Respiró hondo y se acercó a Dolly, vacilante. Se dio cuenta de que no lo reconocía, de que en realidad no daba la impresión de que reconociera a nadie. Las mujeres que la rodeaban parecían ansiosas y como fuera de lugar. Mientras tanto, la gente que entraba volvía la cabeza hacia el hombre blanco como si estuviera iluminado por un foco. Él seguía sentado rígidamente, con la vista fija en el suelo.
En pocas palabras, no era una buena situación. Richard se deslizó a un rincón detrás del hombre blanco, donde las sombras pudieran ocultarle, y en ese momento se acercó el hombre de color de la chaqueta parisina.
—Vincent —le dijo al blanco, tendiéndole la mano.
El otro levantó despacio la cabeza, y su expresión cautelosa desapareció al instante.
—¡Christophe! —susurró. Enseguida se estrecharon la mano.
Richard se quedó de piedra. ¡Era Christophe Mercier! Al instante reconoció el terso rostro cuadrado y comprendió perfectamente sus modales, que rayaban en la arrogancia, allí de pie ante la silla del hombre blanco. Pero se estrechaban la mano con afecto.
—¿Has venido por mí? —preguntó el blanco.
—Y por Dolly —asintió Christophe.
—Ah, entonces la conoces.
—De hace muchos años. Si puedo hacer alguna cosa, no dudes en decírmelo. —La voz de Christophe era grave, sin inflexiones, como antes—. Ah, aquí está el de la funeraria. —Le hizo un gesto a Richard para que se acercara—. Se llama Lermontant.
El hombre le miró a la cara y sólo entonces percibió Richard su dolor, oculto como estaba por la sombra de su pelo negro y sus cejas oscuras. Sus ojos hundidos y brillantes traspasaban con la mirada.
—Lermontant, monsieur —le susurró Richard con una ligera inclinación.
El hombre asintió y se sacó una tarjeta del chaleco. Era Vincent Dazincourt, y Richard reconoció el nombre al instante. Era el apellido de una vieja familia de Luisiana y el del primer amante de Dolly, hacía años. Era el padre de la niña.
—Lo que sea —dijo el hombre—, cualquier gasto, quiero el mejor entierro, los mejores caballos…
—Ya está todo dispuesto, monsieur —le tranquilizó Richard.
En ese momento Dolly Rose atravesaba la habitación en dirección a ellos.
Unas cuantas mujeres intentaron de mala gana detenerla, pero jadearon indignadas cuando ella se las quitó de encima a empujones. Dolly se sentó junto al hombre blanco y susurró:
—Tú lo pagarás todo, ¿verdad? Ahora… ahora que está muerta. —La gente se volvió de espaldas, discretamente—. ¿Y dónde estabas tú cuando ella estaba viva, cuando te llamaba, «papá, papá»? —preguntó con un furioso siseo—. ¡Fuera de aquí!
La sala había quedado en silencio. Richard se inclinó para tocarle el hombro con toda discreción.
—Madame Dolly —dijo suavemente—, ¿por qué no se va a descansar? Ahora es el momento.
—¡Déjame en paz, Richard! —Se quitó la mano del hombro con una sacudida, sin apartar los ojos de Dazincourt—. Fuera —le repitió—. Sal de mi casa ahora mismo.
Él la miró con las negras cejas fruncidas. Sólo su boca parecía suave y un poco infantil al esbozar una sonrisa amarga.
—No me pienso marchar hasta que Lisa esté enterrada —dijo con tono despectivo.
Ella parecía a punto de golpearle. Una de las mujeres intentó cogerle el brazo y recibió una bofetada. En ese momento, y entre un frufrú de faldas, las damas se apartaron de ella y la dejaron sola.
—Dolly, por favor. —Richard se dirigió a ella como lo había hecho mil veces cuando era pequeño. Quiso cogerla por la cintura, pero ella se apartó con violencia. El aliento le apestaba a vino y tenía la piel ardiendo. A Richard le dio miedo. Además, qué derecho tenía a cogerla. Al fin y al cabo era su casa, como ella había dicho. Se quedó mirando impotente cómo Dolly lanzaba la mano hacia Dazincourt, que se había dado media vuelta como si ella no estuviera.
Fue Christophe el que se interpuso entre ellos y le susurró a madame Rose al oído:
—Dolly, no. —Su voz era como una orden.
Ella hizo un gesto con la mano y se tocó la frente con vacilación.
—¡Christophe! —exclamó—. ¡El pequeño Christophe!
—Vamos, Dolly —dijo él, y ante las miradas de reproche de los asistentes, la levantó suavemente para ponerla en brazos de Richard. Dolly tenía los ojos vidriosos, pero se dejó llevar con una lánguida sonrisa y señaló una puerta en el pasillo.
La habitación estaba hecha un desastre. Había una montaña de ropa entre las sábanas arrugadas, cosa que enfureció a Richard. Por todas partes se veían copas con restos de licor, y sobre el biombo habían arrojado sin orden ni concierto un corsé, camisas, pañuelos. Dolly no se hacía cargo del gobierno de la casa, y no quería tratos con nadie. Mientras la llevaba hacia su cama, Richard sintió vergüenza de estar a solas en aquella habitación, y con Christophe a la puerta.
—¡Quiero coñac! —pidió Dolly, sin acceder a tumbarse. Richard vio una botella junto a una lámpara casi apagada, y sin esperar la aprobación de Christophe llenó un vaso y se lo dio como si le ofreciera un batido a un niño. Dolly tenía el pelo sobre la frente, y sus dedos parecían garras.
—Ahora descansa, Dolly —dijo Richard, tapándole los hombros.
—¡Mamá! —gritó ella de pronto con la cara en la almohada manchada. Luego se estremeció, con los ojos dilatados—. ¡Christophe! Quiero hablar con Christophe.
—Puedes hablar conmigo cuando quieras, Dolly —replicó él—. No me voy a mover en una temporada.
—¡Hijo de puta! —le espetó ella, esforzándose por verle en la penumbra. Richard se sobresaltó. Dolly estaba pálida, con los ojos brillantes—. ¡Me tiraste al río!
—Ah —respondió Christophe con calma—. Pero primero tú me tiraste por las escaleras.
Dolly soltó una risa infantil.
—¿Por qué demonios has vuelto, si allí bailabas con la reina?
—He vuelto para tirarte al río otra vez, Dolly.
Ella cerró los ojos, temblando, pero sin perder la sonrisa.
—Ahora sólo los blancos pueden tirarme al río, Christophe. Has estado fuera demasiado tiempo. Sal de mi habitación. —Y volvió la cabeza.
—No seas grosera, Dolly —le dijo Christophe, retrocediendo sin hacer ruido hacia la puerta—. Ahora sólo los blancos pueden tirarme a mí por las escaleras.
Ella volvió a reírse, pestañeando.
—¿Cuántas mujeres blancas has tenido, Christophe? —le preguntó sonriente—. ¿Cuántas?
—No muchas, Dolly. Sólo a la reina.
Dolly se echó a reír, girando la cabeza en la almohada. Richard se sentía avergonzado. Se dedicó a verter en la jarra los contenidos de las copas y a meter zapatos y zapatillas bajo los faldones de la cama, pero el caos de la habitación le superaba. Dolly gemía y se encogía sobre las almohadas, con el rostro descompuesto en una de esas muecas que sólo la embriaguez hace posible.
—Mamá, mamá —gemía entre dientes, con un tono de voz tan patético que Richard se quedó sin aliento al oírlo y al ver su rostro trémulo y sudoroso.
Pero al cabo de un momento Dolly respiraba profundamente, en silencio, y su rostro se suavizó. Richard abrió las ventanas para ventilar un poco la habitación y se marchó.
Sólo salieron a su encuentro dos mujeres, tan ancianas como la madre de Dolly antes de morir. Sus preguntas fueron frías, prácticas, y al saber que Dolly estaba durmiendo se apresuraron a marcharse.
Christophe estaba apoyado en el marco de una puerta. Miró a Richard con afecto y le dedicó una sonrisa desganada. Richard se avergonzaba ahora de haber sido tan impresionable, de haber dependido de aquel hombre que a pesar de su fama era un desconocido para él.
—¿Y su madre, madame Rose? —preguntó Christophe.
—Murió el año pasado, monsieur, de un ataque al corazón. —Nunca había tenido por costumbre hacer comentarios sobre las familias de duelo, pero todavía le ardían las mejillas por el grosero lenguaje de Dolly y se esforzó por encontrar alguna excusa para la mujer que dormía en el cuarto de al lado—. Ella adoraba a su madre, monsieur, y a su hija. Ahora las dos han muerto y… —Dejó la frase en el aire y se encogió de hombros.
Christophe le miró un momento intensamente, luego se sacó un fino puro del bolsillo y echó un vistazo a la puerta que daba al jardín.
—Un ataque al corazón, ¿eh? Y yo que pensaba que esa mujer era de hierro. —Paseó la vista elocuentemente por las paredes, como perdido en algún recuerdo de la infancia, con una enigmática sonrisa—. Deberías haberle visto la cara que puso el día que tiré a Dolly al río —dijo—, aunque también deberías haber visto la cara que puse yo cuando ella me tiró por las escaleras.
Richard se echó a reír sin poderlo evitar, hasta que consiguió recobrar la compostura bajo la mirada traviesa de Christophe. Se sentía muy a gusto con él. Sus modales eran irresistibles, incluso confesando aquella blasfemia en la puerta de Dolly.
—Quiero darle las gracias por ayudarme, monsieur —dijo Richard.
—
De rien
.
—Si la muerte de madame Rose no hubiera sido tan reciente, Dolly habría podido afrontar esto mejor. Pero estaban muy unidas, más unidas de lo que suelen estar madre e hija.
La expresión de Christophe volvió a asumir un aire de misterio.
—¡Era una bruja! —dijo.
Richard se quedó perplejo.
—Y te voy a decir otra cosa más. Dolly la odiaba. —Christophe se dio la vuelta, puro y cerilla en la mano, y echó a andar tranquilamente hacia la puerta trasera.
Cuando Richard volvió al salón, más visitas subían por la escalera. Se había formado una pequeña hilera tras el reclinatorio que había ante la niña, y parecía que volvía a imperar el orden. Pronto comenzó el rosario, y el velatorio transcurrió con decoro. Christophe salió del balcón y acercó una silla al hombre blanco, con el que pronto se enzarzó en un
tete-a-tete
. A medida que pasaban las horas emergía una vaga imagen de la pareja: se habían conocido en París, tenían amigos comunes y habían vuelto juntos en el mismo barco. Pero la conversación fue remitiendo y Vincent Dazincourt, evidentemente reconfortado por la presencia de Christophe, pronto se sumió en sus propios pensamientos.
Richard, que ardía en deseos de hablar de Christophe con Marcel y de conocer más cosas sobre el gran hombre, habría olvidado por completo al hombre blanco de no haber sido por otro suceso que dejó huella en su mente.
Mucho más tarde, cuando la multitud había ido disminuyendo y después del rezo del rosario, apareció otro hombre blanco que venía del jardín trasero y que caminaba con fuertes pisadas por el pasillo de techos altos, cubierto por una capa oscura que ondeaba tras él y que iba rozando las dos paredes. Era Philippe Ferronaire, el padre de Marcel.
Richard lo había visto muchas veces en la Rue Ste. Anne y lo reconoció al instante. Su pelo rubio, su rostro alargado y afable y sus ojos azul pálido eran inconfundibles. Philippe Ferronaire le reconoció también a él y lo saludó con la cabeza, vacilando en la puerta. Richard no podía saberlo, pero Philippe se había fijado en él hacía tiempo, no sólo por su altura sino por el sesgo exótico de sus ojos, la fina complexión de su rostro y una belleza general que a Philippe le hacía pensar en esos «príncipes» africanos que, entre sus esclavos, traían de cabeza a las mujeres. Echó un vistazo a la escasa concurrencia y se volvió hacia Vincent Dazincourt.
Acercó una silla al apático personaje y el otro se giró sobresaltado. Su rostro traicionó un fugaz gesto de grata sorpresa.
Christophe lo distrajo sin embargo eligiendo ese momento para marcharse. Se despidió con un gesto de cabeza y se dirigió hacia las escaleras. Dazincourt se levantó por primera vez después de tantas horas para ir tras él.
—Gracias por venir —murmuró, estrechándole la mano. Tras un momento de duda, añadió—: Que te vaya bien. —Christophe se lo quedó mirando un momento. Eran unas palabras de despedida formal. El propio Richard se puso tenso y apartó la mirada, pero Christophe se limitó a dar las gracias y se marchó.
—Ah, sí… el autor de la dulce Charlotte —dijo después Philippe Ferronaire cuando se quedó a solas con el hombre blanco. Estuvieron hablando en susurros hasta que Philippe se levantó, envuelto en su capa. Se acercó al pasillo y llamó por señas a Richard antes de salir a la balconada trasera que daba al jardín.
Richard tenía los miembros tensos y la espalda dolorida. Cuando salió al exterior sintió deseos de estirarse pero no lo hizo. Se limitó a respirar profundamente, mirando las estrellas.
Philippe Ferronaire encendió un puro y apoyó los codos en la baranda de hierro, apartado de la luz del pasillo. Una lámpara de gas oscilaba al final de la escalera, y en las onduladas aguas de una fuente, entre los lirios blancos como la Luna, Richard vio el súbito destello de un pez. La pequeña figura de un niño, cubierta de musgo, arrojaba agua por la boca de un jarro, y aquel débil sonido parecía refrescar el aire con su mero rumor. Pero había malas hierbas por todas partes, restos de muebles podridos y gladiolos tronchados que señalaban ruina por doquier.
Richard echó un vistazo a Philippe, que también miraba hacia abajo. El hombre le fascinaba porque era el padre de Marcel, aunque desde su llegada no había dejado de pensar que para su amigo era una desgracia que Philippe estuviera en la ciudad en ese momento.
—Escucha —dijo Philippe con voz grave—, en la Rue Ste. Anne hay una casa de huéspedes… para caballeros, un lugar respetable. Ya sabes cuál es, justo al lado de la Rue Burgundy… Allí hay una joven, una joven muy hermosa.
—Ah, Anna Bella —dijo Richard, como despertando de sus propios pensamientos. El hombre había evitado pronunciar el nombre estando tan cerca de la mansión Ste. Marie, o mencionar que la chica era amiga de Marcel—. Es madame Elsie, monsieur. Está en la esquina.
—Ah, ya veo que la conoces.
—Sólo de pasada, monsieur.
—¿Pero podrías conseguirle una habitación esta noche, a pesar de la hora que es? —Se refería sin duda a Dazincourt. Philippe se sacó el reloj del bolsillo y se volvió hacia la puerta para ver la hora—. Tiene que dormir. No puede quedarse aquí hasta mañana, y no quiere volver a su hotel. No quiere ver a sus amigos.
—Lo puedo intentar, monsieur. Aunque hay otras pensiones respetables, naturalmente.
El hombre lanzó un suspiro y se apoyó en la balaustrada, mirando el cielo oscuro. Las luces brillaban tras las persianas al otro lado del jardín y, como siempre, se oía el ruido de los cabarets diseminados por todo el Quartier entre las tiendas y las abundantes viviendas. Movió la mandíbula como si estuviera masticando sus pensamientos. Había en él algo imponente que no era su complexión sino que procedía más bien de sus modales pausados e informales y de la voz profunda con la que arrastraba las palabras al hablar. Parecía que su gesto más natural tuviera que ser el encogimiento de hombros, un gesto al que debía entregarse fácilmente con una mueca en la boca, una caída de párpados y un arco de sus pobladas cejas. Richard no lo encontraba atractivo en absoluto y no veía en él ningún rasgo de los niños Ste. Marie, pero no era insensible al hecho de que poseía el aura de una inmensa riqueza. También emanaba de él una sensación de poder. Tal vez se debía simplemente a que era un plantador, llevaba botas altas de montar, incluso ahora, y su gruesa capa de sarga oscura le protegía sin duda, incluso con aquel calor sofocante, del aire frío de la rivera. Olía a cuero y a tabaco y parecía estar hecho para la silla de montar y para románticas cabalgadas por los campos de cañas. Llevaba oro en los dedos y una corbata de seda verde que se había quitado en deferencia al funeral y que le sobresalía del bolsillo de la chaqueta.