—Temen que causáramos deliberadamente la destrucción de la
MacArthur —
dijo Charlie—. ¡Maldita sea! Por qué no nos lo dirían. Podríamos haberles advertido de los peligros, y los humanos no tendrían nada que temer. ¿Por qué demonios dispuso el universo que el primer pajeño con que se encontraran fuera un Marrón?
—Dijeron que la
MacArthur
estaba afectada por una plaga —musitó Jock—. Y lo estaba, aunque no les creímos. Una plaga de Relojeros. Pero, si realmente creen que destruimos de modo deliberado su nave, o permitimos que la destruyeran, ¿por qué no nos lo han dicho? ¿Por qué no preguntan?
—Ellos ocultan sus puntos vulnerables —dijo Charlie—. Y nunca admiten una derrota. Ni siquiera en los minutos finales, los guardiamarinas se negaron a rendirse.
Hubo un silencio. Habló Ivan.
—Los humanos no querían que supiésemos que había Relojeros a bordo hasta que los liquidaran. Estaban seguros de que podrían hacerlo. Después, no querían que supiésemos que los Relojeros podían destruir sus naves.
—¡Idiotas! —exclamó Charlie—. Los Relojeros, si se les da tiempo para adaptarse, pueden destruir cualquier nave. Contribuyen poderosamente a los colapsos. Si no fuesen tan útiles, tendríamos que exterminarlos.
—Ya se ha hecho —dijo Jock, hizo un gesto de seco humor—. Con el resultado habitual. Otro Amo los conserva...
—Silencio —exigió Ivan—. Ellos nos temen. Hablad de eso.
—¿Sabéis qué es eso que los humanos llaman «ficción»? —preguntó
Charlie—. Leyendas inventadas deliberadamente. Tanto los que las oyen como los que las cuentan saben que no son verdad.
Ivan y Jock indicaron que estaban familiarizados con la idea.
—Anoche hubo un programa de trívisión. Era una obra de ficción como son muchas de las retransmisiones. Ésta se llamaba «Istvan Dies». Cuando se terminó, el comentarista hablaba como si la acción principal de la historia fuese cierta.
—No la vi —dijo Jock—. El Virrey Merrill quería que me entrevistara con unos comerciantes antes de la recepción de los Barones. ¡Maldita sea! Estas formalidades interminables consumen nuestro tiempo sin que consigamos enterarnos de nada de lo que nos interesa.
—No os hablé de este programa —dijo Charlie—. El actor principal representaba a un hombre que evidentemente pretendía ser el almirante Kutuzov.
Jock hizo el gesto de asombro y de pesar por la oportunidad perdida.
—Pero ¿qué interés tiene? —exigió Ivan.
—Veréis. La historia desarrollaba una serie de motivaciones conflictivas. El almirante que estaba al mando no deseaba hacer lo que hacía. Había guerra entre los humanos: entre el Imperio y esos exteriores a los que tanto temen.
—¿No podríamos llegar a un acuerdo con los exteriores? —preguntó Jock.
—¿Cómo? —replicó Ivan—. Ellos controlan todos los posibles accesos a nosotros. Si sospechan que pretendemos hacer eso, harán todo lo posible por impedirlo. No pienses siquiera en eso. Cuéntame tu programa.
—En esta guerra había un planeta sublevado. Se sublevarían muy pronto otros planetas. Lo que en principio era una guerra pequeña podía convertirse en una guerra muy grande, con muchos planetas implicados. El almirante halló un medio de impedir esto, y decidió que era su deber utilizarlo. Con cinco naves como la
Lenin
borró toda forma de vida en un planeta habitado por diez millones de humanos.
Hubo un largo silencio.
—¿Son capaces de hacer eso? —preguntó Ivan.
—Así lo creo —contestó Charlie—. No soy un Marrón para estar seguro, pero...
—
Reflexionad sobre esto. No olvidéis que nos temen. Recordad que ahora saben que tenemos una subespecie prolífica. Recordad también que partiendo del estudio de la sonda colocaron a aquel hombre al mando de la expedición que fue a nuestro sistema. Temed por vuestros Amos y a vuestras hermanas.
Ivan se dirigió a su cámara. Al cabo de un largo rato, los Mediadores comenzaron a hablar rápida, pero muy suavemente.
Pesadas nubes cruzaban los cielos de Nueva Escocia. Se separaron, dejando a los luminosos rayos de Nueva Caledonia invadir cálidamente la sala de conferencias. Brillantes objetos relampaguearon momentáneamente ante las ventanas polarizadas. Fuera se veían profundas sombras en los terrenos de Palacio, pero la luz del sol brillaba ya en las estrechas calles donde las oficinas del Gobierno se vaciaron. Muchedumbres que vestían faldas escocesas se amontonaba cuando el sector burocrático se apresuraba a volver a casa con su familia, para tomar un trago y ver la trivisión.
Rod Blaine miraba pensativo por la ventana. Abajo, una bonita secretaria salía apresurada de Palacio, con tanta prisa por llegar a un vehículo de transporte público que casi derriba a un funcionario más viejo. Una cita importante, pensó Rod. Y el funcionario tendrá familia... todas esas personas. Y son responsabilidad mía, y debo tenerlo en cuenta en mis tratos con los pajeños.
Tras él había mucha actividad.
—¿Se han hecho los arreglos necesarios para dar de comer a los pajeños? —preguntaba Kelley.
—Sí, señor —contestó un camarero—. Al chef le gustaría aderezar algo ese musgo que comen... ponerle algunas especias. No le parece bien poner simplemente carne y cereal en una cazuela y cocerlo.
—Ya podrá hacer obras de arte en otra ocasión. Los comisionados no quieren ninguna fantasía esta noche. Sólo quieren darles de comer lo que quieran. —Kelley miró la cafetera mágica para asegurarse de que estaba llena, luego miró airado un espacio vacío contiguo—. ¿Dónde está el maldito chocolate? —preguntó.
—Ahora llega, señor Kelley —dijo el camarero.
—Está bien. Que esté aquí antes de que lleguen los pajeños. Tardarán una hora. —Kelley miró el reloj de pared—. Muy bien. Supongo que estaremos preparados. Pero aseguraos de ese chocolate.
Los pajeños eran adictos al chocolate caliente desde que lo habían descubierto a bordo de la
Lenin.
Era una de las pocas pócimas humanas que les gustaban. ¡Pero cómo les gustaba! Kelley se estremeció. Lo de la mantequilla podía entenderlo. Ponían mantequilla en el chocolate a bordo de las naves normalmente. ¡Pero añadir un chorro de aceite de máquina en cada taza!
—¿Preparado para nosotros, Kelley? —preguntó Rod.
—Sí, señor —le aseguró Kelley.
Ocupó su puesto en el bar y apretó un botón para indicar que podía empezar la conferencia. Algo inquieta al jefe, dedujo. No es su chica, sin embargo. Me alegro de no tener sus problemas.
Se abrió una puerta y entró el equipo de la Comisión, seguido de varios científicos de Horvath. Tomaron asiento a un lado de la mesa y sacaron sus computadoras de bolsillo. Hubo suaves zumbidos cuando comprobaron su contacto con el sistema computerizado de Palacio.
Horvath y el senador Fowler aún seguían discutiendo cuando entraron.
—Doctor, lleva tiempo procesar esas cosas...
—¿Por qué? —preguntó Horvath—. Sé que no tienen que comprobar con Esparta.
—Está bien. Me lleva tiempo aclarar las ideas, entonces —dijo Fowler irritado—. Mire: veré lo que puedo hacer por usted el próximo aniversario. Su actividad es anterior a la expedición pajeña. Pero, maldita sea, doctor, no estoy seguro de que esté usted temperamentalmente dotado para ocupar un puesto en... —se interrumpió al ver que las miradas se volvían hacia él—. Seguiremos más tarde.
—Muy bien —Horvath miró a su alrededor y fue a sentarse justo enfrente de Ben. Hubo un arrastrar de sillas cuando el Ministro de Ciencias situó a su equipo a su lado de la mesa.
Entraron otros: Kevin Renner, el capellán Hardy, ambos aún con uniforme de la Marina. Una secretaria. Entraron camareros y hubo más confusión cuando Kelley encargó el café.
Rod frunció el ceño mientras tomaba asiento, luego sonrió al ver entrar a Sally.
—Siento llegar tarde —se disculpó—. Es que...
—Aún no hemos empezado —dijo Rod, indicando un sitio contiguo al suyo.
—¿Qué es todo esto? —preguntó quedamente; había algo en la actitud de Rod que la inquietaba, y le estudiaba detenidamente—. ¿Por qué está tío Ben tan interesado en la historia pajeña? ¿Qué pasó exactamente anoche?
—Ya lo verás. El senador va a empezar. —Y espero que todo sea positivo, querida, aunque lo dudo. ¿Qué será de nosotros después? Rod se volvió ceñudo a la conferencia. Me pregunto qué hará ahora mi Fyunch(click). Sería curioso enviar un representante a esto y...
—Empecemos —dijo bruscamente el senador Fowler—. Esta reunión de los comisionados extraordinarios que representan a Su Majestad Imperial ante los habitantes del sistema pajeño se da por iniciada. Escriban, por favor, sus nombres y las instituciones a las que representen.
Hubo un segundo de silencio, roto por el suave murmullo de las computadoras.
—Tenemos mucho trabajo —continuó el senador—. Anoche se descubrió que los pajeños nos habían mentido en ciertos asuntos de vital importancia...
—También les mentimos nosotros —interrumpió el doctor Horvath.
¡Maldición!
Tengo que controlarme mejor. Tenía que decirlo, pero si el senador se enfada de veras...
—Lo que nos preocupa es el asunto sobre el que mienten, doctor —dijo suavemente Fowler. Hizo una pausa y pareció rodearle una aureola de poder. Aquel hombre viejo, descuidado y barrigudo desapareció. Hablaba el primer ministro—. Miren, a mí me gustan las cosas informales. Si tengo algo que decir, lo suelto, pero déjenme acabar las frases. —Esbozó una sonrisa sutil, invernalmente fría—. Puede usted interrumpir a cualquier otro si se atreve. Ahora, doctor Horvath, ¿sabe usted lo que los pajeños nos ocultan? Anthony Horvath se pasó los delgados dedos por el ralo cabello.
—Necesito más tiempo, senador. Hasta esta mañana no se me había ocurrido que los pajeños ocultasen
algo. —
Miró nervioso al capellán Hardy, pero nada dijo el eclesiástico.
—Fue una sorpresa para todos —dijo Fowler—. Pero tenemos pruebas de que los pajeños procrean a una velocidad vertiginosa. La cuestión es,
¿podemos
mantener su controlado número si ellos no quieren? Rod, ¿podrían los pajeños habernos ocultado armas?
Rod se encogió de hombros.
—¿En todo un sistema? Ben, pudieron ocultar cualquier cosa.
—Pero son totalmente antibelicistas —protestó Horvath—. Senador, estoy tan preocupado como el que más por la seguridad del Imperio. Me tomo muy en serio mis deberes como ministro del sector, se lo aseguro.
No está asegurándolo, está hablando para la grabadora, pensó Kelley. El capitán Blaine lo sabe también. ¿Qué será lo que inquieta al jefe? Tiene la misma expresión que antes de entrar en combate.
—... ninguna prueba de actividades bélicas entre los pajeños —concluía Horvath.
—Pues resulta que no es así —intervino Renner—. Doctor, me gustan los pajeños tanto como a usted, pero algo produjo a los Mediadores.
—Oh, bueno, sí —dijo Horvath—. En su prehistoria debían de luchar como leones. La analogía es muy adecuada, por cierto. El instinto territorial aún aparece... en su arquitectura y en su organización social, por ejemplo. Pero las guerras fueron hace mucho, muchísimo tiempo.
—¿Cuánto?—preguntó el senador Fowler. Horvath le miró incómodo.
—Puede que un millón de años.
Hubo un silencio. Sally movió la cabeza, triste. Atrapados en un pequeño sistema durante un millón de años... ¡Un millón de años
civilizados
! ¡Cuanta
paciencia
debieron de aprender!
—¿Y ninguna guerra más desde entonces? —preguntó Fowler—. ¿De veras?
—Sí, maldita sea, han tenido guerras —contestó Horvath—. Dos por lo menos como las que hubo en la Tierra cuando terminó el período del Condominio. ¡Pero eso fue hace mucho tiempo! —tuvo que alzar la voz para superar la exclamación de asombro de Sally. Hubo murmullos en la mesa.
—Una de esas guerras bastó para hacer la Tierra prácticamente inhabitable —dijo lentamente Ben Fowler—. ¿De cuánto tiempo está hablando? ¿De un millón de años también?
—Centenares de miles, al menos —dijo Horvath.
—Miles, probablemente —dijo el capellán Hardy—. O menos. Sally, ¿ha revisado sus cálculos sobre la edad de aquella civilización primitiva que usted investigó?
Sally no respondió. Hubo un silencio incómodo.
—Por anotarlo, padre Hardy —preguntó el senador Fowler—, ¿está usted aquí como miembro del equipo de la Comisión?
—No, señor. El cardenal Randolph me pidió que representase a la Iglesia ante la Comisión.
—Gracias.
Hubo más silencio.
—No tenían adonde ir —dijo Anthony Horvath; se estremeció nervioso; alguien rió entre dientes y luego se calló al continuar Horvath—: Es evidente que sus primeras guerras fueron hace muchísimo tiempo, por lo menos un millón de años. Se percibe en su desarrollo. El doctor Horowitz ha examinado las muestras biológicas de la expedición y... bueno, dígaselo usted, Sigmund.
Horowitz esbozó una sonrisa triunfal.
—Cuando examiné al piloto de la sonda pensé que podría ser un mutante. Tenía razón. Son mutaciones, sólo que sucedieron hace mucho tiempo. La vida animal primigenia de Paja Uno es bilateralmente simétrica, como en la Tierra y en casi todas partes. El primer pajeño asimétrico debió de ser una mutación brusca. Tampoco debía de ser una forma tan bien desarrollada como las actuales. ¿Por qué no murieron? Porque hubo esfuerzos deliberados para obtener la forma asimétrica, creo. Y porque todo lo demás estaba mutando también. La lucha por sobrevivir era escasa.
—Pero eso significa que tenían civilización cuando se desarrollaron las formas actuales —dijo Sally—. ¿Es eso posible? Horowitz sonrió de nuevo.
—¿Y el Ojo? —preguntó Sally—. Debió de irradiar el sistema pajeño cuando se hizo supergigante.
—Hace demasiado tiempo —dijo Horvath—. Lo comprobamos. Después de todo, tenemos el equivalente a una observación de quinientos años del Ojo en datos de nuestras naves exploradoras, y coincide con la información que los pajeños dieron al guardiamarina Potter. El Ojo lleva siendo supergigante seis millones de años o más, y los pajeños adquirieron su forma actual mucho después.
—Oh —dijo Sally—. Pero entonces ¿cuál fue la causa...?
—Las guerras —proclamó Horowitz—. El incremento general de los niveles de radiación planetarios. Junto con una selección genética deliberada. Sally asintió a regañadientes.