—Se lo preguntaré, monsieur —dijo muy excitado.
—Bien. ¿Dentro de una hora, te parece? Haz lo posible por venir.
Juliet se acercaba a la puerta trasera, y entró en el momento en que Christophe se ajustaba la corbata. Él alzó las manos al cielo, se volvió hacia ella y esperó pacientemente a que su madre le hiciera el nudo.
—¿Adónde vas? —preguntó Juliet.
—Tengo que hacer un recado.
—Bueno, pero primero ponme esto —dijo, abrazándole. Algo brillaba en la palma de su mano.
A Marcel le pareció una joya. Christophe acercó a su madre a la luz, le ladeó la cabeza y colocó el pendiente en el lóbulo de su oreja. Marcel dio un respingo. Le había cogido por sorpresa y sintió tal oleada de excitación que retrocedió turbado. Dejó la taza y se despidió con un murmullo.
—Pero ¿adónde vas? —seguía preguntándole Juliet a Christophe—. ¡Dímelo!
Una hora más tarde Marcel regresó a la casa y la encontró a solas, con la cubertería de plata ya en la mesa y unas velas encendidas en la repisa de la chimenea. Juliet estaba acurrucada junto al hogar apagado, con los brazos cruzados y la cabeza gacha, como si tuviera frío. El reloj nuevo de la pared se había parado. Marcel lo abrió, lo puso en hora con la mano y dio un suave golpecito al péndulo. La sangre le palpitaba en los oídos. Sabía que estaba a solas con ella, y no dejaba de repetirse que pronto se le pasaría el dolor del deseo. Se acostumbraría a ella. Cuando Christophe le dijo que eran amigos experimentó una rara y total felicidad que no arriesgaría por todas las pasiones del mundo.
Se dio la vuelta despacio, pensando en expresar alguna fórmula de cortesía, pero ella le clavó aquella extraña mirada felina y le dijo:
—Está con ese hombre.
—¿Usted cree, madame? —Marcel no quería darle importancia.
—Lo sé. Cree que no sé nada, que no tengo cerebro.
Le miraba directamente y al oír sus últimas palabras Marcel tuvo una extraña sensación. Él también había pensado que Juliet no tenía cerebro.
Era una idea turbadora, porque si no tenía cerebro, ¿qué había en su cabeza? ¿Qué tenía Juliet que tanto miedo provocaba? Sus ojos parecían casi malvados a la luz de las velas. A Marcel le hubiera gustado disponer de una buena lámpara de aceite en ese momento, tal vez dos.
—¿Por qué no te acercas… y me besas?
—Porque si lo hiciera, madame, no podría seguir siendo un caballero.
—¿Por qué no dejas que sea yo quien juzgue eso? —dijo ella con desdén. No era su voz habitual. Se percibía en ella una sagacidad y una consciencia que Marcel no conocía.
Él sabía que su rostro, tenso, no disimulaba su turbación. Pero quería que Juliet supiera cuánto la deseaba. Si tenía que renunciar a ella, no podía ser de otra manera.
—¿Me deseas?
—Sí —suspiró Marcel. Cerró los ojos—. Christophe puede aparecer en cualquier…
—Pues vamos a hacerlo, si eso le obliga a venir.
Juliet se dejó caer en el respaldo de la silla, derrotada.
—Eres muy listo,
cher
—le dijo, cambiando de humor. Pero Marcel estaba tan excitado que apenas entendió sus palabras—. ¿Conoces al hombre que estaba aquí?
—No lo había visto nunca, hasta esta tarde.
—¿Pero era… era inglés?
Al oír que Marcel respondía afirmativamente, su expresión se tornó dura, tan dura como podía ser la de Christophe.
—¡Ahhh! —exclamó. Se levantó y se puso a caminar lenta pero febrilmente por la sala, agarrándose los brazos—. Y viene a esta casa. Viene a esta casa. —Se volvió hacia Marcel—. ¿Qué edad crees que tiene,
cher
?
—No lo sé, madame. Treinta y cinco años, tal vez más contestó.
—Creen que no tengo cerebro —susurró ella, entornando los ojos—. ¡Creen que no tengo cerebro! —Le temblaba la voz—. Se atreve a venir a esta casa. ¡Se atreve a venir a esta casa! ¿Pero es que estoy loca?
—No entiendo.
—No, no lo entiendes. Pues te lo voy a explicar. Hace diez años, diez años, mandé a mi hijo a París… —comenzó con voz rota. Se llevó las manos a la cabeza. Parecía que se apretara las sienes—. Oh, Christophe —gimió de pronto—. Ya no es el mismo.
—¿Pero qué es lo que pasa?
La casa estaba en silencio. Juliet permanecía en las sombras, lejos de las velas, apretándose todavía las sienes, con los ojos cerrados, como si intentara expulsar algún dolor. Por un instante mostró unos dientes blancos entre los labios.
—Christophe —le susurró de nuevo con terrible desesperación. Dejó caer las manos a los costados—. Desapareció de su hotel. No sé, estaba bajo la tutela de una familia. Yo no podía leer sus cartas, y luego dejó de escribir. Debía de tener unos catorce años, algo más tal vez. Era tan joven como tú,
cher
. Y desapareció.
Marcel tenía fresca en la memoria la vieja historia.
—Y luego huyó. Según dijeron, estuvo vagabundeando por Turquía, Egipto, Grecia…
—¿Qué pasó, madame?
—Un día volví a casa… Volví a casa y empezaron a llegar cartas otra vez. Habían pasado años. Me las leyeron los hombres del banco. Estaba vivo, estaba bien. Estaba vivo. —Suspiró—. Habían pasado años, pero estaba vivo.
—Siéntese —dijo Marcel suavemente. Ella se acomodó en la silla. Marcel le miraba la nuca, los rizos y la fina cadena de la que pendía el diamante que llevaba en el pecho. Sus senos se henchían. Juliet se inclinó a un lado, como si se apagara.
—No puede ser el mismo hombre. ¡No se atrevería a venir aquí! —dijo, moviendo la cabeza—. ¡A mi propia casa!
Un vago temor hizo presa en Marcel. Un temor oscuro, como la habitación, y todo el calor, el resplandor de los libros encuadernados en cuero a la luz de las velas, el brillo de la plata sobre la mesa, todo desapareció.
—¿Qué quiere decir, madame? —Marcel veía la imagen del inglés, la violenta intensidad con la que se había enfrentado a Christophe, y veía al mismo Christophe, tan débil, suplicándole que se marchara—. ¿Qué pasa con ese hombre, madame?
—Decían que era un inglés —susurró ella—. Decían que era un extraño inglés que se albergaba en aquel hotel, con la familia que cuidaba de él, en el hotel.
Era como si un viento helado hubiera barrido la sala. Marcel miraba la chimenea vacía, con el ceño fruncido. Se sentía como ante una puerta que ocultaba algo desconocido, algo de lo que no tenía experiencia ni conocimiento, aunque siempre había sabido que se ocultaba allá. Se estremeció.
—Eso es imposible —dijo en voz baja.
Juliet, cesó en sus sollozos en cuanto le oyó hablar.
—¿Qué has dicho?
Antoine Lermontant podía haber estado a su lado en aquella sala oscura diciéndole con una astuta sonrisa: «Te dije que ignorabas muchas cosas de ese hombre».
—No —susurró—. No lo creo.
—¿A qué te refieres? —preguntó ella.
Marcel la miró. Había olvidado que estaba allí. Quería hablarle, pero sus labios se negaban a articular palabra. «¡No estarás pensando en mandar a Richard a esa escuela!».
—Era un inglés —repitió ella, sin comprender a Marcel—. Eso dijeron. Y eso fue un año después de que me llegara la noticia. ¡Mi hijo había desaparecido! —Juliet le miraba suplicante—. ¿Podría ser ese hombre? ¿Se atrevería ese hombre a venir a mi propia casa, bajo mi propio techo —su voz cobraba fuerza con la furia—, después de robarme a mi hijo, después de hacerlo desaparecer?
—No. —Marcel movió la cabeza con una sonrisa forzada—. No debe ser el mismo hombre.
—Quiero que me hagas un favor. —Juliet se había girado y le miraba a los ojos, aferrada al respaldo de la silla—. Quiero que busques a ese hombre. Pregunta en los hoteles. No sé dónde está. ¿Me oyes?
Marcel miraba a través de la ventana las susurrantes siluetas envueltas en la oscuridad. «¿Y tú qué estás pensando, Christophe? Que eres mi amigo». Vio al inglés, su expresión de dolor, y la intensa lucha entre ellos.
—No lo creo —susurró.
«El piso de París está como lo dejaste… tu mesa, tus plumas, todo sigue allí».
—Quiero que encuentres a ese hombre. Averigua dónde está, ¿me oyes? ¡Atreverse a venir a mi casa! —resolló Juliet—. ¡Marcel, escúchame!
Era la primera vez que lo llamaba por su nombre. Marcel ignoraba que Juliet lo conociera. No la miraba, y apenas era consciente de que le estaba tocando la mano.
—Tienes que hacerlo. Tienes que encontrarlo y decirme dónde está. Iré a hablar con él.
Se oyó a lo lejos un fuerte portazo y luego el ruido de unas botas en el pasillo. A Marcel se le aceleró el corazón.
Miró a Juliet, que tenía los ojos desorbitados y muy oscuros en su cara tan pálida y distorsionada bajo la tenue luz que por un instante le pareció una calavera.
—No. —Marcel movió la cabeza—. No lo creo —le susurró a la nada, como si estuviera en trance.
—Le diré que lo sé. ¡Le diré que sé lo que es!
Christophe hizo sonar los tacones en la puerta.
Marcel bajó los ojos. Juliet no se había apartado de él y seguía escrutándole el rostro con la mirada. Con la sangre rugiéndole en los oídos, Marcel se forzó por fin en mirar hacia la puerta.
Christophe salió de entre las sombras.
—¿Mamá? —Miró a Juliet y luego a Marcel, con una interrogación en los ojos. Estaba contento, animado, como si hubiera estado ansioso por volver junto a ellos—. ¿Qué pasa? —susurró. Luego añadió enfadado—: ¡Mamá, prepara la cena, por favor!
Juliet se marchó sumisa, con aire confuso.
Christophe miró ceñudo a Marcel.
—¿Te dedicas a practicar tus jueguecitos con mi madre delante de mis narices?
Fue un golpe súbito.
—¿Qué? —susurró Marcel.
—¡Qué hacíais aquí! —Christophe estaba furioso. Cerró la puerta de golpe, de espaldas a ella, como para evitar que Marcel escapara.
—
O mon Dieu
! —Le recorrió un violento escalofrío—. ¡Se lo juro, monsieur! —exclamó levantando las manos. El rostro de Christophe era la imagen misma de la ira. Marcel bajó la cabeza y estalló en lágrimas. Se odió por ello y se dio la vuelta, desesperado, humillado. Sus sollozos eran ensordecedores en el silencio de la habitación. Sólo con un gran esfuerzo consiguió calmarse.
—Lo siento, Marcel —dijo Christophe, poniéndole la mano en el hombro—. Siempre se me olvida lo joven que eres. Demasiado joven incluso para… —Lanzó un suspiro y obligó suavemente a Marcel a darse la vuelta—. Tienes que ser mi amigo. —Lo llevó hasta la silla e insistió en que se sentara. Luego se inclinó hacia él por encima de la mesa.
Marcel estaba mareado. Fijó los ojos en un punto e intentó controlar las náuseas.
—He procurado actuar con dignidad, ser un caballero —le decía Christophe—. Pero el hecho es que todos los esclavos de la manzana saben que estuviste aquí esa tarde con mi madre, no vayas a pensar ni por un instante que no te vieron entrar y salir. Si Lisette, esa esclava tan insolente que tienes, siente el más mínimo afecto por tu madre, se lo acabará contando, y si tú sigues representando este pequeño drama con mi madre, mi academia se hundirá de un día para otro, como una mala obra que compite en el mismo teatro con otra más atrevida.
Marcel movió la cabeza. Quería decir que nunca permitiría que pasara una cosa así, pero aún seguía indispuesto, además de cansado y confuso. Resultaba más fácil escuchar aquella voz firme y gentil.
—Parece que todo el mundo está en contra de mi proyecto: mi amigo de París, mi madre, esta casa que se cae a pedazos… Pero tú no. Tú no debes estar en contra. ¡Tú no! —Miró a Marcel, con el ceño fruncido—. La primera noche que llegué a casa, no te puedes imaginar lo desanimado que me sentía. Ya sabes cómo se hallaba mi madre, ya viste la casa. Estaba tremendamente asustado. Me faltó poco para coger a mi madre y llevármela al puerto.
»Pero entonces miré a mi alrededor. Recorrí las habitaciones donde había crecido, subí a la azotea y me quedé mucho tiempo allí, tumbado a solas con las estrellas. Me invadían los más extraños sentimientos. Quería tocar las ramas de los robles, las magnolias, quería vagar por las calles, acariciar los muros de ladrillo y las farolas, golpear con los puños las contraventanas de madera, meter los dedos entre las persianas. Estoy en casa, en casa, en casa, pensaba constantemente. Pero era algo más allá del pensamiento, era pura sensación. Quería ver a mi gente, hombres y mujeres de color, criollos como nosotros. Quería salir y verlos en las casas que yo recordaba, oír su curioso y lánguido acento, y sus risas, ver chispas de luz en sus ojos.
»Intenté imaginar mi escuela tal como la había visto en París, intenté verla como la había planeado… Entonces bajé y te encontré.
»Y descubrí una cosa, que tú querías que yo fundara la escuela. Tú me dijiste que otros chicos también lo querían, que mi gente ya sabía lo que planeaba hacer y me daba la bienvenida con los brazos abiertos. Me di cuenta entonces de que otras personas veían mi escuela tal como la veía yo. De pronto me sentí anclado, después de años y años de vagar. ¡Sentí que había vuelto a casa!
»Sé que todo esto es complicado para ti. Tú sueñas con ser un joven caballero e irte a Europa, y yo haré todo lo posible por prepararte para ello, a mi manera. Pero algún día te explicaré lo que sentí en París, la sensación de profundo desarraigo, la confusión que me invadía cuando pensaba en todos los sitios en los que había vivido, las casitas, las ruinosas villas del Mediterráneo, todas aquellas habitaciones húmedas, a veces hermosas. ¡Quería volver a casa!
»Te cuento todo esto porque quiero que sepas lo que significa para mí, lo que tú significas para mí, lo que significan todos los chicos que asistirán a mi escuela. Tú has hecho que mi sueño se convierta en realidad.
»Pero si permites que mi madre te seduzca, no podré sobrevivir al escándalo, las respetables
gens de couleur
alejarán a sus hijos de esta casa. ¡Ten paciencia, Marcel! El mundo está lleno de mujeres hermosas, y algo me dice que nunca las desearás en vano, nunca. Sé amable con mi madre, sé un caballero con ella, pero no dejes que te seduzca. ¡No dejes que te vuelva a seducir!
Marcel movió la cabeza.
—Nunca, Christophe —susurró—. Nunca más.
Pero apenas era consciente de las palabras que pronunciaba porque la inmensidad de sus sentimientos no podía expresarse con palabras. Amaba a Christophe, lo amaba como nunca había amado a Jean Jacques, y le parecía que nada podría separarlo de él. En su presencia se sentía vivo y despierto, y las palabras de Christophe no se parecían a las de ningún otro hombre, eran como agua en el desierto, como una luz que hendiera la impenetrable oscuridad de una mazmorra. Le parecía irreal haber sido presa, un momento antes, de una sombría y terrible sospecha. Los extraños modales posesivos del inglés no significaban nada, ni los vagos rumores de Antoine, ni siquiera la violenta fuerza de sus propias percepciones. Todo quedó barrido antes de poder florecer, a la luz de un intenso deseo espiritual: Marcel tenía que conocer a Christophe, aprender de él, amarlo. Todo lo demás no tenía importancia.