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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

La paja en el ojo de Dios (43 page)

Hubo un largo silencio. Horvath resopló sonoramente. Por último, el Ministro de Ciencias dijo:

—¿Y cómo podrían hacerlo, doctor Hardy? Su gobierno es un conglomerado de negociaciones informales de los representantes de la clase que da órdenes. Al parecer cada ciudad es autónoma. Paja Uno no tiene apenas gobierno planetario... ¿Creen que pueden conspirar contra nosotros así? No parece muy fácil.

Hardy volvió a encogerse de hombros.

—Por lo que hemos visto, doctor Horvath, tiene razón sin duda. Y sin embargo, yo tengo la impresión de que nos ocultan algo.

—Nos lo han enseñado todo —insistió Horvath—. Incluso las casas de los que dan órdenes, en las que normalmente no hay visitas.

—Sally estaba llegando precisamente a eso cuando ustedes llegaron —dijo rápidamente Rod—. Me parece fascinante... ¿Cómo vive la clase oficial pajeña? ¿Como la aristocracia imperial?

—Es una suposición bastante acertada —exclamó Horvath: dos martinis secos le habían animado considerablemente—. Había muchas similitudes... aunque los pajeños tienen una idea del lujo totalmente distinta a la nuestra. Algunas cosas en común había, sin embargo. Tierra. Criados. Ese tipo de cosas. —Horvath tomó otro trago y siguió con el tema:

»En realidad, visitamos las casas de dos individuos. Uno vivía en un rascacielos cerca del Castillo. Parecía controlar todo el edificio: tiendas, industria eléctrica, centenares de Marrones y Rojos y Obreros y... bueno, docenas de otras castas. El otro, sin embargo, el agricultor, era muy parecido a un noble rural. La fuerza de trabajo vivía en largas hileras de casas, y entre las hileras de casas había campos. El «noble» vivía en el centro de todo aquello.

Rod pensó en su propia casa familiar.

—Crucis Court estaba rodeada de aldeas y campos... pero, por supuesto, todas las aldeas se fortificaron después de las Guerras Separatistas. Y lo mismo la Corte, en realidad.

—Curioso que diga usted eso —musitó Horvath—. Había también una especie de edificio fortificado rectangular junto a la casa del noble. Con un gran atrio en medio. En realidad, los rascacielos residenciales no tenían ventanas en las plantas bajas y tenían grandes jardines en las terrazas. Eran autosuficientes. Parece muy militar. No tendremos que informar de esta impresión al almirante, ¿verdad? Seguro que le parecería un indicio de tendencias militaristas.

—¿Está usted seguro de que no es así? —pregunto Jack Cargill—. Por lo que he oído, todos los de la clase que da órdenes tienen una fortaleza autosuficiente. Huertos en las terrazas. Marrones para arreglar toda la maquinaria... lástima que no podamos traer a algunos para que ayuden a Sinclair.

—Cargill percibió la hosca mirada de su capitán y añadió rápidamente—: Bueno, lo cierto es que el agricultor podría haber corrido mejor suerte en un combate, pero los dos lugares parecían fortines. Y lo mismo todos los demás palacios residenciales de que tengo noticia.

El doctor Horvath había estado luchando por controlarse, mientras Sally Fowler intentaba sin éxito ocultar lo mucho que le divertía la escena. Por fin, rompió a reír.

—Teniente Cargill, los pajeños dominan la navegación espacial y la energía de fusión desde hace
siglos.
Si sus edificios tienen aún aspecto de fortaleza, debe de ser la tradición... Usted es el especialista militar, ¿qué protección podría significar frente a armas modernas convertir las casas en fortines como ésos?

Cargill hubo de guardar silencio, pero su expresión mostraba que no le habían convencido.

—¿Decía usted que procuraban que sus casas fuesen autosuficientes? —preguntó Rod—. ¿Incluso en la ciudad? ¡Qué tontería! ¿Y el agua?

—Llovía mucho —dijo Renner—. Tres días de cada seis. Rod miró al piloto jefe. ¿Hablaba en serio?

—¿Sabía usted que hay pajeños zurdos? —continuó Renner—. Todo invertido. Dos manos izquierdas de seis dedos, un gran brazo derecho, y la protuberancia del cráneo a la derecha.

—Tardé una media hora en darme cuenta —dijo Whitbread riéndose—. Aquel pajeño actuaba como el antiguo de Jackson. Debía de tener instrucciones.

—Zurdos —dijo Rod—. ¿Por qué no?

Al menos habían cambiado de tema. Los camareros trajeron la comida y todos callaron. Cuando acabaron de comer era hora de bajar a Paja Uno.

—Quiero hablar un momento con usted, señor Renner —dijo Rod cuando el piloto jefe iba a marcharse. Esperó hasta que se fueron todos, salvo Cargill—. Necesito un oficial ahí abajo, y usted es el único del que puedo desprenderme que cumple las condiciones del almirante. Pero aunque no tenga usted armas, más que las personales, y no disponga de ningún infante de marina, esto es una expedición militar, y si llega el momento, está usted al cargo.

—De acuerdo, señor —dijo Renner; parecía desconcertado.

—Si tuviese usted que disparar contra un hombre, o contra un pajeño, ¿lo haría?

—Lo haría, señor.

—Ha contestado usted muy deprisa, señor Renner.

—Lo pensé con mucha calma, hace tiempo, cuando decidí incorporarme a la Marina. Si me hubiera considerado entonces incapaz de disparar contra otro, no habría ingresado en el cuerpo.

Blaine asintió.

—Siguiente pregunta: ¿puede usted apreciar la necesidad de una acción militar a tiempo para hacer algo? ¿Aunque lo que hiciese fuese desesperado?

—Eso creo, capitán. ¿Puedo decir algo? Deseo volver, y...

—Diga lo que sea, señor Renner.

—Capitán, el Fyunch(click) que tenía usted se volvió loco.

—Tuve conocimiento de ello —dijo fríamente el capitán Blaine.

—Creo que el hipotético Fyunch(click) del Zar se volvería loco mucho más deprisa. Lo que usted quiere es el oficial a bordo de esta nave menos inclinado a la forma militar de pensar.

—Suba a bordo, señor Renner. Y buena suerte.

—Gracias, capitán. —Renner no hizo el menor intento de ocultar su sonrisa mientras salía del camarote.

—Lo hará bien, capitán —dijo Cargill.

—Eso espero, Número Uno. Jack, ¿cree usted que fue nuestra actividad
militar
lo que volvió loca a la pajeña?

—No lo creo, señor. —Cargill parecía seguro.

—¿Qué fue entonces?

—No lo sé, capitán. No sé demasiado sobre esos monstruos de ojos saltones. Sólo hay una cosa de la que estoy seguro, y es que están aprendiendo más sobre nosotros que nosotros sobre ellos.

—Oh, vamos, Número Uno. Llevan a los nuestros adonde los nuestros dicen. Según Sally les hacen reverencias... pero en fin, para ellos eso no es tan difícil... Bueno, lo cierto es que dice que son muy amables y que siempre cooperan. No ocultan nada. A usted siempre le han dado miedo los pajeños, ¿verdad? ¿Tiene idea de por qué?

—No, capitán —Cargill miró fijamente a Blaine y decidió que su jefe no estaba acusándole de burlarse—. Simplemente todo esto no me huele bien. —Miró su computadora de bolsillo para saber la hora—. Tengo que darme prisa, capitán. Debo ayudar al señor Bury en ese asunto del café.

—Bury... Jack, tenía ganas de hablar con usted sobre esto. Su pajeño vive ahora en la nave embajadora. Bury se ha trasladado al transbordador. ¿De qué demonios hablan?

—¿Qué quiere decir, señor? Están negociando acuerdos comerciales...

—Ya, pero Bury sabe mucho sobre el Imperio. Economía, industria, tamaño general de la flota, cuántos enemigos tenemos; Bury sabe todo eso y mucho más.

Cargill rió entre dientes.

—Él no dejaría que su mano derecha supiese cuántos dedos hay en la izquierda, capitán. ¿Cree usted que iba a darle algo gratis el pajeño? Además, estoy casi seguro de que no dirá nada que usted no aprobase.

—¿Por qué está tan seguro?

—Le dije que habíamos puesto micrófonos en todos los rincones del transbordador, señor —la sonrisa de Cargill creció aún más—. Sabe, claro, que no podemos escuchar todas las grabaciones simultáneamente, pero... —Rod volvió a reír.

—Espero que resulte. Está bien, es mejor que se vaya usted a la Tertulia de Café... ¿Seguro que no le importa ayudarme en esto?

—Capitán, la idea fue mía. Si Bury puede enseñar a los cocineros a hacer mejor café en las alertas de combate, podría hasta modificar la opinión que tengo de él. ¿Por qué se le mantiene prisionero en esta nave? No lo sé exactamente...

—¿Prisionero? Teniente Cargill...

—Capitán, no hay miembro de la tripulación que no se dé cuenta de que resulta extraño que ese hombre esté a bordo. Según los rumores está implicado en la rebelión de Nueva Chicago, y usted tiene que llevarle ante el Almirantazgo. ¿Es así, verdad?

—Alguien anda hablando demasiado, Jack. No quiero hablar de este asunto.

—Por supuesto, capitán. Tiene usted órdenes, capitán. Pero me he dado cuenta de que no lo desmiente. En fin, comprendo. Su familia es más rica que el propio Bury... Me pregunto cuántos hombres de la Marina se venderían... Me daría miedo tener prisionero a un tipo que puede comprar un planeta entero.

Y dicho esto, Cargill salió rápidamente por el pasillo que conducía a la cocina principal de la nave.

La noche anterior la conversación que había seguido a la cena había desembocado en el tema del café, y Bury había perdido su distanciamiento aburrido habitual para hablar por extenso sobre el tema. Les había hablado de la histórica especie cafetera Moka-Java, que aún se daba en lugares como Makasar, y la feliz mezcla de Java puro y el
grúa
que se destilaba en el Mundo del Príncipe Samuel. Conocía la historia del Blue Mountain jamaicano, aunque, según dijo, nunca lo había probado. Cuando terminaron el postre, sugirió que «catasen café» a la manera que se cataba el vino.

Había sido una culminación magnífica de un banquete excelente, con Bury y Nabil moviéndose como nigromantes entre filtros y agua hirviendo y etiquetas escritas a mano. Los huéspedes se divirtieron mucho, y esto convirtió a Bury en un hombre distinto; nadie había pensado que pudiese tener una afición como aquélla.

—Pero el secreto básico es mantener el equipo muy limpio —había dicho—. Los aceites amargos del café de ayer se acumularán en la cafetera, sobre todo en el filtro.

Al final Bury se ofreció a inspeccionar al día siguiente los servicios de elaboración de café de la
MacArthur.
Cargill, que consideraba vital el café en una nave de guerra, tanto como los torpedos, aceptó la colaboración muy gustoso. Mientras observaba al barbudo comerciante examinar el gran filtro, se sirvió una taza.

—Desde luego la máquina está bien conservada —dijo—. Muy bien conservada. Está absolutamente limpia y no se recalienta el café demasiado a menudo. Para café normal es excelente, teniente.

Desconcertado, Jack Cargill se sirvió una taza y lo probó.

—Vaya, esto es mejor que el brebaje que tomamos en la sala de oficiales.

Hubo entre los cocineros miradas de reojo. Cargill las advirtió. Advirtió también otra cosa. Pasó un dedo por un lado del colador y descubrió una capa marrón y oleosa.

Bury repitió el gesto, olisqueó el dedo y se tocó con él la punta de la lengua. Cargill probó el aceite en la mano. Era como todo el mal café que había tragado por miedo a caer dormido de guardia. Volvió a examinar el filtro y la manecilla de la espita.

—Las miniaturas —gruñó Cargill—. Hay que desmontarla.

Vaciaron la máquina y la desmontaron... en la medida en que pudieron. Piezas hechas para atornillarse estaban ahora fundidas en una sola unidad. Pero el secreto del filtro mágico parecía ser la permeabilidad selectiva. Dejaba pasar los aceites más viejos.

—A mi empresa le gustaría comprar este secreto a la Marina —dijo Bury.

—Nos gustaría tenerlo para vendérselo. Está bien, Ziffren, ¿cuánto tiempo lleva esto así?

—¿Señor? —el cocinero parecía pensarlo—. No sé, señor. Puede que dos meses.

—¿Estaba así
antes
de que esterilizásemos la nave y acabásemos con las miniaturas? —preguntó Cargill.

—Oh, sí, señor —contestó el cocinero. Pero lo dijo vacilando, y Cargill abandonó la cocina con el ceño fruncido.

29 • Relojeros

Cargill fue hasta la cabina de Rod.

—Creo que tenemos otra vez Marrones, capitán. —Explicó por qué.

—¿Ha hablado usted con Sinclair? —preguntó Rod—. Demonios, número Uno, el almirante se va a volver loco. ¿Está usted seguro?

—No, señor. Pero me propongo descubrir la verdad. Capitán, estoy seguro de que miramos en todas partes cuando limpiamos la nave. ¿Dónde pueden haberse ocultado?

—Preocúpese de eso cuando sepa que les hemos cogido. Vale, llévese al ingeniero jefe y revise de nuevo la nave, Jack. Y esta vez asegúrese bien.

—Muy bien, capitán.

Blaine se volvió a las pantallas de intercomunicación y las activó. Todos los datos recopilados sobre las miniaturas fueron pasando por la pantalla. No era gran cosa.

La expedición a Paja Uno había visto miles de miniaturas en la Ciudad Castillo. La pajeña de Renner les llamaba «Relojeros», y actuaban como ayudantes de los «Ingenieros» Marrones. Los pajeños grandes insistían en que los relojeros no eran inteligentes sino que heredaban la capacidad para manejar herramientas y equipo, así como el típico instinto de obediencia pajeña a las castas superiores. Había que entrenarlos, pero de eso se ocupaban los relojeros adultos. Como otras castas subordinadas, eran una forma de riqueza, y la capacidad para mantener a un gran servicio de relojeros, ingenieros y otras formas inferiores era un indicio de la importancia de un Amo. Esto último era una conclusión del capellán Hardy, aún no del todo confirmada.

Al cabo de una hora, llamó Cargill.

—Les hemos encontrado, capitán —dijo agriamente el primer teniente—. En el transformador-aspirador de aire de la cubierta B... ¿Se acuerda de aquella cosa medio fundida que Sandy reparó?

—Sí.

—Bueno, ya no está en el pasillo. Sandy dice que es posible que no funcione ya, y está investigando... pero para mí es suficiente. Les hemos encontrado.

—Avise a los infantes de marina, Número Uno. Yo voy al puente.

—De acuerdo, señor.

Cargill volvió al convertidor de aire. Sinclair había quitado la tapa y murmuraba para sí mientras examinaba la maquinaria.

El interior había cambiado. Había sido remodelado todo él. No estaba ya el segundo filtro que había instalado Sinclair, y el filtro que quedaba estaba tan modificado que era irreconocible. De un lado salía gas de un saco de plástico que sobresalía hinchado; el gas era muy volátil.

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