—¡No me digas que el hecho de crecer puede destruir eso! —susurró ella entre lágrimas—. No es cierto. No es justo. —Se tocó suavemente los ojos húmedos—. Lo que pasó esa noche en casa de
michie
Christophe… fue culpa mía. ¡Lo hice yo!
—¡No digas eso! —estalló él—. ¡No vuelvas a decir eso! —Tendió las manos, queriendo cogerle los brazos, pero enseguida las dejó caer.
—¿Pero por qué es eso tan importante? —preguntó ella mirándole con la cabeza inclinada—. ¿Por qué es tan importante como para destruir todo lo demás?
—No es eso. No fue culpa tuya, ¿es que no lo entiendes? Habría sucedido antes o después, en algún momento, en cualquier momento que estuviéramos a solas. ¡Fui yo! Podría hacerlo otra vez. Me resultaría imposible estar a solas contigo sin desearlo. ¡Ahora mismo deseo besarte, tenerte en mis brazos!
Anna Bella se quedó mirándolo fijamente, sorprendida, con los dedos en los labios.
—Pero ¿por qué…?
—¿No lo ves, Anna Bella? ¡No puede haber nada entre nosotros! —Ahora era él el que lloraba. No podía contener las lágrimas, pero tragó saliva y habló con voz de hombre—. Todo ha sucedido demasiado pronto, en un mal momento. ¡Todavía no soy independiente! No puedo cortejarte, ni siquiera puedo decirte lo que siento. Pero soy un hombre, un hombre que no tiene nada más que sus sueños. Tú sabes cuáles son esos sueños, lo has sabido siempre, Anna Bella. Es lo único que tengo.
Era evidente que ella no comprendía, pero sí había percibido que Marcel la quería, y él vio reflejados en sus ojos el afecto, la pasión.
—Yo te esperaría —susurró ella con voz conmovedora—, si tú, si tú…
—¡No sabes lo que estás diciendo! —Marcel retrocedió, con los puños apretados—. ¿Me esperarías cuánto? ¿Diez años, veinte? Anna Bella, puede que todavía tarde tres años en marcharme a Francia, y sólo Dios sabe cuándo volveré, si vuelvo. —Movió la cabeza—. ¿Qué estarías esperando?
Al oír estas palabras, Anna Bella se sosegó. Lloraba pero en silencio, con una indescriptible tristeza en el rostro. Era una verdad sabida, no podía decir que le sorprendiera. Pero no sentía ningún alivio: era una simple derrota. Se dio la vuelta en la silla, como si estuviera volviendo su llanto hacia dentro, con las manos rígidas en el regazo.
Marcel la miraba desesperado: una figura solitaria entre sus faldas azules, moviendo ligeramente los hombros entre silenciosos sollozos. Entonces le asaltó una loca idea: que nada importaba mientras estuvieran solos en aquella habitación. Que se fuera al infierno todo lo que pudiera existir fuera de ella. Se acercó a Anna Bella, sabiendo que no le haría daño, que nunca le haría daño, que no la dejaría convertida en «mercancía defectuosa» para los elegantes hombres blancos de madame Elsie ni para un futuro marido a quien ella pudiera amar. Pero tenía que poseerla, tenía que ser suya de alguna manera, al menos besarla, abandonarse por un instante en sus brazos. Era imprudente, era incorrecto, pero no le importaba. La noche anterior tal vez habría sido imposible, cuando enloquecido había roto la puerta de Juliet. Pero ahora, en la quietud del alba, ella estaba en su habitación con él, y una bruma gris empañaba los cristales de las ventanas. La estrecharía contra su pecho. Tenían derecho a ello, ¿no? ¿Por qué demonios iba a permitir que alguien le arrebatara ese derecho?
Ella no le había visto moverse, no lo vio acercarse en silencio, y justo cuando Marcel tendía la mano, ella, sumida en sus pensamientos y con voz velada, dijo:
—Hay un hombre.
Marcel se detuvo, apoyando en el respaldo de la silla la mano con la que casi la había tocado.
—Ya ha hablado con madame Elsie —prosiguió ella con un hilo de voz—. El viejo capitán se está muriendo y no vendrá más, así que sólo queda madame Elsie, y ya lo ha dispuesto todo. Bueno, siempre que yo lo acepte.
Miró a Marcel con tristeza y vio que tenía clavados en ella sus ojos azules, vio su rostro canela, la boca inmóvil, como maravillada.
—… Es decir, si hoy le digo que sí. Tu padre lo conoce. Se llama Vincent Dazincourt.
Vincent, Vincent, era como un chirrido áspero que no cesara, como si un animal arañara la puerta. Vincent, Vincent, el hombre blanco de ojos de halcón que aquel día se había levantado en el salón de madame Elsie cuando Marcel quiso entrar. Sí, tenía que ser él, porque era el mismo Vincent de ojos negros que había ido a casa de Christophe con el bastón de plata: «No cometas dos veces el mismo error».
—… Un caballero como tu padre —decía ella con la vista baja y el ceño fruncido, tocándose nerviosamente el pelo con la mano—. De la familia de su esposa… Dazincourt… en realidad es el hermano de su esposa… de Bontemps.
—¿Bontemps? —susurró él.
—Es una persona acomodada y joven. Bueno, ha alquilado la suite de arriba. Ya se ha pasado horas hablando con madame Elsie, y quiere mi respuesta hoy. —Entornó los ojos un instante y se mordió el labio—. Ella se encargará de que todo sea al viejo estilo. Tendré mi propia casa. Y como el viejo capitán se está muriendo y madame Elsie ya es anciana… —Alzó los ojos implorantes, llenos de lágrimas, y se levantó lentamente—. Tengo que decírselo hoy… —susurró—. ¡Pero yo no le quiero! —estalló de pronto con un sollozo—. ¡Ese hombre no me importa nada!
—¡Pues dile que no! —resolló Marcel furioso—. ¡Dile que te deje en paz! Dios mío, Anna Bella, hazle frente. Yo no puedo hacerlo por ti.
—¿Pero por qué? ¿Por qué tengo que hacerle frente? ¿Por qué?
Marcel le dio la espalda, golpeándose un puño contra otro, hasta que finalmente se volvió de cara a la pared y lanzó dos puñetazos al yeso.
—¡Marcel! —gritó ella—. ¡Marcel!
—¡No! —Se dio la vuelta—. ¡No! —La miraba con los ojos muy abiertos—. Anna Bella, cuando cumpla dieciocho años me iré de aquí. O me voy a Francia o me muero. Y nada, nada me lo va a impedir, ni tú, ni Dios ni el diablo. No pienso atarme esa piedra al cuello. ¡No! —gritó.
Ya no la veía, cegado por sus propias lágrimas. Pero sabía que Anna Bella se alejaba, que se había dado la vuelta como si la hubieran herido brutalmente, y que se acercaba a la puerta. Se le paralizó la lengua cuando intentó pronunciar su nombre, pero en el último momento logró retenerla y cerrar la puerta con el brazo.
Enterró la cara en su cuello y estalló en un llanto incontrolable mientras ella le acariciaba tímidamente, muy despacio. Sus pechos firmes se aplastaban contra él. Era ella la que le consolaba, laque le ofrecía su apoyo, la que le rozó la mejilla con los labios mientras le acariciaba el cuello con los dedos.
—Escúchame —le susurró él cuando recuperó el aliento—. Si es un caballero, si estás segura… —balbuceó—. Si es lo que quieres, si es lo mejor… Pero no hagas ninguna tontería, no te apresures. —Soltó un largo suspiro y se estremeció. Era lo que Richard quería, lo que Marie le había dicho: que fuera un hermano para ella, que la ayudara, que diera su consentimiento—. ¿Me estás escuchando? —preguntó, enjugándose las lágrimas bruscamente, enfadado—. No tienes que hacerlo si no está todo dispuesto como tú quieras, ¿comprendes?
Ella apoyó la cabeza en su hombro, llorando, y Marcel sintió el tacto sedoso de su pelo.
—Si fuera mayor, más maduro… —dijo él—. Podría… podría…
—Ya lo sé. Ya lo sé.
—Pero no debes permitir que ese hombre te fuerce, ¿entiendes, Anna Bella? Júramelo. Si intenta forzarte acudiré a monsieur Philippe, acudiré a mi madre, te lo juro.
Ella lanzó un gemido lento, suave. Luego se apartó. Marcel estaba aturdido, agotado. Anna Bella le cogió la cara con las dos manos y le besó la frente.
—Tú sabes cómo habría podido ser —susurró Marcel sin mirarla, con la vista perdida en un lejano y mítico bulevar donde los carruajes pasaban sobre el Pont St. Michel, desde donde se veía el rosetón de Notre Dame—. Habríamos tenido una casita en estas calles… —Estaba descendiendo de uno de esos carruajes. En su sueño llevaba una chistera y una amplia capa. En su sueño entraba al atrio de Notre Dame. Las campanas sonaban en lo alto, la gente se movía como fantasmas bajo los inmensos arcos—. Habríamos tenido hijos, muchos hijos, y yo… ¡Yo estaría amargado! Amargado por no haberme ido nunca, por no haber visto nunca… —Se dio la vuelta de nuevo, con la capa y la chistera, hacia las puertas abiertas de la iglesia. El sol se derramaba en el suelo ante él, caía sobre las sinuosas murallas del Sena, sobre los altos tejados. Toda la ciudad de París relucía bajo el sol—. No podría renunciar a ello, Anna Bella. No podría. Pero si ese hombre te hace daño, te juro por Dios…
Ella volvió a abrazarlo, acunándolo casi en sus brazos.
Cuando Marcel se incorporó, estaba tranquilo aunque se encontraba mal.
—No volveremos a vernos, ¿verdad? —preguntó Anna Bella—. Quiero decir así.
Él movió la cabeza.
—Una vez le dije que lo pensaría, que consideraría la idea de vivir con él, pero sólo si luego podía seguir viendo a «mi amigo». Él me preguntó quién era ese amigo y yo le dije que eras tú. Se lo conté todo, aunque por supuesto nunca le dije quién es tu padre. Eso nunca se lo diría, sabiendo que… bueno, que es el cuñado de tu padre. Nunca cometería ese error. Pero le dije lo que había entre tú y yo, por lo menos lo que había antes.
Marcel movió la cabeza de nuevo.
—Puede que ahora acceda a todo porque te está cortejando. Si yo te estuviera cortejando me arrodillaría a tus pies. Pero dentro de un mes ya no será lo mismo, no querrá encontrarme en su casa cuando vuelva de su plantación.
Anna Bella frunció el ceño. Las lágrimas acudieron de nuevo a sus ojos.
—Además —susurró él—, no me puedes pedir eso.
—No, supongo que no —contestó ella, casi como en un sueño—. Adiós, Marcel.
Marcel, incapaz de moverse, la vio marcharse y cerrar la puerta en silencio. Se quedó allí un minuto entero, hasta que de pronto gritó:
—¡Espera, Anna Bella!
Fue tras ella, pero se detuvo de pronto. Anna Bella casi había llegado al final de la escalera. Monsieur Philippe estaba en la puerta trasera de la casa, con su bata de seda atada descuidadamente y un puro entre los dedos. Miraba a Anna Bella, que atravesaba el patio delante de él, con la cabeza gacha, poniéndose los guantes a toda prisa. No lo miró ni una sola vez. Caía una llovizna tan ligera que no se oía. Anna Bella se detuvo para abrir el paraguas y siguió caminando mientras las gotas de lluvia moteaban la seda negra.
Monsieur Philippe alzó los ojos hacia la galería y miró fríamente a Marcel antes de meterse de nuevo en la casa y cerrar la puerta.
M
onsieur Philippe desayunó tarde. Dejó los periódicos esparcidos sobre la mesa, se bebió tres o cuatro vasos de cerveza y se quedó allí fumando hasta el mediodía. Cuando Marie llegó de misa tuvo que ponerse otra vez el vestido de ópera a petición de su padre, que quería vérselo otra vez. Luego él la cubrió de besos y le regaló el pequeño secreter portátil. Era una joya de laca y oro que se remontaba a varias generaciones atrás, le explicó. Debía tratarlo con cuidado. Lo podía poner sobre una mesa para escribir una carta o incluso apoyárselo en el regazo si estaba sentada en la cama. Tenía un tintero de cristal, un fajo de papel de pergamino para escribir notas y varias plumas nuevas. Monsieur Philippe estaba encantado con los cambios experimentados por Marie. Le preguntó si necesitaba más dinero para la peluquería. Dijo que las tías no tenían que reparar en gastos para hacerle vestidos nuevos, y que le enviaran la cuenta al viejo Jacquemine.
Cecile, sentada en el canapé, lo observaba todo desde un aparte sin decir una palabra. Cuando se quedaron los tres a solas en el salón, Marcel, Philippe y ella, mencionó con voz queda que Marcel había tenido algunas dificultades con el antiguo maestro y que ésa era la razón de que le hubiera matriculado en la nueva escuela.
—Ah… Ya sabía yo que había algo. —Philippe chasqueó los dedos y volvió la página del periódico, alisándola con cuidado—. ¿Y ya está todo arreglado? ¿Te estás comportando? —Miró a Marcel.
—Estoy estudiando mucho, Monsieur —dijo Marcel inexpresivo. Temía el momento en que tuviera que explicar la presencia de Anna Bella. No tenía la más remota idea de lo que iba a decir.
—Hmm. —Su padre tomó algunas notas en un cuaderno de tapas de cuero, murmurando en voz alta—. Arreglar las tuberías, hmm, vestidos para Marie. Y para ti. Supongo que estarás creciendo un centímetro al día. No compraste el caballo, ¿hmm? ¿Qué te pasa? Bueno,
ma chérie, ma petite
, tengo que irme.
Cecile suspiró al abrazarlo. Marcel quiso desaparecer, pero Philippe lo llamó.
—
Mon fils
, espérame en el jardín. —Ya había mandado a Felix a los establos a preparar su carruaje.
—Monsieur —comenzó Cecile con suavidad— ¿cuándo cree que debería marcharse? ¿Cuando cumpla los dieciocho? ¿Es entonces cuando tienen que entrar en la universidad?
—Todavía falta mucho —dijo él—. Toma. —Sacó un fajo de billetes cogido con un sujetapapeles de oro—. Que vaya al teatro si quiere. Van a representar a Shakespeare. Que aprenda inglés también, ¿Les está enseñando inglés ese Christophe? Todos tendremos que aprenderlo más pronto o más tarde. ¿Les enseña Christophe algo práctico?
«Bueno, es el momento», pensaba Marcel cuando por fin se encontraron en el camino de acceso a la casa. Había dejado de llover. Los plátanos estaban limpios y relucientes y el aire no era tan frío bajo el sol del mediodía.
—Esa chica —dijo monsieur Philippe mirando con cautela a ambos lados de la estrecha calle—. ¿Qué hacía esta mañana en tu habitación, me lo quieres explicar?
Sus ojos azules, inyectados en sangre después de la borrachera de la noche, irradiaban un frío sobrecogedor. Rara vez había adoptado ese tono con Marcel, que se sintió humillado.
—Ella y yo somos como hermanos, monsieur. Jugábamos juntos de pequeños, vive justo al final de la calle…
—Ya sé dónde vive —le interrumpió monsieur Philippe con tono inexpresivo pero cargado de intención—. Estás muy mimado —añadió esbozando una ligera sonrisa, aunque sólo con los labios—. Eso es lo que pasa. Te han mimado desde el día que naciste. ¿Alguna vez has deseado algo que no tuvieras? —preguntó alzando la cabeza en un gesto fugaz.
—No, monsieur —murmuró Marcel.
—No eres más que un niño, no sabes nada de la vida —dijo, dándole un desenfadado puñetazo en el hombro. Marcel sintió un curioso escalofrío—. Esa chica es demasiado mayor para ti. ¡Ya es una jovencita! No quiero enterarme de que ha vuelto a estar aquí.