A él no le importaban estas cosas. La plantación le aburría, y sólo de vez en cuando, con una arrogante postura en la silla y las espuelas relucientes, cabalgaba con algún amigo por sus campos.
Naturalmente le correspondía una parte de esas arpendes pero ¿qué significaba eso, sabiendo que todos sus hermanos tenían ya esposa y niños que correteaban por el jardín y las enormes habitaciones?
El apellido de Philippe era tan antiguo como Luisiana, una ventaja que no tenía precio para las familias de abolengo. Él se pasaba la vida en los salones, en la terraza, bebiendo
eau de sucre
, esperando su oportunidad y besando las manos a las damas.
Una tarde, en Nueva Orleans, encontró entre las cuarterones del salón de baile a Magloire Dazincourt, un primo lejano mayor que él, y percibió por un instante la pobreza de aquella vida de soltero. Estaba cansado de ella. Allí estaba su primo, a los sesenta años, dueño de veinte mil arpendes, que a pesar de ser viudo contaba con el consuelo de un hijo pequeño y cuatro hijas casaderas. La
famille
lo era todo, realmente.
Cuando llegó el verano, Philippe se había casado con Aglae, la hija mayor y favorita de Magloire, y viajaba río arriba a Bontemps, los interminables campos de caña de la plantación de su suegro. Su riqueza lo deslumbró. A la boda asistieron quinientos invitados.
Pero antes de que el feliz acontecimiento "uniera dos ramas remotas de la familia, Magloire se había hecho amigo rápidamente de su futuro yerno, al que confió (era un asunto muy sencillo para un soltero que acudía tanto a la ciudad) una cierta serie de tareas respecto a una hermosa mulata a la que mantenía en un piso de la Rue Kampart. Le estaba haciendo una casa en la Rue Ste. Anne.
De una vieja vivienda de estilo español destruida por el fuego había quedado tan sólo la cocina y el
garçonnière
. Magloire consiguió el terreno a buen precio y estaba construyendo una casa, cómoda aunque modesta, que tendría cuatro habitaciones principales. Pero todo tenía que hacerse según los deseos de
ti
Cecile, la beldad negra de Magloire, puesto que sería su futuro hogar. ¿Podría Philippe supervisar las obras, es decir, acercarse al principio de cada semana para que los trabajadores vieran que el amo andaba por allí? Magloire le agradecería muchísimo, además, que fuera a echar un vistazo a la pobre muchacha, que estaba sola en el piso y que después de perder dos niños esperaba un tercero.
Philippe sonrió. Creció el respeto que sentía por su suegro. Al fin y al cabo el hombre había cumplido ya los sesenta, y a pesar de todo estaba viviendo un romance. Hacía tiempo que sospechaba que su padre había conocido tales placeres de joven, al igual que sus hermanos. Pero aquellas aventuras juveniles con mujeres de dudosa reputación acababan desapareciendo cuando tenía lugar la inevitable boda. Claro que, después de todo, Magloire era viudo. Así que un día de 1824 Philippe acudió a la Rue Rampart e hizo sonar el llamador de bronce de la puerta de aquella mujer.
La tarde que pasó en su salón le dejó una perdurable impresión, que en cierto modo le sedujo. Él, por supuesto, ya había conocido a las adorables cuarteronas, mujeres tan blancas que no conservaban ningún rasgo africano, y otras de piel más oscura pero igualmente encantadoras con sus pobladas pestañas y la suave piel de color caramelo que le recordaba a las mujeres hindúes que había visto en los libros. Emanaban un aura exótica e indómita, y bailando con ellas sobre las pistas pulidas, acariciando ligeramente con la mano una estrecha cintura o un brazo redondeado, había soñado con salvajes placeres que no conocía. Era una lástima que estuvieran tan celosamente guardadas. Para tenerlas había que «colocarlas», era la costumbre, el
placage
: promesas, rituales, un compromiso a largo plazo. Algunas de estas mujeres, de piel clara y sorprendente refinamiento y altivez, le parecían blancas hasta la médula. Se asemejaban demasiado a las mujeres de bien de su propia casa. ¿Quién iba a querer una concubina así? Se las podía imaginar estremecidas en la almohada y haciendo la señal de la cruz.
Pero allí, en aquel piso grande y suntuoso mantenido por su primo y futuro suegro, Philippe encontró una seductora combinación que jamás había visto y que pasaría a formar parte de sus sueños. Aquella mujer era diminuta y frágil como una muñeca de porcelana, vestida a la última moda, oscura, muy oscura, con la piel de color nogal como la de los africanos de pura sangre que se veían en los campos. Philippe quedó intrigado por la finura de sus rasgos, su boca pequeña cuyo labio inferior temblaba ligeramente cuando se acercó a él con la timidez de una niña. Era como una mujercita blanca tallada en piedra oscura. A Philippe le atrajo aquella oscuridad, la reluciente piel marrón, y tuvo que ahogar el deseo casi enloquecedor de tocarle el dorso de las manos para sentir su textura, tal vez la misma suavidad sedosa que adoraba en las niñeras negras de su infancia.
Los ojos de ella reflejaban el miedo salvaje de un animalillo capturado en el bosque, aunque era bastante mayor. Tenía más de veinte años, sin lugar a dudas, y no manifestaba la irritante y peligrosa coquetería de las jóvenes ignorantes.
Hablaba bien el francés, no quiso sentarse en su presencia hasta que él insistió, y sonreía de vez en cuando con atractiva espontaneidad mientras él se esforzaba para que se sintiera cómoda. Sus dedos diminutos jugueteaban en ocas iones con el broche que llevaba al cuello. Philippe nunca había visto unas manos tan pequeñas. Sería un placer cuidarla y, conmovido por lo que parecía pura reverencia hacia él, se marchó de mala gana para emprender el largo camino de regreso a su casa. Mientras cabalgaba bajo el sol poniente sonreía pensando que su futuro suegro era el mismo hombre que había sido en su juventud. Cecile era un nombre adorable. Cecile.
Magloire estaba enfermo en la época de las nupcias, y lo sabía. Ansioso por ilustrar a su yerno en todos los detalles de su vasta plantación, montaba demasiado a caballo y trasnochaba también demasiado, hasta que por fin tuvo que meterse en la cama con el primer frío del invierno. Su hijo pequeño, Vincent, fue confiado a Philippe y Aglae para que lo educaran como si fuera suyo. Antes de Año Nuevo Maglorie fue llevado al cementerio del condado tras una concurrida misa de réquiem. Philippe, a solas esa tarde en la terraza, miró en todas direcciones sin ver nada más que tierra que ahora le pertenecía.
Trabajó con ahínco los primeros meses, no sólo por la novedad y por el placer de dar órdenes a tanta gente sino por miedo. No estaba preparado para la inmensa responsabilidad que le correspondía. Sus hermanos acudían cuando les era posible, pero él no pensaba más que en dirigir la plantación y montar todo el día por los campos. Por la noche se encargaba de los libros y acababa casi ciego.
Era la época de la recolección de caña en prevención de que una helada temprana las destruyera. El enorme equipo de esclavos estaba exaltado y dispuesto para la ardua tarea y ya se habían recogido montones de madera de las lodosas orillas del río y los pantanos para alimentar los rugientes hornos de la trituradora. El viento barría las galerías con gélidas ráfagas.
Le dolía la espalda. Se pasaba la vida en la silla de montar, y los pies le hormigueaban cuando por fin tocaban el suelo.
Philippe contemplaba con rencor la tarea que le había caído sobre los hombros. Le parecía que todo aquello debía estarlo haciendo otra persona, ¿por qué él? Si lo pensaba con detenimiento, aquello no tenía sentido. Philippe era rico, dueño de "veinte mil arpendes, tenía el poder en su mano. ¿Pero cuándo tendría tiempo de disfrutar de los placeres de la casa palaciega que había adquirido y que eclipsaba la vieja casa de estilo criollo en la que había nacido? Una casa con columnas griegas tan anchas que no podía abarcarlas con los brazos, con una elegante escalera en espiral, una casa donde la luz del sol atravesaba por todas partes los prismas de los candelabros de cristal. Le hubiera gustado disfrutar de la tranquilidad de los viejos tiempos, familiarizarse a su gusto con aquellos lujos.
Pero sus hermanos le presionaban mucho más allá de su capacidad de trabajo. El capataz estaba constantemente a su lado, y Philippe, visiblemente irritado con todos los que le rodeaban, adoptó modales autoritarios con los esclavos. Lo que había detrás de todo esto era miedo, desde luego. Philippe hubiera preferido ser querido por todos. De ahí que a la vez que ordenaba latigazos que luego no presenciaba, y trataba tiránicamente a la cocinera y al mayordomo, a veces caía en un trato familiar con todo el mundo, esperando ser servido y amado al mismo tiempo.
Al final de la cosecha había aprendido lo que era la plantación. La producción era envidiable, fantástica. Tras consultar viejas publicaciones sobre los más mínimos problemas y los cambios de clima en los últimos años, plantó la caña para la siguiente estación, construyó diques y reparó los canales de riego. Cuando se celebró el gran baile, justo antes del Adviento, el ancho camino entre los robles se llenó de carruajes. Aglae esperaba un hijo.
Aglae.
De haber sido un hombre reflexivo, se habría maravillado de su propia ceguera. ¿Cómo no había adivinado el carácter de Aglae en los primeros encuentros? ¿Cómo había sido tan estúpido?
Le había parecido una suerte inmensa. Era tan hermosa su prima rica… Y llevaba la casa de su padre con mano firme.
A Philippe le gustaban los platos que ella mandaba preparar especialmente para él en aquellos primeros tiempos, y por la noche, cuando se hundía en el gigantesco colchón de su inmensa y engalanada cama, la encontraba dócil como una niña.
Pero Aglae, aquella muchacha de ojos oscuros que se sentaba frente a él en la mesa y sin hacer el más mínimo gesto, impasible, escuchaba sus divagaciones o los alardes que hacía ante sus hermanos sobre su trabajo, no era sólo una mujer discreta y sumisa. Había algo duro y frío en su boca pequeña y sus mejillas hundidas, algo burlón y calculador en sus ojos serios. Dos veces denunció ella sus evidentes exageraciones con unas pocas palabras duras y bien escogidas. A Philippe le habría gustado que le riera sus ocurrencias, que le dijera que estaba muy elegante con sus abrigos nuevos y que le atendiera en su cansancio cuando por fin se desplomaba cada noche a su lado. Tenía que ser firme con ella, decidió finalmente, encontrar pequeños fallos en la dirección de la casa como a menudo había visto hacer a sus hermanos con sus mujeres. Tenía que dejar claro que él no era tan fácil de complacer como ella suponía.
Pero lo único que logró de ella con esto fue una gélida incredulidad y una sonrisa casi venenosa. Aglae se había quedado sin madre a los doce años. Cuando recorrió el pasillo de la iglesia con el blanco nupcial ya llevaba cinco años siendo la señora de Bontemps. Al darse cuenta de la estupidez de cuanto había dicho, Philippe se sintió frustrado hasta la médula. A partir de entonces se sentaba sombrío a desayunar en su enorme dormitorio y sentía deseos de estar de nuevo en casa de su madre.
Aglae se vengó poco después informando con voz grave e inexpresiva de que los esclavos se quejaban de las contradicciones de Philippe, que ella no permitiría que azotaran al personal de la cocina, que el capataz, el viejo Langlois, se iría inmediatamente si no se le aplacaba, y que Langlois era indispensable puesto que había estado en Bontemps desde que ella nació.
Era la imperdonable arrogancia de una mujer consentida, había declarado Philippe. ¿Acaso no trabajaba él hasta que le dolían todos los huesos? No pensaba tolerar ni un instante más que su esposa le hablara en ese tono. Ella se limitó a marcharse con una carcajada.
Philippe se quedó dolido y confuso. Se sentía herido y torpe en su presencia, y a partir de entonces la despreció por ello. Aglae parecía estar siempre en segundo plano cuando él saludaba a la familia y los amigos, juzgándolo con su silencio. Se convirtió en una mujer cruel, vengativa e ingrata. Por ella se había hecho cargo Philippe de aquel monstruoso paraíso feudal, y ahora vivía con el temor de que Aglae descubriera algún detalle que le humillara o le arrojara a la cara la prueba de una decisión errónea.
Las comidas eran un suplicio para él. Sus hermanas parloteaban suavemente de cosas sin importancia y él odiaba el ruido de la cuchara de Aglae golpeando el plato. Se quedaba bebiendo hasta tarde, hasta que la recurrente necesidad de someterla, avivada durante esas largas horas, le conducía una y otra vez a la puerta del dormitorio. No había ningún afecto entre las sábanas.
A medida que pasaban los años se hizo evidente que ella no le respetaba. Las ocurrencias de Philippe, que tanto divertían a otros, sonaban ridículas cuando las pronunciaba en su presencia. Su encanto pareció marchitarse y ni siquiera en Navidad, cuando la casa estaba atestada de gente, conseguía no parecer un inepto ante su fría mirada. Mientras tanto ella no hacía más que aumentar su poder: primero madre devota de Vincent y luego, tras un parto ejemplar y sin quejas, de su propio hijo. La gente admiraba continuamente su donaire y sus habilidades domésticas, los esclavos la adoraban, y Aglae se convirtió en la favorita incluso de la madre y las tías de Philippe. Él siempre mantuvo en secreto el hecho de que lo despreciaba, y de vez en cuando buscaba el modo de corregirla en presencia de otros, pero siempre se equivocaba de forma y luego tenía que ofrecer sus excusas al sentir la silenciosa censura a su alrededor. ¡Si supieran! Una mujer debería apoyar a su marido, enjugarle la frente. Ella, en público, le mostraba siempre un falso respeto. Una vez a solas en su despacho, Philippe atravesó de un puñetazo el yeso de la pared.
¡Qué soledad!
Pero en el fondo de su corazón a veces pensaba con temor en el profundo desprecio que Aglae sentía por él. Era algo que Philippe estaba dispuesto a aceptar, aunque no le satisfacía: en realidad no quería dirigir Bontemps. No tenía ninguna pasión que emulara la del fallecido Magloire o la de sus propios hermanos. Avergonzado, se preguntaba también por qué había renunciado a la vida que tanto le gustaba. Ahora vivía con el temor de que otros percibieran su falta de ambición o de cometer errores por descuido, errores que tal vez no pudiera reparar. Pasarían años antes de que el pequeño Vincent pudiera echarle una mano.
Cuando terminó el verano, Philippe se hallaba en un estado de perpetua furia contra su mujer y se maravillaba de la extraordinaria independencia de que ella hacía gala: Aglae se comportaba a diario como si él ni siquiera estuviera allí. Sentía lástima por sí mismo y deseaba mortificarla. La rígida pasividad que Aglae le ofrecía por la noche, la misma que tanto le había atraído al principio, le parecía ahora el peor insulto de cuantos tenía que soportar. Cierto que ella le daría hijos —ya le había dado uno y otro venía de camino—, pero eso no hacía más que añadir méritos en favor de ella. Philippe comenzó a dormir en el sillón de su despacho.