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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (15 page)

Al volver a casa, arrastrando los pies, iba tatareando las melodías que recordaba y soñaba con París, con el día que estaría con otros caballeros, en la platea, tan cerca de los maravillosos instrumentos que sentiría la vibración de la música como el latido de un corazón. Luego pasearía por los bulevares o charlaría amistosamente con las jóvenes promesas en los concurridos cafés.

La música se le quedó dentro durante días. Marcel tarareaba, silbaba, canturreaba, hasta que poco a poco se fueron desvaneciendo las melodías.

Ahora recordaba con gesto lleno de amargura la poca atención que había prestado la tarde que Philippe se ofreció para comprarle a Marie una pequeña espineta; puesto que estudiaba música con las carmelitas, a él le gustaría oírla tocar de vez en cuando.

—No, no, sería demasiado. Es usted muy generoso, monsieur —se apresuró a decir Cecile—. A veces creo que para conseguir lo que quieren, los niños ni siquiera tienen que pedirlo, les basta con cerrar los ojos y formular su deseo. —Las monjas del colegio decían que Marie tocaba bien, que prometía.

Una tarde, al ver que no había nadie en el salón de los Lermontant, se acercó furtivamente al piano y probó las teclas. La disonancia vibró en la sala. Por mucho que lo intentó, no consiguió tocar ninguna melodía. Al cabo de un buen rato sólo había logrado descubrir algunos sencillos acordes.

Cuando Philippe acudió a verles de nuevo era casi verano. Se llevó a Marcel a un aparte, con una seriedad que asustó al muchacho, y le dijo que a partir de entonces debía ir a un notario de la Rue Royale todos los meses para recoger el dinero de las facturas. Era una locura que Cecile tuviera esas cantidades en casa, y Marcel ya era bastante mayor como para hacerse cargo de la tarea.

Nunca le hicieron firmar nada.

Cuando se metía en el bolsillo aquel sobre de dinero que le daba un desconocido casi le parecía que estuviera cometiendo un delito, y al salir de nuevo a la luz del sol sentía el escozor de algo que siempre había sabido: no había ni un solo documento que mantuviera a flote la barcaza de la vida cotidiana. Caminaba sobre el agua.

—VI—

E
ste estado de ánimo fue el que le hizo caer en desgracia en las clases de monsieur De Latte. Las cuatro paredes del aula le ahogaban, y el constante recitar de los chicos más jóvenes le irritaba como si fueran insectos. El anciano maestro blanco les hacía aprenderse las lecciones de memoria. A golpes de regla les transmitía, sin un atisbo de comprensión, los mismos conocimientos básicos que le habían imbuido a él medio siglo atrás. Enemigo de extremismos y preguntas, repetía una y otra vez a sus alumnos mayores los mismos versos y teoremas, las mismas trivialidades y mentiras.

Marcel ahorraba dinero de semana en semana para libros de segunda mano y se llevaba a casa viejos textos de latín, filosofía y metafísica, para consultarlos por su cuenta.

Por las tardes ajustaba la luz de su lámpara y, tras afilar toda una colección de plumas nuevas, se dedicaba al griego. Cuando el reloj daba las diez se daba cuenta de que se había pasado una hora absorto en sus fantasías después de batallar con unas pocas palabras densas de escaso sentido, o se había dormido para soñar obsesivamente con alguna frase que le hubiera dicho Jean Jacques o con la perturbadora imagen de la cabeza africana de ojos hendidos que relumbraba junto al fuego en la cabaña de un esclavo en una tierra empapada en sangre.

Cuando volvía a Tomás de Aquino daba cabezadas sobre las páginas. La
Divina Comedia
le confundía, las bromas de los bufones de Shakespeare le parecían insondables, y los pareados de Longinus, rígidos y sin vida.

Él se esforzaba a su manera, día tras día, semana tras semana, pero las tardes las pasaba trazando apuntes en la Place d'Armes, mitigados sus sufrimientos por los rápidos arañazos del carboncillo, o paseando por el muelle, hechizado por la visión de los niños negros y blancos que jugaban bailoteando con sus delgadas piernecitas sobre un tronco metido en el agua sucia.

Por fin dio con la ineludible verdad en cuanto a las proporciones y límites de su propio intelecto, y lo sobrecogió una espantosa desesperación. Podía aprender los rudimentos de cualquier cosa si se lo proponía, pero le era imposible avanzar. Necesitaba un maestro, una guía, la iluminación de otra mente que agitara las aguas heladas de sus propios pensamientos. Era incapaz de aprender solo.

Nunca había echado tanto de menos a Anna Bella, nunca la había necesitado tanto, pero en su catastrófico mundo privado surgía un viejo dolor, un dolor que había enterrado en las profundidades de su alma. Anna Bella, con la cabeza gacha y la mano sobre su adorable sombrero de verano, jamás pasaba por delante de su puerta sin la vieja madame Elsie cogida de su brazo. Marcel fingía no verlas y, a base de fingir, acabó por no verlas de verdad.

En el silencio de la noche, cuando la Rue Ste. Anne estaba oscura bajo el cielo nublado, Marcel salía a la galería de sus habitaciones, miraba el lejano resplandor que oscilaba sobre las calles y prestaba atención a los lejanos sonidos que solían quedar ahogados a media tarde: el rumor de las carretas, la huidiza melodía de los violines. Lo que veía detrás de los oscuros y susurrantes árboles era París, el París del Quartier Latin, la Sorbona, los interminables pasillos del Louvre. El París de Christophe Mercier. Los años que le separaban de su sueño se le antojaban monótonos y eternos. Se quedaba allí agarrado a la balaustrada de madera, sintiendo la brisa del río y con el corazón dolorido. ¡Cuántas horas desperdiciadas, cuántos días! No sabía qué hacer con su vida. Al pensar en los hijos blancos del plantador que en ese momento jugaban al billar en los casinos de la Rue Bourbon o subían apresurados las escaleras del salón de baile de la Rue Orleans, imaginaba el vasto surtido de conocimientos que debía de recubrir los muros de sus casas palaciegas, de donde sus tutores cogerían libros como si fueran flores, para utilizar luego fluidas frases latinas o explicar en el desayuno una maravillosa concepción filosófica o una impactante conclusión histórica.

¡Ah, si él pudiera saber la verdad! De todos los hijos de Philippe, él era el único que ansiaba tener una educación, pero no tenía sentido hacer comparaciones.

Deseaba ardientemente formar parte del gran mundo en el que caían los imperios y vibraba la poesía en enormes escenarios; deseaba discutir en los cafés la forma de pintar el cuerpo humano y contemplar sin aliento los monumentos de los clásicos. Pero no era la superficie lo que le fascinaba. Había llegado a ver el corazón de las cosas; se había abierto una puerta sobre un paisaje infinito, una puerta que ahora amenazaba con cerrarse para siempre.

No podía preguntarle a Philippe si podía adelantar su viaje. Era algo acordado el año anterior a su nacimiento. Cuando tuviera dieciocho años viajaría como un caballero, iría a la Sorbona si así lo deseaba, recibiría una asignación monetaria, naturalmente, incluso contaría con cartas de recomendación…
Tante
Colette se había ofrecido a encargarse de ello y Cecile lo había aprobado. ¡Ojalá todo eso pudiera suceder ahora mismo!

—VII—

H
abía pasado un año desde la muerte de Jean Jacques, un año desde que la vida cambió para Marcel.

Y ahora, en un solo día, toda la triste y terrible confusión de ese año había llegado a su clímax. Lo habían expulsado de la escuela de monsieur De Latte, había abusado de la exquisita e indefensa Juliet Mercier y había perdido para siempre a su famoso hijo, Christophe. Había perdido a Christophe, como le había sucedido con Jean Jaques.

Marcel estaba en su dormitorio del
garçonnière
, mirando el patio a través de las persianas. Sentía un dolor espantoso.

El reloj de la casa dio once campanadas y las lámparas se apagaron. Una mano pequeña cerró las contraventanas de la habitación de Cecile, y la brisa agitó las cortinas de encaje.

Marcel esperó a ver el débil resplandor de la lamparilla de noche y luego abrió la puerta en silencio.

Empezaba a tomar forma en él una visión maravillosa a la vez que terrible, y su angustia encontraba una dirección en un plan hermoso y perverso. En todo ese tiempo nunca se había acercado a la tumba de Jean Jacques, en el cementerio de St. Louis, nunca se había aventurado por el camino cubierto de malas hierbas para acariciar las palabras que sabía esculpidas en su lápida.

En todo ese tiempo nunca se había escapado de noche de su habitación. Ahora lo haría. Bajaría furtivamente las escaleras y saldría a la desierta Rue Ste. Anne, atravesaría la Rue Rampart hasta llegar al cementerio de St. Louis. Una vez allí escalaría el muro, buscaría la tumba de Jean Jacques y descargaría su alma. A solas en la oscuridad, le contaría a Jean Jacques lo que le había pasado, que había perdido a Christophe, que había querido a Christophe como antes había querido a Jean Jacques, pero que los había perdido a los dos. La audacia de su plan mitigaba su dolor. Le esperaban evidentes torturas: la noche oscura, sin luna, y sus propios miedos naturales.

¿Quién sabía lo que podría hacer luego, destrozado como estaba ante su madre y sus amigos y desterrado por una hora de conversación con el gran hombre? Tal vez acudiera a uno de sus sucios cabarets favoritos. Si tan deliciosos eran por las tardes, ¿qué no serían por la noche aquellos antros llenos de irlandeses asesinos y esclavos fugados? Tenía dos dólares en el bolsillo. Se emborracharía. Podría fumar.

Bajó rápidamente los escalones de madera, deteniéndose ante los inevitables crujidos, y salió al patio. Una rama se partió bajo su pie y Marcel se quedó inmóvil, con la vista fija en las ventanas de su madre. Todo estaba tranquilo, pero cuando salió disparado hacia el callejón, la enorme higuera se agitó junto a la cerca y todas las hojas susurraron. Marcel se giró bruscamente.

Por un instante le pareció que una silueta se perfilaba en la oscuridad, una figura enmascarada que se movía a pocos pasos de él, pero a la tenue luz de la media luna se percibían miles de sombras amenazadoras. Marcel apretó los dientes. «Si ya estás tan asustado en tu propio jardín, ¿cómo demonios quieres escalar la tapia del cementerio?». Dio media vuelta y echó a correr.

Salió a la calle, flanqueada de ventanas débilmente iluminadas, y recorrió la acera de adoquines que tan bien conocía de día y que ahora no le fallaría en la oscuridad.

Sólo aminoró el paso después de cruzar la Rue Rampart. Le ardía la garganta, pero por primera vez desde que había dejado a Juliet, no se sentía un desgraciado. El miedo había remitido. Entonces vio ante él las blancas paredes del cementerio.

Se detuvo. Un coro de sonidos reemplazó el sordo martilleo de sus pasos. Las aceras eran ahora como la borda de un barco, podridas en algunos puntos por las lluvias constantes, y crujían aunque él no se moviera. Marcel oyó pasos, y muy a lo lejos el tañido de una campana. Se dio la vuelta, pero detrás de él no había más que el resplandor de los tejados y el perfil de un roble gigantesco. ¡Cobarde! Se giró de nuevo y echó a correr a toda velocidad hasta apoyar las manos en el tosco muro encalado.

Jadeaba. Descansó un momento. Una nube ocultó la Luna. El viento del río la movería, pero Marcel no podía esperar, tenía que seguir. «Recuerda que a los diez años ya habías hecho esas cosas. No, será mejor que lo olvides. Vamos, entra. No lo pienses». Retrocedió, aterrorizado de pronto por la oscuridad y las tumbas, por la noche y los muertos, temeroso de todo lo que alguna vez le había dado miedo. Echó a correr hacia el muro, se agarró de un salto a la parte superior y allí se quedó colgado, con los ojos cerrados y respirando con dificultad. Luego se aupó con todas sus fuerzas, subió las piernas, y con un espantoso gemido saltó por encima de la ancha hilera de tumbas que bordeaban el muro y cayó en el cementerio.

Mon Dieu! Mon Dieu
! Se estremeció. Le temblaban las manos, y el sudor le caía por las sienes. Sentía una opresión en el pecho y le fallaban las rodillas, pero de pronto le invadió un inmenso júbilo. Estaba dentro, lo había conseguido, estaba en el cementerio, a solas con Jean Jacques y consigo mismo. Se dio la vuelta y abrió los ojos despacio. Poco a poco las sombras fueron tomando forma. De pronto oyó ruidos en la oscuridad, un coro de susurros y crujidos que enseguida le cercaron, y el corazón se le subió a la garganta. Las criptas blancas relumbraban brumosas ante sus ojos. Marcel retrocedió sin aliento. Una sombra amorfa se cernía sobre él. Algo se elevó en el cielo.

No fue un esfuerzo consciente lo que le hizo huir, ni la razón la que le conminó a escapar. Marcel dio media vuelta y echó a correr, pero la cosa que tenía detrás se movió con él. Marcel lanzó un chillido cuando le cogieron del brazo.

—¡Dios mío! —masculló. Se mordió el labio con tanta fuerza que se hizo sangre.

—¿Qué demonios…? —dijo una voz grave, casi en un susurro—. ¿Qué demonios estás haciendo aquí?

A Marcel le flaquearon las fuerzas. Jadeaba. Era un sonido maravilloso, el sonido de una voz adulta con un tono de perplejidad, como siempre. ¡Nada más! ¿No conocía esa voz?

—¡Ay, Dios mío! —volvió a musitar, temblando de la cabeza a los pies. Le dolía el brazo que alguien le agarraba con fuerza. Levantó el pie lentamente del barro y se dio la vuelta.

—¿Se puede saber por qué huías de mí y por qué has saltado la tapia? —Era Christophe, por supuesto.

—¿Huir de usted? —La voz de Marcel era un jadeo, un suspiro—. ¿Huir?

—¡Me viste en el árbol! —Christophe hablaba con exasperación. De su cara sólo se veía una chispa de luz en los ojos.


Mon Dieu
! —exclamó Marcel. Sentía un tremendo dolor en el pecho, y cada respiración era más un sufrimiento que alivio—. ¿Estaba usted en el árbol?

—Estaba esperando que se retirara tu madre. ¡Quería hablar contigo! Vi luz en tu habitación.

—¿En el árbol? —repitió Marcel débilmente.

—¿Y dónde iba a estar, en el suelo mojado? Estaba sentado en el árbol. ¿Vas a hacerme creer que no me viste? Pero si me miraste…

—No. —Marcel movió la cabeza.

—Y entonces, ¿se puede saber por qué echaste a correr?

Marcel alzó la mano como para pedir clemencia. Se sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó el sudor de la frente.

—Mi madre me dijo que eras un auténtico volcán de pasión adolescente, pero esto ya no es creíble. ¿Qué pretendías hacer aquí? —Christophe le había soltado y miraba en torno a ellos. Observó la hilera de lápidas y luego los blancos peristilos de las tumbas que los rodeaban como si fueran pequeñas casas. De pronto tendió la mano hacia una puerta de piedra para tocar el epitafio tallado. Marcel le miró a los ojos pero no vio nada. Sólo percibía el perfil de un rostro medio girado y el resplandor de las pestañas contra el telón de fondo de las lejanas nubes grises.

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