P
asó una semana antes de que Marcel volviera a ver a Christophe. Le había dado miedo llamar a su puerta y que Christophe no quisiera verlo.
A veces pensaba que Christophe estaba borracho la noche de su encuentro clandestino en el cementerio St. Louis y que tal vez había olvidado la conversación en Madame Lelaud's.
Pensaba eso porque también él estaba muy borracho, aunque recordaba todos y cada uno de los maravillosos detalles, incluso el del sol del alba dándole en los ojos cuando por fin se desplomó en su cama.
A partir de entonces todos los días se levantaba, se vestía muy excitado y deambulaba, con el paso más lento posible, por delante de la casa de los Mercier, pero siempre encontraba las ventanas cerradas y las enredaderas amenazando con clausurar la vieja puerta. Luego iba a Madame Lelaud's, siguiendo el camino del muelle para atravesar el bullicio del mercado, y una vez dentro de aquel cabaret lleno de humo empezaba con un café, tomaba luego quingombó para comer y pasaba la tarde bebiendo cerveza, con su cuaderno de dibujo abierto sobre la mesa mugrienta, sin dejar de mover el lápiz, mirando una y otra vez la hoja.
Tal vez Christophe entrara por la puerta en cualquier momento. Marcel sufriría un castigo por acudir a aquel antro, pero merecería la pena por ver de nuevo a Christophe.
Al fin y al cabo, se decía, aquellos días de fiesta se iban a acabar, se estaba despidiendo de la deliciosa espuma de la cerveza y el golpe seco de las bolas de marfil. Ahora era un estudiante serio, y pronto estaría tan ocupado con las clases que no tendría tiempo para nada más. Tenía que ser así, porque debía ser el alumno más aventajado cuando monsieur Philippe llegara a la ciudad. Ése era el nubarrón que pendía sobre él: la llegada de su padre.
Pero mientras tanto, en todas partes se oían noticias de Christophe. Y todas eran buenas.
Por ejemplo, Christophe, había llamado ya a los Lermontant, buscando el consejo de Rudolphe para administrar su nueva academia. Y Rudolphe, tras pasar algunas horas encerrado en el salón con el nuevo maestro, había hecho saber que estaba impresionado. Sí, pensaba que Richard debía prepararse para cambiar de escuela.
Richard estaba sorprendido y Marcel, que acudió esa noche a cenar, estaba tan excitado que no quiso arriesgarse a soltar una palabra irreflexiva.
Sólo Antoine, el primo de Richard, había hablado con vehemencia en contra de la idea, dando a entender una y otra vez que los chicos en realidad no sabían nada de aquel parisino bohemio.
—Se puede admirar a un escritor que vive lejos, pero los muchachos imitan siempre a su profesor, y eso ya es otra cosa.
—No me importa cómo viviera ese hombre en París —dijo por fin Rudolphe con impaciencia—. Eso era París, el Quartier Latin, donde era un diletante, tal vez demasiado popular para su propio bien. Bebía y cultivaba la compañía de las actrices. —Rudolphe se encogió de hombros—. Pero ahora está en casa, en Nueva Orleans, y es evidente que se halla preparado para ser un hombre serio.
Antoine, sin embargo, no cedía. La familia nunca le había visto oponerse de semejante forma a Rudolphe, y hasta Marcel tuvo que admitir más tarde que mostró una insólita sinceridad en aquel asunto. Antoine estaba celoso de Richard, al menos eso pensaba Marcel. Pero la preocupación de Antoine en este asunto parecía genuina. Finalmente miró a su tío con franca incredulidad y dijo:
—¡No lo estarás pensando en serio!
—¡Cuidado con esa lengua! —exclamó Rudolphe señalando a su sobrino. Luego, en un tono más práctico, prosiguió—: Christophe lee y escribe con facilidad el griego antiguo, recita a Esquilo de memoria, su latín es perfecto, conoce a todos los poetas, y a César y Cicerón. Y además su inglés es fluido. Richard tiene que aprender inglés. Cuando lo habla no lo entiendo ni yo, que soy su padre. Ese hombre merece una oportunidad, y aunque sólo sea la mitad de bueno de lo que parece, es una suerte tenerlo con nosotros.
Al ver que Antoine seguía insistiendo con frases vagas aunque enojadas, evidentemente dando vueltas en torno a un punto que temía abordar, Rudolphe perdió la paciencia.
—¡Los cotilleos son deplorables! —dijo inclinándose hacia Antoine—. No quiero volver a oír una palabra sobre ese profesor, ¿me oyes?
Era el punto final, y los dos muchachos sabían que en cuanto se supiera que Richard asistiría al nuevo colegio, otras muchas familias de abolengo seguirían su ejemplo.
Pero Christophe, con una falta de perspicacia que nadie habría esperado de él, había acudido también a la madrina de Dolly Rose, la rica e independiente Celestina Roget. ¿Consideraría la posibilidad de matricular a Fantin, que no había ido al colegio durante años? Claro que si Celestina accedía, sus amigos cuarterones seguirían su ejemplo, como seguirían las viejas familias el de Rudolphe.
Y Celestina estaba considerándolo. Al fin y al cabo Fantin era un joven acaudalado, y aunque su fortuna estaba bien administrada, no le vendría mal un poco más de cultura general. No leía muy bien, y le resultaba imposible entender los periódicos ingleses.
Pero lo que más había influido en su decisión —ya que Fantin había demostrado ser «demasiado nervioso» para hacer algún esfuerzo por ampliar su educación— fueron sus sentimientos personales por Christophe. Lo había conocido de niño, y Dolly, su ahijada, también. Y el sábado del funeral de la pequeña Lisa, Christophe fue el héroe del día.
Richard había asistido a los actos del funeral así como al encuentro de Christophe y Dolly en el velatorio la noche anterior, pero no podía contarle nada de esto a Marcel. Ni siquiera le comentó que había conocido a Christophe. Los Lermontant nunca hablaban de los asuntos privados de sus clientes. Lo que sucedía en sus casas era sagrado, ya fuera intenso dolor o callado heroísmo, y no se mencionaba para nada. A Richard le habían inculcado de tal manera esta actitud profesional desde su infancia que no se había atrevido a comentar ni lo más nimio e inofensivo por miedo a que ello le llevara a la extraña conversación en el dormitorio, cuando Dolly bromeaba con Christophe desde la cama.
Pero Celestina había contado muchas veces la historia del funeral, y a finales de semana todo el mundo la conocía.
Al parecer el padre de la pequeña Lisa se había presentado el domingo a pesar de las vociferantes objeciones de Dolly. Christophe había acudido también. Cuando llegó el momento de cerrar el ataúd, Dolly se puso a chillar, intentó meter la mano entre la madera y los clavos y tuvieron que apartarla de allí.
—Adelante —dijo el hombre blanco, y los Lermontant, pensando que era lo mejor para todos, incluida Dolly, comenzaron a clavar los clavos.
Monsieur Rudolphe no dejaba de consolarla.
—No, no, todavía no. ¡Alto! —gritaba ella.
Hasta que finalmente se cargaron el ataúd a hombros y entonces Dolly enloqueció. En ese momento apareció Christophe.
—¿Quieres abrirlo, Dolly? —preguntó. Dolly se tapó la boca con la mano y asintió con la cabeza—. Monsieur —le dijo a Rudolphe—, Dolly no volverá a ver a la niña nunca más. Abra el féretro. Deje que se despida. Le prometo que será sólo un momento. Luego podrán continuar.
Todo parecía perfectamente razonable para aquellos que habían visto a Dolly histérica un momento antes. Abrieron el ataúd y Dolly besó a su hija y le acarició el pelo. Luego se inclinó y se despidió de ella en susurros, con todos los diminutivos y apelativos que la niña había tenido. Era como un poema, dijeron. Luego todo se acabó y Dolly se dejó caer contra el pecho de Christophe y permitió que se llevaran el féretro.
Pero Celestina no pudo dejar de añadir —buena amiga como era de Dolly— que Christophe se había quedado a solas en el piso con Dolly cuando todas las mujeres se fueron por fin a sus casas.
—¡Imagínate! —reía más tarde
tante
Colette con Cecile. Cecile desaprobaba el giro que había tomado la conversación y lanzó a Marcel una mirada significativa. Nadie tenía que explicarle a Marcel que Dolly Rose nunca había sido vista en compañía de un hombre que no fuera blanco.
—Estoy segura de que se quedó para consolarla —dijo
tante
Louisa—. Al fin y al cabo ese hombre va a abrir una escuela y tiene que pensar en su reputación.
—¿Su reputación? —
Tante
Colette se echó a reír—. ¿Y la de ella?
Ya entonces habría sido difícil definir la reputación de Dolly, pero a partir del viernes siguiente resultó imposible, si es que a Dolly le quedaba alguna reputación. Esa tarde, sólo cinco días después de la muerte de la pequeña Lisa, se había puesto de punta en blanco para recorrer descaradamente las calles hasta llegar a la Salle d'Orleans, donde estuvo bailando toda la noche en el «salón cuarterón».
—
Et bien
…
Mientras tanto, la casa de Christophe bullía de trabajadores que quitaban la pintura de las paredes, arreglaban el tejado roto y llenaban la perezosa tarde con el estrépito de los cascotes que caían desde lo alto. En el jardín se oía el arañar de las palas. Y Juliet había sido vista yendo y viniendo del mercado a la carrera, con su cesta, adecuadamente vestida y con el cabello peinado y no convertido en un nido de pájaros. Pronto las contraventanas relucían de pintura nueva, los cristales limpios brillaban al sol y por la chimenea de la cocina trasera se alzaba todas las tardes una columna de humo.
El sábado por la mañana, justo cuando el nerviosismo de Marcel había llegado a su apogeo, Christophe apareció en la puerta de su casa y, tras una cortés reverencia acompañada de un tenue aroma de la pomada del pelo, le preguntó a Cecile si Marcel accedería a enseñarle la ciudad, a ser su guía.
Marcel se sentía en la gloría.
Durante el paseo, Christophe se mostró amable pero muy callado. Cuando estaba sumido en sus pensamientos, su rostro cobraba aquella dureza que Marcel había advertido en su primer encuentro. De vez en cuando le hacía alguna pregunta o asentía con una sonrisa a algún comentario de Marcel. Vagaron por el mercado, se detuvieron un momento a tomar una taza de café muy cargado y prosiguieron hasta llegar por fin al Exchange Alley, el dominio de las academias de esgrima. Vislumbraron a Basile Crockere, el famoso
Maitre d'Armes
cuarterón, que salía de su salón de esgrima entre sus alumnos blancos. Era un hombre apuesto, coleccionista de camafeos que siempre llevaba puestos. Aunque ningún hombre blanco se atrevería a entablar con él un duelo auténtico, se rumoreaba que había enterrado a unos cuantos adversarios en suelo extranjero.
Al mediodía llegaron a la Rue Canal, y a primera hora de la tarde cogieron el tren de Carrollton y pasaron por las enormes mansiones griegas del Faubourg Ste. Marie, donde todo estaba en silencio tras los robles, como si todas y cada una de las familias blancas hubieran huido al campo para escapar al inevitable azote veraniego de la fiebre amarilla. La tarde los sorprendió paseando lentamente por las rutilantes cafeterías, confiterías y cabarets de la Rue Chartres, donde de vez en cuando Christophe miraba a través de los cristales el parpadeo de las lámparas, los rostros blancos, los animados movimientos del interior. A Marcel se le encogió el corazón. Se apresuró a señalar al cielo, de un extraño y exquisito púrpura sobre el río, reluciente tras los oscuros árboles, como si su extraordinario resplandor no tuviera nada que ver con la puesta de sol. Una serena sonrisa suavizó los rasgos de Christophe, que tendió la mano para hacer aquello inevitable que Marcel tanto odiaba de los demás: tocarle ligeramente el pelo rubio.
—
Ti
Marcel —murmuró.
Marcel estaba indignado y conmovido a un tiempo. Christophe parecía saborear la tarde, sus fragancias, la frescura del aire, y allí bajo una vieja magnolia que sobresalía por la arcada de una casa de estilo español, entornó los ojos para mirar las distantes flores blancas. Marcel comentó que siempre le había dado rabia que estuvieran tan altas. A veces los niños las vendían en los vagones, pero los sedosos pétalos blancos siempre estaban estropeados, tal vez por haber caído desde las alturas. Christophe parecía apesadumbrado, triste. En ese momento, con la desvergonzada agilidad de un golfillo callejero, trepó a la verja de hierro, subió al arco de piedra y arrancó una flor inmensa.
—Dásela a tu madre —dijo al aterrizar de pie junto a Marcel.
—
Merci
, monsieur —contestó él con una sonrisa, cogiéndola con las dos manos.
—Y hazme un favor muy especial —añadió Christophe, poniéndole la mano en el hombro ya de camino a su casa—. No vuelvas a llamarme monsieur. Llámame Christophe.
¿Qué había pensado Christophe al enterarse de que Dolly había vuelto a los «salones cuarterones».? ¿Qué pensaba de aquellos salones de billar, de los hombres y mujeres blancos que tomaban chocolate tras las ventanas del moderno Vincent's? ¿Qué estaba descubriendo Christophe de él ahora que estaba en casa?
Marcel se estremeció.
El lunes por la tarde, a solas de nuevo en Madame Lelaud's, con su cuaderno ante él, dejaba que el lápiz se moviera perezosamente, aturdido por un dolor vago y familiar. Hacía tiempo que había erigido entre él y el mundo blanco un muro que no deseaba franquear, pero la imagen de Christophe lo franqueaba por él, lo arrojaba contra esas puertas que tenía cerradas, contra los límites de casta y raza que él se sentía impotente para cambiar. Pensó en Rudolphe, que cerraba la funeraria los días en que la muerte no lo retenía, que se detenía en el hotel St. Louis el tiempo suficiente para coger los periódicos del día, saludar con la cabeza a conocidos blancos e incluso hablar con ellos un momento antes de marchar tranquilamente a su inmensa casa de la Rue St. Louis donde su mayordomo, Placide, ya le tenía preparado su vaso de amontillado y el correo del día. ¿Pensaría por un instante en los bares donde no podía beber, en los restaurantes donde no podía cenar? Rudolphe no ponía el pie en los miserables cabarets de la ribera donde servían a los negros corrientes, y tal vez Marcel dejaría de hacerlo con el paso de los años. Tampoco subía en los coches públicos para negros, aunque tuviera que recorrer la ciudad a pie.
¿Pero qué significa todo esto para un hombre que ha paseado con otros caballeros de guante blanco por el parqué de la Ópera de París, para un hombre que ha bailado en las Tullerías?
Esa misma primavera había vuelto a Nueva Orleans otro viajero, y Marcel, como otros, todavía recordaba las consecuencias de aquella visita. Se trataba de Charles Roget, el hijo mayor de Celestina.