La paja en el ojo de Dios (42 page)

Read La paja en el ojo de Dios Online

Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

—Supongo que tendrán ustedes también ideas que pueden vendernos.

—No lo sé. Vuestra inventiva es enorme y admirable. El pajeño hizo un gesto cortés.

—Gracias. Pero no hemos hecho todo lo que se puede hacer. Tenemos un Impulsor de Eddie el Loco, por ejemplo, pero el generador del campo de fuerza que protege...

—Si me fusilasen, perderían ustedes al único comerciante de este sistema.

—Por Alá... quiero decir, ¿están las autoridades del Imperio tan decididas a guardar sus secretos?

—Quizás cambien de idea cuando conozcamos mejor a los pajeños. Además, yo no soy físico —dijo Bury suavemente.

—Ah. Bury, no hemos agotado el tema del arte. Nuestros artistas tienen libertad total y acceso inmediato a los materiales, y muy poca supervisión. En principio, el intercambio de obras de arte entre Paja y el Imperio facilitaría la comunicación. Aún no hemos intentado nunca dirigir nuestro arte a una mente alienígena.

—Los libros y las cintas pedagógicas del doctor Hardy contienen muchas de nuestras obras de arte.

—Debemos estudiarlas —el espejo de Bury bebió pensativo un trago de su agua sucia—. Hablemos del café y del vino. Mis compañeros han percibido... ¿cómo lo expresaría?... una fuerte inclinación cultural hacia el vino entre los científicos y los oficiales de la Marina humanos.

—Sí. Lugar de origen, fechas, marcas, capacidad para soportar la caída libre, qué vino va con cada comida —Bury hizo un gesto agrio—. Son cosas de las que oigo hablar, pero de las que prácticamente no sé nada. Me parece irritante y muy poco práctico el que algunas de las naves avancen con aceleración constante sólo para impedir que una botella de vino sedimente. ¿Por qué no se puede centrifugar el líquido tranquilamente después de desembarcar?

—¿Y el café? Todos toman café. El café varía según su origen, el suelo en que se cría, el clima, el método de tostado. Sé que es así. He visto vuestros almacenes.

—Tengo mucha mayor variedad a bordo de la
MacArthur.
Sí... y hay mucha diferencia también entre los bebedores de café. Diferencias culturales. En un mundo de origen norteamericano como Tabletop no soportarían la pócima oleaginosa que prefieren en Nuevo París, y les parece mucho más dulce y fuerte el café de Levante.

—Ah.

—¿Ha oído hablar del Blue Mountain de Jamaica? Crece en la misma Tierra, en una gran isla: la isla nunca fue bombardeada, y las mutaciones fueron eliminadas en los siglos que siguieron al derrumbe del Condominio. No puede comprarse. Las naves de la Marina lo llevan al palacio imperial de Esparta.

—¿Cómo sabe?

—Como ya he dicho, está reservado para la Casa Real... —Bury vaciló—. Muy bien. Pero ya me conoce. No volvería a pagar ese precio, pero no lo lamento.

—La Marina le menosprecia a usted por su falta de conocimientos en cuestión de vinos. —El pajeño de Bury no parecía sonreír; su suave expresión era la de un comerciante, se ajustaba a la del propio Bury—. Una estupidez por su parte, desde luego. Si supiesen todo lo que hay que saber sobre el café...

—¿Qué quiere decir?

—Tiene usted reservas de café a bordo. Enséñeles sobre el café. Utilice sus reservas para ese fin.

—¡Mis reservas no durarían una semana con los oficiales de un crucero de combate!

—Debería usted mostrarles que hay una similitud entre su cultura y la de ellos. ¿O no le agrada esta idea? No, Bury, no estoy leyéndole el pensamiento. Usted detesta a la Marina; tiende a exagerar las diferencias entre ellos y usted. ¿Cree que ellos piensan de igual modo? Le repito que no estoy leyendo su pensamiento.

Bury reprimió la furia que sentía crecer en su interior... y en aquel momento se dio cuenta. Supo por qué el alienígena seguía repitiendo aquella frase. Era para desconcertarle. En un marco comercial.

Bury desplegó una amplia sonrisa.

—Una semana de buena voluntad quizás merezca la pena. De acuerdo, seguiré su consejo cuando vuelva a la nave. Alá sabe que tienen mucho que aprender sobre el café. Quizás pueda enseñarles incluso a utilizar correctamente sus filtros.

28 • Charla de café

Rody y Sally estaban solos, sentados en la cabina de control del capitán. Las pantallas de intercomunicación estaban apagadas, y el tablero de situación que había sobre el escritorio de Rod mostraba un limpio esquema de luces verdes. Rod estiró sus largas piernas y bebió un trago de su bebida.

—¿Se da cuenta de que es casi la primera vez que estamos solos desde que salimos de Nueva Caledonia? Es magnífico. Ella sonrió, insegura.

—Pero no tenemos mucho tiempo... los pajeños esperan que regresemos, y además tengo que dictar mis notas... ¿Hasta cuándo estaremos en el sistema pajeño, Rod?

—Eso depende del almirante —dijo Blaine, encogiéndose de hombros—. El Virrey Merrill quería que regresáramos lo más pronto posible, pero el doctor Horvath quiere saber más, reunir más datos. Y yo también. Sally,
aún
no tenemos nada significativo que comunicar. Ni siquiera sabemos si los pajeños constituyen o no una amenaza para el Imperio.

—¿Por qué no deja de actuar como un oficial de la Marina y vuelve a ser usted mismo, Rod Blaine? No hay el menor indicio de que los pajeños sean hostiles. No hemos visto signo alguno de armas, ni de guerra, ni nada parecido...

—Lo sé —dijo Rod agriamente—. Y eso me preocupa. Sally, ¿ha oído hablar de alguna civilización humana que no tuviera soldados?

—No, pero los pajeños no son humanos.

—Ni lo son las hormigas, pero tienen soldados... Quizás tenga razón, quizás sea la influencia de Kutuzov. Por cierto, quiere más informes. ¿Sabe que todos los datos se transmiten tal como llegan a la
Lenin
en una hora?

Hemos enviado hasta muestras de artefactos pajeños, y algunas de las cosas modificadas por los Marrones...

Sally se echó a reír. Por unos instantes, esto pareció molestar a Rod, pero luego se rió también.

—Lo siento, Rod. Sé que ha debido de ser doloroso decirle al Zar que tenía Marrones en su nave... ¡pero era divertido!

—Sí. Divertido. De todos modos, enviamos todo lo que podemos a la
Lenin...
¡Y usted me cree a mí paranoico! Kutuzov lo inspecciona todo en el espacio, ¡Y luego lo sella en recipientes llenos de cifógino y los
aparca fuera
de su nave! Creo que tiene miedo a la contaminación. Oh, maldita sea Rod se volvió a la pantalla cuyo timbre sonaba—. Aquí el capitán —dijo.

—El capellán Hardy quiere verle, capitán —dijo el centinela—. Vienen con él el señor Renner y los científicos.

Rod suspiró y lanzó una mirada desesperada a Sally.

—Mándeles pasar y avise a mi camarero. Supongo que querrán tomar algo.

Lo hicieron. Por último, se sentaron todos y la cabina se llenó a rebosar. Rod saludó al personal de la expedición pajeña y luego cogió unas hojas que tenía sobre la mesa.

—Primera pregunta: ¿necesitan tener con ustedes soldados de la Marina? Tengo entendido que no tienen nada de hacer.

—Bueno, no importa que estén allí —contestó el doctor Horvath—. Pero ocupan un espacio que podrían utilizar con más provecho los miembros del equipo científico.

—En otras palabras, no —dijo Rod—. Muy bien. Les dejaré decidir qué miembros del equipo científico deben reemplazarles, doctor Horvath. Punto siguiente: ¿necesitan ustedes infantes de marina?

—Cielo santo, ninguno —protestó Sally. Miró rápidamente a Horvath, que asintió—. Capitán, los pajeños no tienen nada de hostiles; hasta nos han construido un castillo. ¡Es maravilloso! ¿Por qué no baja usted a verlo?

Rod rió ásperamente.

—Órdenes del almirante. Además, no puedo dejar bajar a ningún oficial que sepa construir un Campo Langston. —Se señaló a sí mismo—. El almirante y yo estamos de acuerdo en un punto: si ustedes necesitan ayuda, dos infantes de marina de nada servirán... y no me parece una buena idea dar a los pajeños la oportunidad de convertir a esos Fyunch(click) en un par de guerreros. Esto se relaciona con el punto siguiente. Doctor Horvath, ¿le parece satisfactorio el comportamiento del señor Renner? Quizás deba pedirle que abandone el camarote mientras usted habla.

—Por Dios, el señor Renner ha sido un gran colaborador. Capitán, ¿se aplica su restricción a mi gente? ¿Se me prohibe llevar, por ejemplo, un físico a Paja Uno?

—Sí.

—Pero el doctor Buckman cuenta con ir. Los pajeños llevan mucho tiempo estudiando el Ojo de Murcheson y el Saco de Carbón... ¿Cuánto, señor Potter?

El guardiamarina se agitó incómodo antes de contestar.

—Miles de años, señor —respondió por último—. Sólo que...

—¿Qué, señor? —instó Rod. Potter era un poco tímido, y tenía que superarlo—. Hable.

—Sí, señor. Hay vacíos en sus observaciones, capitán. Los pajeños nunca han mencionado el hecho, pero el doctor Buckman dice que es evidente. Se diría que a veces pierden el interés por la astronomía, y el doctor Buckman no puede entenderlo.

—No me extraña —rió Rod—. ¿Hasta qué punto son importantes esas observaciones, señor Potter?

—Para la astrofísica, quizás muy importantes, capitán. Han estado observando la supergigante durante toda su historia mientras pasaba a lo largo del Saco de Carbón. Se convertirá en supernova y luego en agujero negro, y los pajeños dicen que saben cuándo.

El guardiamarina Whitbread rompió a reír. Todos se volvieron a mirarle. Whitbread apenas si podía controlarse.

—Perdón, señor... Pero yo estaba allí cuando Gavin le habló a Buckman de ellos. El Ojo estallará el 27 de abril del año 2774020 d. C, entre las cuatro y las cuatro y media de la mañana, según dicen. Creí que el doctor Buckman se iba a morir del susto. Inmediatamente comenzó a hacer comprobaciones. Estuvo treinta horas...

Sally se echó a reír también.

—Y su Fyunch(click) estuvo a punto de morir con ese régimen —añadió—. Cuando su propia pajeña se fue, hizo que la pajeña del doctor Horvath le tradujese.

—Sí, pero descubrió que tenían razón —les dijo Whitbread; el guardiamarina carraspeó e imitó la seca voz de Buckman—: Han acertado, señor Potter. Tengo observaciones y cálculos que lo demuestran.

—Se está convirtiendo usted en un gran actor, señor Whitbread —dijo el primer teniente Cargill—. Lástima que sus trabajos en astrogación no muestren esos progresos. Capitán, me parece que el doctor Buckman puede obtener aquí todo lo que necesita. No hay razón alguna para que vaya al planeta pajeño.

—De acuerdo. Doctor Horvath, la respuesta es no. Además... ¿quiere usted
realmente
pasarse una semana con Buckman? No hace falta que me conteste —añadió—. ¿A quién elegirá?

Horvath caviló un momento.

—De Vandalia, supongo.

—Sí, por favor —dijo enseguida Sally—.
Necesitamos
un geólogo. He intentado extraer muestras minerales, y no pude aclarar nada sobre la composición de Paja Uno. No hay más que ruinas sobre ruinas.

—¿Quiere decir usted que no tienen rocas? —preguntó Cargill.

—Tienen rocas, teniente —contestó ella—. Granito y lava y varios tipos de basalto, pero no están donde estaban cuando se formó el planeta. Todas han sido
utilizadas
para hacer paredes o losas o techos. Encontré muestras originales en un museo. Pero no saqué gran cosa de ellas.

—Un momento —dijo Rod—. ¿Quieren decir que salen ustedes y cavan al azar, y que dondequiera que excaven no encuentran más que restos de una ciudad? ¿Incluso en las tierras de cultivo?

—Bueno, no tuvimos tiempo de hacer muchas excavaciones. Pero donde yo cavé siempre había otra cosa debajo. ¡No había modo de llegar al final! Capitán, había una ciudad como la de Nueva York del año 2000 bajo un montón de cabañas de adobe sin instalaciones sanitarias. Creo que tuvieron una civilización que se desmoronó, quizás hace dos mil años.

—Eso explicaría los lapsos en las observaciones —dijo Rod—. Pero... parecen más adelantados que eso. ¿Por qué se desmonoraría aquella civilización? ¿Por qué lo permitirían ellos? —Miró a Horvath, que se encogió de hombros.

—Yo tengo una idea —dijo Sally—. Los contaminantes del aire... ¿No hubo un problema con la contaminación de los motores de combustión interna en la Tierra durante el Condominio? ¿Y si los pajeños tenían una civilización basada en combustibles fósiles y se les agotaron? ¿No retrocederían entonces a la edad de hierro hasta crear de nuevo energía de fusión y física plasmática? Parecen andar terriblemente escasos de yacimientos radiactivos.

Rod se encogió de hombros.

—Un geólogo ayudaría mucho, no hay duda... y es mucho más necesario que esté allí que el que lo esté el doctor Buckman. ¿Quedamos de acuerdo entonces, doctor Horvath?

El Ministro de Ciencias asintió hoscamente.

—Aun así, he de decir que no me gusta que la Marina interfiera en nuestro trabajo. Dígaselo, doctor Hardy. Esto debe acabar.

El capellán lingüista pareció sorprenderse. Estaba sentado al fondo de la habitación y escuchaba atento y silencioso.

—Bueno, estoy de acuerdo en que un geólogo será más útil en la superficie del planeta que un astrofísico, Horvath. Y... capitán, me encuentro en una posición única. Como científico, no puedo aprobar en absoluto las restricciones que se nos imponen en nuestras relaciones con los pajeños. Como representante de la Iglesia, tengo una tarea imposible. Y como oficial de la Marina... no puedo evitar dar la razón al almirante.

Todos se volvieron sorprendidos hacia el capellán.

—Estoy asombrado, doctor Hardy —dijo Horvath—. ¿Ha visto usted la más leve prueba de actividades bélicas en Paja Uno?

Hardy juntó las manos cuidadosamente y habló por encima de las puntas de los dedos.

—No. Y eso, Anthony, es lo que me preocupa. Nosotros sabemos que los pajeños han tenido guerras: la clase de los Mediadores se creó evolutivamente, puede que con la intención de ponerles fin. No creo que lo lograran siempre. Entonces, ¿por qué los pajeños nos ocultan sus armas? Es evidente que por la misma razón que nosotros ocultamos las nuestras; pero consideremos lo siguiente: nosotros no ocultamos el hecho de que tenemos armas, ni siquiera su naturaleza general. ¿Por qué lo hacen ellos?

—Probablemente les avergüence —contestó Sally; pestañeó al sentir la mirada de Rod—. No quiero decir exactamente
eso,
pero están civilizados desde antes que nosotros, y tal vez les avergüence su pasado violento.

—Posiblemente —advirtió Hardy; olisqueó pensativo su brandy—. Y posiblemente no, Sally. Tengo la impresión de que los pajeños ocultan algo importante... y nos lo ocultan delante de nuestras propias narices, como si dijéramos.

Other books

Crave by Ayden K. Morgen
Hoodie by S. Walden
Hardly Working by Betsy Burke
Kornel Esti by Kosztolányi, Deszö
Marte Verde by Kim Stanley Robinson
We Will Be Crashing Shortly by Hollis Gillespie
Sign of the Cross by Thomas Mogford
The Viper's Fangs (Book 2) by Robert P. Hansen
The Straight Crimes by Matt Juhl
Sarah Of The Moon by Randy Mixter