La Odisea (46 page)

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Authors: Homero

Tags: #Poema épico

263
Respondióle el ingenioso Odiseo:

264
—¡Desdichada! ¿Por qué me incitas tanto, con tus súplicas, a que te lo explique? Voy a declarártelo sin omitir cosa alguna. No se alegrará tu ánimo de saberlo, como yo no me alegro tampoco, pues Tiresias me ordenó que recorriera muchísimas ciudades, llevando en la mano un manejable remo, hasta llegar a aquellos hombres que nunca vieron el mar, ni comen manjares sazonados con sal, ni conocen las naves de purpúreos flancos, ni tienen noticia de los manejables remos que son como las alas de los bajeles. Para ello me dio una señal muy manifiesta, que no te quiero ocultar. Me mandó que, cuando encuentre otro caminante y me diga que voy con un bieldo sobre el gallardo hombro, clave en tierra el manejable remo, haga al soberano Poseidón hermosos sacrificios de un carnero, un toro y un verraco, y vuelva a esta casa donde ofreceré sagradas hecatombes a los inmortales dioses que poseen el anchuroso cielo, a todos por su orden. Me vendrá más adelante, y lejos del mar, una muy suave muerte, que me quitará la vida cuando esté abrumado por placentera vejez y a mi alrededor los ciudadanos serán dichosos. Todas estas cosas aseguró Tiresias que habían de cumplirse.

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Repuso entonces la discreta Penelopea:

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—Si los dioses te conceden una feliz senectud, aun puedes esperar que te librarás de los infortunios.

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Así éstos conversaban. Mientras tanto, Eurínome y el ama aderezaban el lecho con blandas ropas, alumbrándose con antorchas encendidas. En acabando de hacer la cama diligentemente, la vieja volvió al palacio para acostarse.

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Y Eurínome, la camarera, fue delante de aquéllos, con una antorcha en la mano, hasta que los condujo a la cámara nupcial, retirándose en seguida. Y entrambos consortes llegaron muy alegres al sitio donde se hallaba su antiguo lecho.

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Entonces Telémaco, el boyero y el porquerizo cesaron de bailar, mandaron que cesasen igualmente las mujeres, y acostáronse todos en el obscuro palacio.

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Después que los esposos hubieron disfrutado del deseable amor, entregáronse al deleite de la conversación. La divina entre las mujeres refirió cuánto había sufrido en el palacio al contemplar la multitud de los funestos pretendientes, que por su causa degollaban muchos bueyes y pingües ovejas, en tanto que se concluía el copioso vino de las tinajas.

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Odiseo, del linaje de Zeus, contó a su vez cuántos males había inferido a otros hombres y cuántas penas había arrostrado en sus propios infortunios. Y ella se holgaba de oírlo y el sueño no le cayó en los ojos hasta que se acabó el relato.

310
Empezó narrándole cómo había vencido a los cícones; y le fue refiriendo su llegada al fértil país de los lotófagos; cuanto hizo el Ciclope y cómo él tomó venganza de que le hubiese devorado despiadadamente los fuertes compañeros; cómo pasó a la isla de Eolo, quien le acogió benévolo hasta que vino la hora de despedirle. Pero el hado no había dispuesto que el héroe tornara aún a la patria y una tempestad lo arrebató nuevamente y lo llevó por el ponto, abundante en peces, mientras daba profundos suspiros; y cómo desde allí aportó a Telépito, la ciudad de los lestrigones, que le destruyeron los bajeles y le mataron todos los compañeros, de hermosas grebas, escapando tan sólo Odiseo en su negra nave.

321
Describióle también los engaños y diversas materias de Circe; y explicóle luego como había ido en su nave de muchos bancos a la lóbrega morada de Hades para consultar al alma del tebano Tiresias, y cómo pudo ver allí a todos sus compañeros y a la madre que lo dio a luz y que lo crió en su infancia; cómo oyó más tarde el cantar de las muchas Sirenas, de voz sonora; cómo pasó por las peñas Erráticas, por la horrenda Caribdis y por la roca de Escila, de la cual nunca pudieron los hombres escapar indemnes; cómo sus compañeros mataron las vacas de Helios; cómo el altitonante Zeus hirió la velera nave con el ardiente rayo, habiendo perecido todos sus esforzados compañeros y librándose él de las perniciosas Parcas; cómo llegó a la isla Ogigia y a la ninfa Calipso, la cual le retuvo en huecas grutas, deseosa de tomarle por marido, le alimentó y le dijo repetidas veces que le haría inmortal y le eximiría perpetuamente de la senectud sin que jamás consiguiera infundirle la persuasión en el pecho; y cómo, padeciendo muchas fatigas, arribó a los feacios, quienes le honraron cordialmente, cual si fuese un numen, y lo condujeron en una nave a la patria tierra, después de regalarle bronce, oro en abundancia y vestidos.

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Tal fue lo postrero que mencionó cuando ya le vencía el dulce sueño, que relaja los miembros y deja el ánimo libre de inquietudes.

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Luego Atenea, la deidad de ojos de lechuza, ordenó otra cosa. No bien le pareció que Odiseo ya se habría recreado en su ánimo con su mujer y con el sueño, hizo que saliese del Océano la hija de la mañana, la de áureo trono, para que les trajera la luz a los humanos. Entonces se levantó Odiseo del blando lecho y dirigió a su esposa las siguientes palabras:

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—¡Mujer! Los dos hemos padecido muchos trabajos: tu aquí, llorando por mi vuelta tan abundante en fatigas; y yo sufriendo los infortunios que me enviaron Zeus y los demás dioses para detenerme lejos de la patria cuando anhelaba volver a ella. Mas, ya que nos hemos reunido nuevamente en este deseado lecho, tú cuidarás de mis bienes en el palacio; y yo, para reponer el ganado que los soberbios pretendientes me devoraron, apresaré un gran número de reses y los aqueos me darán otras hasta que llenemos todos los establos. Ahora me iré al campo, lleno de árboles, a ver a mi padre, que tan afligido se halla por mí; y a ti, oh mujer, aunque eres juiciosa, oye lo que te encomiendo: como al salir el sol se divulgará la noticia de que maté en el palacio a los pretendientes vete a lo alto de la casa con tus siervas y quédate allí sin mirar a nadie ni preguntar cosa alguna.

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Dijo; cubrió sus hombros con la magnífica armadura y haciendo levantar a Telémaco, al boyero y al porquerizo, les mandó que tomasen las marciales armas. Ellos no dejaron de obedecerle: armáronse todos con el bronce, abrieron la puerta y salieron de la casa, precedidos por Odiseo. Ya la luz se esparcía por la tierra; pero cubriólos Atenea con obscura nube y los sacó de la ciudad muy prestamente.

Canto XXIV: El pacto.

1
El cilenio Hermes llamaba las almas de los pretendientes, teniendo en su mano la hermosa áurea vara con la cual adormece los ojos de cuantos quiere o despierta a los que duermen. Empleábala entonces para mover y guiar las almas y éstas le seguían, profiriendo estridentes gritos. Como los murciélagos revolotean chillando en lo más hondo de una vasta gruta si alguno de ellos se separa del racimo colgado de la peña, pues se traban los unos con los otros: de la misma suerte las almas andaban chillando, y el benéfico Hermes, que las precedía, llevábalas por lóbregos senderos.

11
Transpusieron en primer lugar las corrientes del Océano y la roca de Léucade, después las puertas de Helios y el país de Hipno, y pronto llegaron a la pradera de asfódelos donde residen las almas que son imágenes de los difuntos.

15
Encontráronse allí con las almas del Pelida Aquileo, de Patroclo, del intachable Antíloco y de Ayante, que fue el más excelente de todos los dánaos, en cuerpo y hermosura, después del irreprensible Pelión. Estos andaban en torno de Aquileo; y se les acercó, muy angustiada, el alma de Agamenón Atrida, a cuyo alrededor se reunían las de cuantos en la mansión de Egisto perecieron con el héroe, cumpliendo su destino.

23
Y el alma de Pelión fue la primera que habló, diciendo de esta suerte:

24
—¡Oh Atrida! imaginábamos que entre todos los héroes eras siempre el más acepto a Zeus, que se huelga con el rayo, porque imperabas sobre muchos y fuertes varones allá en Troya, donde los aqueos padecimos tantos infortunios; y, con todo, te había de alcanzar antes de tiempo la funesta Parca, de la cual nadie puede librarse una vez nacido. Ojalá se te hubiesen presentado la muerte y el destino en el país teucro, cuando disfrutabas de la dignidad suprema con la cual reinabas; pues entonces todos los aqueos te erigieran un túmulo, y le dejaras a tu hijo una gloria inmensa. Ahora el hado te encadenó con deplorabilísima muerte.

35
Respondióle el alma del Atrida:

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—¡Dichoso tú, oh hijo de Peleo, Aquileo, semejante a los dioses, que expiraste en Troya, lejos de Argos, y a tu alrededor murieron, defendiéndote, otros valentísimos troyanos y aqueos; y tú yacías en tierra sobre un gran espacio, envuelto en un torbellino de polvo y olvidado del arte de guiar los carros! Nosotros luchamos todo el día y por nada hubiésemos suspendido el combate; pero Zeus nos obligó a desistir, enviándonos una tormenta.

43
Después de haber trasladado tu hermoso cuerpo del campo de la batalla a las naves, lo pusimos en un lecho, lo lavamos con agua tibia y lo ungimos; y los dánaos, cercándote, vertían muchas y ardientes lágrimas y se cortaban las cabelleras. También vino tu madre, que salió del mar, con las inmortales diosas marinas, en oyendo la nueva: levantóse en el ponto un clamoreo grandísimo y tal temblor les entró a todos los aqueos, que se lanzaran a las cóncavas naves si no los detuviera un hombre que conocía muchas y antiguas cosas, Néstor, cuya opinión era considerada siempre como la mejor. Este, pues, arengándolos con benevolencia, les habló diciendo:

54
«¡Deteneos, argivos; no huyáis, varones aqueos! Esta es la madre que viene del mar, con las inmortales diosas marinas, a ver a su hijo muerto.»

57
Así se expresó; y los magnánimos aqueos suspendieron la fuga. Rodeáronte las hijas del anciano del mar, lamentándose de tal suerte que movían a compasión, y te pusieron divinales vestidos. Las nueve Musas entonaron el canto fúnebre alternando con su hermosa voz, y no vieras ningún argivo que no llorase: ¡tanto les conmovía la canora Musa! Diecisiete días con sus noches te lloramos así los inmortales dioses como los mortales hombres y al dieciocheno te entregamos al fuego, degollando a tu alrededor y en gran abundancia pingües ovejas y bueyes de retorcidos cuernos. Ardió tu cadáver adornado con vestidura de dios, con gran cantidad de ungüento y de dulce miel; agitáronse con sus armas multitud de héroes aqueos, unos a pie y otros en carros, cabe la pira en que te quemaste; y prodújose un gran tumulto.

71
Después que la llama de Hefesto acabó de consumirte, oh Aquileo, al apuntar el día, recogimos tus blancos huesos y los echamos en vino puro y ungüento. Tu madre nos entregó un ánfora de oro, diciendo que se la había regalado Dionisio y era obra del ínclito Hefesto; y en ella están tus blancos huesos, preclaro Aquileo, junto con los del difunto Patroclo Menetíada, y aparte los de Antíloco, que fue el compañero a quien más apreciaste después de la muerte del difunto Patroclo.

80
En torno de los restos, el sacro ejército de los belicosos argivos te erigió un túmulo grande y eximio en un lugar prominente, a orillas del dilatado Helesponto, para que pudieran verlo a gran distancia, desde el ponto, los hombres que ahora viven y los que nazcan en lo futuro.

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Tu madre puso en la liza, con el consentimiento de los dioses, hermosos premios para el certamen que habían de celebrar los argivos más señalados.

87
Tú te hallaste en las exequias de muchos héroes cuando, con motivo de la muerte de algún rey, se ciñen los jóvenes y se aprestan para los juegos fúnebres; esto no obstante, te habrías asombrado muchísimo en tu ánimo al ver cuan hermosos eran los que en honor tuyo estableció la diosa Tetis, la de argénteos pies, porque siempre fuiste muy querido de las deidades. Así, pues, ni muriendo ha perdido tu nombradía; y tu gloriosa fama, oh Aquileo, subsistirá perpetuamente entre todos los hombres. Pero yo, ¿cómo he de gozar de tal satisfacción, si, después que acabé la guerra y volví a la patria, me aparejó Zeus una deplorable muerte por mano de Egisto y de mi funesta esposa?

98
Mientras de tal modo conversaban, presentóseles el mensajero Argifontes guiando las almas de los pretendientes a quienes Odiseo había quitado la vida. Ambos, al punto que los vieron, fuéronse muy admirados a su encuentro. El alma del Atrida Agamenón reconoció al hijo amado de Menelao, al perínclito Anfimedonte, cuyo huésped había sido en la casa que éste habitaba en Ítaca, y comenzó a hablarle de esta manera:

106
—¡Afimedonte! ¿Qué os ha sucedido, que penetráis en la obscura tierra tantos y tan selectos varones, y todos de la misma edad? Si se escogieran por la población, no se hallaran otros más excelentes. ¿Acaso Poseidón os mató en vuestras naves, desencadenando el fuerte soplo de terribles vientos y levantando grandes olas? ¿O quizás hombres enemigos acabaron con vosotros en el continente porque os llevabais sus bueyes y sus magníficos rebaños de ovejas, o porque combatíais para apoderaros de su ciudad y de sus mujeres? Responde a lo que te digo, pues tengo a honra el ser huésped tuyo. ¿No recuerdas que fui allá, a vuestra casa, junto con el deiforme Menelao, a exhortar a Odiseo para que nos siguiera a Ilión en las naves de muchos bancos? Un mes entero empleamos en atravesar el anchuroso ponto, y a duras penas persuadimos a Odiseo, asolador de ciudades.

120
Díjole a su vez el alma de Anfimedonte:

121
—¡Atrida gloriosísimo, rey de hombres Agamenón! Recuerdo cuanto dices, oh alumno de Zeus, y te contaré exacta y circunstanciadamente de qué triste modo ocurrió que llegáramos al término de nuestra vida. Pretendíamos a la esposa de Odiseo, ausente a la sazón desde largo tiempo, y ni rechazaba las odiosas nupcias ni quería celebrarlas, preparándonos la muerte y la negra Parca; y entonces discurrió en su inteligencia este nuevo engaño. Se puso a tejer en el palacio una gran tela sutil e interminable, y a la hora nos habló de esta guisa:

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«¡Jóvenes pretendientes míos! Ya que ha muerto el divinal Odiseo, aguardad para instar mis bodas que acabe este lienzo —no sea que se me pierdan inútilmente los hilos—, a fin de que tenga sudario el héroe Laertes cuando le alcance la parca fatal de la aterradora muerte. ¡No se me vaya a indignar alguna de las aqueas del pueblo si ve enterrar sin mortaja a un hombre que ha poseído tantos bienes!»

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