Dónde, se preguntaba Marcel, dónde estaría el estudio de Duval. Ojalá estuviera con él y no con Picard. Era algo más que una frustración. Toda la sala le parecía insoportablemente descuidada, y sus pensamientos vagaban despacio, lejos de allí, hacia el estudio que él había visitado en otro tiempo. La tarde que llevó por primera vez a Marie, o aquel sábado por la mañana que había sacado a Lisette a hurtadillas de la cocina con su vestido nuevo de algodón. Lisette se había negado a sentarse en la silla y prefirió quedarse de pie tras ella, con el
tignon
anudado al cuello como un pañuelo gitano.
—Siempre pensé que monsieur Duval acabaría estableciéndose por su cuenta —murmuró—. Tiene mucho talento. —Y le iría de maravilla, por mucho que dijera el anciano.
—Sí, mucho talento para la conspiración y la ingratitud. —Picard abrió la cortina y puso la placa en la cámara—. El muy idiota me pidió dos días de paga por adelantado y yo, tonto de mí, se los di y no volví a verle. —Alzó la mano y se giró para consultar el termómetro. El sol relucía en la piel rosada de su cabeza calva—. En este negocio, sin un ayudante no puede uno ni salir un momento para ir al… para ir al banco. —Miró las ventanas acabadas de limpiar y movió la mano ante la estufa.
Marcel era presa de una curiosa rigidez. Miró fijamente al anciano, que ajustaba la altura de la cámara. El aire caliente era desagradable, los productos químicos nocivos. Marcel se preguntó por qué había ido allí. Ya había pasado el momento de aquella extravagancia. Estaba perdiendo el tiempo.
—¿Qué le paga a un ayudante? —preguntó. Pero su voz era baja, apagada como sus ojos. Duval había sido siempre una excepción en aquel negocio, y Picard era uno del montón. ¿Por qué se había arriesgado a encontrarse con él a solas?
—¡Un dólar al día! —anunció el viejo—. ¡Y demasiado es! El que vino después de Duval no podía sacar un retrato si yo le miraba. ¡Y el siguiente era un ladrón! —Frunció la frente enrojecida y sus cejas blancas se juntaron sobre la fina montura de oro de los anteojos—. Con todo lo que puedo enseñar —masculló—, con la excelente preparación que…
—Y los productos químicos doce horas al día —replicó Marcel—, y la interminable procesión de mujeres que quieren parecer diez años más jóvenes, y los niños que no se están quietos.
—¡Vamos, vamos! ¡Tampoco están malo! —El anciano se llevó la mano a la cintura—. Eras tú el que decías que esto es un arte, jovencito. ¿Un dólar por el privilegio de aprender un arte? ¿Qué te crees que cobra el empleado de una tienda? —Sus ojos grises se dilataron. Picard sacó el pañuelo y se enjugó el sudor que le caía hacia el labio—. Un salario de miseria, eso es lo que cobra. De hecho, no tengo a nadie que quiera aprovechar esta oportunidad. ¿A ti te gustaría? No, no, claro, ya sé que tú estás bien situado. Pero a tu gente se le da bien este negocio, y si no fíjate en Jules Lion. No, yo no me opondría a contratar a un hombre de color honesto y trabajador, ya lo creo que no.
—¿Por un dólar al día? —Marcel soltó una seca carcajada. Había perdido el interés por aquella aventura y deseaba no haber acudido al estudio.
—Muy bien, jovencito. —Picard se incorporó—. Cuarenta segundos cuando estés preparado.
—¡No! —Marcel se levantó como despertando de un sueño desagradable—. Treinta, monsieur —insistió con suavidad. Le irritaba que el viejo jamás hubiera llegado a comprender la importancia del momento del día, de la luz y la humedad, de las condiciones sujetas a cambio en todo momento. Marcel había calculado muchas veces, había observado. Estaba seguro—. Treinta segundos, monsieur, ni un momento más. Le aseguro que pagaré el resultado.
—
Eh bien
. —Picard movió la cabeza. «Es una lástima que no quieras hacer fortuna con el daguerrotipo, Marcel».
A mediodía, Anna Bella salió de su casa. Había confiado el pequeño Martin a Idabel para llevar ella misma la tetera llena de sopa. La agarraba por el asa, segura de que no se derramaría porque había sellado la tapa con un poco de pasta húmeda.
Llamó a la puerta de la Rue Ste. Anne pero no obtuvo respuesta. No se sorprendió. Entró en silencio e inspeccionó con rostro impasible los platos sucios que había aquí y allá, las botas en mitad de la alfombra, una camisa en el respaldo de una silla. Puesto que sólo había carbón suficiente para unas cuantas noches, encendió un pequeño fuego y puso a calentar la tetera, tras lo cual comenzó a limpiar, despacio pero sin pausa, con un trapo y una escoba.
Mientras recorría las pequeñas habitaciones iba haciendo descubrimientos que la sorprendían. A veces se quedaba paralizada un buen rato, con el polvo revoloteando a su alrededor bajo los pálidos rayos del sol invernal. Sobre una mesa había un fajo de facturas que a primera vista indicaban una enorme deuda. Cecile se había llevado a Río Canela cama de caoba y la alfombra de la sala trasera, pero la habitación central, donde Marcel dormía ahora, había cambiado muy poco. La ropa de Marie seguía en el armario, y en la cómoda yacían su cepillo y su espejo, como si la niña que Marie había sido estuviera tan muerta como Lisette.
Pero fue otro detalle lo que por fin la hizo abandonar su tarea y sentarse con un extraña sensación de desamparo en el tocador de Marie, mirando fijamente en el espejo la imagen de la cama deshecha. En los pañuelos diseminados por el cuarto, en los ceniceros de bronce, en la mesa atestada trasladada desde el
garçonnière
… en todas partes se sentía la presencia de Marcel. Anna Bella se quedó mirando un buen rato la corbata de seda negra tirada en el suelo. Luego la recogió y, al aspirar la colonia masculina que emanaba de ella, sintió un escalofrío en la nuca. ¿Cómo sería vivir en aquella casita, ver el cielo y los árboles a través de esas ventanas, oír los ruidos del barrio en el que ella se había criado, sentir que aquél era su hogar, con el armario lleno de levitas, aquella bañera tan blanca, la jofaina, el pedestal de mármol? Pero en lugar del anhelo la invadió un entumecimiento y pensó entonces que
michie
Vince nunca había dejado su huella en su casa. Había entrado y salido muchas veces sin dejar rastro. Daba igual, ahora sus pensamientos ya no tenían nada que ver con él. Anna Bella se encontraba sin fuerzas para moverse, sin fuerzas siquiera para levantar los ojos. En ese momento oyó pasos en la puerta de entrada.
Un instante después Marcel estaba en el umbral de la habitación. Anna Bella volvió a sentir un es calofrío en la nuca. No se levantó a saludarle, no dijo nada. Se limitó a mirarle mientras él se acercaba.
Venía cargado de paquetes. En una mano llevaba una botella de vino. Traía también un enorme daguerrotipo en una caja de cartón que dejó en el tocador delante de ella. Anna Bella bajó la cabeza.
—No es corriente encontrar a una mujer hermosa en mi habitación —susurró Marcel—. ¿Y
michie
Vincent, madame? ¿Cómo es que la ha dejado marchar?
Anna Bella no contestó, concentrada en sus pensamientos, como si ni siquiera lo hubiera oído. Al sentir otro escalofrío se frotó los brazos y alzó la vista.
—Se acabó
michie
Vince —susurró—. Si hubieras venido una hora después, lo habrías sabido. —No era un reproche sino la mera constatación de un hecho.
Anna Bella se lo quedó mirando, pensando en lo mucho que había cambiado. La redondez de querubín de su rostro había desaparecido totalmente. Marcel era ahora un joven alto y esbelto, cuya expresión quedaba suavizada en cierto modo por su sobriedad y su carácter reflexivo, como si el sufrimiento pudiera suavizar en lugar de destruir.
—Pero tú le amas, ¿no? —preguntó Marcel sin apenas mover los labios, con la piel tan tersa como la cera. Sólo sus ojos, tan brillantes como suelen ser los ojos azules, como dos luces, irradiaban emoción.
—Nunca en mi vida he dejado de amar a nadie que haya querido —respondió Anna Bella. Bajó la vista y volvió a levantarla muy despacio, consciente del efecto que esto causaba—. Supongo que nunca dejo de amar a quien he querido… ya fuera hace dos días o hace años. —Era muy consciente de la casa a su alrededor, la cama deshecha con sus cortinas de terciopelo, la peculiar quietud del mediodía, la recogida y soleada habitación. Marcel se había acercado a ella, su sombra le caía en la cara. Anna Bella sintió un deseo tan irresistible de tocarle la mano que se levantó, con los ojos cerrados. Cuando Marcel la abrazó, oyó el latido de su corazón. De pronto sintieron lo mismo que en casa de Christophe, tanto tiempo atrás, cuando el inglés yacía muerto, lo mismo que cuando se llevaron a Lisette: sintieron que estaban vivos el uno en brazos del otro, y aunque una cierta pena los acechaba, se estaban acariciando y el ansia, el deseo, terrible después de tanto tiempo, casi resultaba más doloroso que placentero.
Una hora más tarde Marcel apartó suavemente las mantas y se levantó.
Después de vestirse se inclinó sobre ella, que todavía estaba adormecida, para susurrar:
—Ven al salón. Tengo que decirte una cosa y no puedo esperar.
Anna Bella se quedó un buen rato inmóvil, con la vista fija en el dosel, sumida en ese silencio que la había acompañado todo el día, o más bien todos los días desde que
michie
Vincent se marchó, paralizada por un mudo desconcierto. Luego se vistió sin dar señal alguna de ansiedad y se peinó con el cepillo de plata de Marie.
Marcel estaba de pie junto al fuego recién encendido. Había puesto el daguerrotipo encima de la repisa y tenía preparada la comida y el vino que había comprado. Las copas estaban llenas, y él llevaba incluso sil corbata de seda. Cuando Anna Bella se hubo sentado y levantó la copa le vino a la mente una idea cruel y absurda. ¿Habría sido para él un placer, después de haber conocido a la hermosa Juliet Mercier? Para ella había sido una entrega en cuerpo y alma. Le había devorado por completo, su piel de color miel, su torpe pasión, su gracia felina, y el acto había eclipsado para siempre las muchas noches que había pasado con
michie
Vincent, en las que, tan ansiosa por complacerle, jamás había pensado en sí misma. No tenía costumbre de beber vino de día, de hecho no acostumbraba beber en ninguna circunstancia, pero ahora apuró la copa.
Marcel la miraba, con su característica expresión tan intensa. «O me va a matar o me va a decir que me quiere», pensó Anna Bella. Volvió a llenar la copa.
—Te voy a decir una cosa —comenzó él—, te voy a hacer una pregunta, y tengo miedo de que no creas lo mucho que deseo que me digas que sí. Tú sólo recordarás que en otro momento te dejé escapar, sólo pensarás en el niño que yo era entonces y no en el hombre que ahora te ama y te desea. —Se detuvo un instante—. El hecho de que no tenga nada que ofrecerte, nada más que la fe en mí mismo y un futuro confuso que no ha hecho más que decepcionarme continuamente, lo hace más difícil, porque me doy perfecta cuenta de que tal vez estarías mejor sola.
—No sigas.
Marcel se quedó petrificado. Frunció el ceño, con los ojos llameantes.
—No sigas —dijo ella mirándole—, porque la respuesta es no.
El rostro de Marcel reflejaba un dolor insoportable. Parecía haber recibido un duro golpe. Era como un niño que la miraba sin comprender, herido en lo más profundo.
—Bueno —susurró—, no te lo puedo reprochar. —Estaba brutalmente herido, y su actitud, su expresión, todo traicionaba la resignación que disimulaba su voz—. Supongo que me lo merezco.
Se acercó a la chimenea, de espaldas a Anna Bella, y apoyó el pie en el guardafuego de bronce. Ella veía el destello del fuego en torno a su pelo rubio. Marcel no sabía que Anna Bella temblaba, no podía ver que se había disipado esa apatía que la aquejaba desde la partida de
michie
Vince.
—Lo que no te mereces —dijo Anna Bella— es coger ciegamente esa piedra de la que una vez me hablaste y ponértela al cuello. Lo que no te mereces es la preocupación de tener una esposa y un niño, un montón de niños llorones, y una pila de facturas tres veces mayor que la que tienes ahí, además de una serie de problemas que ni siquiera te imaginas y que se hacen tan cotidianos como la cena de cada noche y las arrugas que aparecen en la frente. Eso es lo que no te mereces y es lo que estás pidiendo, junto al amor y al consuelo que necesitas en este momento.
Marcel no contestó.
—No te creas que no me habría resultado fácil decirte que sí, no te creas que no lo he estado pensando día y noche durante seis meses. Dios mío, si tiempo atrás me hubieras dicho esas mismas palabras… Pero es mejor no pensar eso ahora, es mejor no pensar que si estuviéramos casados podría ayudarte, podría darte los ingresos que tengo y…
—¡Jamás! —la interrumpió Marcel, volviéndose hacia ella con expresión furiosa.
—Calla, conozco tu orgullo. —Anna Bella movió la cabeza—. El hecho de que yo no tenga mucho no significa que no sepa lo que es. He vivido siempre rodeada de orgullo. No estoy hablando de tus intenciones ni de tu honor, estoy hablando de lo que a mí me resultaría más fácil. Pero la verdad es que tampoco quiero hablar de eso. No quiero hablar de mí sino de ti. Tienes que hacer algo con tu vida ahora que todavía eres joven y libre. SÍ dieras ahora este paso, dentro de unos años me despreciarías. Todo estará mezclado con tus sueños rotos y las cosas terribles que os han pasado a ti y a tu hermana, y a medida que pasaran los años te preguntarías por qué te ataste a mí y a los niños que tendríamos. No, no quiero que eso suceda. Lo digo por ti y también por mí. ¿Y sabes por qué? Porque te quiero y sé que si no utilizas el talento que Dios te ha dado. Si no haces algo con ese talento, entonces no te tendré nunca. Ahora bien, cuando hayas conseguido algo, yo estaré aquí.
—¿Talento? ¿Qué talento? —susurró él incrédulo. Pero no se lo preguntaba a ella. Anna Bella había puesto el dedo en la llaga. ¡Talento! Nunca había tenido ningún talento, no había tenido talento para pintar o dibujar ni para la música. No había tenido talento para escribir ni para hacer ninguna de las cosas maravillosas que tanto le gustaban. Sólo tenía la capacidad de apreciarlas, la desesperante capacidad de percibir el talento en los que le rodeaban. No, Anna Bella no podía saberlo porque él nunca se lo había dicho, nunca se lo había dicho a nadie, ni siquiera a Christophe. Y sólo las prerrogativas de un caballero, sólo los medios de un caballero hubieran podido permitirle estar cerca del talento de los demás, estar cerca de lo bueno y lo perdurable y llenar su vida de felicidad. ¿Qué les paga a sus ayudantes?, le había preguntado al viejo e irascible Picard, el daguerrotipista. Un dólar al día, había sido la respuesta. Su mente trabajó entonces como un reloj, calculando los gastos habituales de una vida corriente, no con lujos pero sí con lo necesario: carbón, comida, ropa, una localidad en la Ópera, la filarmónica, alguna tarde de Shakespeare, el coste de los libros… En algún escaparate vería un día tras otro alguna estatuilla o algún grabado que llegaría a convertirse en un foco de atracción para quien vivía en un régimen de privaciones, hasta que de pronto se la arrebataran de la vista aquellos que pudieran permitirse el lujo de comprarla, de tenerla para siempre. Marcel se dio la vuelta. No podía responder, ni siquiera podía mover la cabeza.