La paja en el ojo de Dios (40 page)

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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

Y la luz era demasiado amarilla.

Y los cuadros estaban colocados demasiado bajos.

Las condiciones de visión no eran ideales. Además, los colores de los propios cuadros lo eran aún menos. El doctor Horvath y su pajeña hablaron animadamente después de que el doctor indicara que azul más amarillo equivale a verde para el ojo humano. El ojo pajeño estaba diseñado como el ojo humano, como un ojo de pulpo, en realidad: un globo, unas lentes adaptadas y nervios receptores por detrás. Pero los receptores eran distintos.

Sin embargo, los cuadros impresionaban. En la sala principal (que tenía techos de tres metros y contenía cuadros mayores) el grupo se detuvo ante una escena de calle. En el cuadro un Marrón-y-blanco se habían subido a un coche y al parecer arengaba a un enjambre de Marrones y Marrones-y-blancos, mientras tras él ardía el rojo cielo crepuscular. Todas las expresiones mostraban la misma suave sonrisa, pero Renner percibía violencia y se acercó más. Muchos de los que escuchaban llevaban herramientas, siempre en las manos izquierdas, y algunas estaban rotas. La propia ciudad ardía.

—Se llama «Volved a vuestras tareas». Se habrán dado cuenta de que el tema de Eddie el Loco se repite constantemente —dijo la pajeña de Sally. Y continuó su camino antes de que pudiesen pedirle que explicase algo más.

El cuadro siguiente mostraba a un cuasipajeño, alto y delgado, de pequeña cabeza y largas piernas. Salía corriendo de un bosque, hacia el observador, y su aliento dejaba tras él un rastro de humo blanco.

—El mensajero —dijo la pajeña de Hardy.

El siguiente era otra escena al aire libre: un grupo de Marrones-y-blancos comiendo alrededor de una llameante hoguera. Ojos de animales brillaban rojos alrededor de ellos. El paisaje era todo un rojo oscuro; y sobre ellos brillaba, contra el Saco de Carbón, el Ojo de Murcheson.

—No podéis saber lo que piensan y sienten mirándolos, ¿verdad? Nos lo temíamos —dijo la pajeña de Horvath—. Comunicación no verbal. Las señales son distintas para nosotros.

—Eso supongo —dijo Bury—. Todos los cuadros serían vendibles, pero no hay ninguno que sea excepcional. Serían sólo curiosidades... aunque muy valiosas como tales, debido al inmenso mercado potencial y a la oferta limitada. Pero no establecen una comunicación. ¿Quién los pintó?

—Éste es muy antiguo. Puede verse que se pintó en la pared del mismo edificio, y...

—Pero ¿qué tipo de pajeño lo pintó? ¿Un Marrón-y-blanco? Hubo una carcajada descortés entre los pajeños.

—Todas las obras de arte las hacen los Marrones-y-blancos —explicó el pajeño de Bury—. Nuestra especialidad es la comunicación. El arte de comunicación.

—Pero ¿nunca tiene nada que decir un Blanco?

—Claro que sí. Pero tiene un Mediador que lo dice por él. Nosotros traducimos, comunicamos. Muchos de estos cuadros son argumentos, expuestos visualmente.

Weiss había seguido al grupo, sin decir nada. Renner se fijó en él. En voz baja, le preguntó:

—¿Algún comentario? Weiss se rascó la mandíbula.

—Señor, no había estado en un museo desde la escuela de graduados... Pero ¿no se hacen algunos cuadros sólo para que hagan bonito?

—Bueno...

Sólo había dos retratos en todas las salas. Ambos eran de Marrones-y-blancos, y ambos mostraban al sujeto de cintura para arriba. Los pajeños debían de elaborar expresiones no con la cara sino con el cuerpo. Aquellos retratos estaban extrañamente iluminados y los brazos extrañamente distorsionados. A Renner le parecieron dos sujetos malvados.

—¿Malvados? ¡No! —dijo la pajeña de Renner—. Gracias a éste se construyó la cápsula de Eddie el Loco. Y éste fue el que inventó, hace mucho tiempo, un idioma universal.

—¿Aún se utiliza?

—Aún sigue utilizándose, sí. Pero se fragmentó, por supuesto. Con los idiomas pasa eso. Sinclair, Potter y Bury no hablan el mismo idioma que usted. A veces los sonidos son similares, pero las señales no verbales son muy distintas.

Renner volvió a encontrarse con Weiss cuando estaban a punto de entrar en la sala de escultura.

—Tenía usted razón. En el Imperio hay cuadros que sólo pretenden ser bonitos. Aquí no. ¿Se dio cuenta de la diferencia? No hay un solo paisaje en el que no aparezcan pajeños. Casi ningún retrato, y aquellos dos eran figuras de perfil. De hecho, todo parece tomado de perfil. —Se volvió para llamar a su pajeña—. ¿No es así? Aquellos cuadros que me señalaba, hechos antes de que vuestra civilización inventase la cámara. No eran representaciones directas.

—Renner, ¿sabe usted cuánto trabajo lleva un cuadro?

—Nunca he probado a pintar. Pero puedo imaginármelo.

—¿Puede imaginarse entonces que alguien vaya a trabajar tanto si no tiene algo que decir?

—¿Y qué me dice de «Las montañas son bellas»? —sugirió Weiss. La pajeña de Renner se encogió de hombros.

Las estatuas eran mejores que los cuadros. No se planteaba en ellas el problema de los colores y de la luz. La mayoría eran pajeños; pero no sólo había retratos. ¿Una cadena de pajeños de tamaño decreciente; un porteador, tres Blancos, nueve Marrones y veintisiete miniaturas? No, eran todos de mármol blanco y tenían la forma de los que tomaban decisiones. Bury los contempló imperturbable y dijo:

—Creo que necesitaría que alguien me explicase todo esto para poder venderlo. E incluso para poder regalarlo.

—Así es —dijo su pajeño—. Pues bien, éste, por ejemplo, alude a una religión del último siglo. El alma del padre se divide para convertirse en los hijos, y luego otra vez para los nietos, hasta el infinito.

Otra escultura consistía en un grupo de pajeños en arenisca roja. Tenían dedos largos y flacos, demasiados en la mano izquierda, y el brazo derecho era comparativamente pequeño. ¿Médicos? Los estaba matando una especie de hilo de cristal verde que se movía entre ellos como una guadaña: un arma de láser, manejada por alguien situado fuera de la escena. Los pajeños se mostraban reacios a hablar sobre aquella escultura.

—Un acontecimiento desagradable de la historia —dijo el pajeño de Bury, y eso fue todo.

Otra escultura mostraba la lucha entre unos cuantos Blancos de mármol y otro grupo de individuos de un tipo inidentificable, todo en arenisca roja. Los Rojos eran delgados y amenazadores, e iban armados con algo más que su dotación de dientes y garras. En el centro de la lucha había una extraña máquina.

—Vaya, éste es interesante —dijo la pajeña de Renner—. Por tradición un Mediador (uno de nuestro propio equipo) debe solicitar cualquier tipo de transporte que necesite a uno de los que toman decisiones. Hace mucho tiempo, un Mediador utilizó su autoridad para ordenar que construyeran una máquina del tiempo. Puedo mostrarles la máquina, si quieren utilizarla; está al otro lado de este continente.

—¿Y esa máquina del tiempo funciona?

—No funciona, Jonathon. Nunca llegó a terminarse. Su Amo quebró intentando acabarla.

—Oh —dijo Whitbread mostrando su desilusión.

—Nunca llegó a probarse —dijo la pajeña—. La teoría básica ha sido desechada.

La máquina parecía un pequeño ciclotrón con una cabina dentro... casi parecía correcta, como generador de un Campo Langston.

—Eso me interesa mucho —dijo Renner a su pajeña—. ¿Podéis solicitar cualquier transporte, en cualquier momento?

—Así es. Nuestro trabajo es la comunicación, pero nuestra principal tarea es evitar las luchas. Sally nos ha hablado de vuestros, digamos, problemas raciales, incluyendo las armas y el reflejo de rendición. Nosotros los Mediadores nacimos de eso. Podemos explicar los puntos de vista de unos seres a otros. La incomunicación puede adquirir a veces proporciones peligrosas; normalmente justo antes de una guerra, con una repetición estadística tan persistente que no puede ser coincidencia. Si uno de nosotros puede disponer siempre de transporte (e incluso de teléfonos o radios) la guerra resulta mucho más improbable.

Había expresiones de asombro entre los humanos.

—Magnífico —dijo Renner; luego, añadió—: Me preguntaba si podríais pedir la
MacArthur.


Por ley y tradición, sí. En la práctica, no se nos ocurriría siquiera.

—Comprendo. Esos seres que combaten alrededor de la máquina del tiempo...

—Demonios legendarios —explicó el pajeño de Bury—. Defienden la estructura de la realidad.

Renner recordó antiguos cuadros españoles que databan de la época de la Peste Negra en Europa, cuadros de hombres y mujeres vivos a los que atacaban malévolos muertos resucitados. Junto a los blancos, aquellos seres de arenisca roja tenían el mismo aspecto increíblemente flaco y huesudo de una malevolencia casi palpable.

—¿Y por qué la máquina del tiempo?

—El Mediador consideró que cierto incidente de la historia se había producido por falta de comunicación. Decidió corregirlo —la pajeña de Renner se encogió de hombros... con los brazos; un pajeño no podía alzar los hombros—. Eddie el Loco. Así era la sonda de Eddie el Loco. Quizás un poco más utilizable. Un vigilante del cielo (un meteorólogo, especialista también entre otros campos) encontró pruebas de que había vida en un mundo de una estrella próxima. Inmediatamente este Mediador, Eddie el Loco, quiso entrar en contacto con aquel mundo. Comprometió un enorme volumen de capital y de potencial industrial, tanto como para que afectara a la mayoría de nuestra civilización. Consiguió que se construyese la sonda, la dotó de una vela de luz y utilizó una batería de cañones láser para...

—Eso me suena a algo conocido.

—Exactamente. La sonda de Eddie el Loco se lanzó en realidad hacia Nueva Caledonia, mucho más tarde, y con un piloto distinto. Nosotros suponíamos que después nos localizaríais.

—Y así fue. Desgraciadamente el tripulante había muerto. Pero llegó hasta nosotros. Pero ¿por qué seguís llamándole la sonda de Eddie el Loco? Bueno, no importa —dijo Renner. Su pajeña reía entre dientes.

Había dos limusinas esperándoles a la salida del museo y habían levantado una escalera que conducía hasta la calle. Muchos pequeños automóviles biplazas pasaban bordeando la escalera sin disminuir la marcha y sin chocar.

Staley se detuvo al fondo de la escalera.

—¡Señor Renner! ¡Mire!

Renner miró. Junto a un gran edificio blanquecino se había detenido un vehículo; las calles no tenían bordillos. El chófer Marrón y su pasajero de pelo blanco descendieron y el Blanco caminó con viveza hasta doblar la esquina. El Marrón sacó dos palancas ocultas en la parte delantera y las aplicó a un lado del coche. Éste se desinfló como un acordeón, convirtiéndose en un objeto de medio metro de anchura. El Marrón se volvió luego y siguió al pajeño Blanco.

—¡Se pliegan! —exclamó Staley.

—Claro que sí —dijo la pajeña de Renner—. ¿Cómo sería si no el tráfico? Vamos, montemos en nuestros coches. Así lo hicieron.

—No viajaría en una de esas pequeñas trampas mortales ni aunque me diesen todo el capital que tiene Bury.

—Son muy seguros —dijo la pajeña de Renner—. Es decir, no se trata de que el vehículo sea seguro, los que son seguros son los conductores. Por una parte, los Marrones no tienen mucho instinto territorial. Por otra, siempre andan pendientes de su coche, para que nada falle.

La limusina arrancó. Tras ellos aparecieron Marrones que empezaron a desmontar las escaleras.

Los edificios que les rodeaban eran siempre bloques cuadrados, las calles una especie de rejilla rectangular. Para Horvath la ciudad era claramente una ciudad hecha, proyectada, no algo que hubiese crecido naturalmente. Alguien la había planeado y había ordenado construirla desde los cimientos. ¿Serían todas así? La ciudad no reflejaba en absoluto la compulsión innovadora de los Marrones.

Y sin embargo, pensándolo bien, llegó a la conclusión de que sí se percibía, de que estaba presente. No en las cuestiones básicas, pero sí en cosas como la iluminación de la calle. En unos sitios había anchas fajas electrolumínicas a lo largo de los edificios. En otros había objetos semejantes a globos flotantes, pero el viento no los movía. Por todas partes se veían tubos que corrían a lo largo de los lados de las calles, o por el centro; o no había nada en absoluto que apareciese a la luz del día.

Y aquellos coches como cajas... todos eran sutilmente distintos, en el diseño de las luces o en las señales de las reparaciones, en la forma que tenían de plegarse los coches aparcados.

Las limusinas se detuvieron.

—Ya llegamos —dijo la pajeña de Horvath—. El zoo. La Reserva de Formas de Vida, para ser más exactos. Verán que está proyectado más en función de la comodidad de sus habitantes que en función de los espectadores.

Horvath y los demás miraron a su alrededor, desconcertados. Les rodeaban altos edificios rectangulares. No se veía por ninguna parte espacio abierto.

—A nuestra izquierda. ¡El edificio, señores, el edificio! ¿Hay alguna ley que prohiba instalar un zoo dentro de un edificio?

El zoo resultó tener seis plantas, con techos insólitamente altos para los pajeños. Era difícil determinar qué altura exacta tenían los techos. Parecían tan altos como el cielo. En la primera planta el techo era un despejado cielo azul, con pequeñas manchas de nubes y un sol de mediodía.

Cruzaron una vaporosa selva que parecía cambiar constantemente a medida que la cruzaban. Los animales no podían alcanzarles, pero resultaba difícil darse cuenta de que no podían. No parecían advertir que estaban en cautividad.

Había un árbol que parecía un inmenso látigo, con el mango profundamente hundido en la tierra, y que se extendía luego en una masa de hojas redondas. Un animal que era como un pajeño gigante miraba fijamente a Whitbread. Tenía agudas garras en las dos manos derechas y entre sus labios destacaban unos afilados colmillos.

—Era una variante del tipo porteador —dijo la pajeña de Horvath—, pero nunca pudimos domesticarlo. Supongo que se dan cuenta de por qué.

—¡Este ambiente artificial es asombroso! —exclamó Horvath—. Nunca he visto nada igual. Pero ¿por qué no construir parte del zoo al aire libre? ¿Por qué crear un ambiente cuando existe ya en la realidad?

—No sé exactamente por qué lo hicieron. Pero al parecer funciona.

El segundo piso era un desierto de seca arena. El aire era seco y balsámico, el cielo azul suave, y se oscurecía en amarillo marrón por el horizonte. En la arena crecían plantas carnosas sin espinas. Algunas tenían la forma de matas de azucenas. Muchas mostraban señales del mordisqueo de dientes. Pronto encontraron al animal propietario de aquellos dientes. Parecía un castor blanco sin pelo con dientes cuadrados y saltones. Les observó tranquilamente mientras pasaban.

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