La paja en el ojo de Dios (67 page)

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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

Pero sirvió. Horvath aún no se sentía del todo feliz, y evidentemente no iba a dejar de luchar por un puesto en la Comisión; pero sonrió y deseó a Rod y a Sally un feliz matrimonio. Rod le escuchó y se volvió a Sally con una sensación de triunfo.

—Pero ¿ni siquiera podemos decir adiós a los pajeños? —preguntó ella suplicante—. Rod, ¿no puedes convencerles? Rod miró sin esperanza al almirante.

—Señora —dijo Kutuzov—, no deseo contrariarla. Cuando los pajeños lleguen a Nueva Escocia serán responsabilidad suya, no mía. Y entonces me dirá usted lo que debo hacer con ellos. Hasta entonces, los pajeños son responsabilidad mía, y no pienso cambiar de política. El doctor Hardy puede entregarles el mensaje que quieran.

¿Qué haría si Rod y yo le ordenásemos que nos dejara verlos, pensó, como miembros de la Comisión? Pero eso significaría hacer una escena y Rod consideraba sin duda al almirante un hombre valioso y útil. Si hacían aquello, quizás no pudiesen volver a trabajar juntos. Además, Rod no podría hacerlo ni aunque se lo pidiesen.

—No se trata de que esos pajeños sean amigos especiales —recordó Hardy a Sally—. Han tenido tan poco contacto con seres humanos que apenas si les conozco. Estoy seguro de que cambiarán cuando lleguemos a Nueva Escocia. —Sonrió y cambió de tema—. Confío en que mantengan su promesa y esperen a que llegue la
Lenin
para casarse.

—Quiero que nos case usted —dijo Sally rápidamente—. ¡Tendremos que esperarle!

—Gracias. —Hardy iba a decir algo más, pero Kelley se acercó cruzando el salón y saludó.

—Capitán, he enviado sus cosas a la
Mermes
y también las de la señorita Sally, y dicen que están preparados.

—Mi conciencia —Rod se echó a reír—. Pero tiene razón. Sally, mejor será que nos preparemos. Va a ser duro soportar tres gravedades después de
esta
cena...

—Yo he de dejarles también —dijo Kutuzov—. Tengo que enviar despachos por la
Hermes.
—Sonrió torpemente—. Adiós, señora. Y a usted también, capitán. Suerte. Ha sido usted un buen oficial.

—Bueno... Gracias, señor.

Rod miró a su alrededor y localizó a Bury al otro lado del compartimiento.

—Kelley, el almirante asumirá la responsabilidad del cuidado de Su Excelencia.

—Con su permiso, haré que el artillero Kelley continúe al mando de los infantes de marina de guardia —dijo Kutuzov.

—Desde luego, señor. Kelley, mucho cuidado cuando lleguemos a Nueva Escocia. Puede que intente escapar y puede que no. No tengo idea de lo que le espera cuando llegue allí, pero las órdenes son bastante claras. Tenemos que mantenerle bajo custodia. Puede que intente sobornar a alguno de sus hombres.

Kelley soltó un bufido.

—Será mejor que no lo haga.

—Sí. Bueno, adiós, Kelley. No permita que Nabil le clave una daga en las costillas. Espero tenerlo conmigo en Nueva Escocia.

—De acuerdo, señor. Tendré cuidado, capitán. El marqués me mataría si le sucediese algo a usted. Eso me dijo cuando salimos de Crucis Court. Kutuzov carraspeó sonoramente.

—Nuestros huéspedes deben irse inmediatamente —anunció—. Con nuestras felicitaciones finales.

Rod y Sally abandonaron la sala de oficiales entre un coro de aclamaciones.

La fiesta parecía destinada a durar mucho.

La chalupa correo
Hermes
era pequeña. Su espacio vital no era mayor que el transbordador de la
MacArthur,
aunque en conjunto la nave era mucho mayor. Después de los sistemas de apoyo de vida iban los depósitos y los motores y poco más que las escalerillas de acceso. Apenas llegaron a bordo, la nave partió.

Había poco que hacer, y la pesada aceleración hacía imposible de todos modos un verdadero trabajo. El médico examinó a sus pasajeros a intervalos de ocho horas para asegurarse de que podían soportar las tres gravedades de la
Hermes,
y aprobó la petición de Rod de aumentar a tres gravedades y media para llegar antes. Bajo aquel peso era mejor dormir el máximo posible y limitar las actividades mentales a una conversación ligera.

Tras ellos, cuando alcanzaron el Punto Alderson, brillaba enorme el Ojo de Murcheson. Un instante después, el Ojo era sólo una estrella roja brillante frente al Saco de Carbón. Tenía una pequeña mota amarillenta.

48 • Civiles

Pasaron a un vehículo de aterrizaje en cuanto la
Hermes
se situó en órbita alrededor de Nueva Escocia. Sally apenas tuvo tiempo de despedirse de los tripulantes de la nave correo.

—VISITANTES DESPEJEN BOTE ATERRIZAJE. PASAJEROS PREPÁRENSE PARA ATERRIZAJE.

Se oyó el estruendo de las compuertas neumáticas al cerrarse.

—¿Preparado, señor? —preguntó el piloto.

—Sí...

Se activaron los retros. No fue ni mucho menos un aterrizaje fácil; el piloto tenía demasiada prisa. Descendieron sobre las melladas rocas y los geiseres de Nueva Escocia. Cuando llegaron a la ciudad aún llevaban demasiada velocidad y el piloto hubo de rodearla dos veces; luego la nave descendió lentamente, planeó y aterrizó en el techo-aeropuerto de la Casa del Almirantazgo.

—¡Ahí está tío Ben! —gritó Sally. Y corrió a sus brazos.

Benjamin Bright Fowler tenía ochenta años normales y los aparentaba; antes de la terapia de regeneración había parecido tener cincuenta y hallarse en el período de madurez intelectual de su vida. Esto último no dejaba de ser cierto.

Medía uno setenta y cuatro y pesaba noventa kilos: era un hombre corpulento, casi calvo, con una aureola de pelo negro que encanecía alrededor de una brillante coronilla. Sólo llevaba sombrero en la estación más fría, e incluso entonces solía olvidárselo.

El senador Fowler vestía de forma extravagante, con unos pantalones llenos de arrugas sobre unas botas de cuero suaves y pulidas. Un chaquetón muy gastado de pelo de camello que le llegaba a la rodilla cubría la parte superior de su cuerpo. Eran ropas muy caras, y muy cuidadas. Sus ojos soñolientos, que tendían a lagrimear, y su voluminosa apariencia no le convertían en una figura impresionante, y sus enemigos políticos habían cometido más de una vez el error de juzgar su capacidad por su aspecto. A veces, cuando la ocasión era lo suficientemente importante, dejaba que su criado eligiese la ropa y le vistiese adecuadamente, y entonces, al menos por unas horas, su aspecto era el adecuado; era, después de todo, uno de los hombres más poderosos del Imperio. Pero normalmente se ponía lo primero que encontraba en su guardarropa y, como los criados nunca tiraban nada que a él le gustase, a veces vestía prendas muy viejas.

Dio a Sally un abrazo de oso y la besó en la frente. Sally era más alta que su tío y estuvo a punto de plantar un beso en su brillante calva, pero se lo pensó mejor. Benjamin Fowler no se ocupaba de su propia apariencia y se enfurecía si alguien le hacía comentarios al respecto, pero era muy sensible en lo relativo a su calvicie. Se negaba además en redondo a permitir que los especialistas en cosmética interviniesen.

—¡Tío Ben, qué alegría verte! —Sally se apartó de él antes de que le aplastase una costilla; luego añadió con falsa cólera—: ¡Quién te manda organizar mi vida! ¿Sabes que aquel radiograma obligó a Rod a hacerme una proposición?

El senador Fowler miró desconcertado a su sobrina.

—¿Quieres decir que no la había hecho ya? —Fingió examinar a Rod con meticulosidad microscópica—. Parece bastante normal. Debe de ser un mal interno. ¿Cómo estás, Rod? Tienes buen aspecto, muchacho.

Dio la mano a Rod, apretando la suficiente para hacer daño. Con la mano izquierda Fowler extrajo su computadora de bolsillo de debajo de los heterodoxos pliegues de su grueso chaquetón.

—Lamento tener que daros prisa, muchachos, pero vamos retrasados. Venid... —se volvió y caminó rápidamente hacia el ascensor, dejándoles seguirle.

Bajaron doce pisos y Fowler les condujo por laberintos de pasillos. Había infantes de marina haciendo guardia ante una puerta.

—Entrad, entrad —urgió el senador—. No podemos hacer esperar a esos almirantes y capitanes. ¡Vamos, Rod!

Los infantes de marina saludaron y Rod respondió con aire ausente. Entró desconcertado: un gran salón, revestido de madera oscura, con una enorme mesa de mármol que ocupaba casi toda su longitud. A la mesa se sentaban cinco capitanes y dos almirantes. En un pequeño escritorio había un funcionario, y había sitio para un transcriptor y más escribientes. Tan pronto como entró Rod alguien dijo:

—Este Tribunal Investigador entra en sesión. Adelántese y jure. Diga su nombre.

—¿Cómo?

—Su nombre, capitán.

Hablaba el almirante que ocupaba el centro de la mesa. Rod no le reconoció. Sólo conocía a la mitad de los oficiales que había allí.

—Sabe usted su nombre, ¿verdad?

—Desde luego, señor... Almirante, nadie me dijo que venía directamente a un tribunal investigador.

—Pues ahora ya lo sabe.
Por favor, diga su nombre.


Roderick Harold, Lord Blaine, Capitán, Marina Espacial del Emperador; antes al mando de la nave
MacArthur.


Gracias.

Comenzaron a hacerle preguntas.

—Capitán, ¿cuándo supo usted por primera vez que los pequeños alienígenas eran capaces de utilizar herramientas y realizar trabajo útil?

—Capitán, describa por favor los procedimientos de esterilización que utilizó.

—Capitán, ¿cree usted que los alienígenas que estaban fuera de la nave sabían que tenía usted miniaturas sueltas a bordo?

Contestó lo mejor que pudo. A veces un oficial le hacía una pregunta y otro le interrumpía diciendo:

—Maldita sea, pero si eso está en el informe. ¿Es que no oyó usted las cintas?

La investigación avanzaba a velocidad vertiginosa. Y de pronto terminó.

—Puede retirarse por el momento, capitán —dijo el almirante que presidía.

En el vestíbulo esperaban Sally y el senador Fowler. Había una joven que vestía una falda escocesa junto a ellos con una especie de cartera de hombre de negocios.

—La señorita McPherson. Mi nueva secretaria social —dijo Sally, presentándola.

—Encantada de conocerle, señor. Señorita, sería mejor que...

—Desde luego. Gracias. —McPherson se fue con un tintineo de tacones sobre suelo de mármol; tenía un bonito caminar—. Rod —dijo Sally—. Rod, ¿sabes a cuántas fiestas tendremos que ir?

—¡Fiestas! Por Dios, mujer, están decidiendo mi destino ahí dentro... y te pones a hablarme de fiestas.

—No digas tonterías —intervino el senador Fowler—. Eso ya se decidió hace semanas. Cuando Merill, Cranston, Armstrong y yo escuchamos el informe de Kutuzov. ¡Allí estaba yo, con tu nombramiento de Su Majestad en el bolsillo, y tú vas y pierdes la nave! Tienes suerte de que tu almirante sea un hombre honrado, muchacho. Mucha suerte.

Se abrió la puerta.

—¿Capitán Blaine? —llamó un funcionario.

Entró y se situó frente a la mesa. El almirante alzó un papel y carraspeó.

—Es opinión unánime del Tribunal Especial de Investigación reunido para examinar las circunstancias de la pérdida del crucero de combate clase general de Su Majestad Imperial
MacArthur.
Primero, este Tribunal considera que la nave se perdió por infección accidental de formas de vida alienígena y que fue acertado destruirla para impedir la contaminación de otras naves. Segundo, este Tribunal exime a su comandante, el capitán Roderick Blaine, de cualquier acusación de negligencia. Tercero, este Tribunal ordena a los oficiales supervivientes de la
MacArthur
que preparen un informe detallado de los procedimientos a seguir para que no se den en el futuro más pérdidas similares. Cuarto, este Tribunal considera que la inspección y esterilización de la
MacArthur
resultaron difíciles por la presencia de gran número de científicos civiles y de su equipo e instrumentos a bordo, y que el ministro Anthony Horvath, jefe científico de la expedición, se opuso a la esterilización y exigió que la búsqueda de los alienígenas no obstaculizase los experimentos de los civiles. Quinto, este Tribunal considera que el capitán Blaine habría sido más diligente en la inspección de su navío sin las dificultades que se exponen en la cuarta consideración; y este Tribunal no recomienda que se le reprenda por ello. Siendo unánime el criterio del Tribunal, se da por concluida la sesión. Capitán, puede irse.

—Gracias, señor.

—Bien. Aquello fue una chapuza, Blaine. ¿Lo sabe, verdad?

—Sí, señor. —Dios mío, ¿cuántas veces habré pensado en ello?

—Pero dudo que hubiese alguien en la Marina que pudiera haberlo hecho mejor. La nave debía de ser una casa de locos con todos aquellos civiles a bordo. Está bien, senador, es todo suyo. Están ya preparados en la sala 675.

—Bien. Gracias, almirante. —Fowler sacó a Blaine del salón de audiencias y le llevó pasillo abajo al ascensor. Un suboficial lo tenía abierto, esperando.

—¿Y adonde vamos ahora? —preguntó Rod—. ¿Seis setenta y cinco? ¡Eso es el retiro!

—Por supuesto —dijo el senador; entraron en el ascensor—. No pensarás que vas a poder estar en la Marina y en la Comisión al mismo tiempo. Por eso teníamos que acelerar los trámites del Tribunal de Investigación. Hasta que no se archivase el resultado no podías pasar al retiro.

—Pero, senador...

—Ben. Llámame Ben.

—Sí, señor. Ben, ¡yo no quiero pasar a la reserva! La Marina es mi carrera...

—Ya no. —El ascensor se detuvo y Fowler empujó a Rod delante—. Habrías tenido que abandonarla de todos modos. La familia es demasiado importante. Los pares no pueden abandonar el gobierno para dedicarse a andar por ahí en esas naves toda la vida. Sabías que tendrías que retirarte pronto.

—Sí, lo sabía. Después de que murieron mis hermanos no había otra posibilidad. ¡Pero aún no! ¿No podrían darme simplemente un permiso?

—No seas tonto. La cuestión pajeña se prolongará mucho tiempo. Esparta está demasiado lejos para manejarla. Ya hemos llegado —Fowler le indicó una puerta.

Los documentos del retiro estaban ya redactados. Roderick Harold Lord Blaine: será ascendido a almirante e incluido en la lista de inactivos por orden de Su Majestad Imperial.

—¿Adonde quiere que le enviemos la paga, señor?

—¿Cómo dice?

—Que tiene usted derecho a una paga. ¿Dónde quiere que se la enviemos? —Para el funcionario, Rod era ya un civil.

—¿Puedo donarla al fondo de ayuda a la Marina?

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