Pues bien, ya estaba en casa, y peleándose en la calle. No era de extrañar. Su madre, Juliet, era tan espeluznante como una hechicera de vudú y a Marie le parecía que había algo maligno en la casa en ruinas de la esquina. La silueta de aquella mujer paseando de una ventana a otra era repugnante, como el cieno que rezumaba de las grietas de sus paredes.
¿Era posible que el famoso Christophe, que había estado fuera tanto tiempo, no se hubiera dado cuenta al volver de lo que todos sabían, de que aquella mujer estaba loca? Resultaba trágico que lo ignorara.
Pero era algo muy lejano. Marie pensó en Marcel, que al mediodía aún no había bajado del
garçonnière
, y cuando se sintió demasiado encerrada en el salón o enervada por la costura, dejó de lado la aguja y fue a la parte trasera de la casa para mirar la ventana cerrada de la habitación de su hermano.
Todo seguía igual.
El sol relumbraba en los charcos formados por una lluvia temprana que no había llegado a refrescar el ambiente, y las hojas de los plátanos colgaban con desgana junto a los muros encalados. Lisette y Zazu dormitaban tras las persianas mientras las cazuelas hervían en el hogar, y por encima de la habitación de Marcel, entre la gran maraña azul del dondiego de día que tendía sus tentáculos hasta la puerta, un enjambre de insectos lanzaba el único sonido perceptible, un murmullo que parecía el mismo sonido del calor.
Quieta como una estatua, con las manos entrelazadas sobre la falda, Marie miró la ventana, impaciente por despertar a Marcel pero sin atreverse ni a pensar en ello, temerosa de la escena inevitable que tendría lugar cuando su hermano conociera lo que estaba pasando.
Esa misma mañana Cecile había dictado a Marie una misiva para el notario, monsieur Jacquemine, en la que le pedía que se pusiera inmediatamente en contacto con monsieur Philippe para un asunto urgente. Cecile tenía el rostro macilento, y aunque iba decorosamente vestida, aún llevaba el pelo despeinado y mostraba ojeras. Le fue dictando las palabras con esfuerzo, caminando sin cesar, hasta que por fin concluyó: «Es un asunto referente a Marcel Ste. Marie, que ha sido expulsado de la escuela y tiene un mal comportamiento». Marie se quedó abatida y se detuvo un instante, inclinada sobre el secreter para que su madre no viera su expresión. Cuando prosiguió con la escritura, su caligrafía era irregular. Sabía por supuesto que Marcel había sido expulsado, lo había sabido la noche anterior, pero lo que la sorprendía, lo que incluso la repugnaba, era que su madre informara de ello a monsieur Philippe.
—¡Llévaselo a su despacho! —le dijo Cecile. Luego le dio la espalda y entró en el dormitorio, cuyas persianas estaban echadas para impedir que entrara el calor. Marie se dio la vuelta despacio y miró a su madre, sus hombros hundidos y el vuelo de sus faldas de muselina.
Cecile se giró entonces bruscamente y, con la misma violencia que había mostrado la tarde anterior en presencia de Richard, le espetó furiosa:
—¡Vete! ¿No me has oído? ¡Vete! —Apretaba los dientes, y sus manos eran dos puños trémulos.
Marie tuvo entonces una sensación muy peculiar. Escalofríos. Escalofríos que le recorrieron los brazos, la espalda y el cuello. Alzó la vista para mirar a su madre a los ojos por primera vez desde que Richard se marchara de la casa la noche anterior. En el rostro de Cecile había una sutil alteración, una chispa nada más. Cecile se apresuró a darle la espalda de nuevo.
Marie la observó con calma, vio cómo se recogía las faldas y se fundía en las sombras, dejando tras ella tan sólo el sonido de su respiración agitada y el gorgoteo del agua que se vertía de una jarra a un vaso. Entonces pareció que Cecile lanzaba un ruido, casi un sollozo. Marie se limitó a doblar la nota y se marchó.
Mientras caminaba hacia la Rue Royale, con la sombrilla muy atrás sobre el hombro para protegerse del sol temprano, sintiendo cómo el calor del suelo penetraba el fino cuero de sus zapatillas, se encontró cegada por una insólita emoción: un enfado que bordeaba la furia.
Marie no pensaba con palabras, como Marcel. No hablaba con el espejo ni escribía «pensamientos» en un papel, y ni siquiera en la iglesia —a la que solía acudir sola los sábados por la tarde para arrodillarse durante una hora en el banco más cercano al altar de la Virgen María— desnudaba su alma en un lenguaje articulado. Nunca rezaba con palabras.
Las oraciones aprendidas de memoria que pronunciaba en esas ocasiones —como hacía todas las mañanas, todas las noches, cuando sonaba la hora del ángelus o cuando desgranaba con los dedos las cuentas de su rosario— tenían justamente el efecto para el que habían sido inventadas siglos y siglos atrás: dejaban de ser lenguaje y se convenían simplemente en sonido, un sonido rítmico y repetitivo que adormecía su mente y permitía que poco a poco se vaciara. Finalmente, separada de lo que otros denominan pensamiento, quedaba libre para conocerse en términos de lo infinito, en unos términos que el lenguaje sólo puede aproximar, si no destruir. En esas ocasiones Marie veía imágenes como iconos llameantes. Con los ojos fijos interiormente en los sufrimientos de Cristo, traspasaba todas las visiones mundanas de las polvorientas calles de Jerusalén por las que Él arrastró su cruz y sentía, con un violento escalofrío, algo que estaba más allá de las palabras del misal: la pura naturaleza del sufrimiento por los demás, el significado de la Encarnación,
El Verbo se hizo carne
. El concepto de lo bueno era real para ella, como el concepto de una vida buena.
Esto lo comprendía, como había comprendido durante toda su vida sus propios sentimientos. No desconfiaba de sí misma, hablaba con una sosegada seguridad y no parecía tener necesidad de hacer confidencias. En las reuniones, a través de su propio velo de silencio, solía percibir con precisión los sentimientos de los demás (aquél sufre, ese otro está ansioso) y el significado de los rápidos intercambios verbales, sus injusticias, su superficialidad, sus mentiras.
Pero cuando estaba confusa, cuando la embargaba con violencia alguna emoción para la que no estaba preparada, Marie se perdía en ella y buscaba con torpeza un lenguaje que la ayudara a expresarla en su propia mente, y al no encontrarlo se estremecía como si una fuerza interior la estuviera desmembrando.
Así se sentía esa mañana mientras caminaba con la nota por las calles embarradas hacia el despacho de monsieur Jacquemine, deteniéndose mecánicamente en la calzada para esperar que pasaran los carros que no veía, ajena a los gritos que surgían de los portales, con las cejas alzadas y los párpados bajos, con una expresión que parecía, entre las largas sombras de sus cabellos, la mismísima encarnación de la serenidad.
Veía una y otra vez el rostro de su madre, oía una y otra vez sus palabras furiosas, no dejaba de sentir aquel extraordinario escalofrío que la había embargado en el secreter, el mismo que sentía en momentos intensos de oración, un leve erizamiento del vello, una conmoción que parecía paralizarla, aunque el cuerpo seguía moviéndose, paso a paso, como por instinto.
No podía resistir lo que sentía, pero tampoco podía evitarlo. Lo único que podía hacer era seguir caminando con paso rápido. Ese movimiento la calmaba, parecía constructivo, a pesar de que la naturaleza de su misión la llenaba de odio y de miedo.
Marie y Cecile nunca habían estado unidas. Nunca hablaban entre ellas ni buscaban su mutua compañía, pero cuando realizaban con presteza las tareas cotidianas (coser, vestirse, ordenar, preparar una buena mesa los días de fiesta), se compenetraban a la perfección, no sabían lo que era una discusión ni guardaban la menor sorpresa entre sí.
Toda su infancia había transcurrido de esa manera, aunque últimamente se extendía una sombra entre ellas, cada vez más profunda, una sombra densa como una nube. Tal vez Marie había comenzado a pensar en su vida y a veces visitaba después del colegio los salones de otras familias y veía a madres e hijas ante tocadores repletos de adornos y colonias. Marie había comenzado a ver otros mundos más allá de la inexpugnable fortaleza de su familia.
Eran detalles pequeños. Gabriella Roget le tapaba los ojos a su madre y daba vueltas con ella ante el espejo, como en un vals, diciendo: «Todavía no, todavía no. Vale, ya. ¡Mira!». Carcajadas en un cumpleaños, hermanos y hermanas disputándose el último trozo de tarta a base de pellizcos y miradas traviesas. O el joven Fantin, en la cama de Gabriella, diciendo burlón: «Yo sé lo que quiere hacer mamá. Mamá quiere soltarte el pelo». Y «mamá» se daba la vuelta en el tocador y rogaba: «Por favor, Marie, déjame que te lo cepille, déjame que te lo suelte. Tu madre no se enterará. Tienes el pelo tan liso y tan bonito…».
Detalles sin importancia, besos, marcaban un recuerdo o convertían las tardes anodinas en tardes señaladas, de forma que en Marie fue naciendo una vaga sensación, algo que parecía subversivo y que debía cesar pero que no cesaba.
Cecile observaba con rostro rígido el reloj por encima de la mesa, y cuando por fin Marcel llegó a la puerta hizo un gesto para que sirvieran la sopa recalentada. Era un muchacho vivaz, se enfadaba por cualquier cosa y se quejaba de todo, pero peor era su ausencia, cuando el silencio se deslizaba como una triste ola invernal sobre la playa. Debía tener caliente el agua del baño, el café con poca leche ya sabes que no le gusta, vuélvelo a llamar, ¿te has olvidado de zurcirle la camisa? De modo que en algunos momentos peculiares, cuando madre e hija vagaban a solas de habitación en habitación sin más ruido que el suave rumor de los armarios al cerrarse o el soniquete de un rosario sacado de un cofrecillo, a Marie le embargaba una sensación de temor. Era un temor espantoso, como el miedo a la oscuridad cuando era pequeña, algo amorfo que acechaba en las sombras detrás del tenue resplandor del rostro de la Virgen sobre la vela, o en los ángeles de la guarda en un óvalo de bronce en el empapelado de la pared, con gigantescas alas de plumas en torno a la diminuta figura de un niño blanco de pelo dorado.
Era un miedo que ponía en cuestión todo lo afectuoso, todo lo que parecía sólido, y a veces, cuando estaba en su momento álgido, hacía que Marie se sintiera débil ante el mundo en general como si no pudiera ni alcanzar un vaso de agua fresca puesto delante de ella en un día tórrido.
—Vente a casa. —Gabriella le apretaba el brazo con demasiada fuerza, pero aun así ella se sentía incapaz de hacer algo tan sencillo como atravesar la puerta de su casa para pedirle permiso a su madre.
—Me gustaría, me gustaría ir…
A veces, cuando Cecile le arrojaba alguna cinta o un encaje regalado por sus tías, Colette o Louisa, murmurando con indiferencia que se lo probara, Marie miraba los adornos aturdida, desde el centro de esa debilidad, y finalmente, y sólo por un estricto acto de voluntad, conseguía tocarlos el tiempo suficiente para guardarlos.
En las últimas semanas las mujeres habían estado hablando: Las discusiones comenzaron entre el jerez y los pasteles de la primera comunión de Marie, mientras ella permanecía sentada a solas a los pies de su cama, ojeando lentamente el libro de oraciones que le había regalado Marcel y pasando los dedos por su cubierta de nácar. Las mujeres hablaban de la Ópera, de la ropa de Marie y, puesto que las monjas del colegio insistían en que ya le había llegado el momento, de corsés y de un cambio en su atavío.
—Eso son tonterías. Tiene trece años —dijo Cecile con frialdad—. Estoy harta de este asunto. Que una niña tan impresionable reciba tanta atención…
—Pero mírala. Mírala —se oían las agudas voces detrás de la puerta cerrada.
Y esa tarde,
tante
Colette había arrojado un corsé sobre la cama para luego exhibir un vestido azul pálido de volantes con una delicadísima cinta blanca. El centro de cada lazo estaba hábilmente rematado por una rosa. Blandió un dedo en señal de advertencia y luego se marchó pisando con tanta fuerza que los espejos se estremecieron. Marie, sola entre las sombras, sintió el pelo que envolvía sus hombros desnudos. Se volvió despacio para ver si su tía se había marchado realmente y se encontró con su propia silueta en el espejo y la redondez de sus pechos contra el ribete blanco de su camisa.
«Vístela adecuadamente, Cecile,
mon Dieu
!».
Adecuadamente.
La palabra quedó suspendida en el aire. Cecile metió el vestido y el corsé en el armario ropero, se detuvo un momento con la espalda doblada para ajustar el camafeo con su cinta de terciopelo sobre su cuello y vio de reojo que Marie no estaba allí.
Se veía monstruosa en los escaparates oscuros de las tiendas, sentía en los tobillos los calcetines como si fuera desnuda bajo sus cortas faldas de niña, y por la noche, con el camisón de franela, la presión de sus pechos, grandes y sueltos, le producía una vaga sensación de desagrado. Se veía el oscuro vello de los brazos, una fina pelusa en el dorso de los dedos y yacía despierta en la cama mirando la sombra oscura de las rosas del tocador y preguntándose qué habría pasado si Marcel no se hubiera trasladado al
garçonnière
, si no le hubiera dejado aquella pequeña habitación. ¿Podrían haber seguido, madre e hija, compartiendo la cama grande? Era como si nunca hubieran dormido juntas, franela contra franela, acurrucadas en invierno para darse calor. Esa espléndida sencillez había desaparecido, algo se había roto. Pero Marie todavía no sabía que nunca podría recuperarlo.
Todo esto yacía dormido en su interior. Al fin y al cabo, todas las madres cometen errores. Gabriella, vestida de encajes y en
décolleté
al atardecer para su primera fiesta nocturna, movió la cabeza al oír este comentario sobre las madres, y con una ojeada furtiva se quitó las camelias blancas del pelo.
—¡Demasiados!
Y la hermana Marie Therese a menudo se llevaba a las niñas a un aparte para susurrar:
—¿Y tu madre te deja llevar esto? Pues yo no creo que…
¿Pero de qué se trataba? Arrodillada en el pequeño reclinatorio junto a la cama, con las manos juntas y sintiendo el calor del cirio votivo, Marie se olvidaba a veces de sus oraciones al advertir en su interior una terrible iluminación que retrocedía y retrocedía por los pasillos de la memoria hasta llegar donde apenas había recuerdos, y se veía sobrecogida por una profunda apatía como la del bebé en su cuna que, alimentado sólo por el capricho de otros, pronto cesa de llorar porque su llanto jamás le ha proporcionado nada.