Y los pajeños se consideraban más inteligentes que los humanos. Consideraban a los humanos animales a los que tenían que domesticar, con suavidad a ser posible, pero domesticar, convertirlos en otra casta al servicio de aquellos amos casi invisibles.
Hablaba de los pajeños y los odiaba. En su mente parpadeaban imágenes, a veces ante el simple pensamiento de un pajeño, y siempre de noche, cuando intentaba dormir. Tenía pesadillas con un traje espacial y una armadura de combate de la Marina. Se aproximaba por detrás, y a través de la placa facial, brillaban tres pares de diminutos ojos. A veces el sueño terminaba en una nube de alienígenas de seis extremidades agonizando en el vacío, flotando alrededor de una cabeza humana; y Bury se dormía. Pero a veces la pesadilla le dejaba llamando a gritos a los soldados de la
Lenin,
mientras las miniaturas encerradas en el traje espacial penetraban en la nave, y Bury se despertaba sudando en frío. Tenía que advertir a los ekaterinianos.
Éstos le escuchaban, pero no le creían. Bury se daba cuenta. Le habían oído antes de subir a bordo, y habían oído sus gritos por la noche. Y creían que estaba loco.
Bury dio las gracias a Alá por Buckman más de una vez. El astrofísico era una persona extraña, pero Bury podía hablar con él. Al principio, la «guardia de honor» de infantes de marina que permanecía a la puerta de Bury había desconcertado a Buckman, pero al poco tiempo el científico la ignoraba como ignoraba la mayoría de las actividades inexplicables de sus semejantes.
Buckman había estudiado el trabajo de los pajeños en el Ojo de Murcheson y en el Saco de Carbón.
—¡Excelente trabajo! Hay cosas que quiero comprobar personalmente, no estoy seguro de algunas de sus hipótesis... pero ese condenado Kutuzov no me deja utilizar los telescopios de la
Lenin.
—Buckman, ¿es posible que los pajeños sean más inteligentes que nosotros?
—Bueno, los que yo traté son más inteligentes que la mayoría de la gente que conozco. Por ejemplo mi cuñado... Pero usted quiere decir en general, ¿no? —Buckman se rascó la barbilla, pensando—. Podrían ser más listos que yo. Han hecho un trabajo excelente. Pero están más limitados de lo que creen. En todos sus millones de años sólo han podido examinar de cerca dos estrellas.
La definición de inteligencia de Buckman era bastante limitada.
Bury renunció en seguida a intentar convencer a Buckman de que los pajeños eran una amenaza. También Buckman pensaba que Bury estaba loco; pero para él estaban locos todos.
Gracias, Alá, por Buckman.
Los dos científicos civiles eran bastante cordiales pero, con la excepción de Buckman, sólo querían una cosa de Bury: un análisis de las posibilidades de comercio con los pajeños. Bury lo daba en seis palabras:
¡Cazarlos antes de que nos cacen!
Hasta Kutuzov consideraba prematuro este juicio.
El almirante le escuchaba con bastante cortesía, y Bury creía que le había convencido de que había que dejar atrás a los embajadores pajeños, que sólo idiotas como Horvath subirían a un enemigo a bordo de la única nave capaz de advertir al Imperio sobre los alienígenas; pero ni siquiera esto era seguro.
En resumen, era una espléndida oportunidad para que Horace Bury practicara la paciencia. Si a veces la paciencia le abandonaba, sólo Nabil lo sabía; y Nabil estaba más allá de las sorpresas.
En la sala de oficiales de la
Lenin
había una fotografía del emperador. Leónidas IX miraba hacia la larga mesa de madera, y a ambos lados de su imagen había banderas imperiales y estandartes de guerra. Colgaban de los mamparos cuadros de batallas navales de la historia de ambos imperios, y en un rincón ardía una vela ante un icono de Santa Katerina. Había incluso un sistema de ventilación especial para que siguiera ardiendo en gravedad cero.
David Hardy no podía evitar una sonrisa ante aquel icono. La idea de una imagen como aquélla a bordo de una nave con aquel nombre resultaba divertida; suponía que o bien Kutuzov no sabía nada de la historia del comunismo (después de todo, había sido hacía mucho tiempo), o sus simpatías nacionalistas rusas le cegaban. Probablemente fuese lo primero, pues para la mayoría de los imperiales Lenin era el nombre de un héroe del pasado, un hombre conocido por la leyenda pero no con detalle. Había muchos así: César, Ivan el Terrible, Napoleón, Churchill, Stalin, Washington, Jefferson, Trotsky, todos más o menos contemporáneos (salvo para historiadores cuidadosos); vista desde suficiente distancia, la historia preatómica tiende a mezclarse.
La sala de oficiales comenzó a llenarse al entrar científicos y oficiales y ocupar sus puestos. Los infantes de marina reservaron dos asientos, la cabecera de la mesa y el situado inmediatamente a su derecha, aunque Horvath había intentado ocupar aquel asiento. El Ministro de Ciencias se encogió de hombros cuando los infantes de marina se lo impidieron hablándole en ruso, y se fue al otro extremo, donde desplazó a un biólogo, luego mandó retirarse a otro científico del lugar situado a su derecha e invitó a sentarse allí a David Hardy. Si el almirante quería jugar a los prestigios, allá él; pero Anthony Horvath sabía también algo del tema.
Observó cómo iban entrando los demás. Cargill, Sinclair y Renner entraron juntos. Luego Sally Fowler y el capitán Blaine... extraño, pensó Horvath, que Blaine pudiese entrar ahora en un salón lleno de gente sin ningún ceremonial. Un infante de marina indicó asientos a la izquierda de la cabecera de la mesa, pero Rod y Sally se sentaron hacia la mitad. Él podía permitírselo, pensó Horvath. Había nacido para su cargo. Bien, mi hijo podrá hacerlo también. Mi trabajo en esta expedición será suficiente para que se me incluya en la próxima lista de honores...
—¡Atención!
Los oficiales se levantaron, y también la mayoría de los científicos. Horvath lo pensó un momento y se levantó también. Miró a la puerta, esperando al almirante, pero el único que entró fue el capitán Mijailov. Así que tendremos que pasar por esto dos veces, pensó Horvath.
El almirante le engañó. Llegó justo cuando Mijailov alcanzaba su asiento, y murmuró:
—Continúen, caballeros —tan rápidamente que el infante de marina no tuvo posibilidad de anunciarle. Si alguien quería desairar a Kutuzov, tendría que buscar otra oportunidad.
—El teniente Borman leerá las instrucciones de la expedición —dijo fríamente Kutuzov.
—Sección doce. Consejo de Guerra. Párrafo primero. El vicealmirante al mando pedirá consejo al equipo científico y a los primeros oficiales de la
MacArthur,
salvo cuando la dilación ponga en peligro, a juicio del almirante y sólo de él, la seguridad de la nave de combate
Lenin.
«Párrafo dos. Si el jefe del equipo científico de esta expedición no estuviese de acuerdo con el vicealmirante al cargo, debe convocar un Consejo de Guerra para que aconseje al almirante. El jefe del equipo científico puede...
—Eso es suficiente, teniente Borman —dijo Kutuzov—. Siguiendo esas órdenes, y a petición formal del Ministro de Ciencias Horvath, se convoca este Consejo de Guerra para que asesore sobre la petición que han hecho los alienígenas de visitar el Imperio. Todo lo que aquí se diga quedará registrado. Puede usted empezar cuando quiera, señor Horvath.
Demonios, pensó Sally. Este ambiente es como el del presbiterio de San Pedro durante la misa mayor en Nueva Roma. El protocolo debe intimidar a todos los que no estén de acuerdo con Kutuzov.
—Gracias, almirante —dijo cortésmente Horvath—. Dado que la sesión puede ser larga (después de todo, señor, estamos discutiendo lo que puede ser la decisión más importante que todos nosotros hayamos tomado), creo que debemos pedir algo de beber. ¿No podría proporcionarnos su gente café, capitán Mijailov?
Kutuzov frunció el ceño, pero no había razón alguna para rechazar la petición.
Además rompía el hielo entre los que llenaban el compartimiento. Con los camareros y el olor del café y del té en el aire, se evaporaba gran parte de la rigidez protocolaria, tal como Horvath pretendía.
—Gracias. —Horvath estaba radiante—. Ahora, tal como todos saben, los pajeños nos han pedido que permitamos que envíen tres embajadores al Imperio. Esta embajada tendrá, me han dicho, plena autoridad para representar a la civilización pajeña, para firmar tratados de amistad y comercio, aprobar programas científicos comunes... no hace falta que siga. Las ventajas de llevarles ante el Virrey supongo que son evidentes. ¿No están de acuerdo?
Hubo un murmullo de aprobación. Kutuzov se mantenía tieso, los ojos oscuros achicados bajo las tupidas cejas, la cara una máscara moldeada con áspera arcilla.
—Sí —dijo Horvath—. Creo que es evidente que, si tenemos un medio de hacerlo, debemos tratar con toda cortesía a los embajadores pajeños. ¿No está de acuerdo, almirante Kutuzov?
Cazado en su propia trampa, pensó Sally. Esto se graba... tendrá que comportarse.
—Hemos perdido la
MacArthur
—dijo Kutuzov ásperamente—. Sólo nos queda esta nave. Doctor Horvath, ¿no estaba usted presente en la conferencia en la que el Virrey Merrill planeó esta expedición?
—Sí...
—Yo no, pero me la han contado. ¿No quedó claro entonces que no debía subir a bordo de esta nave ningún alienígena? Son órdenes directas del propio Virrey.
—Bueno... sí, señor. Pero el contexto indicaba claramente lo que el Virrey quería decir. No podría permitirse el acceso de alienígenas a la
Lenin
siempre que resultase evidente su hostilidad; así, hiciesen lo que hiciesen, la
Lenin
estaría segura. Pero sabemos muy bien que los pajeños
no
son hostiles. En las instrucciones finales de la expedición, Su Alteza deja la decisión al criterio de usted; no existe, pues, una prohibición oficial.
—Pero la decisión se dejó a mi criterio —dijo Kutuzov triunfalmente—. No entiendo por qué es diferente a las instrucciones verbales. Capitán Blaine, usted estaba presente: ¿me equivoco al suponer que Su Alteza dijo «que en ninguna circunstancia» abordarían los alienígenas la
Lenin?
Rod tragó saliva.
—Sí, señor, pero...
—Creo que no hay más que hablar —le cortó el almirante.
—Oh, no —dijo suavemente Horvath—. Capitán Blaine, estaba usted a punto de continuar. Hágalo, por favor.
La sala de oficiales quedó en silencio. ¿Lo conseguirá?, se preguntaba Sally. ¿Qué puede hacerle el Zar? Puede ponerle las cosas difíciles en la Marina, pero...
—Sólo iba a decir, almirante, que Su Alteza no estaba tanto dando órdenes como indicando directrices. Creo que si hubiese pretendido obligarle a usted con ellas, no lo habría dejado a su discreción, señor. Lo habría incluido en las órdenes.
Muy bien, exclamó Sally silenciosamente.
Los ojos de Kutuzov se achicaron aún más. Pidió un té con un gesto a un camarero.
—Creo que subestima usted la confianza de Su Alteza en su juicio —dijo Horvath.
Sonaba a falso y se dio cuenta inmediatamente. Podía haberlo dicho cualquier otro, Hardy o Blaine, pero Horvath tenía miedo a lo que pudiesen decir ambos en aquella reunión. Eran los dos demasiado independientes.
—Gracias —dijo el almirante con una sonrisa—. Quizás confiase más en mí que en usted, doctor. Sí. Ha demostrado usted que puede obrar contra los deseos expresos del Virrey. Desde luego, yo no actuaré tan a la ligera. Y aún tiene usted que convencerme de que sea necesario. Puede volver otra expedición a por los embajadores.
—¿Enviarán otros después de un ultraje como éste? —estalló Sally. Todos la miraron—. Los pajeños no han pedido tanto, almirante. Y su petición es muy razonable.
—¿Cree usted que se ofenderán si la rechazamos?
—No... no sé, almirante. Pudiera ser. Sí. Que se ofendieran mucho. Kutuzov asintió, como si pudiese entenderlo.
—Quizá sea menor el riesgo que se corre dejándoles entrar aquí, señora. Teniente Cargill. ¿Hizo usted el estudio que le pedí?
—Lo hice, señor —contestó con entusiasmo Jack Cargill—. El almirante me pidió que supusiera que los pajeños tienen los secretos del Impulsor y del Campo y que calculase su potencia militar en función de eso. He calculado su fuerza naval...
Hizo un gesto a un oficial y apareció un gráfico en la pantalla de intercomunicación de la sala de oficiales.
Se volvieron las cabezas y hubo un momento de sorprendido silencio. Alguien lanzó una exclamación. «¿Tantos?»... «¡Dios mío!»... «Pero eso es más que la flota del sector»...
Las curvas se elevaban abruptamente al principio, mostrando la relación entre naves de pasajeros y de carga pajeñas y naves de la Marina. Luego, se igualaban, pero más tarde empezaban a subir de nuevo.
—Puede verse que la amenaza es muy grave —dijo suavemente Cargill—. Dentro de dos años, los pajeños podrían reunir una flota que constituiría un serio desafío para toda la Marina imperial.
—Eso es ridículo —protestó Horvath.
—No lo es, señor —contestó Cargill—. He sido muy prudente en mis cálculos de su capacidad industrial. Tenemos las lecturas de neutrino y un buen cálculo de su generación energética (número de plantas de fusión, producción térmica), y supuse un nivel de eficiencia no superior al nuestro, aunque sospecho que sería más elevado. No hay duda de que les sobran trabajadores especializados.
—¿Y dónde van a conseguir los metales? —preguntó De Vandalia; el geólogo parecía desconcertado—. Han minado todo el planeta, y, si hemos de creer lo que nos dijeron, todos los asteroides.
—Pueden transformar los metales existentes. Artículos de lujo. Vehículos de transporte superfluos. En este momento, todos los Amos tienen una flota propia de automóviles y camiones que podrían fundirse. Carecen de algunas cosas, pero recordemos que los pajeños tienen todos los metales de un sistema planetario completo ya extraídos. —Cargill hablaba de corrido, como si esperase ya aquella objeción—. Una flota exige mucho metal, pero en realidad no es mucho comparando con los recursos de toda una civilización industrial.
—¡Muy bien, de acuerdo! —replicó Horvath—. Acepto los cálculos que ha hecho usted. Pero ¿por qué demonios considera que son unas cifras amenazadoras? Los pajeños no son una amenaza.
Cargill pareció enojarse.
—Es un término técnico. «Amenaza» en los servicios secretos alude a la capacidad...
—Y no a las intenciones. Eso ya nos lo ha dicho. Almirante, todo esto significa que haremos bien en ser corteses con esos embajadores, para que no se dediquen a construir naves de guerra.