La paja en el ojo de Dios (61 page)

Read La paja en el ojo de Dios Online

Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

—Supongo que sí, Anthony. Tampoco yo creo que los pajeños sean una amenaza. Por otra parte no puedo creer que sean tan sencillos y abiertos como usted parece creer. Por supuesto, he tenido más tiempo que usted para pensar en ellos...

—¿Eh? —exclamó Horvath.

Le gustaba el capellán Hardy. El eclesiástico siempre tenía historias interesantes e ideas sugestivas que exponer. Por supuesto era bastante hábil con las palabras, su profesión se lo exigía, pero no era un sacerdote típico... ni tampoco un hombre de la Marina típico.

—No puedo hacer —dijo Hardy sonriendo— ninguna de mis tareas normales, sabe. ¿Arqueología lingüística? Ni siquiera he sido capaz de aprender el lenguaje pajeño. En cuanto al encargo que me hizo la Iglesia, dudo que haya pruebas suficientes para decidir nada. Mis deberes como capellán de la nave me ocupan muy poco tiempo... ¿Qué otra cosa puedo hacer más que pensar en los pajeños? —sonrió de nuevo—. Y considere el problema que tendrán los misioneros en la próxima expedición.

—¿Cree que la Iglesia enviará una misión?

—¿Por qué no? Desde luego, no puedo plantear ninguna objeción teológica. Sin embargo, puede que sea inútil... —Hardy rió entre dientes—. Recuerdo una historia de unos misioneros en el Cielo. Estaban discutiendo sobre su trabajo anterior, y uno se puso a hablar de los miles que había convertido. Otro a presumir de que había hecho volver a la Iglesia a todo un planeta de pecadores. Por último, se volvieron a un pequeño capellán que estaba en el extremo de la mesa y le preguntaron cuántas almas había salvado. «Una.» Esta anécdota está destinada a ejemplificar un principio moral, pero pienso inevitablemente que las misiones a Paja Uno pueden hacerla real...

—David —dijo Horvath; había en su voz un tono de urgencia—. La Iglesia tiene que ejercer una influencia importante en la política imperial respecto a los pajeños. Y estoy seguro de que sabe que el cardenal concederá gran importancia a las opiniones que emita usted cuando informe en Nueva Roma. Supongo que se da cuenta de que lo que usted diga sobre los pajeños influirá tanto como... maldita sea, influirá más. Más que el informe científico, e incluso más quizás que el de la Marina.

—Soy consciente de ello. —Hardy se había puesto serio—. Yo no busco esa influencia, Anthony. Pero me doy cuenta de la situación.

—Está bien. —Horvath no quería presionar más. Nunca pretendía presionar demasiado, aunque a veces se olvidaba de sus intenciones.

Sin embargo desde que había ingresado en la administración científica, había tenido que aprender a luchar por sus presupuestos. Lanzó un profundo suspiro y cambió de táctica.

—Me gustaría que me ayudara usted ahora mismo en algo. Me gustaría que nos llevásemos de vuelta estas estatuillas.

—¿Por qué no llevarnos toda la nave? —preguntó Hardy—. Me gustaría que lo hiciéramos.

Bebió más coñac y carraspeó otra vez. Era mucho más fácil hablar de los pajeños que sobre la política Imperial.

—He visto que ha prestado usted bastante atención a las zonas en blanco de las estatuillas —dijo con picardía. Horvath frunció el ceño.

—¿De veras? Bueno, quizás. Quizás lo hiciese.

—Debió dedicar mucho más tiempo a pensar en eso. ¿No le pareció que fuese ésa otra zona de reticencia pajeña?

—En realidad no.

—Pues a mi sí. Me desconcierta.

Horvath se encogió de hombros, luego sirvió coñac para los dos. No tenía sentido escatimarlo si iban a tener que abandonarlo después.

—Probablemente piensen que sus vidas sexuales no son asunto nuestro. ¿Qué detalles les dimos nosotros sobre eso?

—Muchos. Yo tuve una vida matrimonial larga y feliz —dijo el capellán Hardy—. Quizás no sea un experto en lo que hace que sea feliz una relación amorosa, pero sé suficiente para enseñar a los pajeños todo lo que necesitan saber. No les oculté nada, y tengo entendido que Sally Fowler tampoco lo hizo. Después de todo, son
alienígenas...
no podemos tentarles ni hacerles desear. —Hardy sonrió.

También sonrió Horvath.

—Tiene usted razón —asintió pensativo—. Dígame, David... ¿por qué insistió el almirante en destruir los cadáveres después del funeral?

—Bueno, debería haber pensado en eso... sí. Y nadie protestó. No queríamos que los alienígenas diseccionaran a nuestros camaradas.

—Exactamente. No queríamos ocultar nada, sólo nos repugnaba el que unos alienígenas descuartizaran a hombres muertos. Es algo en lo que el Zar y yo estamos de acuerdo. Ahora, David, ¿cree usted que los pajeños piensan igual sobre su propia reproducción?

Hardy pensó unos instantes en aquello.

—Por lo que sé, no me parece imposible. Muchas sociedades humanas han sentido lo mismo respecto a las fotografías, por ejemplo. Y muchas aún lo sienten. —Bebió un trago más de coñac—. Anthony, sencillamente no lo creo. No tengo nada mejor que ofrecer, pero no creo que haya dado usted con la clave. Lo que necesitamos es una larga conferencia con un antropólogo.

—Ese maldito almirante no la quiere dejar subir a bordo —gruñó Horvath, pero dejó que la cólera pasase enseguida—. Apuesto a que ella aún está furiosa.

42 • Un saco de cristales rotos

Sally no estaba furiosa. Había agotado ya su vocabulario. Mientras Hardy y Horvath y los demás examinaban alegremente los regalos pajeños, ella tenía que contentarse con holografías e informes dictados.

Ahora no podía concentrarse. Se daba cuenta de que había leído cinco veces el mismo párrafo. Dejó el informe. Maldito Rod Blaine. No tenía ningún derecho a preocuparla de aquel modo.

Alguien llamó a la puerta del camarote. Sally abrió rápidamente.

—Sí... Oh. Hola, señor Renner.

—¿Esperaba a otra persona? —preguntó tímidamente Renner—. Pareció desilusionarse al ver que era yo. No es muy halagador.

—Lo siento. No, no esperaba a nadie ¿Decía usted algo?

—No.

—Creí que... Señor Renner, creí que decía usted «extinto».

—¿Ha trabajado usted mucho? —preguntó Renner.

Miró el camarote. El escritorio, normalmente ordenado, estaba lleno de papeles, dibujos y copias. Sobre la cubierta de acero, junto a un mamparo, estaba tirado uno de los informes de Horvath. Renner movió los labios en lo que podía haber sido una semisonrisa.

Sally siguió su mirada y enrojeció.

—No mucho —admitió.

Renner le había dicho que iba a visitar a Rod en su camarote, y ella esperaba que le dijese algo. Y esperó. Finalmente cedió.

—Está bien. No he hecho nada. ¿Cómo está él?

—Como un saco de cristales rotos.

—Oh —aquello la deprimía.

—Perdió su nave. Por supuesto está muy deprimido. Escuche, no permita que nadie le diga que perder una nave es como perder a una mujer. No es así. Se parece mucho más a ver destruido el planeta natal...

—Es... ¿cree que puedo hacer algo? Renner la miró fijamente.

—Extinto, le digo. Por supuesto que puede hacer algo. Puede ayudarle, echarle una mano. O simplemente sentarse con él. Si puede seguir con la mirada fija en la pared estando usted en la habitación, supongo que debemos considerarle un caso perdido. Debemos pensar que resultó alcanzado por el fuego durante la lucha.

—¿Cómo dice? No resultó herido...

—Por supuesto que no. Quería decir que... olvídelo. Mire, basta con que llame a su puerta, ¿lo hará?

Kevin la empujó hacia el pasillo y sin saber cómo ella se encontró caminando pasillo adelante. Al volverse desconcertada, Renner le indicó la puerta.

—Yo entraré a tomar un trago.

Bueno,
pensó ella. Ahora resulta que son los capitanes mercantes los que tienen que decir a los aristócratas cómo deben comportarse entre sí... No tenía sentido quedarse en el pasillo. Llamó.

—Adelante.

Sally entró rápidamente.

—Hola —dijo. Oh, Dios mío. Tiene un aspecto horrible; y ese uniforme que le sobra por todas partes... Tengo que hacer algo—. ¿Ocupado?

—No. Sólo pensaba en una cosa que dijo el señor Renner. ¿Sabía usted que en el fondo Kevin Renner cree realmente en el Imperio?

Miró a su alrededor buscando una silla. No tenía sentido que esperase a que él la invitara. Se sentó.

—Es un oficial de la Marina, ¿no?

—Oh, sí, claro que
apoya
al Imperio, porque si no no ocuparía ese cargo... pero quiero decir que cree realmente que nosotros sabemos lo que estamos haciendo. Sorprendente.

—¿No lo sabemos? —preguntó ella vacilante—. Porque si no lo sabemos corre grave peligro toda la especie humana.

—Recuerdo que creía que lo sabía —dijo Rod.

Aquello parecía un poco ridículo. Había una larga lista de temas que discutir con la única chica en diez parsecs antes de tocar la teoría política.

—Tiene usted buen aspecto. ¿Cómo es posible? Debe de haberlo perdido todo.

—No, tenía mi maletín de viaje. La ropa que llevé a Paja Uno, ¿recuerda? —luego no pudo evitarlo y se echó a reír—. Rod, ¿se da cuenta del aspecto que tiene con el uniforme del capitán Mijailov? No son ustedes del mismo tamaño en ninguna dimensión. ¡Bueno! ¡Déjelo ya! No empiece a preocuparse por eso, Rod Blaine.

Llevó un rato, pero ella ganó. Lo supo cuando Rod miró los grandes pliegues que había hecho en el capote para que no pareciese una tienda de campaña. Lentamente sonrió.

—Imagino que no me citarían en la lista de hombres más elegantes de la corte del
Times...

—No...

Estaban sentados en silencio y ella intentaba pensar algo que decir. Maldita sea, se decía, ¿por qué me es tan difícil hablar con él? Tío Ben dice que yo hablo demasiado, y sin embargo no se me ocurre nada que decir.

—¿Qué fue lo que le dijo el señor Renner?

—Me recordó mis deberes. Me había olvidado de que aún tenía algunos. Pero creo que tiene razón, la vida sigue, incluso para un capitán que ha perdido su nave... —Hubo más silencio, y el aire pareció de nuevo sofocante y pesado.

¿Y qué digo ahora?

—Llevaba usted... llevaba mucho tiempo con la
MacArthur,
¿verdad?

—Tres años. Dos como oficial y uno como capitán. Y ahora la nave no existe... Será mejor que no empiece otra vez con eso. ¿Y qué ha hecho usted?

—Me lo preguntó, ¿recuerda? Estuve estudiando los datos de Paja Uno; y los informes sobre la nave que nos regalaron... y pensando en lo que podría decir para convencer al almirante de que debemos llevar con nosotros a los embajadores pajeños. Tenemos que convencerle, Rod, no hay más remedio. Me gustaría que pudiésemos hablar de otra cosa, y habrá mucho; tiempo después de abandonar el sistema pajeño. —Y pasaremos mucho tiempo juntos, además, ahora que ha desaparecido la
MacArthur.
Sinceramente, creo que me alegro un poco de la muerte de mi rival. Será mejor que no sospeche eso de mí—. Pero, Rod, tenemos tan poco tiempo, y no se me ocurre nada...

Blaine se rascó el puente de la nariz. ¿Cuándo dejarás de ser el Hombre de las Lamentaciones y empezarás a actuar como el futuro marqués?

—Está bien, Sally. Veremos lo que se puede hacer. Siempre que permita usted que Kelley nos sirva la cena aquí.

—De acuerdo —dijo ella con una amplia sonrisa.

43 • Lamento de comerciante

Horace Bury no era un hombre feliz.

Si había sido difícil tratar con la tripulación de la
MacArthur,
aún lo era más tratar con la de la
Lenin.
Eran ekaterianos, fanáticos imperiales, y se trataba además de una tripulación escogida a las órdenes de un almirante y un capitán de su mundo natal. Hubiese sido más fácil influir en las Hermandades Espartanas.

Bury sabía todo esto de antemano, pero tenía aquella desdichada necesidad de dominar y controlar su medio en cualquier circunstancia; y apenas si tenía con qué trabajar.

Su situación a bordo era aún más ambigua que antes. El capitán Mijailov y el almirante sabían que tenía que permanecer bajo el control personal de Blaine, sin que pesase sobre él ninguna acusación oficial, pero sin poder disfrutar tampoco de libertad plena. Mijailov resolvió el problema asignando como criados de Bury a varios infantes de marina y poniendo a un hombre de Blaine, Kelley, al cargo de estos soldados. Así que siempre que Bury abandonaba su camarote los soldados le seguían por toda la nave.

Intentó hablar con los tripulantes de la
Lenin.
Pocos le escucharon. Quizás hubiesen oído rumores de lo que podía ofrecer y temiesen que los infantes de marina de la
MacArthur
les denunciasen. Quizás le considerasen sospechoso de traición y le odiasen.

Un comerciante necesita paciencia, y Bury tenía más que la mayoría. Aun así, le resultaba difícil controlarse cuando no podía controlar nada más; cuando no había nada que hacer más que sentarse y esperar, su inquieto temperamento le sumía en solitarios ataques de cólera. En público, sin embargo, era capaz de controlarse siempre. Fuera de su camarote, Bury se mostraba tranquilo, relajado, resultaba un conversador hábil, agradable incluso para el almirante Kutuzov. Y quizás especialmente para él...

Esto le dio acceso a los oficiales de la
Lenin,
pero éstos eran muy formalistas, y cuando él quería hablarles solían decir que estaban muy ocupados. Bury pronto descubrió que sólo había tres temas seguros: los juegos de cartas, los pajeños y el té. Si la
MacArthur
utilizaba como combustible el café, la
Lenin
se servía del té; y los bebedores de té suelen hablar más del tema, y conocerlo mejor, que los bebedores de café. Las naves de Bury comerciaban en té lo mismo que en todo lo demás que pudiese reportarles beneficios, pero él no llevaba té, ni lo bebía.

En consecuencia, Bury pasaba interminables horas jugando a las cartas: los oficiales de la
Lenin
y de la
MacArthur
se alegraban de poder sentarse con él en su camarote, siempre más despejado que la sala de oficiales. Resultaba también fácil hablar de los pajeños con los oficiales de la
Lenin...
siempre hablaban en grupo, pero sentían curiosidad. Después de diez meses en el sistema pajeño, la mayoría no habían visto nunca un pajeño. Todos querían oír hablar de los alienígenas, y Bury estaba dispuesto a contar cosas.

Los intervalos entre los servicios se animaban cuando Bury hablaba del mundo pajeño, de los Mediadores capaces de leer el pensamiento aunque dijesen que no podían, del zoo, del Castillo, de las fincas feudales con su aspecto de fortalezas... Bury se había dado cuenta de esto. Y la conversación pasaba a los peligros. Los pajeños no les habían vendido armas, ni siquiera se las habían mostrado, porque planeaban un ataque y pretendían sorprenderles. Habían sembrado la
MacArthur
con miniaturas (fue casi el primer acto del primer pajeño con quien se encontraron) y aquellos animales insidiosos y hábiles se habían apoderado de la nave y habían estado a punto de escapar con todos los secretos militares del Imperio. Sólo la vigilancia del almirante Kutuzov había impedido el desastre total.

Other books

Magic to the Bone by Devon Monk
The Good Girl by Mary Kubica
Sora's Quest by T. L. Shreffler
Big-Top Scooby by Kate Howard
Rendezvous in Cannes by Bohnet, Jennifer
The Demon Lover by Victoria Holt
Prairie Wife by Cheryl St.john