Los montañeses llevaban espadas y picas, y gorros de piel de oso de casi un metro de altura. De sus hombros caían ondas de brillantes pliegues. No había amenaza visible, pero la reputación de los montañeses era bastante amenazadora; ningún ejército de los mundos conocidos podía enfrentarse a ellos cuando abandonaban su protocolaria suavidad y se colocaban una armadura y un traje de combate; y los montañeses eran leales al Emperador hasta los tuétanos.
—¿Son Guerreros ésos? —preguntó Charlie.
—Sí. Forman parte de la guardia del Virrey Merrill —dijo Rod. Tenía que hacer esfuerzos para no saludar al ver pasar las banderas. Por fin, se quitó el sombrero.
El desfile continuaba: una carroza cubierta de flores de alguna baronía neoirlandesa; otras de los gremios de artesanos; más soldados, de Friedlandia esta vez, desfilando torpemente porque eran artilleros y tanquistas y no tenían sus vehículos. Otro recordatorio para las provincias de lo que Su Majestad podía enviar contra sus enemigos.
—¿Qué sacarán en limpio los pajeños de todo esto? —preguntó por lo bajo Merrill. Hizo un gesto de saludo a la bandera de otra carroza.
—Es difícil saberlo —contestó el senador Fowler.
—Más seguro es lo que van a pensar las provincias —dijo Armstrong—. Este espectáculo valdrá por una visita de un crucero de combate a muchos sitios. Y resulta mucho más barato.
—Más barato para el gobierno —puntualizó Merrill—. Me horroriza pensar lo que se ha gastado en todo eso. Afortunadamente, no tuve que pagarlo yo.
—Rod, ahora ya puedes irte —dijo el senador Fowler—. Hardy presentará excusas en tu nombre a los pajeños.
—Está bien. Gracias.
Rod desapareció. Detrás quedaban los rumores del desfile y la conversación apagada de sus amigos.
—Nunca en mi vida oí tantos tambores —dijo Sally.
—Bueno, en todos los aniversarios es lo mismo —le recordó el senador Fowler.
—Sí, pero yo no tengo por qué estar pendiente de todo en los aniversarios.
—¿Aniversarios? —preguntó Jock.
Rod se fue cuando Sally intentaba explicar lo que eran las fiestas patrióticas, y centenares de gaitas pasaban desplegando esplendores gaélicos.
El pequeño grupo entró en un hosco silencio. La hostilidad de Horowitz era casi audible mientras encabezaba la comitiva hacia al sótano más próximo. Yo soy el xenólogo más competente del sector Trans-Saco de Carbón, iba pensando. Tendrían que ir a Esparta para encontrar otro mejor. Y ese maldito aristócrata y su dama dudan de mi palabra profesional.
Y tengo que soportarlo.
No había duda sobre
esto,
reflexionaba Horowitz. El presidente de la Universidad se lo había dicho muy claro personalmente.
—¡Haz lo que ellos quieren, Ziggy, por amor de Dios! Esta Comisión es muy importante. Todo nuestro presupuesto, y no digamos tu departamento, se verá afectado por sus informes. Podrían decir que nosotros no cooperábamos y pedir un equipo a Esparta.
Y qué. Al menos aquellos jóvenes aristócratas sabrían que el tiempo de él era valioso. Se lo había dicho media docena de veces mientras iban a los laboratorios.
Estaban situados en profundos sótanos de la Universidad Vieja, y caminaban sobre suelos de piedra gastada por el roce, excavados una era antes. El propio Murcheson había recorrido aquellos pasillos antes de que se completase la terraformación de Nueva Escocia, y, según la leyenda, aún podía verse su espectro vagando por aquellos pasadizos: una figura encapuchada con un ojo rojo y llameante.
¿Y por qué es esto tan condenadamente importante, en definitiva? ¿Por qué le dará tanta importancia la chica?
El laboratorio era otra sala excavada en la roca viva. Horowitz hizo un gesto imperioso y dos ayudantes abrieron un recipiente congelador. Salió de él una larga mesa.
El piloto de la sonda de Eddie el Loco yacía despiezado sobre la blanca y suave superficie de plástico. Sus órganos estaban dispuestos de modo semejante a su situación antes de la autopsia, con líneas negras trazadas sobre la piel indicando las articulaciones. Rojo claro y rojo oscuro y verde grisáceo, formas imposibles: los componentes de un Mediador pajeño tenían todos los colores y texturas de un hombre alcanzado por una granada. Rod sintió un vuelco en el estómago y recordó escenas de combate.
Pestañeó al ver a Sally inclinarse impaciente sobre el cadáver para ver mejor. Tenía una expresión tensa y hosca... aunque ya la tenía en la oficina de Horowitz.
—¡Mire! —Horowitz explotó triunfalmente; su dedo huesudo indicó varios nódulos con forma de cacahuete, de un verde lima, en el abdomen—. Aquí. Y aquí. Éstos serían los testículos. Las otras variantes pajeñas tienen también testículos internos.
—Sí... —aceptó Sally.
—¿De este tamaño? —preguntó despectivamente Horowitz.
—No sabemos —dijo Sally, muy seriamente—. En las estatuillas no había órganos reproductores, y los únicos pajeños diseccionados en la expedición fueron un Marrón y algunas miniaturas. El Marrón era hembra.
—He visto las miniaturas —dijo Horowitz.
—Bueno... sí —aceptó Sally—. Los testículos de las miniaturas machos eran lo suficientemente grandes como para verlos...
—Mucho mayores que éstos, en proporción. Pero es igual. Éstos quizás no hubiesen producido esperma. He estado haciendo comprobaciones. El piloto era un híbrido estéril. —Horowitz dio una palmada con el dorso de la mano izquierda sobre la palma de la derecha—. ¡Un híbrido estéril!
Sally estudió al pajeño. Está realmente alterada, pensó Rod.
—Los pajeños empiezan siendo machos y luego se vuelven hembras —murmuró Sally, con voz casi inaudible—. ¿No sería quizás éste un ejemplar no maduro?
—¿Un piloto?
—Sí, por supuesto... —suspiró—. De todos modos tiene usted razón. Era de la estatura de un Mediador plenamente desarrollado. ¿Podría haber sido una casualidad?
—¡Vaya! ¡Se reía usted de mí cuando indiqué que podría haber sido una mutación! Pues bien, no lo es. Mientras ustedes estaban fuera trabajamos mucho aquí. He identificado cromosomas y los sistemas genéticos responsables del desarrollo sexual. Esta criatura era un híbrido estéril de otras dos formas que
son
fértiles. —Tenía una expresión de triunfo.
—Eso encaja —dijo Rod—. Los pajeños le dijeron a Renner que los Mediadores eran híbridos...
—Miren —dijo Horowitz.
Activó una pantalla de lectura y tecleó los códigos. Fluyeron formas por la pantalla. Los cromosomas pajeños eran discos cerrados ligados por finos vastagos. Había bandas y formas sobre los discos... y Sally y Horowitz hablaban un lenguaje que Rod no entendía. Escuchaba distraído, hasta que encontró a una auxiliar de laboratorio haciendo café. La muchacha le ofreció cordialmente una taza, el otro ayudante se les unió, y Rod hubo de explicar cosas de los pajeños. Otra vez.
Media hora después dejaron la Universidad. Aunque Rod no sabía lo que había dicho Horowitz, no había duda de que Sally estaba convencida.
—¿Por qué estás tan alterada, querida? —preguntó—. Horowitz tiene razón. Parece bastante lógico que los Mediadores sean híbridos estériles.
Rod frunció el ceño al recordar. Horowitz había añadido que los Mediadores al ser estériles no se sentirían tentados por el nepotismo.
—Pero mi Fyunch(click) me lo había dicho. Estoy segura. Hablamos de sexo y de reproducción y ella dijo...
—¿Qué?
—No recuerdo exactamente...
Sally sacó del bolsillo la computadora y tecleó los símbolos correspondientes al almacenaje de información. El aparato ronroneó, luego cambió de tono para indicar que estaba utilizando el sistema de radio del coche para comunicar con los bancos de datos de Palacio.
—Y no recuerdo exactamente cuándo lo dijo... —Tecleó algo más—. Debería haber utilizado un sistema de referencia mejor cuando grabé la cinta.
—Ya lo encontrarás. Estamos en Palacio... Tenemos una conferencia con los pajeños después de comer. ¿Por qué no les preguntas? Ella rió entre dientes.
—Te has puesto colorada.
—¿Recuerdas cuando los pequeños pajeños copularon por primera vez? Fue la primera indicación positiva de que existían cambios de sexo entre los pajeños adultos, y yo bajé corriendo al salón... ¡El doctor Horvath aún cree que soy una especie de maníaca sexual!
—¿Quieres que pregunte yo?
—Si no lo hago yo... Pero, Rod, a mí mi Fyunch(click) no me mentiría. No tendría que mentirme.
Comieron en el comedor de autoridades, y Rod pidió otro coñac y café. Bebió un trago y dijo pensativo:
—Había un mensaje con este...
—¡Oh! ¿Hablaste con el señor Bury?
—Sólo para darle las gracias. La Marina aún le retiene como huésped. No, el mensaje era el regalo mismo. Me indicaba que él podía enviar mensajes, antes incluso de que la
Lenin
se pusiese en órbita.
—Tienes razón... por qué no... —Parecía desconcertada.
—Demasiado trabajo. Cuando pensé en ello, no me pareció que fuese tan importante como para informar, por eso no lo hice. La cuestión es ésta, Sally: ¿qué otros mensajes envió, y por qué quiere que yo sepa que puede hacerlo?
—Yo preferiría analizar las motivaciones de los alienígenas que las del señor Bury. Es un hombre muy extraño.
—Desde luego. Pero no es ningún estúpido. —Se levantó y ayudó a Sally a salir de su asiento—. Es la hora de la conferencia.
Se reunieron en los cuartos que los pajeños tenían en Palacio. Teóricamente aquello era una conferencia de trabajo, y el senador Fowler pretextaba tareas políticas en otra parte para que Rod y Sally pudiesen hacer preguntas.
—Me alegro de que nombrases al señor Renner para el equipo asesor —dijo Sally cuando salían del ascensor—. Él ha conseguido... bueno, una visión
distinta
de los pajeños.
—Distinta. Ésa es la palabra.
A Rod le habían asignado también otros miembros de la expedición: el capellán Hardy, Sinclair y varios científicos. Hasta que el senador Fowler decidiese respecto a la petición del doctor Horvath de ingresar como miembro de la Comisión, no podían utilizarle; el Ministro de Ciencias podía negarse a aceptar ser un subordinado de los miembros de la Comisión.
Los infantes de marina que hacían guardia a la entrada de las dependencias pajeñas se pusieron firmes al ver aproximarse a Rod y a Sally.
—Mira. Te preocupas demasiado —dijo Rod mientras respondía a los saludos—. Los pajeños no se han quejado de nuestros guardias.
—¿Quejado? Jock me dijo que al Embajador le gustan las guardias —dijo Sally—. Supongo que nos tiene un poco de miedo.
—Ven mucha trivisión. —Rod se encogió de hombros—. Dios sabe lo que piensan ahora de la especie humana.
Entraron, sorprendiendo una animada conversación.
—Por supuesto, no esperaba ninguna prueba directa —insistía el capellán—. Pero aunque no la esperara, me habría sorprendido agradablemente encontrar algo concreto: unas escrituras, o una religión similar a la nuestra, algo así. Pero esperarlo, no.
—Aún me pregunto qué pensaban ustedes que podían haber encontrado —dijo Sally—. Si tuviese el problema de demostrar que los humanos tienen alma, no sabría por dónde empezar.
Hardy se encogió de hombros.
—Ni yo. Pero empezando por las propias creencias de usted... usted cree que posee algo parecido a un alma inmortal.
—Algunos lo creen, otros no se preocupan de ello —dijo Charlie—. La mayoría de los Amos lo creen. Los pajeños, como los humanos, no se dedican a pensar si su vida tiene un objetivo o no. Y que puede llegar un momento en que ellos desaparezcan. Y ese momento llegará, sin duda. Hola, Sally. Rod. Siéntense por favor.
—Gracias. —Rod hizo un gesto saludando a Jock y a Ivan.
El Embajador parecía una versión surrealista de un gato de angora espatarrado al borde de una litera. El Amo movió la mano derecha inferior, un gesto que, según había aprendido Rod, significaba algo parecido a «les veo». Había evidentemente otras formas de saludo, pero estaban reservadas para otros Amos: iguales, no criaturas con las que los Mediadores discutiesen asuntos.
Rod activó su computadora de bolsillo para enterarse del programa del día. La lectura estaba codificada para recordarle tanto los puntos concretos a discutir como las cuestiones que quería aclarar sin que los pajeños supiesen que habían sido formuladas por el senador Fowler; preguntas tales como por qué los pajeños no se habían interesado nunca por la suerte que había corrido la sonda de Eddie el Loco.
Esto
no necesitaba ningún código; Rod estaba tan desconcertado como el senador. Además no quería que los pajeños empezasen a hacer preguntas, pues habría tenido que explicarles lo que había pasado con la sonda.
—Antes de que empecemos —dijo Rod—. El ministerio de asuntos exteriores les suplica que asistan esta noche a una recepción para los barones y algunos representantes del Parlamento.
Los pajeños cuchichearon. Ivan gorjeó contestando.
—Con mucho gusto —dijo Jock protocolariamente. No había en su voz ningún matiz.
—Está bien. Así que ahora volvemos a los mismos problemas que ya teníamos. El de saber si son ustedes una amenaza para el Imperio y el de las consecuencias que puede tener su tecnología en nuestra economía.
—Es curioso —dijo Jock—; a nosotros nos preocupan los mismos problemas. Sólo que al revés.
—Pero nunca logramos aclarar nada de forma definitiva —protestó Sally.
—¿Cómo íbamos a poder? —dijo Hardy—. Suponiendo que la cuestión amenaza sea rechazable, hasta que sepamos lo que nuestros amigos pueden vender, los economistas no podrán predecir las consecuencias... y los pajeños tienen el mismo problema.
—Pero ellos no están tan preocupados como nosotros —dijo impaciente Renner—. No pienso como Sally. Hablamos mucho, pero no hacemos gran cosa.
—No podremos hacer nada si no empezamos. —Rod miró los datos de su computadora—. La primera cuestión es la de los superconductores. Los físicos están muy contentos, pero el sector económico quiere datos de coste más exactos. Yo soy teóricamente el que debe preguntar...
Accionó el control para dejar deslizarse las preguntas por la pequeña pantalla.
—¿Son ustedes híbridos estériles? —preguntó Sally.
Hubo un silencio. Los ojos de Hardy se achicaron levemente, pero por lo demás no reaccionó. Renner alzó la ceja izquierda. Miraron primero a Sally y luego a los pajeños.