven —murmuró con indiferencia. De nuevo hizo ademán de marcharse.
—¿Y Christophe?
Richard se volvió para mirarla. Sólo ahora comenzaba a sentirse inquieto. Dolly esperaba una respuesta con la frente arrugada, la barbilla alzada y el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante en la silla.
—Usted lo ve, ¿verdad? ¿No asiste Richard a su escuela?
—Le va muy bien, madame —contestó Richard, insegura de su voz. No se le daba muy bien fingir cosas que no eran ciertas ni comportarse como si no existieran las viejas heridas—. ¿Y a usted, madame? —preguntó, súbitamente molesto—. ¿Cómo le va a usted?
De nuevo un parpadeo alteró la mirada tranquila de Dolly. Bajó la vista al tiempo que con la mano buscaba alguna imperfección en la página del libro. Sus pestañas oscuras proyectaban una delicada sombra sobre sus pómulos.
—Ya no salgo mucho, monsieur. No veo a nadie —dijo con voz grave—. Sólo me preguntaba si… si le iba bien.
—Lleva una vida ejemplar —murmuró Rudolphe sintiendo el calor de la sangre en las mejillas—. Tiene que rechazar alumnos y da clases particulares por la tarde, aunque desde luego es una vida dura. Los maestros no se hacen nunca ricos.
Dolly se quedó pensando, en eso o en otra cosa, y cuando volvió a hablar lo hizo con un tono de voz suave y un poco triste.
—¿Podría entregarle un mensaje de mi parte, monsieur?
Rudolphe prefería no hacerlo, desde luego, pero ¿cómo decírselo a ella? Al final optó por callar, convencido de que su silencio sería elocuente.
Sin embargo Dolly fue a arrodillarse junto a la cama para sacar una gran maleta de piel.
—Espere, permítame —masculló Rudolphe resentido. Le cogió la maleta y al mismo tiempo la mano, húmeda y cálida, de un color casi idéntico al de la suya.
—Quiero que le dé esto de mi parte —dijo ella.
Rudolphe dejó la maleta junto a la puerta. Pesaba mucho. No acertaba a explicarse por qué no podía hacer el recado cualquier esclavo puesto que Dolly contaba con esclavos de sobra. La idea de ir por las calles arrastrando aquella maleta le inquietaba.
—¿Qué es? —preguntó.
—Herramientas de afinar. Son de Bubbles. No puede hacer su trabajo sin ellas —murmuró Dolly. Estaba junto a su mesa, con la vista baja y la cabeza ladeada.
—Ah. —Rudolphe había oído la historia en repetidas ocasiones. Una vez que paró a Bubbles en la calle para preguntarle si podía afinar el espinete nuevo, el esclavo se lamentó de que Dolly no quería devolverle las herramientas. Todo aquello era ahora un gesto impulsivo de Dolly, que en aquella habitación tan iluminada a las siete de una tarde de verano había decidido portarse bien con Bubbles simplemente porque Rudolphe había pasado por allí—. Desde luego se las entregaré a Christophe de camino hacia mi casa —murmuró.
—¿Sabe, Rudolphe? —le dijo ella, sonriéndole de pronto—. Nunca quise hacerle tanto daño a Christophe. Nunca quise causarle tantos problemas, ni a usted tampoco.
—Es agua pasada, madame —replicó él casi cortante.
Rudolphe agarró la maleta pero ella se acercó, le cogió el brazo y le presionó con suavidad la mano derecha para que la soltara.
—Rudolphe… Dígaselo a Christophe de mi parte.
Él se quedó un momento mirándola a los ojos sin decir nada. Y entonces, sin pensarlo, susurró con toda sinceridad:
—¿Por qué, Dolly? ¿Por qué esta casa? ¿Por qué todo esto? ¿Es que no había otro camino?
Al principio ella se limitó a mover la cabeza mientras la sonrisa se le hacía cada vez más amplia, más radiante. Luego se apoyó contra él, con la mano en su hombro.
—A veces pienso que si Christophe hubiera sido… bueno, si hubiera sido de los que se casan, tal vez todo sería diferente, muy diferente. Pero es una tontería, ¿no le parece? Es una tontería pensar ahora en eso.
—Yo creo que es demasiado fácil, Dolly —respondió él. No podía imaginársela satisfecha con hombre alguno, y mucho menos con uno de color. Era absurdo. De hecho le repugnaba la imagen de un matrimonio sórdido y miserable entre Christophe y ella. Pero era difícil pensar con claridad cuando la miraba. La frente de Dolly estaba tersa, con un gesto tan despreocupado como el de una niña.
—¿Cree usted de verdad en la vida después de la muerte? —preguntó. Rudolphe se sorprendió, pero respondió de inmediato—. Sí.
—¿Y que los muertos están… en alguna parte?
—Desde luego.
—¿Cree que Lisa está en alguna parte… y que volveré a verla?
Le miró con los ojos húmedos.
—Sin duda.
—¿Y que mi madre está en alguna parte… y sabe lo que hago?
Ah, así que era eso. Rudolphe la miró, buscando en vano alguna frase que la consolara. Nunca tenía problemas de ese tipo cuando trataba con las familias de los difuntos en los funerales y velatorios y se extrañó de que aquella habilidad suya, tan ejercitada, le fallara en ese momento. Tal vez fuera el rostro de Dolly, que tenía los ojos muy abiertos, con expresión reflexiva, nada sentimental.
—Imagínese lo que habría pensado mi madre si me hubiera casado con Christophe. Su preciosa Dolly con un hombre de…
Rudolphe se dio la vuelta. La sangre le palpitaba de pronto en la cara. Era un insulto que Dolly le hablara de esa forma, y no pensaba soportarlo. Cogió al instante la maleta de las herramientas, dispuesto a marcharse sin que nada pudiera retenerlo.
Pero ella le rodeó la cintura con el brazo. Tenía la vista baja y le rozaba el pecho con la cabeza.
—Tengo que irme, madame —le dijo él. De la casa grande llegaba una débil música y en el patio se oían confusos murmullos.
—No importa, ¿verdad? —suspiró Dolly—. Hubiera dado igual que me casara con él, ¿verdad? Al fin y al cabo, mamá ya se está removiendo en su tumba.
—La vida es para los vivos,
ma chère
—replicó Rudolphe de súbito, sin darse cuenta de que le había puesto a Dolly la mano en el hombro y que se lo apretaba ligeramente—. Lo que los muertos piensen de nosotros no es más que una fantasía de nuestra mente. La vida es para los vivos, para nosotros. Cierre esta casa, por su bien. Está en su mano.
Salió al porche. Ella dejó caer los brazos y le sonrió. Su pelo, tan voluminoso, era una sombra oscura tras ella que le llegaba a la cintura.
—Rudolphe, nada de esto me preocupa. Ya he tomado mi decisión, y me gusta. Y tal vez, tal vez sea la única decisión que de verdad he podido tomar.
—Dolly, Dolly. —Rudolphe movió la cabeza.
Pero Dolly no estaba triste ni resentida. Había hablado con sorprendente convicción. Se apoyó en el marco de la puerta, cruzada de brazos, oscureciendo por un momento la luz a sus espaldas.
—Es una sensación sublime hacer lo que a una le place poruña vez, ser dueña de sí misma, ser dueña de la propia alma.
—¿Cómo puede decir eso? —protestó él.
—Yo no voy a aquella casa, Rudolphe. Hace meses que no voy. —Sonrió—. Puedo hacer lo que quiera, lo que me plazca. Y le voy a decir una cosa… Si no le tuviera tanto afecto a madame Suzette le rogaría a usted que se quedara aquí… conmigo. Nadie se enteraría de nada, a nadie le importaría. Solos usted y yo, aquí. Pero tal vez subestimo a madame Suzette. Siempre ha sido una mujer comprensiva, tal vez perdonara… quiero decir, si alguna vez descubriera que…
Rudolphe se la quedó mirando un instante con cara de asombro. Luego dijo suavemente:
—
Adieu
, madame.
Era ya muy tarde cuando esa noche llegó por fin a su casa. Bubbles había saltado de alegría al ver las herramientas. Hacía poco había rescatado un piano destrozado de un incendio en el barrio y lo estaba restaurando en el cobertizo de Christophe. Ahora, con las herramientas, podría terminar la tarea, y su gratitud no tenía límites. Era Bubbles entonces un muchacho elegante, acostumbrado ya a la ropa buena que Christophe le seguía dando, y pronto podría ganar dinero para él y para Christophe, que lo necesitaba con urgencia. La casa de los Mercier, después de tantos años de abierto descuido era un gasto constante, así como una inestimable propiedad. Christophe invertía en las continuas reparaciones hasta el último penique que ganaba.