Marcel estalló en carcajadas.
—Lisette, ésta no es la cena de un condenado. —Se apresuró a sentarse y sacó la servilleta del servilletero de plata—. Anda, vete a por el vino. Esto hay que celebrarlo, y me estalla la cabeza.
Lisette se había quedado mirando la puerta. Una sombra se perfilaba en el pasillo.
—¿El vino,
michie
? —murmuró, retrocediendo lentamente hacia el dormitorio.
—¡El vino! ¡El vino! —repitió él—. ¡Deprisa!
—¡VINO!
Marie enterró la cara en las manos.
Marcel se levantó al instante con la vista fija en Cecile, que había entrado en la habitación. Frunció los labios en una sonrisa radiante sin mudar su expresión.
—¡Estás pidiendo vino! —volvió a gritar Cecile. La puerta se cerró de golpe tras ella.
—Lo pedía también para ti, mamá —le respondió Marcel suavemente—. Tengo noticias. ¿Pero qué pasa?
—¡QUE QUÉ PASA! —Cecile se arrancó los guantes de encaje, rompiendo las costuras, y los lanzó con gesto impotente contra la pared más lejana.
—Bueno, ya sé que te he tenido preocupada —dijo Marcel con un hilo de voz—. Sé que me he portado muy mal. —Guardó un momento de silencio, mordiéndose el labio como un niño pequeño—. Pero mamá, ahora todo cambiará, tienes que creerme, todo eso ha pasado y tengo noticias, noticias maravillosas. —De pronto echó a andar sobre la alfombra como sumido en sus pensamientos, frotándose las manos, con expresión totalmente concentrada. Luego se volvió hacia ella y sonrió—. No volveré a darte preocupaciones, te lo prometo. Por favor, siéntate a comer…
Cecile y Marie se habían quedado petrificadas.
Marcel se las quedó mirando con expresión abierta.
—¡Que coma! —resolló Cecile tapándoselos oídos con las manos—. ¡Que me siente a comer! —gritó. Prorrumpió en un súbito pataleo y en una serie de chillidos, como un
staccato
, hasta que finalmente apretó los dientes y estalló en sollozos. Lisette se dio la vuelta y echó a correr.
Marcel se quedó parado un momento. Se mordió de nuevo el labio y después se cruzó de brazos. Por fin avanzó solemnemente hacia la mesa y miró a Cecile.
—Dime, mamá ¿qué tengo que hacer? —preguntó con tono dialogante—. ¿Qué explicaciones quieres que te dé? ¿Cómo puedo asegurarte, cómo puedo demostrarte que te quiero y que no volveré a darte problemas?
—¡AAAAAHH! —gritó ella—. ¡Te han expulsado del colegio! ¡Te han expulsado y tú me vienes con ésas! ¡Te pasas la noche fuera, vuelves borracho, y ahora me vienes con ésas!
Marcel se quedó pensativo, como si todo aquello fuera nuevo e inesperado, y luego, con una decisión que Marie no veía en él desde hacía meses, se acercó a su madre y la cogió firmemente por los brazos.
—Claro que estás enfadada conmigo —dijo con voz autoritaria—. Claro que estás preocupada. Ven a sentarte, por favor.
Por un momento pareció que Cecile iba a obedecer, pero entonces se apartó con los puños apretados y soltó un largo gemido.
—Ooooh, ha ido usted demasiado lejos, monsieur. ¡Esta vez ha sido demasiado! —gritó—. ¡No te hagas el caballero conmigo! ¡No volverás a comer nunca más en esta casa! ¡No volverás a sentarte a esa mesa! Te vas a ir inmediatamente a tu cuarto, y te quedarás en él hasta que llegue monsieur Philippe, tarde una semana o un mes. Me da igual. No se me ablandará el corazón. —Se detuvo, sofocada—. Le he mandado llamar, monsieur. He mandado llamar a monsieur Philippe, que vendrá para ocuparse de ti. Le he escrito esta misma mañana contándoselo todo.
Se quedó allí parada como si fuera a proseguir. Estaba de puntillas, con los puños apretados entre los esponjosos pliegues de muselina que le caían desde la cintura y las lágrimas brillándole en las mejillas. La sala quedó en silencio. Marcel la miraba fijamente con las manos en el respaldo de la silla. Su rostro había perdido la lozanía para adoptar una expresión sombría. Los ojos se le abrían cada vez más en tanto que los labios permanecían totalmente inmóviles.
—¿Eso has hecho?
Cecile soltó un grito y se lo quedó mirando. Entonces se llevó el dedo a los labios.
—¿Has escrito a monsieur Philippe?
Un gemido escapó de la boca de su madre. El labio le temblaba con violencia.
—¡Sí! —estalló por fin—. ¡Sí, eso he hecho! —dijo alzando la barbilla—. ¡Le he escrito y se lo he contado todo!
Marcel seguía mirándola, con las manos aferradas al respaldo de la silla. En su rostro frío y consternado se reflejaban esos cambios casi imperceptibles que denotan una furia creciente. Marie nunca le había visto aquella expresión, tan aterradora como su anterior euforia.
—Sí —repitió Cecile, temblando de la cabeza a los pies por el llanto contenido—. Esta mañana he mandado a tu hermana al despacho del notario.
Marcel miró a Marie, que estaba inmóvil en su asiento, con las manos en el regazo y las mejillas surcadas de lágrimas.
Ella apartó la vista. Se hizo un largo silencio, roto únicamente por un súbito sollozo de Cecile.
—No deberías haberlo hecho, mamá —dijo por fin Marcel con tono gélido.
Cecile se llevó las manos a la boca sin aliento.
—Me tienes desesperada —gimió con tono de súplica.
—¡No deberías haberlo hecho! —repitió él furioso.
—Vagando por la calle a todas horas… —sollozó su madre—, bebiendo en las tabernas, expulsado del colegio…
Marcel movió la cabeza, inconmovible. Ella se acercó bruscamente y se inclinó sobre la mesa que había entre ellos.
—¿Qué tenía que hacer? ¡Dime!
—Castigarme, sí, lo que hubieras querido —contestó Marcel con vaga indiferencia y voz amarga—. Nunca debiste escribir a monsieur Philippe.
—Es tu padre…
—¡Ya vale, mamá! —exclamó él volviendo la cabeza. Frunció los labios y alzó la vista al techo, como implorando paciencia.
Al oír sus palabras, Marie sintió un gran alivio, una grata emoción que no esperaba. Vio vacilar a Cecile, captó el miedo en sus ojos. Su madre se había dejado caer en una silla y lloraba desconsolada con la cabeza apoyada en los brazos sobre la mesa. Marcel, sentado en su sitio y con las manos en el regazo, miraba fijamente con las cejas alzadas como sumido en sus pensamientos.
—No sabía qué hacer —dijo Cecile con voz suplicante—. No sabía… No siempre sé lo que tengo que hacer. Es demasiado, demasiado… —prosiguió, con la voz tan llorosa y apagada que apenas podía articular las palabras. Por fin levantó la cabeza—. Monsieur Philippe hablará contigo… te dará consejos.
La expresión de Marcel era dura. La miraba como si no la conociera, y de pronto soltó una sonora carcajada.
—
Oh, mon Dieu
! —Cecile se tapó la boca, llorando y temblando de nuevo—. ¿Qué crees que hará?
—Yo desde luego no lo sé —dijo Marcel—. Tú lo conoces mucho mejor que yo, mamá, de eso no hay duda.
Cecile volvió a bajar la cabeza, sollozando con desesperación, como si por fin comprendiera lo que había hecho.
—Bueno, basta ya —exclamó Marcel de pronto, buscando la mano de su madre entre su pelo oscuro—. Cuando venga tendré que explicarle por qué me han expulsado. No pasa nada.
—¿Cómo? —Cecile levantó la cabeza—. ¿Se lo puedes explicar? —preguntó con voz lastimosa—. Sí, se lo puedes explicar. A lo mejor todo ha sido un malentendido. Eras tan buen estudiante…
—Sí, sí —dijo él, dándole golpecitos en la mano.
Cecile se llevó la servilleta a la nariz.
—¡No sabía qué hacer! Tú se lo puedes explicar. Dile que todo ha sido un error, que ahora te portarás bien.
Marcel sonrió. Era la misma sonrisa radiante que Marie le había visto cuando entró en la casa.
—Estaba tan asustada… —dijo Cecile sollozando.
—Ya lo sé, lo comprendo, pero ya no te preocupes más, mamá. Deja que yo me encargue de todo. ¿De acuerdo?
Cecile suspiró, inmensamente aliviada. Le cogió de la muñeca.
—Te comportarás como un caballero con él y se lo explicarás todo, ¿verdad Marcel?
—Claro. Y además todo esto ha sucedido por mi bien. Va a haber un nuevo colegio, mucho mejor que el de monsieur De Latte. Christophe Mercier ha vuelto a casa. Va a abrir un colegio y me ha aceptado.
Cecile se animó de inmediato, aunque era evidente que a la vez estaba confusa.
—Pero ¿cómo?
—Anoche estuve con él, mamá. Ya sabes quién es, es famoso. Monsieur Philippe también lo conoce.
—Ah, sí —suspiró Cecile—. ¿Y te ha aceptado? ¿Sabe lo del otro colegio?
—Pues claro. Se lo dije yo —contestó Marcel con naturalidad—. Y ahora, si no te importa, mamá, tengo hambre.
—¡Desde luego! —exclamó ella—. ¡Lisette! ¿Pero dónde está esa mujer? ¿Es que no ha oído que le has pedido vino? Marie, vete a buscarla inmediatamente y dile que le traiga el vino a Marcel. ¡Y que ponga la mesa!
Pero Marie estaba tan atónita que no se podía mover. Su hermano no sólo había recuperado su vieja forma de ser, su capacidad para llevar a todo el mundo en la palma de la mano, sino que había en él una nueva convicción, una nueva serenidad. Aunque ahora se había sumido en su mundo particular y tenía la mirada perdida, seguía palmeando suavemente la mano de su madre. Cuando Marie se levantó por fin, él se la quedó mirando y le dijo:
—Bueno, ¿comes con nosotros o no?
Después de comer, cuando la mesa estaba ya recogida y Marie se encontraba a solas en su habitación, mirando en silencio el pequeño altar, Marcel entró en el cuarto de su hermana y ella volvió a ver en su rostro una sombra de preocupación.
—¿Qué decía la nota? No llores, Marie. Tú dime sólo qué decía.
—Tuve que llevarla. No sabía qué hacer.
—Pues claro —le contestó Marcel. La besó otra vez—. ¿Pero tan horrible era?
Marcel escuchó pacientemente las explicaciones de su hermana, asintió, y luego dijo:
—Yo me encargaré de todo, pero tienes que prometerme una cosa.
—Lo que tú quieras.
—Prométeme que no te preocuparás más y que no volverás a pensar que llevaste esa nota.
Marcel volvía a estar bien, volvía a ser él mismo, como hacía un año, cuando el viejo carpintero estaba vivo, cuando los dos eran niños. Claro que Marie no podía ni imaginar que él se había acostado un día con una hermosa mujer, que había saltado la tapia del cementerio en la oscuridad de la noche y que había brindado en un cabaret del puerto con un famoso escritor parisino. Marie sólo sabía, mientras le veía atravesar el jardín hacia su habitación, que Marcel nunca le había parecido tan hombre.
Marie abrió el último cajón de su armario. Allí estaba el corsé que
tante
Colette le había comprado, y el ajustado vestido de frunces azules con sus diminutos lazos de satén blanco. Sacó las prendas con cuidado, como si pudieran romperse, y las puso sobre la cama.
En la casa no había pasillo. Estas casas de Nueva Orleans nunca tienen pasillo y las habitaciones se comunican entre sí, de modo que cuando Lisette se retirara después de limpiar el comedor tendría que pasar por el dormitorio de Marie.
—Espera, te necesito —dijo Marie señalando el corsé—. Para que me abroches…
Se deslizó tras el biombo de flores junto a su cama. Era un vestido de fiesta, pero sólo tenía que llegar hasta la tienda de ropa. Además ya estaba avanzada la tarde, así que quién iba a saber para qué lo llevaba.
Justo antes de que terminara, Cecile apareció en la puerta.
—Ahora vas a tener que aprender a respirar de nuevo —le dijo Lisette tirando de las cintas. Pero a Marie, fascinada por el ajustado contorno que la ceñía, le pareció que la apretura tenía su atractivo.
Cuando el vestido cayó como espuma por sus brazos y se asentó en capas en torno a su cintura, vio en el espejo a una mujer y se quedó sin aliento. Su cuerpo se había estilizado, y Marie disfrutó en secreto de una fuerza sutil pero emocionante.
Cecile observaba fríamente a su hija desde el salón y no dijo una palabra cuando la vio salir de la casa seguida de Lisette.
C
asi había oscurecido cuando Richard se marchó por fin de la funeraria para asistir al velatorio de la hija de Dolly Rose. Había estado todo el día ocupado con las familias de los difuntos y con los entierros, había tenido que engullir las comidas en la trastienda y se había cambiado la ropa blanca cinco veces debido al calor de julio. Estaba extenuado. Una lluvia tardía había inundado los cementerios, de modo que tuvo que realizar un entierro en un auténtico charco de barro. Los cadáveres de las víctimas de la fiebre amarilla comenzaban a apilarse en las puertas y despedían tal hedor que hasta el más viejo del lugar, acostumbrado a ver lo mismo verano tras verano, se mareaba. Claro que había habido años peores, años en los que toda la ciudad parecía un osario. Aquel verano no era nada excepcional.
A pesar de todo, Richard se había pasado el día pensando en Marcel y, atormentado por la imagen de las lágrimas de Marie en plena calle, temía lo peor. Sabía que sería ya muy tarde cuando pasara por la mansión Ste. Marie, y albergaba pocas esperanzas de ver alguna luz en las ventanas, ni siquiera en las del
garçonnière
.
La cuestión del velatorio también lo inquietaba. No estaba acostumbrado a ir solo, pero Antoine y su padre se hallaban ocupados con otras familias. Además era el velatorio de una niña.
Su hermana pequeña había muerto cuatro años atrás, y Richard recordaba vivamente aquella pesadilla, incluso detalles que nunca había confesado a nadie y que el tiempo no había atenuado en absoluto.
La casa de los Lermontant era nueva, construida según los deseos de sus padres. En la parte trasera había un jardín muy formal, con rectángulos de hierba y caminos de piedra. En el extremo cercano a la cocina estaba el huerto y la cisterna, pero todo lo demás estaba lleno de flores, y a los niños les encantaba jugar allí cuando brotaban las camelias y los hibiscos. Correteaban entre los túneles del follaje, se escondían en el estrecho espacio entre la cisterna y el muro trasero o hacían cuevas secretas entre los jaboncillos, cuyas ramas más bajas habían desnudado de hojas las manos y las rodillas infantiles.
Richard solía leer a la sombra de la balconada, desde donde podía vigilar a los niños, cosa que su madre le agradecía con cascadas de besos. A él le gustaba el ruido de sus juegos. Tenía paciencia, podía sujetar fácilmente con una mano a un sobrino inquieto mientras terminaba de leer una frase, y luego atendía una rodilla arañada o decía que no era nada y proseguía con el libro sin perder el hilo.