La noche de todos los santos (48 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

El carruaje había aparecido en la esquina saliendo de la Rue Burgundy para entrar en Ste. Anne. Se detuvo ante la casa de huéspedes, a cuatro puertas de distancia.

—No, monsieur, nunca más —dijo Marcel mecánicamente.

De la casa de huéspedes salió un joven delgado de pelo negro azabache que saltó ágilmente al carruaje por encima del agua que todavía corría por la calle.

«Así que volverán juntos a Bontemps, o irán a reunirse con su familia en el hotel St. Louis. Y han hablado del asunto de Anna Bella. Monsieur Philippe lo sabía cuando la vio en el jardín».

Marcel sintió de pronto una desagradable agitación. Tardó un rato en comprender por qué se había quedado tan sorprendido cuando el carruaje se acercó a la puerta o por qué frunció los labios en una sonrisa amarga. Felix bajó de un salto para abrir la puerta. Marcel apartó la mirada.

—Recuerda lo que te he dicho —advirtió monsieur Philippe blandiendo el índice—. Estudia y cuida de tu madre. Y no te olvides de que el cumpleaños de Lisette es esta semana. Esa niña va a cumplir veintitrés años, es increíble. Cómprale algo bonito. —Volvió a sacar el dinero por tercera vez.

Marcel se metió los billetes en el bolsillo murmurando que, por supuesto, se encargaría de ello.

—¡Y vigila a tu hermana! —dijo por fin monsieur Philippe—. Que no salga sin Lisette o Zazu. Si ellas no están, acompáñala tú mismo. —Hermana, hermana, la palabra emergía con claridad en el torbellino de sus pensamientos. El hermano de su esposa, eso era Dazincourt, el hermano de la esposa blanca de Philippe. Y lo trae aquí, a la puerta de la casa de su concubina. Marcel lo miró como si monsieur Philippe no estuviera aún murmurando vagas instrucciones, como si no le estuviera apretando el brazo con demasiada fuerza mientras subía al carruaje.

De pronto le asquearon aquellos dos caballeros, aquel hermano que debía de sentarse a la mesa de su hermana para comer su comida y beberse su vino y que ahora venía a la ciudad con el marido infiel y tomaba una concubina a pocas puertas de distancia de la concubina de su cuñado. La puerta del carruaje se cerró. Restalló el látigo. Las grandes ruedas avanzaron lentamente, trazando hondos surcos, fueron ganando velocidad y desaparecieron de su vista.

¿Qué le importaban a él esos blancos, sus enredos, sus mentiras? ¿Acaso no sabía que con sus traiciones domésticas habían dado forma a su propio mundo, que habían construido la casa donde él vivía, que hasta los cuadros de las paredes los habían colgado ellos? Marcel se quedó en la puerta, mirando hacia la casa de huéspedes de madame Elsie. Las palabras de Anna Bella le martilleaban en la cabeza: «Es un caballero, como tu padre, un caballero como tu padre». Sí, un caballero. ¿Besaría a su hermana cuando la viera, después de haber conocido al hijo bastardo de su marido? Concubina y bastardo. Eran palabras que aborrecía. ¿Qué tenían que ver con él? «Te quiero, Anna Bella».

«Entra en casa, ponte el mejor traje de domingo, la mesa estará puesta para la comida, encaje blanco, plata,
tante
Louisa llegará enseguida con pastas para el postre. Mira el cuadro de marco dorado de Sans Souci en el campo, columnas blancas, tengo que escribir una carta a
tante
Josette, todos hablarían de la Ópera, tengo cien dólares en el bolsillo para el teatro, tengo el traje nuevo destrozado, tengo en el armario media docena de levitas y camisas con el cuello tieso como un tablón.» «Te quiero, Anna Bella.» «Es un caballero como tu padre». «¡De eso se trata!» «No lo hagas».

Vio aquellos ojos de halcón escudriñando las sombras del pasillo de Christophe, la piel blanca, la mano aferrada al bastón de plata… «que un hombre de color no puede defenderse en el campo del honor… que un hombre de color no puede defenderse de un hombre blanco». «Te quiero, Anna Bella».

Por la Rue Ste. Anne se acercaba un grupo de
gens de couleur
que volvía a casa después de la misa de las ocho, faldas de color rosa y azul levantadas cuidadosamente sobre el barro, levitas negras, paraguas picando los adoquines mojados de las aceras como si fueran bastones.
«Bonjour
, Marcel, ¿Cómo está tu madre?» «No, Anna Bella, no lo hagas». Marcel asintió con los brazos cruzados, como en un sueño.
Bonjour
, madame,
bonjour
, monsieur. «No volveremos a vernos, ¿verdad?». La comida del domingo, lino blanco, vino tinto.

De pronto se dio la vuelta y echó a andar con paso decidido hacia la Rue Dauphine.

Ya no pensaba. Le daba igual que Christophe le maldijera o tener que suplicar de rodillas. El pestillo de la puerta estaba roto, tal como lo había dejado la noche anterior.

La puerta lateral, que también había forzado, seguía abierta. Justo antes de entrar, Marcel se giró y miró el estrecho callejón y la hiedra que se derramaba sobre el muro de ladrillo. Arriba se veían las contraventanas cerradas, como siempre, como las había visto la primera vez que entró en aquel patio. Los altos bananos, mojados y aleteando bajo la fría brisa, todavía ocultaban del mundo exterior todo salvo el cielo gris. La pequeña ventana de la puerta del jardín estaba limpia de barro y a través de ella se veía el destello de color de la calle. Sólo que esta vez Marcel no estaba asustado, como lo estuvo la primera tarde. No sentía nada de aquella cautela instintiva. Se volvió hacia la puerta, impaciente por abrirla y entrar en el largo pasillo.

Los dos lo vieron en cuanto apareció en la sala de lectura. Christophe estaba desayunando en la mesa redonda, con el periódico doblado en la mano. Juliet, con el chal sobre los hombros, se hallaba en una butaca junto al fuego. El café humeaba en la chimenea. El aire era caliente y los vidrios estaban cubiertos de escarcha.


Cher
! —exclamó ella—. Pasa.

Christophe levantó la taza sin apartar los ojos de él.


Cher
! —repitió Juliet con el mismo aire de vaga sorpresa—. Siéntate. —En cuanto Marcel se sentó, ella le levantó la cara para inspeccionar el corte de la barbilla—. No lo tienes mal —susurró—. Apenas se nota.

—¿Has leído la crítica de la ópera? —le preguntó Christophe.

Juliet le estaba sirviendo a Marcel una taza de café con leche.

—Toma,
cher
.

—Ya te dije que el barítono sería la estrella del espectáculo —dijo Christophe—. Dale algo de comer. —Juliet le sirvió un trozo de tarta con un cuchillo—. Deberías leerla —suspiró, dejando a un lado el periódico, pensativo. Tenía los ojos cansados. Adelantó su taza y su madre se la llenó.

Juliet tenía el pelo suelto sobre los hombros y se cubría con el mismo chal de pavos reales y bordados de plata que llevaba el día que Marcel habló por primera vez con ella en la calle. Su rostro reflejaba la luz.

—Tómate un café —le dijo Christophe suavemente—. Pareces dormido.

Marcel abrió los labios. Quería decir algo pero le faltaban las palabras; era como si su voz no le respondiera. Se quedó allí sentado con la vista fija, moviendo los labios en silencio, hasta que por fin se quedó quieto, con el ceño fruncido.

Christophe se levantó, se estiró y dijo que se marchaba.

—Pero si está lloviendo otra vez —observó Juliet.

—Siempre llueve —replicó él mientras se abrochaba el abrigo. Entonces miró a Marcel—. Quédate aquí con mi madre. Hazle compañía un rato. Todavía no he arreglado las puertas y no me gusta dejarla sola.

Se miraron a los ojos mientras Christophe cogía su bufanda de lana del respaldo de la silla.

—Hazle compañía un rato —repitió, poniéndole la mano en el hombro.

Cuando se marchó de la habitación, Marcel miró a Juliet. Se oyeron los pasos de Christophe en el pasillo, y luego el ruido de la puerta de entrada.

—Ven arriba conmigo,
cher
—suspiró ella acercándose—. Vamos a encender el fuego en mi habitación.

Volumen dos

Primera parte

—I—

M
onsieur Philippe Ferronaire había alcanzado su metro ochenta de estatura a los dieciocho años. En aquella época era una altura notable que despertaba tanta admiración como su pelo rubio y sus ojos azules, rasgos nada comunes entre la aristocracia blanca criolla, plagada de antecesores franceses, a la que pertenecían su gente y sus amigos a lo largo de las prósperas orillas del río.

El suyo era el mundo de la plantación de azúcar criolla, un mundo que adquirió merecida fama a la vuelta de siglo, con sus casas de blancas columnatas y anchas terrazas en las que se entrelazaban las rosas y soplaban las brisas del río. Las tardes de verano, desde aquellos porches, se veían pasar los barcos más allá del malecón, surcando las aguas del río como si flotaran en el cielo. Al ser el menor de cuatro hermanos era el niño mimado, y desde edad muy temprana evidenció esa mezcla de vivacidad y encanto que inmediatamente seduce a los adultos. Así que creció en los regazos de tías que le prodigaban sus afectos, lo atiborraban de pasteles y hacían venir a pintores de Nueva Orleans para que perpetuaran sus rasgos, que quedarían en un marco dorado en la pared.

Montaba su poni como un loco entre los robles, alborotaba a los patos de los pantanos con el estampido de sus disparos, bailaba en las bodas de sus hermanos y arrancaba chillidos de alegría a sus sobrinitas con las monedas de oro que les sacaba por arte de magia de los rizos.

Había desdeñado hacer el Gran Viaje, y en los lánguidos veranos rurales que se iban sucediendo, rara vez se levantaba antes del mediodía en la solitaria suntuosidad del
garçonnière
. Prolongaba las sobremesas a base de vino blanco y tabaco, y finalmente se marchaba a caballo a competir con sus amigos a lo largo del malecón o a cortejar a las bellezas locales. Era bueno con su anciana madre, le gustaba pasear con ella entre los naranjos, y por las tardes se acicalaba para ir a la ciudad.

Claro que también estaban el Mardi Gras, las representaciones en el teatro St. Philippe, los billares, en los que demostró ser un excelente jugador, y finalmente su eterna suerte con los naipes. No había participado en la guerra de 1814 puesto que se vio obligado a sacar a las mujeres de los campos de batalla, pero peleó en un duelo cuando tenía veintiún arios y al ver a su oponente morir al instante bajo la húmeda bruma del alba detrás de Metairie Oaks, se vio sobrecogido de horror por aquel acto sin sentido. Después de aquello siguió manejando el estoque, es cierto, y le encantaba avanzar por la tarima con paso rápido y la pose perfecta, pero era una actividad circunscrita a los sábados y practicada en elegantes salones de la ciudad.

Al atardecer, con los músculos de las piernas fatigados, volvía al piso de sus primos en la ciudad cantando en voz alta las pegadizas melodías de la ópera italiana, se pasaba una o dos horas con los caballos, cenaba tarde y luego aparecía en los «salones de baile cuarterones».

Le encantaban las
sang-mêlées
con las que bailaba y estaba convencido de que cualquiera de ellas podía ser su concubina, pero siendo todavía demasiado joven, y libre, y reacio a atarse con ningún compromiso, escuchaba con una sonrisa los chismorreos de sus amigos, hombres encadenados a encantadores grilletes. Le gustaba su vida, se pasaba meses visitando las plantaciones de la parte alta del río, adoraba el lujo de los largos días en los barcos de vapor, y en su casa era el niño mimado de las esposas de sus hermanos.

Al fin y al cabo tenía tiempo para mostrarse gentil, inventaba divertidas historias y a veces, bajo la tenue luz del final de una fiesta, se sorprendía enamorándose de una prima que estaba a punto de casarse, y suspiraba tristemente en la noche.

¿Pero cuáles eran en realidad sus perspectivas?, preguntaban las madres de las muchachas con las que bailaba en los cotillones, por más que ofreciera una figura imponente cuando llegaba a caballo a la puerta. Era elegante en la pista de baile, por supuesto jugaba con los niños, estaba siempre dispuesto a complacer a los padres y podía pasarse la noche a base de coñac, dominó o naipes. Pero Ferronaire era una plantación en lucha constante por sobrevivir; había crecido con la industria y sufría con sus experimentos, desesperada a veces por falta de capital y nadando luego en los beneficios de una buena racha, con los que debía mantenerse en épocas más veleidosas.

Fueron sus hermanos los que construyeron la ruidosa fábrica con aquellas chimeneas que vomitaban humo, y fueron ellos los que se inclinaban sobre los tanques burbujeantes y los que conducían a los negros al atardecer por los fríos campos para cortar las cañas maduras antes de las heladas.

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