La paja en el ojo de Dios (57 page)

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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

—Quédese de guardia aquí. Necesitará usted a los pajeños para que le digan si el que llega es enemigo o no. Vamos, Whitbread. —Se volvió y corrió hacia las escaleras.

Whitbread le seguía a regañadientes. Horst subía muy deprisa, y cuando llegaron a la planta donde estaban sus habitaciones Whitbread estaba sin aliento.

—¿Qué tiene usted contra los ascensores? —preguntó Whitbread. Staley no contestó. La puerta de la habitación de Renner estaba abierta, y Horst se lanzó al interior.

—¡Maldita sea!

—¿Qué pasa? —Whitbread, jadeante, entró en la habitación. Vacía. Hasta las literas habían desaparecido. No había rastro del equipo que había dejado Renner.

—Esperaba encontrar algo para hablar con la
Lenin —
gruñó Staley—. Ayúdeme a mirar. Quizás almacenasen nuestro material por aquí.

Buscaron, pero no encontraron nada. En todas las plantas era igual: camas, muebles, todo lo habían retirado.

El Castillo era una cáscara hueca. Volvieron escaleras abajo hacia la entrada.

—¿Estamos solos? —preguntó Gavin Potter.

—Sí —contestó Staley—. Y nos moriremos de hambre muy pronto si no sucede algo peor. Está todo vacío.

Las pajeñas se encogieron de hombros.

—Me sorprende un poco —dijo la pajeña de Whitbread; cuchicheó un momento con su compañera—. Tampoco ella sabe el motivo. Parece que el lugar no volverá a utilizarse...

—Bueno, desde luego deben de saber muy bien dónde estamos —gruñó Staley; cogió su casco del cinturón y conectó los conductores a su radio. Luego se puso el casco—. Aquí Staley llamando a
Lenin. Lenin, Lenin, Lenin,
aquí el guardiamarina Staley.

—Señor Staley, ¿dónde demonios está usted? —era el capitán Blaine.

—¡Capitán! ¡Gracias a Dios! Capitán, estamos atrapados en... Un momento, señor.

Las pajeñas cuchicheaban entre sí. La pajeña de Whitbread intentó decir algo, pero Staley no oía. Oía a una pajeña que hablaba con la voz de Whitbread...

—Capitán Blaine, ¿dónde consigue usted su whisky irlandés?

—¡Déjese de bromas e informe, Staley!

—Lo siento, señor. Tengo que saberlo. Ya entenderá usted por qué se lo pregunto. ¿Dónde consigue usted su whisky? Corto.

—¡Staley! ¡Estoy harto de chistes! Horst se quitó el casco.

—No es el capitán —dijo—. Es un pajeño con la voz del capitán. ¿De la especie de ustedes? —preguntó a la pajeña de Whitbread.

—Probablemente. Un truco estúpido. El Fyunch(click) de usted lo habría hecho mejor. Eso significa que no coopera demasiado con mi Amo.

—Hay un medio de defender este lugar —dijo Staley. Miró la entrada. Era de unos veinte metros por treinta, y sin nada especial. Los cortinajes y los cuadros que adornaban las paredes habían desaparecido.

—Vamos arriba —añadió—. Allí tendremos más posibilidades. Les condujo hasta la planta de las habitaciones, y tomaron posiciones al final del vestíbulo, desde donde podían cubrir la escalera y el ascensor.

—¿Y ahora qué? —preguntó Whitbread.

—Ahora a esperar —dijeron ambas pajeñas al unísono. Pasó una hora larga.

Se apagaron los rumores del tráfico. Tardaron un minuto en advertirlo; luego se hizo evidente. Nada se movía fuera.

—Echaré una ojeada —dijo Staley. Fue a otra habitación y atisbo cauteloso por la ventana, muy desde dentro para que no le vieran.

Abajo, por la calle, pasaban Demonios. Avanzaban con paso rápido y ágil. De pronto esgrimieron sus armas y dispararon hacia el fondo de la calle. Horst se volvió y vio otro grupo que buscaba protección; un tercio de ellos quedaba muerto en la calle. A través de las gruesas ventanas se filtraba el rumor del combate.

—¿Qué pasa? —preguntó Whitbread—. Parecen disparos.

—Lo son. Dos grupos de Guerreros combatiendo. ¿Por nosotros?

—Desde luego —contestó la pajeña de Whitbread—. Se dan cuenta de lo que significa esto, ¿no? —La pajeña parecía muy resignada. Al ver que no había respuesta, dijo—: Significa que los humanos no regresarán. Se han ido.

—¡No lo creo! —gritó Staley—. ¡El almirante no nos abandonaría! Tomaría todo el planeta...

—No, no lo haría, Horst —dijo Whitbread—. Usted conoce sus órdenes. Horst sabía perfectamente que Whitbread tenía razón.

—¡Pajeña de Whitbread! —llamó—. Venga aquí y dígame de qué bando son los que combaten.

—No.

Horst se volvió.

—¿Qué significa ese no? ¡Necesito saber contra quién debo disparar!

—No quiero que me maten.

¡La pajeña de Whitbread era una cobarde!

—A mí no me han alcanzado los disparos, ¿verdad? No correrá ningún riesgo.

—Horst —dijo la voz de Whitbread—, si asoma usted un ojo cualquier Guerrero puede alcanzarle. Nadie desea que muera usted ahora. No han utilizado hasta ahora artillería, ¿verdad? Pero dispararían sobre
mí.

—Está bien. ¡Charlie! Venga aquí y...

—No.

Horst ni siquiera maldijo. No cobardes, sino Marrones-y-blancos. ¿Le habría ayudado su propia pajeña?

Los Demonios se habían puesto todos a cubierto tras coches aparcados o abandonados, en portales, en las estrías de los laterales de un edificio. Pasaban de un escondrijo a otro rápidos como moscas. Pero siempre que un Guerrero disparaba, moría otro. No había habido demasiados disparos y sin embargo dos tercios de los Guerreros habían muerto. La pajeña de Whitbread conocía bien su puntería. Era inhumanamente certera.

Casi debajo de la ventana de Horst, yacía un Guerrero muerto que había perdido los brazos. Otro vivo, que esperaba un momento de calma, se lanzó de pronto a un lugar protegido más próximo... y el caído revivió. Luego todo sucedió demasiado deprisa para poder captarlo: el arma volando, los dos Guerreros chocando y luego desplomándose, muñecos rotos pateando aún y salpicando sangre.

Algo resonó abajo. Se oyó ruido en la escalera. En los escalones de mármol repiquetearon pezuñas. Gorjearon las pajeñas. Charlie silbó sonoramente, repitió el silbido. De abajo llegó una respuesta, luego una voz dijo en el ánglico perfecto de David Hardy:

—Serán bien tratados. Ríndanse inmediatamente.

—Hemos perdido —dijo Charlie.

—Tropas de mi Amo. ¿Qué hará usted, Horst?

Por toda respuesta Staley se acuclilló en un rincón con el rifle de rayos X dirigido a la escalera, e indicó frenéticamente a los otros guardiamarinas que se cubrieran.

Un pajeño Marrón-y-blanco apareció en la entrada. Tenía la voz del capellán Hardy, pero en modo alguno sus maneras. Sólo el ánglico perfecto y el tono retumbante. El Mediador iba desarmado.

—Vamos, sean razonables. Su nave se ha ido. Sus oficiales les creen muertos. No tenemos ningún motivo para hacerles daño. No nos obliguen a matarles por nada, salgan y acepten nuestra amistad.

—¡Vete al infierno!

—¿Qué adelantáis con eso? —preguntó el pajeño—. No pretendemos haceros ningún daño...

Se oían tiros abajo. Su estruendo retumbaba en las habitaciones vacías y en los vestíbulos del pasillo. El Mediador que tenía la voz de Hardy silbó y gorjeó dirigiéndose a los otros pajeños.

—¿Qué es lo que dice? —preguntó Staley; miró a su alrededor: la pajeña de Whitbread estaba acuclillada contra la pared, absolutamente inmóvil—. Dios mío, ¿y ahora qué?

—¡Déjala en paz! —gritó Whitbread; abandonó su puesto para situarse junto a la pajeña y le echó el brazo por encima del hombro—. ¿Qué haremos ahora?

Los ruidos del combate iban aproximándose, y de pronto aparecieron en el vestíbulo dos Demonios. Staley apuntó y disparó, abatiendo a un Guerrero. Comenzó a desplazar el rayo hacia el otro. Disparó el Demonio, y Staley se vio lanzado contra la pared del fondo del pasillo. Aparecieron en el vestíbulo más Demonios, y hubo un estruendo de disparos que mantuvo erguido a Staley durante un segundo. Su cuerpo parecía como mascado por dientes de dragón, y cayó, y quedó muy quieto.

Potter disparó el lanzacohetes. La bomba explotó al fondo del vestíbulo. Parte de las paredes cayeron, llenando el suelo de escombros y enterrando parcialmente al Mediador y a los Guerreros.

—Me parece que gane quien gane abajo, sabemos demasiado sobre el Campo Langston —dijo Potter lentamente—. ¿Qué piensa usted, señor Whitbread? Es usted el que manda ahora.

Jonathon despertó de su ensueño. Su pajeña seguía quieta e inmóvil...

Potter sacó la pistola y esperó. Se oyeron nuevos ruidos en el vestíbulo. Cesó el rumor del combate.

—Su amigo tiene razón, hermano —dijo la pajeña de Whitbread; miró la figura inmóvil de Fyunch(click) de Hardy—. Ése era un hermano también...

Potter lanzó un grito. Whitbread dio la vuelta.

Potter seguía de pie, como incrédulo, sin pistola, el brazo destrozado de la muñeca al codo. Miró a Whitbread con ojos empañados de un dolor apenas percibido y dijo:

—Uno de los muertos tiró una piedra.

Había más Guerreros en el vestíbulo, y otro Mediador. Avanzaban lentamente.

Whitbread enarboló la espada mágica que era capaz de cortar piedra y metal, y blandiéndola en arco cercenó el cuello de Potter... Potter, al que su religión prohibía el suicidio, como la de Whitbread. Se oyó un disparo cuando dirigía la hoja hacia su propio cuello, y dos proyectiles aplastaron sus hombros. Jonathon Whitbread se desplomó y quedó inmóvil.

No le tocaron al principio, salvo para retirarle las armas del cinturón. Esperaron a un Médico, mientras el resto rechazaba a las fuerzas atacantes del Rey Pedro. Un Mediador habló enseguida con Charlie y ofreció un comunicador....... no había ya por qué luchar. La pajeña de Whitbread permanecía junto a su Fyunch(click).

El Médico tanteó los hombros de Whitbread. Aunque nunca había tenido un humano para diseccionarlo, sabía todo cuanto sabía un pajeño de fisiología humana, y sus manos estaban perfectamente formadas para hacer uso de un millar de Ciclos de instintos. Los dedos se movían suavemente sobre las pulverizadas articulaciones de los hombros, los ojos percibían que no había derrame de sangre. Las manos tanteaban la espina dorsal, aquel órgano maravilloso que el Médico sólo conocía por una reproducción.

Las frágiles vértebras del cuello habían estallado.


Proyectiles de alta velocidad —dijo al Mediador que esperaba
—.
El impacto ha destruido el notocordio. Esta criatura está muerta.

El Médico y dos Marrones trabajaron frenéticamente para construir una bomba sanguínea que regase el cerebro. Fue inútil. La comunicación entre Ingeniero y Médico fue demasiado lenta, el cuerpo era demasiado extraño y apenas había equipo a mano.

Llevaron el cadáver y la pajeña de Whitbread con él al espaciopuerto controlado por su Amo. A Charlie la devolverían al Rey Pedro, ahora que la guerra había acabado. Había que efectuar pagos, repararlo todo después del combate, indemnizar a todos los Amos perjudicados; tenía que haber unidad entre los pajeños cuando llegasen los próximos humanos.

El Amo nunca supo, ni sus hijas blancas lo sospecharon jamás. Pero entre sus otras hijas, las Mediadoras marrón-y-blanco que la servían, se
murmuraba que una de sus hijas había hecho lo que ningún Mediador en todos los Ciclos. Cuando los Guerreros se lanzaban sobre aquel extraño humano, la pajeña de Whitbread le había tocado, no con las suaves manos derechas, sino con la poderosa mano izquierda.

Fue ejecutada por desobediencia y murió sola. Sus hermanas no la odiaban, pero no podían hablar con alguien que había matado a su propio Fyunch(click).

Cuarta parte

La respuesta de Eddie el Loco

39 • Partida

—Los botes informan que no hay rastro de nuestros guardiamarinas, almirante.

El tono del capitán Mijailov era al mismo tiempo defensivo y exculpatorio; pocos oficiales deseaban informar de un fallo a Kutuzov. El fornido almirante miraba impasible en su silla de mando en el puente de la
Lenin.
Alzó su taza de té, bebió un trago y soltó un gruñido como única respuesta.

Kutuzov se volvió a los que se agrupaban a su alrededor en los puestos de mando. Rod Blaine ocupaba aún la silla de lugarteniente; era más veterano que el teniente Borman, y Kutuzov se mostraba muy puntilloso en estas cuestiones.

—Ocho científicos —dijo Kutuzov—. Ocho científicos, cinco oficiales, catorce técnicos espaciales e infantes de marina. Todos víctimas de los pajeños.

—¡Pajeños! —el doctor Horvath giró su silla de mando hacia Kutuzov—. Almirante, casi todos esos hombres estaban a bordo de la
MacArthur
cuando usted la destruyó. Algunos quizás aún vivos. En cuanto a los guardiamarinas, si fueron tan locos como para intentar aterrizar con botes salvavidas... —su voz se apagó cuando Rod volvió hacia él unos ojos feroces—. Perdón, capitán. No quería decir eso. De veras; lo siento. También a mí me agradaban los muchachos. ¡Pero no podemos acusar a los pajeños de lo que pasó! Los pajeños han intentado ayudar y pueden hacer aún mucho por nosotros... Almirante, ¿cuándo podremos volver a la nave embajadora?

El estruendo que brotó de la garganta de Kutuzov era risa.

—¡Vamos! Doctor, nos iremos a casa en cuanto esos botes estén colocados. Creí que estaba claro.

El Ministro de Ciencias apretó los dientes.

—Tenía la esperanza de que recuperase usted la cordura. —Su tono era frío y ferozmente irónico—. Almirante, está usted destruyendo la mayor oportunidad de la Humanidad en toda su historia. La tecnología que podemos comprar (¡que ellos nos darán!) es muy superior a lo que podríamos conseguir en muchos siglos. Los pajeños han hecho gastos enormes para darnos la bienvenida. Si usted no nos hubiese prohibido que les dijéramos lo de las miniaturas escapadas, estoy seguro de que nos habrían ayudado.

Pero, claro, tenía usted que mantener sus malditos secretos... y a causa de su estúpida xenofobia perdimos la nave investigadora y la mayoría de nuestros instrumentos. Y ahora piensa usted ofenderles yéndose de aquí cuando ellos planeaban nuevas conferencias... Dios mío, si fuesen belicosos no habrían aguantado provocaciones como las que les ha hecho usted...

—¿Ha acabado? —preguntó despectivo Kutuzov.

—He acabado por ahora. Veremos cuando volvamos. Kutuzov apretó un botón del brazo de su silla.

—Capitán Mijailov, dispóngalo todo para que salgamos hacia el punto de entrada Alderson. Una gravedad y media, capitán.

—De acuerdo, señor.

—Entonces está usted decidido a portarse como un loco —protestó Horvath—. Blaine, ¿no puede hacerle razonar?

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