La noche de todos los santos (61 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

El mismo Christophe tampoco había decepcionado a Rudolphe, y después de aceptar las expresiones de buena voluntad de Dolly con un caballeroso asentimiento de cabeza, le ofreció una copa de vino y su comprensión. Coincidía con él en materia de política, como siempre, pero el actual estado de las cosas le dejaba indiferente, excepto en un punto: ahora era muy difícil liberar a un esclavo. Christophe quería liberar a Bubbles pero para ello el muchacho tendría que haber cumplido los treinta años de edad y ser autosuficiente, a menos que se cursara una instancia y se le concediera como excepción, lo cual resultaba cada vez más difícil de lograr. Luisiana tenía miedo de su población de negros libres y no deseaba verla incrementada. Entretanto otros negros libres y gentes de color acudían a Nueva Orleans desde todas las zonas del sur buscando el anonimato y la tolerancia que ofrecía la ciudad. La asamblea legislativa intentaba una y otra vez controlar esta inmigración, limitarla, prevenirla. Su desdén por la población de color era evidente por demás.

Christophe estaba alerta pero tranquilo respecto a todo esto, se mostraba solidario pero distante. Rudolphe, tal como esperaba, se sintió mejor después de hablar con él, después de desahogarse. Justo antes de marcharse se le ocurrió que la actitud de Christophe representaba una alternativa de la que él no había sido muy consciente anteriormente. Christophe sabía con exactitud lo que le estaba pasando a su gente y le importaba mucho, pero no se sentía personalmente humillado por ello. Consideraba que su tarea consistía en educar a sus alumnos y estaba decidido a esforzarse por hacerlo a la perfección, al margen de las injusticias de su época y su ciudad.

Una época y una ciudad que a Rudolphe le parecían más soportables cuando finalmente volvió a su casa. Si era posible percibir en profundidad la situación, sin justificarla ni ignorarla, y aun así tener paz espiritual, bueno… valía la pena intentarlo. La única palabra que a Rudolphe se le ocurría para describir esto era «sabiduría».

Y fue la sabiduría en cierta medida lo que le hizo detenerse esa noche ante la puerta de su hijo.

La habitación estaba abierta para dejar pasar el aire fresco de la casa. Richard estaba inclinado sobre sus libros a la luz de la lámpara. Llevaba una bata abierta en el cuello que dejaba al descubierto el pelo oscuro de su pecho, y a Rudolphe le pareció, como siempre que lo veía de forma inesperada, un hombre mayor, un hombre imponente.

Se quedó allí parado, intentando poner en su sitio aquella impresionante figura: era su hijo, el más pequeño, un muchacho de diecisiete años.


Mon père
—murmuró Richard cortésmente, Levantándose de la mesa. Rudolphe, que no le gustaba mirarle desde su inferior estatura, le hizo señas de que se sentara. Entró en el dormitorio y lo inspeccionó brevemente, con el ceño fruncido.

Aquélla era siempre su actitud en presencia de Richard, la misma actitud que adoptaba en presencia de sus sobrinos, sus empleados, sus esclavos. Su propósito era sencillamente producir un estado de tensión en los demás: este hombre investido de autoridad puede encontrar algo aquí que no sea perfecto. Todo el mundo sabía que Rudolphe no admitía más que la perfección, que era un hombre imposible de satisfacer.

Richard sentía ahora esa tensión. Pasó la vista furtivamente por la sala y vio, con una punzada de dolor, que se había dejado las botas sucias en la chimenea. Si hubiera llamado a Placide… Pero su padre no había reparado en las botas ni en la frívola novela de la mesilla de noche sino que había fijado su atención en el daguerrotipo de Marie.

Richard sintió un nudo de ansiedad en el estómago. Tenía que traducir unos versos antes de acostarse, y ahora esto.

Pero Rudolphe se volvió hacia él con una insólita serenidad, las manos detrás de la espalda.


Les sirènes
—murmuró con aire ausente.

Richard se inclinó hacia él.

—¿
Mon père
? —preguntó.

Le confundía ver el ligero cambio en la expresión de su padre, y tuvo el vago y doloroso recuerdo de haber visto ese mismo cambio en otra ocasión.

—No has seguido mi consejo, ¿verdad,
mon fils
? —Su voz era suave, impropia del padre colérico a quien Richard profesaba tan triste temor. Siguiendo una inveterada costumbre, Richard se esforzó por encontrar el apropiado tono diplomático, la frase perfecta que apaciguara a su padre. Pero Rudolphe se acercó a él, cosa que apenas hacía nunca, y le puso la mano en el brazo. Richard se lo quedó mirando con absoluta perplejidad.

—¿Qué es para ti el amor, Richard? —suspiró Rudolphe con voz triste—. ¿Un romance? ¿Mujeres hermosas como flores en primavera? ¿Un repique de campanas?

Rudolphe se interrumpió. Tenía los ojos muy abiertos y no era realmente consciente de lo que acababa de decir. Estaba viendo el vestíbulo de la catedral de St. Louis el día de la boda de Giselle, y le parecía que todos los olores y los sonidos se mezclaban entre sí y se fundían con una desvaída imagen de la perfecta estatua de Narcisse, que le traía a la mente el amor y el desamor, como la visita que había hecho esa tarde a Dolly Rose. No sedaba cuenta de que su hijo estaba pasmado por aquella ausencia del decoro que siempre los había separado, pero despertó de pronto de su estupor cuando Richard comenzó a hablar.


Mon père
, es más que amor, es algo más espléndido, más importante que lo que pueda ser el amor. No tengo capacidad para expresarlo —dijo con lentas y vacilantes palabras cuidadosamente escogidas—. Jamás he tenido tu capacidad para explicar las cosas, y nunca la tendré. Pero créeme, lo que tú temes nunca sucederá. —El muchacho se levantó, se des hizo de la silla y miró a Rudolphe desde su superior estatura. Rudolphe apartó la vista inquieto y con extraña rudeza—. No es sólo amor lo que sentimos el uno por el otro. ¡Nos conocemos! —dijo en un susurro—. ¡Confiamos el uno en el otro!

—¡Vaya! ¡Confiáis! —repitió Rudolphe moviendo la cabeza. Estaba perdiendo el control. Ni siquiera había querido que se entablara esa conversación. Tenía en la mente demasiadas cosas después del día agotador e interminable. Alzó la vista hacia los ojos negros que le miraban. Quería decir más, quería retroceder sobre años y años de duras reprimendas y bruscas órdenes para decir sencillamente te quiero, eres mi hijo, mi único hijo, no sabes lo mucho que te quiero, y si esa chica te hiere no podré soportarlo. Si te hiere a ti me herirá a mí también.

Pero Richard había comenzado a hablar.


Mon père
—decía con voz suave pero imperiosa—, ¿tanto te cuesta creer que ella puede amarme? ¿Tan imposible te resulta creer que puede respetarme? No soy el hijo que deseabas, siempre te he decepcionado y siempre te decepcionaré. Pero, por favor, créeme si te digo que Marie ve en mí el hombre que tú nunca verás.

—Richard, no… —gimió Rudolphe—. ¡No, no! —Pero la mano que había tendido se cerró de pronto y cayó a su costado, y antes de que pudiera recobrarse, antes de poder expresar el amor que tan grande y tan comprensible era para él, Richard estaba hablando de nuevo.


Mon père
, quiero decirte una cosa que yo mismo no comprendo. Tú ves que Marie tiene todas las ventajas: es hermosa, todo el mundo la corteja, puede hacerlo que quiera. Pero te aseguro que lleva dentro una tristeza muy honda, algo oscuro y terrible que yo percibo cuando estoy con ella, es como una fuerza acechando en su interior, una fuerza que quiere hacerle daño. No sé por qué lo siento así, pero es cierto, y noto que cuando estamos juntos yo me interpongo entre esa fuerza y ella. Marie lo sabe, lo sabe sin que nunca lo hayamos hablado, como lo sé yo, y confía en mí como en nadie. No es sólo que la ame o que la desee, es que en cierto aspecto ella ya es mía. ¿Son eso flores de primavera,
mon père
? ¿Es un repicar de campanas?

Cuando Rudolphe se volvió para mirarlo, Richard había apartado la vista insatisfecho, como si las palabras le hubieran fallado. No se daba cuenta de que su padre lo escrutaba desde una posición totalmente nueva para ambos. No advirtió su asombro, novio su expresión totalmente concentrada.

Un profundo instinto convencía a Rudolphe de la verdad de las palabras de Richard, porque él también había percibido en Marie Ste. Marie esa tristeza inexplicable. Incluso había advertido el aire de amenaza que parecía rodearla siempre como una aureola. Pero Rudolphe había confundido esa oscuridad pensando que era algo que manaba de ella, de su interior. Nunca había considerado que Marie era su víctima. Más bien lo mezclaba todo con sus miedos por su hijo, su desconfianza hacia la seductora belleza de la joven, su desprecio por
les sirènes
en todas sus formas.

—No, Richard —dijo con suavidad—. No son flores de primavera ni repiques de campanas.


Mon père
! —Richard lo miró a los ojos. No estaba seguro de haberlo oído bien—. ¡Dame tu consentimiento! ¡Déjame pedir su mano!

El rostro de Rudolphe, impasible, reflejaba una serenidad poco común. Se quedó mirando largamente a Richard, sin expresar enfado ni impaciencia, pero cuando habló lo hizo con convicción.

—Eres demasiado joven.

Richard lo había esperado. Asumió su característica postura de aceptación, con los ojos bajos.

—Yo sólo conozco una prueba segura de amor —prosiguió Rudolphe—. Y es la prueba del tiempo. Si el afecto que te tiene esa muchacha es igual que el que le tienes tú a ella, entonces pasará la prueba y será más fuerte cuando tú tengas la edad adecuada.

—Entonces consentirás. Me darás tu bendición… con el tiempo.

Rudolphe lo miró pensativo.

—De una cosa puedes estar seguro: decida lo que decida, será por tu bien y por tu felicidad.

Se levantó, le puso a Richard la mano en el cuello y se quedó un instante así, con la mirada tan sosegada como antes. Richard se quedó atónito. Rudolphe le dio un apretón cariñoso y al salir de la habitación se volvió un momento para decirle suavemente:

—Nunca, nunca me has decepcionado, hijo mío.

—II—

N
o podía ser. ¡No se podía haber ido con ese tiempo! Ni siquiera Lisette, que había estado imposible todo el año y que empeoraba cada vez más. Marcel se vistió apresuradamente. El calor de julio era insoportable. Se había pasado la noche sin dormir, dando vueltas entre las sábanas húmedas, con los mosquitos zumbando en torno a la mosquitera. Al ponerse la camisa limpia se dio cuenta de que se le había quedado pequeña y la tiró enfadado. Tendría que volver al sastre. Monsieur Philippe estaba en la galería del
garçonnière
, de espaldas a la puerta.

—Si no la encuentras en una hora, vuelve —dijo disgustado. Se había pasado toda la mañana discutiendo con Lisette, cosa desconcertante aunque habitual. Marcel había oído la voz grave y rápida de la esclava, aunque tan apagada que sólo había podido captar alguna palabra ocasional, y las réplicas de monsieur Philippe como un rumor en la cocina, hasta que finalmente cerró la puerta de golpe.

Marcel había estado bebiendo cerveza desde el desayuno. Ahora dio un trago de una jarra de barro, con expresión de cansancio en sus ojos azules. Pero estaba bien, teniendo en cuenta que había pasado la noche con Zazu, que estaba tan enferma que creía encontrarse en Ferronaire, el antiguo hogar de monsieur Philippe, donde ella había, nacido.

Empezó a enfermar por Navidad y cuando una apoplejía le dejó paralizado el lado izquierdo, monsieur Philippe la trasladó de la húmeda habitación junto a la cocina al
garçonnière
. Durante toda la primavera y principios del verano Marcel había oído su espantosa tos a través de la pared. La esclava no mejoró con la llegada del calor e, incapaz de moverse por la parálisis y la congestión de los pulmones, la alta y hermosa mujer negra que había sido se convirtió en una vieja decrépita. Erala peor de las muertes, pensaba Marcel, una muerte lenta aunque no lo suficiente. Madame Suzette Lermontant enviaba doncellas para que ayudaran y, tras la muerte de madame Elsie, Anna Bella mandaba a Zurlina siempre que podía. Lisette pasaba en segundos de la tranquilidad al pánico.

—¿Tienes idea de dónde ha podido ir? —preguntó monsieur Philippe con un gesto vago de desdén.

—Conozco algunos sitios —murmuró Marcel.

Pero era una auténtica locura. Lisette conocía estrechos callejones y oscuros secretos de los que él sabía tanto como un blanco. De hecho, los últimos años, Marcel había cultivado esa ignorancia y movía la cabeza cada vez que veía el rostro hinchado de Lisette los domingos por la mañana o cuando advertía unos pendientes nuevos o un
tignon
de seda. Ella tenía dinero en el bolsillo siempre que quería, y Marcel estaba seguro de que no les robaba nada.

—Haré lo que pueda —le dijo ahora a su padre.

La puerta de la habitación de la enferma estaba abierta, y Marcel vio que Marie acababa de encender las velas. Los artículos de la extremaunción estaban dispuestos. Así que ya habían llegado a ese punto. Marie salió del cuarto y tocó suavemente el brazo de monsieur Philippe.

—¿Me voy ya? —preguntó. Marcel sabía que iba a buscar a un sacerdote.

—¡Encuéntrala! —le dijo monsieur Philippe a su hijo—. ¡Tráela a casa!

—Haré lo que pueda, monsieur. —Marcel no había visto en toda su vida a monsieur Philippe enfadado y le sorprendió la vehemencia con la que exclamó:

—¡La muy inútil!

Era algo más que un estallido de furia, era algo que se estaba convirtiendo en realidad, pensó Marcel mientras se apresuraba hacia la Place Congo. No se le ocurría ninguna auténtica provocación que explicara el comportamiento de Lisette. Siempre había sido gruñona e irritable, y cuando quería tenía la lengua muy afilada. Pero con la enfermedad de Zazu todas las cargas de la casa habían caído sobre ella, y el último otoño se había mostrado abiertamente rebelde. El día que cumplió los veintitrés años tiró al suelo los dólares de plata que Marcel le dio. A él le habría gustado enfadarse de vez en cuando con ella, pero tenía miedo. Quería a Lisette, había estado con él desde que nació y formaba ya parte de su vida, y aunque era algo íntimo que nunca había confesado, siempre había sentido lástima por ella, lástima por la mente ágil que se ocultaba tras su rostro malhumorado y triste, por la persona misteriosa y astuta encerrada en su cuerpo de esclava.

Pero ahora estaba incontrolable. ¿Qué quería? Se quejaba de las órdenes más sencillas y dedicaba todas sus atenciones a Marie como si quisiera decir: hago esto por propia voluntad. Desde luego obedecía a Marcel, que siempre había sabido manejarla, pero se dedicaba cada vez más a burlarse de Cecile, a irritarla, a provocarla. Y por fin ama y esclava habían discutido por unas simples horquillas, y Cecile, en un raro estallido de furia, había abofeteado a Lisette.

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