La paja en el ojo de Dios (65 page)

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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

—No harán ustedes ninguna tentativa de entrar en contacto con el Amo de la
Lenin —
dijo Ivan—. Si hubiésemos de conocerle, no se convertiría usted en su Fyunch(click). Sabemos lo que les sucede a los Fyunch(click) de los humanos.

No hacía falta contestar. El Amo sabía que le habían oído y que en consecuencia le obedecerían. Se acercó a su litera y la miró con disgusto.

Sonaron alarmas, y a través de los altavoces llegaron palabras humanas.

—Prepárense para el Impulsor Eddie el Loco. Último aviso —tradujo uno. Se tendieron en las literas. Sonó un tono más fuerte por toda la nave. Luego sucedió algo horrible.

46 • Personal y urgente

—¡Rod! ¡Rod, mire a los pajeños!

—¿Qué? —Blaine luchó por controlar su cuerpo. Le era difícil recuperar el control; no podía concentrarse. Miró a Sally, luego siguió su mirada hasta la pantalla de intercomunicación.

Los pajeños gorjeaban descontroladamente. Estaban fuera de sus literas, y el Embajador flotaba por el camarote totalmente desorientado. Chocó con un mamparo y se desvió hacia el otro lado. Los dos Mediadores observaban, sin saber qué hacer y bastante apurados también. Uno de ellos intentó sujetar al Amo pero no lo logró. Los tres se movían sin control por el compartimiento.

Jock fue el primero que logró sujetarse a una abrazadera. Silbó y bufó, luego Charlie avanzó hacia el Amo. Le agarró del pelo con el brazo izquierdo, y Jock, sujetándose al mamparo con los dos derechos extendió el izquierdo hasta que Charlie pudo agarrarlo. Laboriosamente se abrieron camino otra vez hasta las literas y Jock ató a Ivan. Se tendieron desconsolados, silbando y gorjeando.

—¿No crees que deberíamos ayudarlos? —preguntó Sally.

Rod flexionó sus miembros y extrajo mentalmente una raíz cuadrada. Luego probó con dos integrales y las soluciones le parecieron correctas. Su mente se había recuperado lo suficiente para prestar atención a Sally y a los pajeños.

—No. De todos modos nada podríamos hacer... No se sabe que haya dejado nunca efecto permanente, salvo los pocos que pierden el juicio y nunca vuelven a establecer contacto con la realidad.

—Los pajeños no han hecho eso —dijo con firmeza Sally—. Actuaban con un objetivo, pero no lo alcanzaban. Nosotros nos recuperamos mucho más deprisa que ellos.

—Menos mal que somos mejores que los pajeños en algo. Hardy aparecerá en seguida... tardará más tiempo que nosotros en recuperarse. Es más viejo.

—AVISO DE ACELERACIÓN. PREPÁRENSE PARA UNA GRAVEDAD DE ACELERACIÓN. —Un Mediador canturreó algo, y el Amo respondió. Sally les observó durante un rato.

—Creo que llevas razón. No parecen tener demasiados problemas, pero el Amo aún no se ha repuesto del todo.

Sonó un tono. La
Lenin
se balanceó y volvió el peso. Todo estaba bajo control y se dirigían a casa. Rod y Sally se miraron y sonrieron. Casa.

—De todos modos, ¿qué podrías hacer por el Amo? —preguntó Rod. Ella se encogió de hombros con indiferencia.

—Supongo que nada. Son tan
distintos.
Y... Rod, ¿qué harías tú si fueses el embajador imperial ante otra raza y te encerrasen en una cabina pequeña sólo con dos ojos espías en cada compartimiento?

—Yo esperaba que destruyesen esos aparatos. Los vieron, desde luego. No intentamos esconderlos. Pero no sabemos si le dijeron algo a Hardy.

—Dudo que lo hicieran. Actúan como si no se ocuparan de ellos. Charlie dijo que la intimidad «no es una de las exigencias de nuestra especie». —Sally se estremeció—. Eso significa una verdadera diferencia.

Sonó un timbre y Rod se volvió automáticamente hacia la puerta de la cabina antes de comprender que sonaba en el intercomunicador. Uno de los pajeños cruzaba cauteloso la cabina. Abrió la puerta. Entró Hardy.

—¿Todo bien? —preguntó inquieto.

—Podrían habernos avisado de esto —dijo Jock; su voz tenía un tono acusador; en realidad era una afirmación—. ¿Afecta así el Impulsor Eddie el Loco a los humanos?

—¿Cómo así? —preguntó inconscientemente Hardy.

—Desorientación. Vértigo. Incapacidad para concentrarse. Músculos fuera de control. Náuseas. Deseo de muerte.

Hardy parecía sorprendido. Probablemente lo está, pensó Rod. El capellán no observaría a los pajeños sin decirles que estaba haciéndolo, aunque hubiese media docena de pares de ojos fijos en la pantalla constantemente.

—Produce también un efecto sobre los humanos, sí —contestó Hardy—. No tan violento como usted lo describe. El Impulsor provoca desorientación y una incapacidad general para concentrarse, pero el efecto pasa pronto. No sabíamos cómo les afectaría a ustedes, pero no ha habido en toda nuestra historia más que unos cuantos casos de efectos irreversibles, y fueron todos... digamos, psicológicos.

—Comprendo —dijo Charlie—. Doctor Hardy, deberá perdonarnos pero no estamos en condiciones de hablar. Quizás lo estemos dentro de unas horas. La próxima vez seguiremos su consejo y nos ataremos a nuestras literas y dormiremos cuando activen su máquina Eddie el Loco.

—Entonces les dejo —dijo Hardy—. ¿Necesitan algo? ¿Está bien el Embajador?

—Bastante bien. Gracias por su interés.

Hardy se fue y los pajeños volvieron a sus literas. Gorjearon y silbaron.

—Y eso es todo —dijo Rod—. Se me ocurren muchas cosas más interesantes que observar a los pajeños tumbados en sus literas y hablando en un idioma que no entiendo.

Y hay tiempo de sobra para estudiar a los pajeños, pensó Sally. Casualmente, no tenemos nada que hacer ninguno de los dos ahora mismo... y nosotros tenemos intimidad.

—Pienso igual —dijo Sally.

Pese a los kilómetros cúbicos de llama amarilla que la rodeaban, la
Lenin
era una nave feliz. Kutuzov relajó la vigilancia y permitió a la tripulación volver a los servicios normales por primera vez desde la destrucción de la
MacArthur.
Aunque la nave estaba en las profundidades de un sol, tenía combustible, y sus problemas estaban en el Libro. La rutina del cuerpo los resolvería. Hasta los científicos olvidaron su pesar por abandonar el sistema alienígena con interrogantes que no habían resuelto: volvían a casa.

La única mujer en diez parsecs habría sido tema de especulación en cualquier circunstancia. Las luchas podrían haberse planteado alrededor de dos preguntas:
¿Cuáles son mis/tus posibilidades con ella? Y ¿Estamos desperdiciándolas?
Pero era evidente que Sally había elegido su hombre. Esto facilitaba las cosas a los que se preocupaban por tales problemas, y a aquellos que tenía por misión eliminar los conflictos.

La noche que siguió al salto, Kutuzov dio un banquete. Fue muy protocolario, y la mayoría de los invitados no disfrutaron mucho; la conversación de sobremesa del almirante se redujo a cuestiones profesionales. Pero se fue pronto, y entonces se inició una fiesta más libre.

Rod y Sally se quedaron tres horas. Todos querían hablar de los pajeños, y a Rod le sorprendió verse de pronto hablando sobre ellos sólo con una sombra del dolor sordo que le había acongojado hasta entonces cuando pensaba en los alienígenas. El entusiasmo de Sally era bastante por sí solo... y, además, parecía tan preocupada por
él
como por los alienígenas. Hasta había dedicado varias horas a arreglar el uniforme de gala de Mijailov de modo que le sentara casi bien.

Cuando dejaron la fiesta, no hablaron de pajeños ni de la Paja en varias horas; las horas que estuvieron juntos antes de ir a sus cabinas independientes.

La nave continuaba su marcha. Al cabo de un tiempo el amarillo de allá del Campo se volvió naranja, y luego rojo ladrillo, y las sondas
de
la
Lenin
indicaron que su Campo era más caliente que la fotoesfera que lo rodeaba. Científicos y tripulación observaban ansiosos la pantalla, y cuando aparecieron estrellas sobre un fondo rojinegro todos brindaron celebrándolo. Hasta el almirante se unió a ellos, con una sonrisa amplia y torpe.

Poco después el oficial de comunicaciones estableció contacto con un carguero que esperaba. Había también una pequeña chalupa para enviar mensajes, rápida, manejada por jóvenes miembros de la tripulación en perfecta condición física. Kutuzov dictó su informe y lo envió con dos de sus guardiamarinas, y la chalupa aceleró a tres gravedades, buscando el punto Alderson donde saltaría al sistema de Nueva Caledonia e informaría del primer contacto de la Humanidad con una civilización alienígena.

El carguero llevaba correo y noticias de casi un año. Se habían producido más rebeliones en el sector. Una antigua colonia se había aliado con una agrupación armada de exteriores desafiando al Imperio. Nueva Chicago estaba ocupada por el ejército, y aunque la economía funcionaba de nuevo, la mayoría de la población detestaba el paternalismo imperial. La inflación de la corona había sido controlada. Su Majestad la Emperatriz había dado a luz un niño, Alejandro, y el príncipe heredero Lisandro no era ya la única seguridad de la estirpe imperial reinante. Esta noticia mereció otro brindis de los tripulantes de la
Lenin,
y la celebración fue tan sonada que Mijailov hubo de utilizar tripulantes de la
MacArthur
para atender la nave.

La chalupa volvió con más mensajes transmitidos antes de que se encontrase con la
Lenin.
La capital del sector hervía de entusiasmo, y el Virrey preparaba una gran recepción en honor de los embajadores pajeños. Armstrong, Ministro de Guerra, envió un parco «bien hecho» y mil preguntas.

Había también un mensaje para Rod Blaine que supo de él cuando el asistente del almirante fue a buscarle para que acudiera a la cabina de éste.

—Probablemente sea esto —dijo Rod a Sally—: Detenga usted a Blaine hasta que comparezca ante un consejo de guerra.

—No seas tonto. —Sally sonrió para animarle—. Te espero aquí.

—Si es que me dejan volver a mi cabina. —Se volvió al infante de marina—. Vamos, Ivanov.

Cuando entró en la cabina del almirante se quedó sorprendido. Esperaba un cuarto desnudo, funcional y frío; había allí, por el contrario, una desconcertante variedad de colores, alfombras orientales, tapices en las paredes, el inevitable icono y el retrato del Emperador, pero mucho más. Había incluso libros encuadernados en piel en una estantería sobre el escritorio de Kutuzov. El almirante indicó una silla de teca rosa espartana.

—¿Tomará usted té? —preguntó.

—Bueno... Gracias, sí, señor.

—Dos tazas de té, Keemun.

El camarero lo sirvió, de un termo de plata en forma de antiguo samovar ruso, en tazas de cristal.

—Puede irse. Capitán Blaine, tengo órdenes para usted.

—Le escucho, señor —dijo Rod. Al menos podría haber esperado a que saborease el té.

—Dejará usted esta nave. Tan pronto como llegue aquí la chalupa subirá usted a bordo para regresar a Nueva Caledonia a aceleración máxima si el médico lo aprueba.

—De acuerdo, señor. ¿Tan ansiosos están de que comparezca ante un consejo de guerra?

Kutuzov pareció desconcertado.

—¿Consejo de guerra? No lo creo, capitán. Tiene que haber un tribunal oficial de investigación, desde luego. Las ordenanzas lo imponen. Pero me sorprendería que el tribunal investigador formulase acusaciones contra usted.

Kutuzov se volvió a su tallado escritorio. Sobre la pulida superficie de madera había una cinta grabada.

—Esto es para usted. El membrete indica «Personal y urgente». Y le explicará sin duda de qué se trata.

Rod cogió la cinta y la examinó curioso.

—Por supuesto está en código de mando —dijo el almirante—. Mi secretario le ayudará si lo desea.

—Gracias.

El almirante utilizó el intercomunicador para llamar a un teniente, que descifró las cintas en una máquina traductora. Salió de ella un pequeño folleto.

—¿Nada más, almirante? —preguntó el teniente.

—He terminado. Le dejo que lea su mensaje, capitán. Buenos Días. —Almirante y teniente dejaron el camarote mientras la máquina traductora continuaba su tarea. El mensaje iba saliendo como un gusano de las interioridades de la máquina.

Rod lo cogió y leyó con asombro creciente.

Lo leyó de nuevo mientras volvía a su cabina. Sally se levantó al verle entrar.

—¡Rod, qué expresión tan extraña!

—Llegó una carta —dijo.

—Oh... ¿Noticias de casa?

—Algo así.

Ella sonrió, pero había desconcierto en su voz.

—¿Cómo están todos? ¿Está bien tu padre?

Rod parecía muy nervioso y excitado, pero estaba demasiado alegre para haber recibido malas noticias. ¿Qué le inquietaba entonces? Era como si tuviese alguna tarea que realizar, algo que quisiese hacer pero que le diese miedo...

—Mi familia está bien. También la tuya... te enterarás de eso muy pronto. El senador Fowler está en Nueva Escocia.

Le miró incrédula.

—¿Está aquí mi tío Ben? Pero ¿por qué?

—Dice que estaba preocupado por ti. Nadie se ocupa de ti, así que él tenía que...

Ella le sacó la lengua y quiso coger el mensaje. Rod la esquivó pese a la aceleración de una gravedad y media.

—Está bien —le dijo; aunque rió, estaba tenso—. Le envió el Emperador. Como su representante personal, presidiendo la comisión imperial que negociará con los pajeños —Rod hizo una pausa—. Ambos estamos nombrados por la comisión.

Ella le miró con los ojos en blanco. Poco a poco fue comprendiendo. Era un reconocimiento profesional mucho mayor de lo que ella podía haber imaginado.

—Felicidades, señor representante de su Majestad Imperial —Rod se echó a reír; la cogió por la muñeca con ambas manos y la mantuvo frente a él—. El señor presidente de la comisión extraordinaria de Su Majestad me pregunta también que cuándo nos casamos. Creo que es una pregunta interesante.

—Pero... yo... Rod... nosotros —Contuvo el aliento.

—Vaya, por una vez no sabes qué decir. Te faltan palabras. —Aprovechó la oportunidad para besarla. Luego otra vez. Aquello duró mucho.

—Creo que sería mejor leer esa carta —dijo ella cuando se separaron—. Si no te importa.

—Aún no has contestado a la pregunta de tu tío, y no te dejaré leerla hasta que lo hagas.


¿Su
pregunta? —Los ojos de Sally relampaguearon—. ¡Rod Blaine, si yo me casase con alguien
(si,
no olvides) tendría que pedírmelo él mismo!

—Está bien. Lady Sandra Liddell Leonovna Bright Fowler, ¿quiere usted casarse conmigo? —La burla había desaparecido de su voz, y aunque intentaba conservar la sonrisa, la perdió también; parecía un niño de cuatro años a punto de sentarse por primera vez en el regazo del rey Melchor—. Cuando volvamos a Nueva Escocia...

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