Cuando volvió a abrirlos vio a Anna Bella junto al fuego, en aquella silla tallada donde ella nunca se sentaba. Anna Bella apoyaba el codo en el brazo de la silla y presionaba con los dedos la suave piel de su mejilla. Sus ojos eran hermosos, grandes y tristes, muy tristes.
—No sé dónde está, Anna Bella —dijo. Anna Bella se sobresaltó y alzó la vista hacia ella. Marie había perdido la noción del tiempo. ¿Cuánto rato llevaba allí, sumida en sus pensamientos?—. Se ha pasado todo el día fuera —prosiguió, sabiendo que era lo que a Anna Bella le interesaba—. Puede que esté en la casa de la esquina, ayudando a monsieur Christophe. Últimamente va mucho por allí, para poner a punto la escuela.
—Hmmmm. —Anna Bella se sentía mal. Si había llegado hasta allí, ¿por qué no ir a la casa de al lado? Era imposible. Marie ya la había descubierto. No podía entrar en la casa de aquella extraña mujer loca y del gran hombre. Ya estaban las cosas bastante difíciles. Pero al pensar en ello se le llenaron los ojos de lágrimas—. ¡Tengo que hablar con él! —susurró en inglés, sin saber si Marie la estaba oyendo. Enlazó las manos en el regazo y dejó caer la cabeza a un lado.
—Le diré que has venido —dijo Marie.
—¡No! ¡No le digas nada! exclamó. No quiero que… creo que…
Marie asintió discretamente.
Anna Bella fue consciente entonces de que Marie la miraba con su fría expresión. Las demás chicas siempre la habían considerado una persona altiva y orgullosa en su incomparable belleza, con su piel blanca y su pelo de seda. Anna Bella siempre la había defendido. ¡Era una muchacha tan dulce…! Pero en ese momento sintió un violento y perturbador resentimiento. ¿Qué sabría ella de esos problemas? Ni ella ni Richard Lermontant. Sin darse cuenta, movió la cabeza. Tendría que marcharse sin ver a Marcel, tendría que ir a por madame Elsie.
—¿Qué pasa, Anna Bella? —preguntó Marie. Su voz era muy suave, como una brisa que soplara sobre las aguas de un lago.
—Tengo problemas, Marie, problemas dentro de mí. —Alzó la vista—. Marcel es mi amigo, siempre ha sido mi mejor amigo. Y no estoy hablando de galanteos y tonterías de ésas sino de verdadera amistad.
—Ya lo sé. —Por un momento pareció que de verdad lo sabía.
—Siempre estábamos juntos. Ninguna chica ha sido tan amiga mía como Marcel. Pero Marcel ya no volverá. Madame Elsie le dijo algo horrible, no sé qué fue porque yo nunca la escucho. Bueno… sí que la escucho, pero no siempre. No sé cómo solucionar esto yo sola. No puedo pensar. Antes creía que podía pensar cuando estaba sola, pero ya no. Tengo que hablar con él para solucionar las cosas. Si madame Elsie supiera que he venido sola a esta casa…
—No tiene por qué saberlo —dijo enseguida Marie.
Anna Bella se la quedó mirando en silencio, y poco a poco se fue dando cuenta de que Marie estaba de su lado.
—Dime, Marie, ¿qué pensarías si fuera a casa de monsieur Mercier ahora mismo a preguntar por Marcel? La casa está llena de trabajadores y yo no conozco a esa mujer ni a su hijo. ¿Pero qué pensarías si fuera a la puerta y…?
—No —advirtió Marie—. No lo hagas, Anna Bella. —Se sentó frente a ella—. Deja que yo le explique que quieres verle. No tiene por qué saber que has venido.
—Dios mío. —Anna Bella chasqueó la lengua—. Tengo que verlo.
—¿Pero qué pasa? —insistió Marie.
—No puedo… No quiero molestarte con mis problemas. Es que… estoy muy sola y madame Elsie se hace vieja. ¡Y yo tengo que aclararme! —Si no se callaba, acabaría por soltarlo todo, lo cual sería un tremendo error. ¿Cómo podía hablar con aquella muchacha de todos los huéspedes blancos y de cómo la miraban? ¿Cómo se lo iba a contar a una joven que lo tenía todo en la palma de la mano?
—¿Le quieres dar un mensaje a Marcel? —preguntó al tiempo que se levantaba y se arreglaba la falda. Se acercó a la puerta—. ¿Me prometes que nunca le dirás a nadie, salvo a Marcel, lo que te voy a decir? ¿Me prometes que sólo le dirás lo que te voy a decir?
—Pues claro —susurró Marie, pero su delicado rostro de porcelana no reflejó el tono cálido de su voz, y en cuanto las palabras murieron en el aire no quedó nada.
—Dile a Marcel que madame Elsie me está presionando con esos caballeros blancos, que madame Elsie ha decidido por mí, y que no es lo que yo quiero. Dile que tengo que hablar con él, que le necesito. Es mi amigo. —Escrutó el rostro de Marie, buscando alguna emoción. Marie bajó la vista y pareció suspirar. Anna Bella, muerta de vergüenza, se dio media vuelta con los ojos húmedos y salió corriendo por el jardín.
La puerta debió de cerrarse. Se oyó el portazo y el ruido de una carreta traqueteando por la calle. Marie miraba el dibujo de los rayos de sol en el suelo. Al alzar los ojos vio el cielo azul sobre el tejado de la casa al otro lado de la calle, un azul cegador entre las hojas verdes.
Contuvo el aliento. Tenía las manos húmedas; sentía pegada al cuerpo la fina muselina de su ajustado vestido y el moño le tiraba en la nuca. Se dio media vuelta y atravesó rápidamente la salita, arrancándose las horquillas de la cabeza con las dos manos. Cuando llegó a la cama se dejó caer entre una cascada de pelo y se echó a llorar.
Mucho tiempo después se dio cuenta de que no estaba sola. Oyó los pasos de su madre en la sala principal y se preguntó si habría oído sus sollozos, aunque habría deseado que esa pregunta no hubiera surgido en su mente. La invadió una extraña paz, despojada de toda vergüenza. Sentía por Richard un deseo abrasador. Dijo «te quiero» en voz muy baja para que sólo ella pudiera oírlo, cerró los ojos y volvió a sentir los labios de Richard, las manos de Richard en su espalda, levantándola en el aire, Si en la vida uno podía luchar por lo que deseaba… ella, deseaba a Richard más que nada en el mundo.
Era un deseo aterrador, como aterrador era pensar que el deseo pudiera satisfacerse. Tan aterrador que surgió ante ella como si fuera un fantasma el rostro de Anna Bella, La conmovedora y desesperada confesión de Anna Bella. ¡Lo sentía tanto por ella! La hería la realidad que implicaban sus palabras, como la había herido semanas atrás la cruda realidad de los momentos que pasó en la notaría de monsieur Jacquemine. Anna Bella y Jacquemine, cada uno a su modo, devolvían a Marie al mundo que había conocido durante toda su vida, con una desesperanza demasiado profunda para su edad.
Ahora algo cristalizaba en ella. Tendida en la cama con los ojos cerrados, se refugiaba en la débil y etérea visión de su boda: el altar resplandeciente de flores, el rostro de Richard junto a ella, la luz de las velas difuminada en una hermosa bruma como un suave velo blanco. El año anterior había vivido un momento similar el día de su primera comunión, cuando se levantó del reclinatorio de mármol con la hostia en la lengua y el mundo que la rodeaba quedó inundado de olor a rosas, purificado. Lo único que podía pensar mientras recorría el pasillo era que Cristo estaba con ella, dentro de ella. Sus oraciones resonaron en el mágico entorno de la iglesia y sus espléndidas pinturas. Desapareció entonces todo el sentimiento de culpa que había sentido hacía solo unos instantes por los segundos que había pasado en brazos de Richard. Estaba convencida de su bondad, convencida de que nada tan dulce podía encerrar mal alguno. El hecho de que Richard la amaba, la amaba de verdad… de que ella viviría ese momento en el altar, le producía un asombro enorme y una seguridad que siempre había tenido latente. Sí, seguridad. Se sentía cada vez más fuerte, sentía la potencia de su voluntad.
Nunca, nunca la obligarían a caer en brazos de un hombre con el que no se pudiera casar, nunca compartiría con Anna Bella esa espantosa situación. Y nunca ningún hijo suyo conocería la vergüenza que había conocido ella al entrar en el despacho del notario con una nota para un padre blanco que no podía darle su nombre legal.
Tal vez siempre lo había sabido, quizá lo había sabido cada mañana de su vida, cuando recorría las calles para ir a misa, cuando se levantó para recibir la primera comunión, al ver a los «respetables» cuarterones impasibles en los bancos mientras las niñas recibían el sacramento que ellos no habían podido recibir durante años. Todas aquellas mujeres prósperas y elegantes que aguardaban durante días, semanas, meses, la inesperada y ansiada llegada de sus «protectores». blancos.
No, tal vez ella siempre lo había sabido, y se le rompía el corazón al pensar en Anna Bella, en el dolor que reflejaba su rostro. Pero las palabras que ese día le habían dedicado, «te quiero, te quiero», le habían dado coraje para hacer un solemne voto. Sí, había aprendido a decir «no» con todas sus fuerzas. Pero ahora tendría que decir «sí, le quiero, ¡le quiero!». Se incorporó y miró de pronto aturdida en torno a la habitación a oscuras.
Cuando Richard salió del jardín de la casa Ste. Marie no fue consciente de la dirección que tomaba, ni se dio cuenta de que se detenía en la esquina de la Rue Ste. Anne y la Rue Dauphine, con un pie en la acera y el otro en la cuneta, mirando a su alrededor como si no supiera dónde estaba. Se sobresaltó cuando le rozó el brazo un hombre blanco de pelo rubio. Todavía estaba balbuciendo disculpas cuando advirtió que el hombre ya había cruzado la calle y desaparecía tras la puerta de Christophe Mercier. Sabía que la aparición de ese hombre blanco significaba algo, pero no sabía qué. Mientras tanto, un hombre de color había pasado a su lado, tocándose ligeramente el sombrero. Eso también significaba algo, pero no sabía qué.
Por fin, incapaz de pensar con coherencia, se dio cuenta de que caminaba directamente hacia la iglesia y que sólo el incesante movimiento de sus piernas podía controlar su cuerpo.
Cuando llegó a las puertas de la iglesia ya estaba casi bajo el control de su mente consciente. Al meter los dedos en el agua bendita estuvo a punto de echarse a reír. Entró en la nave y saludó a alguien a quien conocía. Dolly Rose estaba en un banco trasero, y aquello también parecía significar algo, pero no supo qué.
Sólo cuando por fin encontró sitio en el otro extremo de la iglesia se dio cuenta de que Dolly Rose estaba impresionantemente pálida. Estaba inclinada sobre el banco de delante, con los nudillos de una mano casi blancos mientras con la otra se aferraba la cintura. Aquello significaba algo, pero ¿qué?
Lo único que era capaz de pensar era que Marie había dejado que la besara. Le había llevado a la arboleda. Su rostro era inocente y desesperado al mismo tiempo, y le había dejado besarla, incluso le había rodeado con los brazos como si de verdad lo deseara, como si la hermosa y distante Marie a quien había amado toda su vida en silencio pudiera de verdad amarlo a él. Casi se echó a reír, casi suspiró en voz alta. Cayó de rodillas y juntó las manos como si estuviera rezando, para poder ocultar el rostro.
Pero eso era tan sólo una parte de lo que le obsesionaba. El resto era tan complicado que no podía entenderlo. De hecho ni siquiera tenía palabras para explicarlo. Baste decir que había estado con mujeres, mujeres en las que ni siquiera podía pensar bajo el techo de la iglesia, mujeres en las que nunca pensaría cuando pensara en Marie. Pero fueron las mejores mujeres que podía pagar un hombre de color. Y de alguna forma, en algún lugar, le habían hecho saber que ese placer prohibido —proporcionado por espléndidas cantidades de dinero— era la pasión más intensa que un hombre puede sentir. Sí, así tenía que ser, porque cuando uno se llevara a la cama a la mujer de sus sueños, a la madre de sus hijos, la mujer irreprochable y casta con la que uno compartiría el hogar y la vida, esa mujer soportaría el acto con la paciencia y la frialdad de una muñeca de porcelana. Pues bien, el hombre que le había dicho estas cosas, a quien no podía recordar de ninguna manera, era un redomado idiota.
Richard había conocido el fuego en los brazos de Marie, el fuego físico que surgía de ella y que lo encendía a él en una milagrosa y carnal hoguera que no había podido controlar. Una hoguera que ahora, sin poderse separar de su emoción y de la hermosa imagen de Marie, le hacía temblar. Era demasiado, demasiado maravilloso, demasiado insólito.
El amor era la única explicación. Todo era obra del amor. El mundo era tal como lo describían los poetas, no los cínicos ni los frustrados. Era amor. Poco a poco se le fueron llenando los ojos de lágrimas.
«¿Podría ella amar…?», quería susurrar en voz alta. «¿Podría ella amarme?». Luego comenzó a rezar, con los ojos fijos en el lejano altar principal. «¡Quiero intentarlo, Dios mío! ¡Y no me importa si se me rompe el corazón!».
Había un último detalle desconcertante, hermoso tal vez como todo lo demás. Richard estaba maravillado, turbado por lo que había pasado entre ellos, pero en cierto modo no le sorprendía. Los ojos de Marie le habían hablado con más elocuencia que sus brazos: «¿Es que no lo sabes? ¿No has sabido siempre que te había elegido a ti?».
Estaba pensando en esto, confuso, frotándose las sienes, cuando vio ante él una figura oscura.
Era Dolly Rose. A través del velo negro que le cubría la cara se distinguían sus rasgos, el movimiento de sus labios, sus ojos oscuros. Dolly se sentó a su lado con un frufrú de sus faldas de algodón. Le cogió la muñeca e intentó hablar, pero no pudo.
—¿Qué pasa, Dolly? —susurró él. Dolly emanaba olor a verbena. Tenía la mano gélida.
—Ayúdame a llegar a casa, Richard. Yo no puedo… —Volvió a quedarse callada, con los labios apretados—. Ayúdame. Deja que me apoye en tu brazo.
Richard se levantó al instante y la sacó a la calle.
Dolly permaneció en silencio. Tuvo que detenerse dos veces. Primero para recobrar el aliento y luego para llevarse el brazo a la cintura, como si le doliera algo. Cuando estaban a tres manzanas de su casa, Richard tuvo que pasarle un brazo por la cintura para sostenerla.
No le sorprendió que ningún criado abriera la puerta, ni ver la casa oscura y desarreglada tras las cortinas cerradas. Había muchos muebles nuevos dispersos por el salón, y las moscas zumbaban sobre los restos de la cena.
Dejó a Dolly en una silla junto a la ventana y le dijo que iba a por un vaso de agua.
—Eres muy amable, Richard. Siempre lo has sido —susurró ella. Se levantó el velo y respiró hondo.
Cuando Richard se estaba dando la vuelta para ir a por el agua se detuvo sobresaltado.
Hasta ese momento, con el salón en la penumbra, no había visto que un hombre dormía en el sofá. El hombre se estaba incorporando ahora sobre un codo y miraba con los ojos entornados las cortinas. Unos rayos de luz le caían en la cara. Era Christophe.