La paja en el ojo de Dios (47 page)

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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

Blaine casi sonrió. Al menos hubo un leve movimiento en sus labios.

—El enemigo, señor, son varios centenares de miniaturas de pajeños. Tienen armas manuales. Algunos tienen máscaras antigás. No están bien organizados, pero son muy peligrosos. Debe usted comprobar que no quedan pasajeros ni tripulantes en la sección de estribor de la
MacArthur.
Cumplida esta misión, conducirá usted a un grupo hasta la cocina de la tripulación para rescatar la cafetera. Pero asegúrese de que está
vacía,
señor Staley.

—¿La cafetera? —preguntó Renner, asombrado. Whitbread movió la cabeza tras él y murmuró algo a Potter.

—La cafetera, señor Renner. Ha sido modificada por los alienígenas y la técnica utilizada puede ser de un gran valor para el Imperio. Verá usted otros objetos extraños, señor Staley. Utilice su criterio y elija los que le parezcan más adecuados... pero en ningún caso seleccione usted algo que pudiese contener un alienígena vivo. Y vigile a sus hombres. Las miniaturas han matado a varias personas y, utilizando sus cabezas como camuflaje, se han introducido en armaduras de combate. Asegúrese de que un hombre con la armadura es un
hombre,
señor Staley. No les hemos visto intentarlo hasta ahora con un traje de presión ajustado, pero tengan mucho cuidado.

—Lo tendré, señor —aseguró Staley—. ¿Podemos recuperar el control de la nave?

—No. —Blaine luchaba claramente por controlarse—. No tiene usted mucho tiempo, señor. Cuarenta minutos después de que entre usted en la
MacArthur,
active todos los sistemas de destrucción convencionales, luego conecte el cronometrador de aquel torpedo que preparamos. Pase a informarme una vez hecho esto en la entrada principal de babor. Cincuenta y cinco minutos después de que entre usted, la
Lenin
comenzará a disparar contra la
MacArthur
irremisiblemente. ¿Ha entendido?

—Perfectamente, señor —contestó Horst Staley. Miró a los otros. Potter y Whitbread le miraron inseguros.

—Capitán —dijo Renner—. Señor, le recuerdo que yo soy aquí el oficial más veterano.

—Lo sé, Renner. También tengo una misión para usted. Debe volver con el capellán Hardy al transbordador de la
MacArthur y
ayudarle a recuperar el equipo y las notas que necesite. Irá otro de los botes de la
Lenin con
ese objeto, y encargúese de que todo quede empaquetado en un recipiente sellado que llevará el bote.

—Pero... señor, ¡yo debería dirigir el grupo de abordaje!

—Usted no es un oficial de combate. ¿Recuerda lo que me dijo ayer?

Renner lo recordaba.

—No le dije que fuese un cobarde —replicó.

—Lo sé perfectamente. También sé que probablemente sea usted el oficial más impredecible que tenemos. Al capellán se le ha dicho únicamente que hay una epidemia a bordo de la
MacArthur,
y que volvemos al Imperio antes de que se extienda. Ésa será la versión oficial para los pajeños. Quizás no la crean, pero Hardy tendrá más posibilidades de convencerles si está convencido él mismo. Pero, de todos modos, tiene que estar con él alguien que conozca la verdadera situación.

—Uno de los guardiamarinas...

—Señor Renner, vuelva a bordo del transbordador de la
MacArthur.
Staley, tiene usted ya sus órdenes.

—Entendido, señor.

Renner se fue, fuera de sí.

Tres guardiamarinas y una docena de soldados colgaban de las redes de choque en la cabina principal del transbordador de la
Lenin.
Se habían ido los civiles y la tripulación regular, y el bote se apartaba de la masa negra de la
Lenin.

—Muy bien, Lafferty —dijo Staley—. Vamos al lado de estribor de la
MacArthur.
Si no nos atacan, se colocará en posición para el abordaje, junto a los depósitos situados después del mamparo 185.

—De acuerdo, señor.

Lafferty no reaccionó de forma apreciable. Era un hombre huesudo, un sencillo habitante de Tabletop. Tenía el pelo rubio ceniza y lo llevaba muy corto, y su cara era toda planos y ángulos.

La red de choque estaba diseñada para grandes impactos. Los guardiamarinas colgaban como moscas en una monstruosa tela de araña. Staley miró a Whitbread. Whitbread miraba a Potter. Ambos apartaron la vista de los soldados que había tras ellos.

—De acuerdo. Vamos —ordenó Staley. El vehículo arrancó.

El auténtico casco defensivo de toda nave de guerra es el Campo Langston. Ningún objeto material podía soportar el calor calcinante de las bombas de fusión y de los láser de alta energía. Dado que nada puede traspasar el Campo, y que el fuego defensivo de la nave evapora cualquier cosa que esté debajo, el casco de una nave de guerra es una piel relativamente fina. Es, sin embargo, sólo relativamente fina. Una nave debe ser lo suficientemente rígida para soportar la alta aceleración y el salto.

Pero algunos compartimientos y depósitos son grandes, y en teoría pueden ser aplastados por un choque, si es bastante fuerte. En la práctica... Que Staley, que hurgaba frenéticamente en su memoria, pudiese recordar, nadie había llevado nunca a un grupo de combate a bordo de una nave de aquel modo. Estaba en el Libro, sin embargo. Se
podía
llegar a bordo de una nave averiada con el Campo intacto embistiendo de frente. Staley se preguntó qué loco condenado lo habría intentado por primera vez.

La gran burbuja negra que cerraba la
MacArthur
se convirtió en una sólida pared negra sin movimiento visible. Luego, el escudo en forma de palas cargadoras se alzó. Horst observó cómo el negror crecía en la pantalla visual delantera por encima del hombro de Lafferty.

El transbordador se lanzó hacia atrás. Un instante de frío cuando pasaron a través del Campo, luego el rechinar del metal. Se detuvieron.

Staley soltó su red de choque.

—Actuemos —ordenó—. Kelley, tenemos que abrirnos camino a través de esos depósitos.

—De acuerdo, señor.

Los soldados pasaron rápidamente. Dos apuntaron con un gran cortador de láser al metal que había sido en tiempos pared interior de un depósito de hidrógeno. Unos cables unían el arma con el transbordador.

La pared del depósito cayó, y parte de ella estuvo a punto de aplastar a los soldados. Brotó más aire, en un silbido, y fueron cayendo, como hojas otoñales, miniaturas de pajeños muertas.

Las paredes del pasillo habían desaparecido. Donde había habido una serie de compartimentos, no había ahora más que un montón de ruinas, mamparos destrozados, maquinaria surrealista, y miniaturas muertas por todas partes. Parecía que ninguno tuviese traje de presión.

—Dios mío —murmuró Staley—. Bueno, Kelley, adelante con esos trajes. Vamos.

Se lanzó hacia delante por encima de las ruinas, hasta llegar a la puerta del siguiente compartimiento de atmósfera aislada.

—¿Cuál es la presión al otro lado? —preguntó; cogió la caja de comunicaciones del mamparo y conectó el micrófono de su traje—. ¿Hay alguien ahí?

—Aquí el cabo Hasner, señor —contestó rápidamente una voz—. Tenga cuidado ahí, esa zona está llena de miniaturas.

—Ya no —contestó Staley—. ¿En qué situación se encuentra usted ahí?

—Aquí hay nueve civiles sin traje, señor. Quedan tres soldados vivos. No sabemos cómo sacar a los científicos sin trajes.

—Nosotros traemos trajes —dijo Staley—. ¿Podrá usted proteger a los civiles hasta que traspasemos esta puerta? Estamos en vacío.

—Sí, señor. Espere un minuto.

Algo giró. Los instrumentos mostraban que la presión disminuía al otro lado del mamparo. Luego giraron las abrazaderas. La puerta se abrió y apareció una figura cubierta de armadura de combate dentro de la sala de suboficiales. Detrás de Hasner, otros soldados enfilaron sus armas hacia Staley cuando entró. Tras ellos... Staley lanzó un gemido.

Los civiles estaban al otro lado del compartimiento. Llevaban las batas blancas habituales del equipo científico: Staley reconoció al doctor Blevins, el veterinario. Los civiles hablaban entre ellos...

—¡Pero aquí dentro no hay aire! —gritó Staley.

—Aquí no, señor —dijo Hasner—. Una especie de caja establece como una cortina allí, señor Staley. El aire no puede atravesarla, pero nosotros sí.

Kelley lanzó un gruñido y dirigió a su escuadrón hacia la sala de suboficiales. Entregaron los trajes a los civiles.

Staley hizo un gesto de asombro.

—Kelley, hágase cargo aquí. Que siga adelante todo el mundo... ¡Y llévese con usted esa caja si puede moverla!

—Se mueve —dijo Blevins; hablaba por el micrófono del casco que Kelley le había entregado, pero aún no se lo había puesto—. Puede conectarse y desconectarse, además. El cabo Hasner mató algunas miniaturas que estaban manipulándola.

—Muy bien. Nos la llevaremos —dijo Staley—. Que vayan saliendo, Kelley.

—¡Señor! —el soldado cruzó apresuradamente a través de la barrera invisible; tuvo que empujar—. Es igual que... como una especie de Campo, señor Staley. Sólo que no tan denso.

Staley carraspeó y se acercó a los otros guardiamarinas.

—La cafetera —dijo; parecía como si no lo creyera—. Lafferty. Kruppman. Janowith. Ustedes vendrán con nosotros. —Volvió de nuevo a las ruinas que había más allá.

Al otro extremo había una puerta doble aislante en el pasillo, y Staley indicó a Whitbread que la abriera. Los cierres cedieron fácilmente, y se amontonaron en la pequeña cámara neumática para atisbar a través del grueso cristal el principal pasillo de conexión de estribor.

—Parece bastante normal —murmuró Whitbread.

Lo parecía. Cruzaron la cámara neumática en dos ciclos y siguieron impulsándose con las abrazaderas de las paredes del pasillo hasta la entrada del comedor principal de la tripulación.

Staley miró a través del grueso cristal el compartimiento comedor.

—¡Dios mío!

—¿Qué pasa, Horst? —preguntó Whitbread. Pegó su casco al de Staley. En el compartimiento había docenas de miniaturas. La mayoría llevaban armas láser y estaban disparándose entre sí. No había orden de ningún tipo en aquella batalla. Parecía como si cada una de las miniaturas disparase contra todas las demás, aunque quizás se tratase sólo de una primera impresión. El compartimiento estaba lleno de una niebla rosada: sangre pajeña. Pajeños muertos y heridos flotaban en una danza loca mientras la habitación parpadeaba con líneas de luz verdeazulada.

—No entremos —murmuró Staley; recordó que hablaba a través de la radio de su traje y alzó la voz—. Nunca saldríamos vivos de ahí. Olvidemos la cafetera. —Siguieron a través del pasillo buscando más supervivientes humanos.

No había ninguno. Staley les condujo de vuelta hacia el comedor de la tripulación.

—Kruppman —aulló—, coja a Hanowith y sitúe este pasillo en vacío. Queme los mamparos, utilice granadas... cualquier cosa, pero déjelo todo en vacío. Y luego salga rápidamente de esta nave.

—De acuerdo, señor.

Cuando los soldados doblaron una esquina del pasillo de acero, los guardiamarinas perdieron contacto con ellos. Las radios de los trajes sólo funcionaban en la línea de visión. Sin embargo, aún podían oírse. La
MacArthur
resonaba por todas partes. Agudos chillidos, repiqueteo de metal roto, zumbidos... todo aquello resultaba extraño.

—Ya no es nuestra —murmuró Potter.

Hubo un silbido. El pasillo estaba en vacío. Staley arrojó una granada contra el mamparo del comedor y retrocedió doblando una esquina. Relampagueó la luz un instante, y Staley volvió de nuevo a disparar su láser manual en el punto aún llameante del mamparo. Los otros dispararon con él.

La pared comenzó a hincharse y luego reventó. El aire silbó en el pasillo, con una nube de pajeños muertos. Staley giró los cierres de la entrada de la cámara, pero no pasó nada. Implacablemente, quemaron el mamparo hasta que el agujero fue lo bastante grande para permitirles entrar.

No había huella de miniaturas vivas.

—¿Por qué no hacemos lo mismo en toda la nave? —preguntó Whitbread—. Podríamos recuperar el control.

—Quizás —convino Staley—. Lafferty, coja la cafetera y llévela por el lado de babor. Deprisa, le cubriremos.

Lafferty se lanzó pasillo adelante en la misma dirección por la que habían desaparecido los soldados.

—¿No sería mejor que fuésemos con él? —preguntó Potter.

—El torpedo —aulló Staley—. Tenemos que detonar el torpedo.

—Pero, Horst —protestó Whitbread—. ¿No podemos hacernos con el control de la nave? No he visto miniaturas con trajes de vacío.

—Pueden construir esas cortinas de presión mágicas —le recordó Staley—. Además, tenemos órdenes.

Indicó que siguieran, y ellos se lanzaron por delante de él. Ahora que la
MacArthur
estaba vacía de humanos, se apresuraban, abriéndose paso con granadas y rayos láser. Potter y Whitbread se estremecían al pensar los daños que estaba sufriendo la nave. Sus armas no estaban destinadas a destrozar una nave espacial en perfecto funcionamiento.

Los torpedos estaban en el lugar previsto: Staley y Whitbread habían formado parte del grupo que los había soldado al otro lado del generador del Campo. Pero... el generador había desaparecido. Una cubierta hueca ocupaba su lugar.

Potter buscaba los cronómetros que debían disparar el torpedo.

—Espere —ordenó Staley; encontró un cable de intercomunicación y conectó a él su traje.

—Aquí el guardiamarina Horst Staley en el compartimiento del generador del Campo. ¿Hay alguien ahí?

—Sí, señor Staley —contestó una voz—. Un momento, señor, aquí está el capitán —el capitán Blaine tomó la palabra. Staley explicó la situación.

—El generador del Campo ha desaparecido, señor, pero el Campo parece tan fuerte como siempre...

Hubo una larga pausa. Luego, Blaine lanzó un juramento, pero se controló.

—Llevan ustedes retraso ya, señor Staley. Tenemos órdenes de cerrar los agujeros del Campo y subir a bordo de los botes de la
Lenin
en el plazo de cinco minutos. Jamás conseguirán salir antes de que la
Lenin
abra fuego.

—No, señor. ¿Y qué debemos hacer? Blaine vaciló un momento.

—Tendré que comunicar esto al almirante. Quédense donde están. Un súbito estruendo les lanzó al aire. Luego hubo un silencio y Potter dijo innecesariamente:

—Estamos bajo presión. Los Marrones deben de haber reparado alguna puerta.

—Entonces pronto estarán aquí —dijo Whitbread—. Ya verán lo que es bueno —esperaron—. ¿Qué hará el capitán? —añadió Whitbread.

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