La noche de todos los santos (53 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

—Pero, Marcel, no tengo tiempo —murmuró Richard—. Ya debería estar en la funeraria. Y, francamente, eso de quedarme sentado y quieto durante cinco minutos con una abrazadera en la cabeza…

—Pero para ver a Marie sí que tenías tiempo, ¿no? —Marcel señaló una puerta junto a la que había un pequeño y sucio gablete con un ornamentado cartel:

PICARD, MAESTRO DAGUERROTIPISTA

Miniaturas en cuatro tamaños

Primer piso

Richard se detuvo a mirar la pequeña colección de retratos en exposición, en realidad todos ellos monstruosos. La gente miraba fijamente desde el fondo plateado como si estuviera muerta.

—No, no veo ninguna razón para… —Se dio la vuelta decidido, encogiéndose de hombros.

Marcel apretó enfadado los labios y escrutó el rostro de Richard con cierta desesperación.

—Ya nunca hacemos nada juntos. Nunca nos vemos, no vienes a la escuela más que dos días a la semana.

—Eso no es verdad —respondió Richard, con la voz suavizada por la intensidad del tono—, nos vemos continuamente. —Pero lo dijo sin convicción. Lo que acababa de decir Marcel era cierto, y Richard no sabía por qué se estaban distanciando—. Oye, ven a cenar a casa conmigo, anda. Hace semanas que no vienes a casa.

—Si me acompañas ahora —dijo Marcel—. Richard. —Ladeó la cabeza prolongando su nombre—. Riiiichard, ¿y si te dijera que la semana pasada traje aquí a Marie y que le han hecho un hermoso retrato? Claro que no será ella la que sugerirá que os los intercambiéis… —Alzó las cejas con una sonrisa, sacudiendo ligeramente la cabeza—. ¡Venga! —Echó a correr por la escalera de madera y Richard suspiró y fue tras él. Un retrato de Marie. Ella ni lo había mencionado… Pero no, seguro que no, desde luego que no, no se lo había podido dar a ningún otro.

—Lo que más rabia me da —dijo Marcel, mirando hacia atrás en el descansillo— es que esto no te interesa. Es increíble que no sientas curiosidad, que ni siquiera quieras ver la cámara con tus propios ojos.

Richard no se molestó en contestar. Ya habían mantenido aquella misma conversación dos años antes, sólo que entonces versaba sobre muebles y escaleras. ¿Ni siquiera tienes curiosidad por saber cómo se hacen, cómo se unen las piezas de madera, cómo se lacan para lograr la belleza de la superficie? ¡No!, respondió entonces encogiéndose de hombros, y ¡NO! respondía ahora, De pronto, en el segundo tramo de escaleras, se detuvo conteniendo el aliento.

—¡
Mon Dieu
!

—Venga, venga, sólo son los productos químicos —dijo Marcel con impaciencia, y subió corriendo a la sala de espera seguido de Richard, que recibió una bocanada de aire caliente y fétido y se puso de inmediato el pañuelo en la nariz. Era una sala fea: había una ridícula alfombra sobre el suelo mal pintado, y las pocas sillas eran evidentes vestigios de una jasada decoración más armónica. También en las paredes había daguerrotipos, todos de gente muerta excepto una imagen notable de una iglesia, con bellos detalles, que le sorprendió y le atrajo. Marcel fue directamente a cogerla de la pared.

—¡Marcel! —susurró Richard.

Pero el daguerrotipista ya había asomado la cabeza por la cortina de terciopelo. Era un francés de pelo blanco, piel muy sonrosada y anteojos octogonales.

—Ah, eres tú —le dijo a Marcel—. Debí imaginarlo.

—Si quiere puede empezar a preparar media placa para mi amigo, monsieur —replicó Marcel, pero estaba tan absorto mirando la imagen que las últimas palabras resaltaron incomprensibles.

Era de la catedral de St. Louis, tomada desde el centro de la Place d'Armes. Richard, que la miraba por detrás de Marcel, estaba impresionado. Todos los detalles eran de una claridad extraordinaria, desde los adoquines de la calle a las briznas de hierba de la plaza o cada una de las hojas de los árboles.

—¿Lo ha hecho usted, monsieur? —Le preguntó Marcel.

—¡No! —se oyó la enojada réplica detrás de la cortina—. Es de Duval, y necesitó por lo menos veinte placas para hacerla.

—¡La compro! —Marcel fue tras él. Richard se apretó el pañuelo en la cara y entró con cautela en el estudio. El hedor de los productos químicos le estaba mareando. Por las ventanas sin cortinas entraba una luz, deslumbrante que iluminaba un suelo desnudo, al fondo del cual había un pequeño escenario como para una representación, con una silla, una mesa y un tablero empapelado detrás, y el cortinaje suficiente para sugerir una ventana donde no la había.

—¿Y qué te podría pedir por él? —masculló Picard, el daguerrotipista, mientras limpiaba el vaho de las ventanas—. Con la cantidad de productos que empleo en ella, no tiene precio. —El calor del rugiente horno acumulaba el sudor en su cabeza calva.

—¿Y monsieur Duval? ¿Está aquí? ¿Querría venderlo? —preguntó Marcel, caminando nervioso en círculos con el daguerrotipo en la mano—. Siéntate aquí, Richard —dijo de repente señalando la silla tallada. En ese momento surgió una voz desde detrás de una pequeña tienda de muselina negra.

—Sí, estoy aquí, Marcel. No lo vendo.

—Esta calidad sólo se alcanza en uno de cada mil —le dijo Marcel a Richard, enseñándole de nuevo la imagen mientras su amigo se sentaba. Se iba a poner malo, sí no por los productos químicos por el calor—. Quiero decir que la mayoría son simples imágenes, pero ésta es más que una imagen…

—Y veinte placas para hacerla —repitió Picard.

Pero Marcel, como movido por un resorte, había dejado el daguerrotipo apoyado contraía pared sobre una mesa de trabajo y se acercaba al pequeño recinto de muselina del que acababa de surgir la voz.

—Monsieur —le dijo—, ¿puedo entrar?

Una risa surgió de dentro.

—Pasa.

—Tu amigo está loco por los daguerrotipos —dijo el viejo, tendiéndola mano hacia el hombro de Richard para ajustar la cortina de terciopelo. La silla se le quedaba a Richard pequeña, y tuvo que estirar las piernas hasta el borde del escenario—. Cada pocos días me trae un nuevo cliente.

—Monsieur, ¿no podría abrir una ventana, aunque fuera una rendija?

—Lo siento, muchacho, es imposible, por la humedad. Pero yate acostumbrarás. Tú respira hondo y apoya la cabeza en la abrazadera. No tardaremos mucho.

—¿Cinco minutos? —Richard hizo una mueca y al quitarse el pañuelo de la cara se le revolvió el estómago.

—Eso era el año pasado, muchacho. Cuarenta segundos como mucho —contestó Picard—. Un precio muy bajo para una obra de arte.

—Ah, entonces usted cree que eso es arte —sonó la voz de Marcel tras la muselina negra. De nuevo se oyó la risa de Duval, el hombre invisible.

—¡Ya te he dicho que es un arte, a veces! —señaló Picard blandiendo un dedo con gesto didáctico—. Ya te lo he dicho: a veces, cuando un hombre no tiene nada mejor que hacer que destruir todas las placas que no cuenten con su aprobación personal o quedarse dos horas en la Place d'Armes dando un espectáculo para lograr una imagen de la catedral de St. Louis con la luz adecuada. Pero no cuando uno tiene que vestirse y, comer, entonces no es un arte. —Se acercó a la cámara, y Richard la observó por primera vez, Era una caja de madera sobre un adornado pedestal de tres patas.

—Arte, arte —murmuró Picard—, cuando los clientes se quejan todos los días de que se los saca precisamente tal como son. Váyase a un pintor, les digo entone es… si tiene dinero para pagarlo. —La cámara era grande. El daguerrotipista ajustó una apertura que tenía delante, en la que se veía el brillo del cristal. Le dio a una manivela del trípode para subir la cámara y luego, mirando con manifiesta irritación al muchacho alto de la silla, cogió todo el artefacto para echarlo hacia atrás.

¿Y si saliera medio decente y se lo pudiera dar a Marie? A lo mejor no salía como un cadáver, pensaba Richard. En ese momento sintió la más profunda vergüenza. Jamás, jamás se lo daría si mostraba la más remota relación con su profesión. Se volvió a llevar el pañuelo a la boca y contuvo el aliento.

Detrás del recinto de muselina, Duval, un enjuto criollo blanco vestido con un ajado abrigo, susurraba confidencialmente a Marcel:

—Pero no digas las proporciones. Me da la impresión de que eso influye en todo, y no quiero que se sepa…

—Claro que no —respondió Marcel, con los ojos fijos en la placa que Duval acababa de coger del primer baño químico para meterla en el siguiente—. No se lo diré a nadie.

La luz entraba por las junturas de la tienda y centelleaba en los bordes sueltos de la tela.

—Y te contaré otro secreto —susurró Duval con los ojos tan abiertos y atentos como los de Marcel—. Con un poco de grasa cuando pulo la placa, sebo simplemente, sebo de la carnicería, consigo un efecto definitivo.

—¿No ha pensado nunca en abrir su propio…?

—¡Shhhh! —El hombre blanco sonrió a Marcel y se inclinó de pronto, intentando contener la risa y moviendo rápidamente los ojos para señalar a monsieur Picard, al otro lado de la tela—. A su tiempo —dijo en silencio, sólo con los labios—. A su tiempo.

Marcel le miraba con manifiesta y marcada admiración, como solía mirar a Christophe.

—Déjeme tomar la imagen —dijo de pronto—. Sólo por esta vez.

—¡No! —se oyó la voz de Picard—. Vas demasiado deprisa, jovencito.

—Pero, monsieur. —Duval salió apartando la cortina y metió rápidamente la placa en la cámara—. ¿Por qué no le deja? —El rostro de Duval era joven y atractivo, con ese encanto que gana simpatías, y unos buenos modales que daban un cierto brillo a sus palabras—. En realidad lo importante es la preparación y lo que pasa después. Y, bueno, además nos trae muchos clientes…

Picard alzó las manos al cielo.

Marcel se acercó triunfal a la cámara, entornó los ojos y miró a Richard de tal forma que su amigo se exasperó. Marcel lo miraba como un loco. Richard no podía saber que Marcel estaba desenfocando la vista a propósito para poder ver la escena que tenía delante en términos únicamente de luz y sombras. Su confusión llegó al límite cuando Marcel se acercó de un brinco y arrancó la pesada cortina de terciopelo. De esta forma el perfil del abrigo negro de Richard se recortaba perfectamente contra el papel de la pared, y su rostro de tono aceitunado, enmarcado por su pelo negro azabache, cobraba también una nueva claridad.

—No, no te sientes tan rígido —dijo Marcel con voz suave, más despacio de lo habitual—, relájate, los ojos, los párpados… Y piensa. Piensa en lo que te parezca más hermoso del mundo —seguía diciendo con expresión de total concentración—. ¿Ya lo tienes? Bien, pues ahora no me estás viendo a mí. Cuando empiece a contar estarás viendo eso tan hermoso que te calma y te sosiega. Uno, dos, tres…

En el camino de vuelta a casa de los Lermontant, Marcel no dejaba de detenerse a observar los resultados. Se paraba de pronto mientras Richard apretaba los labios exasperado, y abría el envoltorio para mirar fijamente la pequeña placa.

—Horrible, horrible —murmuraba con perfecta sinceridad ante aquel retrato que había dejado a Richard agradablemente sorprendido, incluso halagado, un retrato que ardía en deseos de dar a Marie, a pesar de su inveterada modestia. El de ella lo pondría junto a su cama, no, debajo de la almohada, para que nadie lo viera. No, en su baúl.

—A ella le parecerá bien —comentó Richard encogiéndose de hombros. Tenía los pies entumecidos por el frío de diciembre. Además estaba hambriento, y llegar tarde a cenar era un pecado mortal en casa de los Lermontant.

—Me he pasado en la exposición —suspiró Marcel—. Debí preguntar a Duval antes de empezar a contar, debí parar cuando me lo dijo.

Richard se echó a reír. No comprendía la importancia que Marcel daba a la más ligera tarea o experiencia, y a veces sentía un vago alivio al vivir ajeno a aquellos altos y bajos.

—Cuando veas la placa que le hizo Duval a Marie lo comprenderás. —Marcel cerró el envoltorio por séptima vez y se lo dio a Richard—. Oye, si quieres que te diga la verdad, últimamente no haces caso de nada que no tenga que ver con Marie.

—Venga, no seas tonto —le replicó Richard—. Si quieres que te diga la verdad, eres demasiado joven para comprenderlo.

Marcel le dedicó una sonrisa tan acida que Richard se sintió un poco herido.

—Richard, lo que tú sabes de las mujeres cabe en un dedal. Yo te acabo de llevar a ver uno de los mejores inventos de la historia de la humanidad, y tú no has prestado lamas mínima…

—Exageras —le interrumpió Richard mientras giraban por la Rue St. Louis. La casa estaba justo delante—. Siempre exageras, y crees que todo lo que venga de París tiene que ser maravillo so. ¡París, París, París!

—Marie, Marie, Marie —murmuró Marcel. De pronto cogió la mano de Richard—. ¡Mira!

Los dos se detuvieron. Un poco más allá, justo delante de la casa de los Lermontant, se había congregado una pequeña multitud y se oían gritos. Richard vio a dos hombres que se estaban peleando mientras otros intentaban separarlos. Uno de ellos era Rudolphe, sin duda. Richard salió disparado, y con sus largas zancadas llegó a la escena antes que Marcel.

En el suelo yacía un hombre blanco con el rostro desencajado en una mueca de ira. Su chistera flotaba en el agua de la cuneta. Mientras tanto LeBlanc, un vecino blanco, agarraba a Rudolphe por la cintura.

—¡Detenlo, Richard! ¡Detenlo! —gritó LeBlanc—. ¡Que entre en la casa!

—Negro asqueroso —gritó el blanco mientras forcejeaba por levantarse—. Maldito negro. ¡Llamaré a la policía!

Por todas partes se abrían puertas, la gente salía corriendo a las galerías. Richard metió rápidamente a su padre en el vestíbulo de la casa. Allí estaba el
grand-père
, y tras él Raimond, el marido de Giselle, que parecía totalmente estupefacto. Richard y LeBlanc obligaron a Rudolphe a entrar en la sala principal. Marcel cerró la puerta.

Giselle, histérica, estaba sentada junto al fuego, con el sombrero medio caído y la cara descompuesta y surcada de lágrimas. Charles, su hijo pequeño, se había echado a llorar.

—No quería dejarme en paz, me seguía, no me dejaba en paz —sollozó Giselle—. Yo intenté que dejara de seguirme, que me dejara. Le dije que me iba a mi casa. Sé suficiente inglés para saber lo que me estaba diciendo, lo que pensaba que yo era. —Se estremeció y lanzó un chillido, con los ojos cerrados, dando patadas en el suelo.

Rudolphe tenía el pecho agitado y le manaba sangre de un corte en la sien. Apartó a Richard y a LeBlanc de un furioso empujón.

—¡Maldita basura yanqui! —bramó. Entonces se volvió hacia Giselle—. ¡Y tú! ¡Frívola estúpida! No podías esperar que te acompañara tu madre, no podías esperar que te acompañara tu esposo. Tienes un hermano que mide dos metros, pero no podías esperar que te acompañara. Tenías que salir tú sola a provocar por la calle moviendo las caderas…

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