La noche de todos los santos (31 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

—¿Dolly? —preguntó, protegiéndose los ojos de la claridad.

—Se ha ido —respondió ella—. Se ha ido.

—Está enferma, monsieur —dijo Richard, que no había entendido las palabras de Dolly.

—¿Has ido a ver al médico? —Christophe se levantó y se alisó la chaqueta torpemente.

—Es inútil —susurró ella—. Comenzó anoche.

Richard buscaba con la mirada una jarra de agua y un vaso.

—No deberías haber salido —dijo Christophe medio enfadado, acercándose. Dolly apoyó la frente en él.

—Es igual —estaba diciendo cuando Richard salió al pasillo—. Siempre es lo mismo. Un mes, dos… y luego se acaba todo. No sé por qué tenía esperanzas. No sé por qué pensaba que esta vez sería distinto.

Había una jarra de agua en el dormitorio, junto a la cama. Richard llenó un vaso y se lo llevó a Dolly, que lo cogió con mano trémula.

—¿Llamo a madame Celestina? —preguntó él.

—No. —Movió la cabeza. Christophe hizo un gesto más enfático de negación, sin que ella lo viera.

—Ven, túmbate —le dijo, ayudándola a levantarse.

Richard se quedó esperando en silencio en la puerta del salón hasta que volvió Christophe.

—Eres una maravilla con las mujeres angustiadas. ¿No te lo han dicho nunca?

—Madame Rose está muy mal.

—Ya lo sé —dijo Christophe—. Si empeora iré a por Celestina. Ahora no se llevan muy bien.

Richard permaneció en silencio. Él también había oído la historia del infame retorno de Dolly a los «salones de baile de cuarterones» la semana después de que muriera la pequeña Lisa.

—Pero está muy enferma, Monsieur —insistió. Sentía una enorme compasión por la frágil mujer que se había aferrado a su brazo durante todo el trayecto desde la iglesia. Debería contárselo a su madre para que acudiera. Celestina no podría detener a su madre. Nada podría detenerla si Dolly estaba realmente enferma. La madre de Richard se pasaba la vida visitando enfermos, cuidando ancianos. Aparte de su familia, la pequeña sociedad benéfica de mujeres de color era toda su vida—. ¿Sabe lo que le pasa, monsieur? —preguntó.

Christophe se quedó mirándolo a la cara, y Richard se dio cuenta de que Christophe sabía lo que pasaba y se sorprendía de que él lo ignorase.

—Se le pasará —dijo.

Esa tarde, después de cenar, Richard se sentó con su madre en la galería trasera que daba al jardín y le contó su encuentro con Dolly Rose. Cuando tuvo que mencionar que había visto a Christophe en la casa, lo hizo con toda la delicadeza posible. Repitió también la conversación que había oído. El rostro de su madre se tensó al oír que una mujer se había quedado a solas con un hombre en su casa, pero luego su expresión se tornó triste.

—Está enferma, mamá —dijo Richard para justificar que la molestara con aquella historia poco delicada—. Y allí sólo estaba Christophe.

Su madre lanzó un suspiro, se levantó y miró al jardín con las manos en la baranda.


Mon fils
, Dolly no puede tener más niños. Yo ya lo sabía por Celestina. Ahora ha ocurrido otra vez.

Richard no sintió ninguna compasión al oír aquello. Se quedó más bien confuso. Era espantoso pensar que Dolly había perdido un hijo poco después de la muerte de Lisa, pero también era espantoso pensar que había vuelto a aquel salón de baile. Era espantoso pensar en las cosas escandalosas que se decían de ella y en la interminable procesión de hombres en su vida.

—¿Tanta tragedia es, mamá? —le preguntó suavemente.

—Era una buena madre, Richard —dijo madame Suzette—. Habría sido una buena madre hasta el fin de sus días. Para una mujer como Dolly, eso loes todo. Los hombres significan muy poco para ella. Vienen y se van. Nada hay en eso digno ni honorable. Pero un hijo, la
famille
, lo es todo.

Se sentó en la mecedora junto a Richard.

—La llamaré, claro, pero no se puede hacer nada.

Richard sabía tan poco de lo que era criar lujos o perderlos que aceptó sin reservas las palabras de su madre. Sin embargo, no estaba satisfecho. Se sentía incómodo por haberle contado a su madre la historia, incómodo por haber mencionado que Christophe estaba durmiendo en el salón de Dolly como si fuera su casa.

—Perdóname, mamá —susurró suavemente—, por molestarte con todo esto… con lo de Christophe…

—Ya sé por qué me lo has contado, Richard. —Madame Suzette acercó su labor a la luz de la ventana que tenía a la espalda.

A Richard le ardían las mejillas. Intentó ver el rostro de su madre, pero la luz sólo iluminaba los cabellos sueltos bajo el tocado.

—Me lo has contado porque querías que se lo dijera a tu padre. Quieres que tu padre sepa que tu maestro está cortejando a Dolly Rose y que por tanto los malintencionados rumores de Antoine son falsos.

Richard se había quedado sin habla. Debería haber imaginado que no podría ocultárselo a su madre, por indecente y perturbador que fuera. Y le sorprendía la posibilidad de que ella tuviera razón, de que él lo hubiera contado todo para desmentir los rumores de Antoine. Él mismo lo ignoraba. Pero ella no. Ella lo sabía todo. Ella había visto la horrorizada expresión de Antoine esa noche en la cena, había observado las conversaciones con Rudolphe entre susurros y la conmoción de Antoine cuando ese inglés parisino a quien se acusaba de las más viles, turbadoras y misteriosas inclinaciones apareció en Nueva Orleans y en casa de Christophe. Claro que era impensable que Richard y su madre hablaran de estas cosas. Con su padre tampoco era posible. Rudolphe sólo había aludido a ellas vagamente para advertir a su hijo de que Antoine estaba «perdiendo el seso».

—Eso son las porquerías que cuenta la gente en el Quartier Latín de París —le dijo indignado—. No las escuches ni las pienses. Pero sobre todo no las repitas porque ello podría acabar con el joven Christophe.

Richard, estupefacto, estaba dispuesto a obedecer.

Ahora se sentía turbado y era incapaz de mirar a su madre a los ojos.

—No te preocupes,
mon fils
—prosiguió madame Suzette en un susurro—. Al parecer, tu maestro está enamorado de Dolly Rose. El hecho de que Dolly le corresponda es la razón de que su madrina, Celestina, se haya alejado. ¡Celestina! —suspiró—. Celestina se extrañó menos de lo que te imaginas de que Dolly volviera tan pronto a los «salones cuarterones». ¡Esas mujeres son tan prácticas! —Se quedó un momento pensativa y luego prosiguió con un tono íntimo, extraordinariamente sincero. Era el tono reservado para cuando las mujeres cosían juntas y se confesaban unas a otras los sucesos cotidianos de este mundo con un débil movimiento de cabeza—. Pero que un hombre de color corteje a Dolly… ¿cómo va a poder tolerar eso Celestina? Ni la buena de Celestina ni la buena de Dolly han puesto en su café más que la leche más pura y blanca.

Richard dio un respingo. Tenía la vista fija en los árboles y vio una estrella titilar a lo lejos.

—No llegará a ninguna parte —suspiró madame Suzette—. A Dolly ya se la ve en compañía de un caballero blanco, y confío en que tu inteligente maestro sepa lo que hay. Esas damas son todas iguales, como lo fueron sus madres, y como lo fueron sus abuelas antes de que ellas nacieran. —Le tocó la mano a su hijo. Richard le cogió los dedos, pero no hizo ningún otro movimiento—. Celestina, Dolly… y madame Elsie. —Bajó la voz—. Y la orgullosa madame Cecile Ste. Marie.

Mucho después de que su madre retirara la mano, Richard todavía seguía inmóvil, mirando el jardín que oscurecía. Por mucho que la quisiera no podía contarle sus pensamientos íntimos. Ella le recordó que las primas Vacquérie vendrían pronto a cenar. Unas muchachas adorables. La suya era una familia tan antigua y respetable como la
famille
Lermontant. Richard no dijo nada. No estaba allí sino en la arboleda tras la casa de Marie, con Marie entre los brazos.

—III—

P
or fin concluyó el primer día de clase. Marcel fue el último en levantarse. Cuando salió del aula todavía había un grupo de estudiantes rodeando a Christophe junto al atril, esperando su turno para intercambiar unas palabras. Marcel se quedó en el pasillo, sobre la nueva alfombra de Aubusson, mirando a través de la puerta el gran estudio trasero donde dos de los chicos de más edad, ambos hijos de plantadores de color, estaban sentados en una mesa hojeando los periódicos que Christophe había dejado allí. Era la mesa en la que Christophe, Juliet y Marcel habían cenado todas las noches de esa semana. Sólo Marcel sabía que Christophe, a quien se le acababan los fondos, se había desnudado hasta la cintura y se había arrodillado para pulir el suelo de madera, o que él mismo había limpiado los bustos de mármol que relucían en los estantes, o que los dos juntos habían ordenado las largas hileras de novela, literatura clásica y poesía. Ahora la sala estaría abierta todos los días hasta la hora de cenar, después de que acabaran las clases a las cuatro de la tarde. Sobre la mesa yacía un ejemplar de
Nuits de Charlotte
, periódicos de París y pilas del
Times
de Londres y Nueva York.

Marcel no cabía en sí de excitación. Por fin, con algo más doloroso que una simple punzada de celos, dejó a Christophe en el atril rodeado de sus ansiosos alumnos y salió a la calle. Unos cuantos estudiantes de los más jóvenes, entre doce y trece años, se dirigían a sus casas por la Rue Dauphine, riendo y charlando animadamente en abierto contraste con su actitud de momentos antes. Richard esperaba a Marcel, y cuando se miraron a los ojos supieron al instante que coincidían totalmente en cuanto a los acontecimientos del día. Se encaminaron en silencio hacia la casa Ste. Marie.

Habían pasado cuatro horas sentados sin moverse en una clase de veinte alumnos, cautivados por el discurso inicial de Christophe. Ni una sola mano se había alzado innecesariamente. No se habían producido murmullos en las filas traseras ni aleteo de páginas ni el irritante rumor de las plumas que se afilan. Nadie había movido los pies ni mirado por la ventana. El ambiente era tan distinto de las escuelas que conocían que se veían incapaces de explicar cómo ellos, y todos los demás alumnos, habían sido transformados en adultos de un día para otro.

Lo cierto es que en un día habían pasado de la caprichosa disciplina de una escuela elemental al serio ambiente de una clase universitaria, transformación que se había debido al tono y a la actitud de Christophe. Desde que pronunció las primeras palabras fueron conscientes de que esperaba de ellos que se comportaran como adultos.

—Tendréis que responder de todo lo que yo diga en esta sala —les explicó, mirando con aire autoritario todas y cada una de las caras—, tendréis un cuaderno para cada asignatura, y tomaréis los apuntes que queráis de las clases de cada día. Yo os puedo pedir los cuadernos en cualquier momento, y espero encontrar pruebas de que habéis aprovechado el tiempo que pasáis aquí.

»Los libros de historia general y física están en vuestros pupitres, así como la gramática latina y griega. En la pizarra tenéis el plan de vuestras tareas para el verano. Lo copiaréis al final de la clase.

Nunca les habían hablado de forma tan directa, y nunca les habían dado a entender que tenían responsabilidad sobre lo que iban a aprender.

Pero fue sólo el principio. Pronto fueron informados de que mientras estuvieran allí serían considerados estudiantes serios, al margen de lo que hicieran luego al salir. Daba igual que más tarde acudieran a la universidad o se dedicaran a trabajar en algún oficio. Tenían que aplicarse con igual fervor en todas las asignaturas de modo que cuando finalmente dejaran la academia fueran todos hombres educados.

Marcel, con la vista baja, se sintió henchido de orgullo de Christophe, paseando lentamente de un lado a otro de la clase, hablaba de forma perfecta, con oraciones tan brillantes y precisas que parecían preparadas, aunque lo cierto es que fluían espontáneas y con una voz tan natural y enfática que los tenía hipnotizados.

Hacía pausas siempre en el momento preciso, mirándoles a los ojos, y luego seguía hablando para explicar algún punto que podía no haber quedado claro.

Su discurso era más lento de lo normal y rezumaba entusiasmo hacia la tarea que tenían por delante, juntó con aquella fuerza que Marcel siempre había visto en Christophe.

Sólo Marcel sabía los tormentos que había soportado Christophe esa semana, las interminables dificultades, las largas visitas del inglés, Michael Larson-Roberts, que solía interrumpirles en medio de su trabajo y desacreditaba la escuela sin decir ni una palabra.

Marcel despreciaba a aquel hombre, que sin embargo tenía algo que imponía. Ése era el problema. Entraba en la casa polvorienta y recorría los largos pasillos entre el eco de los martillazos con su traje gris inmaculado, como si le hubieran transportado milagrosamente des de el cenagal de las calles hasta ese mismo lugar. Caminaba con exagerado cuidado entre el polvo y los tablones rotos y se aposentaba en el rincón de una clase vacía con un periódico parisino abierto ante los ojos. Y cuando leía en desafiante silencio, todo a su alrededor palidecía, se hacía vago y confuso, como si el eje del mundo fueran sus entornados ojos verdes. Aquel hombre hacía desvanecerse el poder de Christophe.

Marcel se pasó una tarde en Madame Lelaud's, inclinado sobre su cuaderno, dibujando toda clase de horrores mientras los dos hombres discutían furiosos en inglés. Michael Larson-Roberts le espetaba un improperio tras otro:

—Eres frívolo y vanidoso, eso es lo que pasa, te dan miedo las críticas, te da miedo tu propio talento, te da miedo arriesgar tu talento en el mundo. Porque este lugar está fuera del mundo. Te estás inmolando aquí, y no me vengas con el cuento de una escuela parales de tu raza. Tú no crees en tu raza, tú no crees en nada que no sea el arte, y tampoco en eso crees demasiado, porque no le habrías dado la espalda…

—Me dices eso porque eres tú el que no cree en nada —replicó Christophe con los dientes apretados—. Crees que me has despojado de la fe en las cosas sencillas, la fe que sostienen todos los seres humanos, porque tú no la tienes, no la has tenido nunca. No me hables de arte. ¿Qué sabes tú de arte? ¿Has escrito algo alguna vez, has pintado algo, has comprendido algo? De haberlo hecho sabrías que todo lo que he escrito es una basura. Lo escribí para causar impacto, por eso, pero no hay en ello pasión, no tiene alma. ¡Lo que hago aquí sí que tiene alma! Un día me desperté, después de una de tantas juergas, y vi la diferencia entre tú y yo. Yo comprendo el arte, tú no. Yo no puedo soportar el arte malo, pero tú no sabes lo que es eso. Sí, tú, con toda tu sofisticación, tu educación y tu buen gusto. ¡No sabes nada!

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