Toda la familia Roget estaba muy ilusionada, por supuesto, aunque Charles había advertido por carta que su estancia sería breve. El gran día, cuando por fin llegó con regalos para todo el mundo, se dio una fiesta que se extendió hasta la calle, mientras que el jardín trasero de la casa Roget se llenaba de suaves voces, tintineo de copas y sonido de violines. Marcel había visto a Charles abrazar a su hermano Fantin, prodigar un beso tras otro a Gabriella, su hermana pequeña, y charlar de vez en cuando con dos hombres blancos que fumaban puros junto a la puerta trasera. Los muchachos no dejaban de mirarlo, observando aprobadoramente su elegante traje y la pomada que llevaba en el pelo. Hablaba sin ningún acento de Luisiana. Era un parisino, había recorrido los bulevares.
Pero cuando empezó a hablarse de la cena y Celestina insistió para que Marie y Marcel se quedaran, Charles se llevó aparte a la familia para confesar que volvía a Francia esa misma noche, en el mismo barco que le había traído antes del alba. Había pasado la mañana en los despachos de los abogados, desenmarañando los embrollos de su reciente herencia, y ahora se volvía «a casa».
Celestina se desmayó. Gabriella estalló en sollozos incontrolables mientras que Fantin, haciéndose el hombre por una vez, imploró a su hermano que cambiara de decisión. ¡Era una auténtica crueldad! Pero Charles, con los brazos cruzados y de pie junto a la barandilla de la escalera de hierro, juró que ya había visto bastante de Nueva Orleans en su paseo por los muelles, él era un hombre, no pasaría ni una noche en suelo sureño. Fue entonces cuando confesó que tenía una prometida blanca en ultramar, a quien ni siquiera podía presentar a su madre como su esposa. Aparecer en público con ella en aquel lugar salvaje… bueno, se arriesgaba a ser insultado, probablemente atacado o incluso detenido.
Mais non! Adieu
!
Meses más tarde, Gabriella entró en el dormitorio de Marie y se arrojó en la cama, toda volantes y lágrimas, para decir entre sollozos que Charles les había escrito insistiendo en que se trasladaran todos a Marsella.
—¡Yo no sé nada de Marsella! ¡No quiero ir a Marsella! —Daba golpes en la almohada y se tiraba del pelo.
Hasta Cecile, que solía saludarla con un ligero desdén, le dirigió algunas palabras de consuelo, aunque más tarde le dijo a Marcel:
—Tanta tontería por ese mulato malcriado. Que viva donde quiera.
Marcel dio un respingo, y no pudo evitar pensar en silencio que Charles, ese mulato malcriado era menos mulato que él. Pero no era eso. Los sentimientos de su madre le ofendían. Eran groseros y estaban fuera de lugar. Ese lenguaje no se utiliza, sobre todo al hablar de gente que uno conoce. Y mientras tanto Gabriella se entregaba a una fiesta tras otra después de cumplir catorce años, y Celestina, tras una corta temporada de luto por el padre de Charles (siempre fue el que más le había gustado), comenzó a frecuentar la compañía de un viejo caballero blanco de Natchez. Habían vuelto los retratos de Charles contra la pared.
Pero Marcel no podía olvidar la vehemente determinación en el rostro del joven cuando anunció su partida, ni su risa sarcástica cuando le insistieron en que se quedara. Y al pensar ahora en todo aquello, bajo la mortecina luz de Madame Lelaud's, cegado de vez en cuando por un rayo de sol cuando la puerta se abría y se cerraba, sin soltar el lápiz, moviendo a veces los labios al ritmo de algún fragmento de sus pensamientos, Marcel veía a Christophe tal como le había dejado aquella primera noche en la puerta del bar, bajo la llovizna. Ya entonces le sorprendió su pose, el ademán de Christophe, con los ojos fijos en el piso de arriba como si mirara las estrellas. Y de pronto le pareció estar viendo a aquel hombre callado, de voz suave, que le había seguido a todas partes durante todo el día sin quejarse y que tan de repente se había encaramado a aquella arcada para poner en sus manos una fragante magnolia.
De pronto cerró el cuaderno, se levantó casi derribando la silla y salió del bar. Le daba igual que Christophe le hubiera dicho que esperara. No podía esperar, tenía que encontrarlo ya.
La verja estaba abierta, y el largo y angosto lecho de hiedra daba paso a un camino de losetas púrpura, melladas pero bastante parejas. Al fondo, una puerta abierta de par en par daba al vestíbulo, débilmente iluminado.
Marcel llamó sin obtener respuesta. En el jardín, un esclavo negro, con el torso desnudo, echaba tablones rotos a un fuego. Miró a Marcel con indiferencia. A través del sucio humo gris, con el cuerpo empapado en sudor, casi calvo, ofrecía la imagen de las almas condenadas en el infierno. Marcel entró con paso cauteloso en la casa y fue a la habitación delantera.
—¿Monsieur Christophe? —llamó—. ¿Madame Juliet? —Su voz resonaba en aquel vacío sin alfombras, junto al eco de un martillo lejano y al sonido desgarrado de algo que se rompía.
Habían abierto un ancho paso en la gruesa capa de polvo del parqué, y Marcel lo siguió, sabiendo que ya lo habían pisado una docena de trabajadores, hasta llegar a las puertas abiertas de la gran sala delantera.
No pudo evitar una sonrisa. Lo que había sido una oscura ruina estaba ahora totalmente transformado. Sobre el pulido suelo se extendían hileras perfectas de pupitres con tinteros relucientes, y bajo los polvorientos rayos de sol que entraban por las contraventanas entreabiertas se veía en las paredes recién pintadas grabados enmarcados, mapas y oscuros cuadros en los que los pastores tocaban la flauta junto a plácidos lagos bajo nubes rosadas. Ante la chimenea de mármol había un atril, y detrás, entre los ventanales que daban a la calle, hileras de libros y un busto de mármol de algún césar que miraba fijamente con ojos ciegos.
En medio de todo ello con las manos a la espalda, había un hombre blanco, alto, con un abrigo gris. Su pelo rubio brillaba bajo el sol que parecía bañar su rostro enjuto y sus ojos verdes. Hasta ese instante Marcel nunca había entendido que el sol pudiera «bañar» un objeto o una persona. Era como si el hombre disfrutara voluptuosamente de ello, como si el sol lo hiciera resaltar del mismo modo que los focos hacen resaltar a los actores. Miraba hacia arriba, tal vez sumido en sus pensamientos. Sus pestañas eran doradas, y sus labios formaban alguna palabra íntima. De pronto se volvió.
—¿Monsieur Christophe? —dijo al ver a Marcel.
—Lo estoy buscando, monsieur —contestó él.
—Ah, entonces buscamos a la misma persona. —El hombre hablaba un inglés que nada tenía que ver con el duro acento americano tan frecuente, y Marcel se dio cuenta al instante de que era británico, un hombre cultivado, que utilizaba un tono ligeramente sarcástico.
El desconocido se dio la vuelta y recorrió el aula con pasos precisos, como si disfrutara del ruido de sus botas.
—Bueno —comenzó a decir Marcel cautelosamente, en inglés—, quizá debería preguntar a algún trabajador, señor.
—Ya les he preguntado, pero no son trabajadores. Son esclavos. —El hombre pasó al francés sin esfuerzo—. Y parece que el amo no está en casa. ¿Conoces a «monsieur». Christophe? —Había una clara nota de burla en su voz. Antes también se había percibido al decir «monsieur Christophe». De hecho todas sus palabras estaban cargadas de ironía. Marcel se inquietó. Hacía poco que había oído ese tono, aunque no lograba situarlo—. Mientras tanto —prosiguió el hombre blanco—, a lo mejor podrías explicarme el significado de estos pintorescos pupitres.
Marcel no imaginaba quién podía ser ese hombre, aunque le sonaba de algo. ¿Y si fuera un fanático recién llegado que sospechara de la escuela? En el Sur había lugares donde no se permitía que los negros libres recibieran más educación que los esclavos. Y aunque para Marcel era algo bastante increíble, se mostró precavido.
—Voy a buscar a madame Juliet, monsieur —dijo.
—Pierdes el tiempo. Ha ido al mercado. Es una mujer encantadora, y muy hospitalaria.
En ese momento Marcel se dio cuenta, atónito, de que su tono irónico le recordaba a Christophe.
El inglés se acercó, intermitentemente iluminado por los rayos de sol.
Observaba a Marcel con atención. El muchacho, advirtiendo algún peligro, sintió que se le nublaba la vista. Luego vio que el hombre acariciaba la madera recién pulida de un pupitre. No hizo ninguna mueca de desprecio, pero lo pareció. En las sienes y el dorso de las manos se le marcaba un delicado mapa de venas azules. Eran manos muy viejas. El hombre tenía mucha más edad de la que aparentaba, pero era ágil y vigoroso, y muy apuesto. A Marcel no le gustó.
—Qué es esto, ¿una escuela? Ya sé que es la casa de «monsieur». Christophe, pero ¿es además una escuela? —Hablaba en perfecto francés, pero sin el característico acento galo.
—Si me disculpa, monsieur, ya volveré en otro momento.
En cuanto Marcel llegó a la calle vio a Christophe, que se acercaba por la Rue Dauphine con los brazos cargados de paquetes, con la cabeza gacha para esquivar los charcos. A punto estuvo de tropezar con la acera.
—¡Ah, Marcel! Échame una mano con esto. —Se le animó el semblante.
Marcel cogió un par de paquetes con el brazo izquierdo.
—Monsieur, un hombre le está esperando.
—¿Has visto el aula? —preguntó Christophe—. He ido a buscarte hoy, y una jovencita adorable (tu hermana, creo) me ha dicho que habías salido de paseo. Parece ser que te pasas el día vagando por ahí, o al menos eso me ha dado a entender. ¿Dónde estabas? ¿En Madame Lelaud's?
—¿Quién, yo? ¿En un sitio como ése? —rió Marcel—. El aula es estupenda. Es enorme.
—Acertaste en tus predicciones. He tenido que rechazar gente. Bueno, eso cuando no me estaba tirando de los pelos. Esto se cae a pedazos… no, no, entremos por la verja. —Le hizo un gesto para que pasara primero—. No hay ni una ventana que no se encuentre atascada, las puertas están torcidas, el suelo infestado de termitas, hay ratas…
—Todo se puede arreglar —dijo Marcel—. Pero disculpe, hay un hombre que le está esperando.
—Pues que espere. —Al entrar en el pasillo, Christophe señaló la puerta de la sala trasera—. ¿Quieres abrir ahí? Tengo que desembalar estos libros. Llevo toda la semana hablando con gente. He fijado los honorarios en diez dólares al mes por alumno, lo cual no ha desanimado a nadie. ¿Dónde está mi madre? —Luego añadió en un susurro—: Está de un humor de perros.
Marcel sintió un espasmo.
—¿Por qué? —Antes de entrar en la habitación vio de reojo al inglés al otro lado del pasillo.
—Abre las ventanas, ¿quieres? —Christophe dejó caer los paquetes en una mesa enorme y ya repleta de libros—. Está de mal humor porque no quiere perderme de vista. Le gustaría tenerme metido en una campana de cristal. Por lo menos tengo ya veinte alumnos. —Respiró hondo, mirando a su alrededor—. Bueno, ya veremos qué pasa el primer día de clase. Alguno abandonará, sin duda, y dejará sitio a otro. Espero no haber perdido la lista de espera… —Se metió las manos en los bolsillos. Le llameaban los ojos.
Las contraventanas eran nuevas y se abrían fácilmente para dejar paso al mismo sol suave que iluminaba la sala delantera y que se vertía por el callejón que separaba una casa de otra, donde todavía crecía un frondoso follaje. Bajo esta nueva luz, la sala apareció atestada de todo tipo de objetos fascinantes: bustos de Voltaire, Napoleón, diosas griegas y una distinguida cabeza que Marcel no conocía. Por todas partes se apilaban los libros, había cajas y baúles que Marcel había visto antes, y cuadros apoyados contra la pared.
—Durante años —dijo Christophe recuperando el aliento— he enviado paquetes desde todo el mundo, y nunca he sabido realmente por qué. ¿Para qué iba a querer mi madre un busto de Marco Aurelio, por ejemplo? ¿Qué iba a hacer con las obras de Shakespeare? Suerte he tenido de que no lo haya tirado todo a la basura. Era como si supiera que algún día volvería, como si supiera que todo esto tenía un objetivo, que todas esas cajas que atravesaron el Atlántico estaban destinadas para este momento. Tengo la impresión de que la vida puede valer la pena. —Sonrió a Marcel y luego dio rienda suelta a una risa nerviosa—. Imagínate —dijo—. ¡Que la vida valga la pena! Hay una cita de san Agustín, de hecho la única que recuerdo de él, que dice: «Dios triunfa sobre la ruina de nuestros planes.» ¿La conoces? Bueno, ahora no te lo puedo explicar…
—Monsieur —susurró Marcel. El inglés del abrigo gris estaba en la puerta.
Christophe le dio una palmada en la nuca.
—Christophe —le dijo—, tenías que llamarme Christophe, ¿no te acuerdas? Nada de monsieur. Dime sinceramente cómo son estos libros en comparación con los que utilizabas antes. Por alguna parte tiene que haber un cortaplumas. Voy a pedir más libros al extranjero. Y que no se te olvide: de ahora en adelante soy Christophe.
—Christophe —repitió como un eco el inglés. Christophe se dio la vuelta.
El hombre aguardaba en la misma postura que antes, con las manos a la espalda, pero había desaparecido el gesto irónico de sus cejas, y sus ojos verdes se habían suavizado con un fulgor que emanaba de toda su expresión.
Christophe estaba sufriendo un cambio dramático, un cambio tan completo que a Marcel le pareció que una corriente silbaba en el aire entre los dos hombres.
—Bueno. —El inglés entró en la habitación mirando con desdén una pila de libros que cayó a un lado al rozarla con la bota—. Me parece que has ido muy lejos a por los periódicos y el vino blanco.
El rostro de Christophe se puso tenso y se le humedecieron los ojos. Estaba inmóvil, mirando al inglés. Poco a poco se le fueron hinchando las venas de las sienes y el cuello.
—¿No era eso? —preguntó el otro con acritud, observando el desorden de la sala—. ¿No ibas a por los periódicos y a por vino blanco?
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —susurró Christophe con voz velada y en un tono que Marcel nunca le había oído—. ¿Qué haces aquí?
El inglés se mostró dolido.
—Eso mismo podría preguntarte yo, Chris. —Se le encendieron las pálidas mejillas, enfatizando el color maíz de sus cejas y su pelo. Miró en torno a la habitación con ojos llameantes y expresión herida, cogió de la mesa una estatuilla de marfil y le dio la vuelta en la mano—. ¿Estambul? —preguntó antes de dejarla donde estaba. Sus pálidos dedos tocaron la frente de un busto de mármol—. Esto lo compramos en Florencia, ¿verdad?
—¡Tú lo compraste en Florencia! ¿A qué has venido? —Christophe se dio la vuelta antes de darle oportunidad de contestar y soltó un gemido, con la mano sobre los ojos como si quisiera apretarse las sienes entre los dedos. Luego miró al techo y exclamó en voz alta, entre dientes—: ¡Oooooh, Dios! —Se hallaba de espaldas a Marcel y al inglés, y parecía que se estuviera dando puñetazos en la palma de la mano.