La paja en el ojo de Dios (52 page)

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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

—¡Horst, tenemos que salir de aquí! —insistió de nuevo la pajeña de Whitbread—. No hay tiempo para hablar.

—Esos Guerreros podrían venir en aviones hasta la estación más próxima y luego tomar el ferrocarril subterráneo desde allí —les recordó Whitbread—. Sería mejor que hiciésemos
algo,
Horst.

—Muy bien —aceptó Staley lentamente—. ¿Cómo salimos de aquí? ¿En su avión?

—No podemos ir todos en él —respondió la pajeña de Whitbread—. Pero podemos enviar a dos con Charlie y yo podría...

—No —el tono de Staley era concluyente—. Permaneceremos juntos. ¿No puede usted pedir un avión mayor?

—Ni siquiera estoy segura de que podamos escapar en éste. Tiene usted razón, sin duda. Lo mejor es que sigamos juntos. Bueno, no nos queda más salida que el ferrocarril subterráneo.

—Que puede estar lleno de enemigos en este instante.

Staley caviló un momento. La cúpula era una buena protección contra las bombas y el espejo una buena defensa contra los lásers. Podían resistir allí... pero, ¿cuánto tiempo? Comenzaba a sentir la inevitable paranoia del soldado en territorio enemigo.

—¿Adonde tenemos que ir para enviar un mensaje a la
Lenin? —
preguntó. Eso era evidentemente lo primero.

—Al territorio del Rey Pedro. Queda a unos mil kilómetros de distancia, pero es el único sitio donde pueden conseguir el equipo necesario para enviar un mensaje que no puedan detectar. Puede que hasta eso sea imposible, pero desde luego no hay otro sitio.

—Y no podemos ir en avión... Está bien. ¿Dónde está el subterráneo? Tendremos que preparar una emboscada.

—¿Emboscada? —la pajeña asintió—. Por supuesto. Horst, las tácticas de lucha no son mi especialidad. Los Mediadores no combaten. Yo sólo pretendo conducirles hasta el Amo de Charlie. Tendrán que procurar defenderse ustedes de los que intenten matarnos por el camino. ¿Qué armas tienen?

—Sólo armas manuales. No son muy potentes.

—Hay otras en el museo. Los museos son en parte para eso. No sé cuáles funcionarán.

—Merece la pena que lo comprobemos. Whitbread. Potter. Echen un vistazo a las armas. ¿Dónde está el subterráneo?

Los pajeños miraron a su alrededor. Charlie había entendido, evidentemente, lo que él había dicho, aunque no hablaba una palabra en ánglico. Las dos pajeñas intercambiaron sonidos unos instantes, y la de Whitbread señaló:

—Es allí.

Indicó el edificio en forma de catedral. Luego señaló las estatuas de «demonios» de las cornisas.

—Todo lo que se ve es inofensivo salvo ésos. Son de la clase de los Guerreros, son soldados, guardaespaldas, policías. Su oficio es matar, y lo hacen bien. Si ven algo como eso, corran.

—Nada de correr —murmuró Staley; apretó la pistola—. La veré abajo. —Llamó a los otros—. ¿Y nuestro Marrón?

—Yo le llamaré —dijo la pajeña de Whitbread. El Marrón entró con varios objetos, que entregó a Charlie. Las pajeñas los examinaron un momento, y la de Whitbread dijo:

—Los necesitarán. Son filtros de aire. Pueden quitarse los cascos y ponerse esas máscaras.

—Pero nuestras radios... —protestó Horst.

—Llévenlas también. El Marrón podrá transformar las radios más tarde. ¿Prefieren realmente llevar puestos esos malditos cascos? Las botellas de aire y los filtros no pueden durar mucho ya, de todos modos.

—Gracias —dijo Horst.

Cogió el filtro y se lo puso. Una suave copa cubrió su nariz, y fijó un tubo ligado a un tanque a su cinturón. Fue un alivio quitarse el casco, pero no sabía qué hacer con él. Por último lo ató también al cinturón, donde se balanceaba incómodamente.

—Bien, en marcha. —Era más fácil hablar sin el casco, pero tendría que acordarse de no respirar por la boca.

La rampa era una espiral descendente. Nada se movía bajo aquella iluminación sin sombras, pero Staley pensaba que constituían un blanco ideal para cualquiera que estuviese abajo. Echó de menos unas cuantas granadas y una compañía de infantes de marina. Pero en vez de eso estaban sólo él y sus dos colegas guardiamarinas. Y los pajeños. Mediadores. «Los Mediadores no luchan», había dicho la pajeña de Whitbread. Debía recordar eso. Imitaba tan bien a John Whitbread que tenía que contar los brazos para asegurarse de que hablaba con ella, pero ella no luchaba. Los Marrones no luchaban tampoco.

Avanzaba cautamente, precediendo a los alienígenas rampa abajo con la pistola en la mano. La rampa terminaba en una entrada, y se detuvo un momento. Más allá, el silencio era completo. Al diablo, pensó, y cruzó el umbral. Se vio de pronto solo en un ancho túnel cilindrico con vías en el suelo y una rampa suave a un lado. A su izquierda el túnel terminaba en una pared de roca. Por el otro lado parecía extenderse eternamente en la oscuridad. Había huellas en la roca del túnel que parecían costillas de una ballena gigante.

La pajeña llegó tras él y vio lo que estaba mirando.

—Aquí había un acelerador lineal, antes de que una civilización en ascenso lo robase para obtener metal.

—No veo ningún vehículo. ¿Cómo conseguiremos uno?

—Puedo solicitar uno. Todos los Mediadores podemos.

—Usted no. Charlie —dijo Horst—. ¿O saben también que forma parte de la conspiración?

—Horst, si esperamos un vehículo, vendrá lleno de Guerreros. El Encargado
sabe
que ustedes abrieron su edificio. No entiendo por qué no está aquí ya su gente. Probablemente haya un enfrentamiento jurisdiccional entre él y el Amo. La jurisdicción es algo muy importante para los que toman decisiones. Y además, el Rey Pedro procurará liar las cosas.

—No podemos escapar en avión. No podemos irnos andando por los campos. Y no podemos llamar un vehículo —dijo Staley—. Está bien. Pida un vehículo subterráneo para mí.

La pajeña lo dibujó en la pantalla de la computadora manual de Staley. Era una caja sobre ruedas, la forma universal de los vehículos que deben tener el máximo espacio útil posible y al mismo tiempo aparcar en un espacio limitado.

—Los motores están aquí, sobre las ruedas. Los controles pueden ser automáticos...

—No en un vehículo de guerra.

—En ese caso los controles están aquí delante. Y los Marrones y los Guerreros quizás hayan hecho todo tipo de cambios. Suelen hacerlo, ya sabe...

—Como una armadura. El cristal y los laterales blindados. Cañones de proa. —Los tres pajeños se irguieron y Horst escuchó atentamente. No oía nada.

—Pisadas —dijo la pajeña—. Whitbread y Potter.

—Puede. —Staley avanzó como un felino hacia la entrada.

—Tranquilícese, Horst. Puedo identificar los ritmos. Habían encontrado armas.

—Ésta es la mejor —dijo Whitbread; alzó un tubo con una lente en el extremo y una culata claramente adaptable a los hombros pajeños—. No sé cuánta energía acumula, pero conseguí agujerear de lado a lado una gruesa pared de piedra. Rayo invisible.

Staley cogió el arma.

—Esto es lo que necesitamos. Ya me explicarán cómo son las otras más tarde. Ahora entren y quédense aquí.

Staley se colocó donde terminaba la rampa de pasajeros, a un lado de la entrada del túnel. Nadie le vería hasta que saliese de aquel túnel. Se preguntaba cómo serían las armaduras pajeñas. ¿Servirían para rechazar un láser de rayos X? No se oía nada, ningún ruido, y Staley esperaba impaciente.

Es una estupidez, se decía. Pero ¿qué podemos hacer? ¿Y si viniesen en aviones y aterrizasen fuera de la cúpula? Debería haber cerrado la puerta dejando allí alguien de guardia. En realidad, no era demasiado tarde para hacerlo.

Se volvió hacia los otros que estaban detrás de él, pero entonces lo oyó: un ronroneo suave que venía del fondo del subterráneo. Le tranquilizó, en realidad. Ya no tenía que tomar decisiones. Horst avanzó cautelosamente y colocó en mejor posición aquel arma que le resultaba tan poco familiar. El vehículo se acercaba muy deprisa...

Era mucho más pequeño de lo que Staley esperaba: era como un coche de juguete. Pasó silbando ante él. El viento azotó su cara. El vehículo se detuvo con un balanceo, mientras Staley esgrimía el arma como la vara de un mago. ¿Saldría algo por el otro lado al disparar? No. El arma funcionaba correctamente. El rayo era invisible, pero se pintaron sobre el vehículo líneas cruzadas de metal al rojo. Enfocó el rayo hacia las ventanas, por las que nada se veía, y hacia el techo, luego se asomó rápidamente al túnel y disparó por él.

Había otro vehículo. Staley retrocedió para cubrir la mayor parte de su cuerpo, pero continuó disparando, dirigiendo el arma al vehículo que llegaba. ¿Cómo diablos sabría cuándo se acababa la batería, o el elemento que producía los rayos? ¡Qué demonios, aquello era una pieza de museo! Pasó el segundo vehículo, y se marcaron sobre él rayas rojo cereza. Tras lanzarle una ráfaga más disparó otra vez hacia el túnel. No venía nadie.

No había tercer vehículo. Mejor. Disparó sistemáticamente contra el segundo. Algo le había detenido inmediatamente detrás del primero... ¿Quizás algún sistema destinado a evitar el choque? No podía saberlo. Corrió hacia los dos coches. Whitbread y Potter salieron para unirse a él.

—¡Les he dicho que se queden ahí!

—Perdone, Horst —se excusó Whitbread.

—Esto es una operación militar, señor Whitbread. Puede llamarme Horst cuando no estén disparando contra nosotros.

—Sí, señor. Quiero señalar que nadie ha disparado salvo usted.

De los coches llegaba un olor: carne quemada. Las pajeñas salieron de su escondite. Staley se aproximó cautelosamente a los vehículos y miró dentro.

—Demonios —dijo.

Examinaron los cuerpos con interés. No habían visto aquel tipo de pajeños más que en estatuas. Comparados con los Mediadores y los Ingenieros parecían nervudos y ágiles, como un intermedio entre podencos y dogos. Los brazos eran largos, con dedos cortos y gruesos y sólo un pulgar; el otro borde de la mano derecha era suave y calloso. El brazo izquierdo era más largo, con dedos como salchichas. Había algo bajo el brazo izquierdo.

Los demonios tenían dientes, largos y agudos, como auténticos monstruos de libros infantiles y leyendas semiolvidadas.

Charlie gorjeó algo dirigiéndose a la pajeña de Whitbread. Al no obtener respuesta repitió el gorjeo, más agudo, e hizo una seña al Marrón. El ingeniero se aproximó a la puerta y comenzó a examinarla detenidamente. La pajeña de Whitbread permanecía petrificada contemplando a los Guerreros muertos.

—¡Cuidado con las trampas! —gritó Staley; el Marrón no prestó ninguna atención y empezó a tantear cautelosamente la puerta—. ¡Cuidado!

—Habrán puesto trampas, pero el Marrón lo resolverá —dijo muy lentamente Charlie—. Le diré que tenga cuidado. —La voz era clara y sin ningún acento.

—Sabe hablar —dijo Staley.

—No bien. Es difícil pensar en vuestro lenguaje.

—¿Qué es lo que le pasa a mi Fyunch(click)? —preguntó Whitbread. En vez de contestar, Charlie gorjeó de nuevo. Los tonos se elevaron agudamente. La pajeña de Whitbread pareció estremecerse, y se volvió hacia ellos.

—Lo siento —dijo—. Son... Guerreros de mi Amo. Maldita sea, ¿qué estoy haciendo?

—Vamos, entremos ahí —dijo Staley nervioso.

Alzó su arma para taladrar un lateral del vehículo. El Marrón seguía inspeccionando la puerta, con mucha cautela, como si le diese miedo.

—Permítame, señor.

—Whitbread parecía querer gastar una broma. Empuñaba una espada corta de gruesa empuñadura. Horst vio sorprendido cómo cortaba con ella un gran cuadrado de plancha del lateral del vehículo con un movimiento continuado de la hoja, casi sin esfuerzo.

—Creo que vibra —dijo.

A través de sus filtros de aire llegaban algunos olores. Debía de ser peor para los pajeños, pero no parecía importarles. Se amontonaron en el interior del segundo vehículo.

—Será mejor que miren esto —dijo la pajeña de Whitbread; parecía mucho más tranquila ya—. Conozcan a sus enemigos.

Gorjeó dirigiéndose al Marrón, que examinó detenidamente los controles del vehículo y luego se sentó en el asiento del conductor. Tuvo que sacar a un guerrero para hacerlo.

—Échenle un vistazo debajo del brazo izquierdo —dijo la pajeña de Whitbread—. Eso es un segundo brazo izquierdo, que es sólo un vestigio en la mayoría de las especies pajeñas. Es como una uña, como una... —lo pensó un momento—. Una garra. Afilada como un cuchillo. Y los músculos necesarios para manejarla.

Whitbread y Potter se estremecieron. Dirigidos por Staley, comenzaron a echar los cuerpos de los demonios por el agujero del coche. Los Guerreros parecían todos gemelos, todos idénticos salvo por las quemaduras de los rayos láser. Los pies terminaban en un material córneo agudo en el talón y en los dedos. Una patada, hacia adelante o hacia atrás, sería suficiente. Las cabezas eran pequeñas.

—¿Son seres inteligentes? —preguntó Whitbread.

—Para vuestras normas, sí, pero tienen muy poca inventiva —contestó la pajeña de Whitbread; hablaba como él cuando recitaba lecciones al primer teniente, un tono muy preciso pero sin sentimientos—. Pueden arreglar un arma, pero no saben idear modificaciones ni armas nuevas. Hay, además, una forma distinta de Médico, un híbrido entre el verdadero Médico y el Guerrero. Semiinteligente. Creo que pueden imaginarse su aspecto. Será mejor que dejen al Marrón comprobar las armas que cojan...

El vehículo comenzó a moverse sin previo aviso.

—¿Adonde vamos? —preguntó Staley.

La pajeña de Whitbread gorjeó de nuevo. Parecía el silbido de un pájaro.

—Ésa es la próxima ciudad que encontraremos siguiendo el subterráneo...

—Tendrán bloqueado el camino. O habrá un grupo armado esperándonos —dijo Staley—. ¿Qué distancia hay?

—Oh... cincuenta kilómetros.

—Recorreremos la mitad y pararemos —ordenó Staley.

—De acuerdo, señor —la voz de la pajeña se parecía aún más a la de Whitbread—. Les han subestimado, Horst. Es la única explicación posible. Nunca oí que un Guerrero muriese a manos de otro que no fuese un Guerrero. O un Amo, a veces; no muy a menudo. Hacemos que los Guerreros luchen entre sí. Así podemos mantener controlado su crecimiento.

—Ah —murmuró Whitbread—. ¿Y por qué no intentan simplemente que no procreen?

La pajeña se echó a reír. Era una risa curiosamente amarga, muy humana y muy inquietante.

—¿Nunca se preguntaron por qué murió la Ingeniera a bordo de su nave?

Todos contestaron a la vez:

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