—¡Pero entonces tenían ustedes pildoras anticonceptivas! —exclamó Whitbread—. Pueden controlar con ellas el aumento de población...
—Eso fue lo que pensó aquel Eddie el Loco. Bueno, pues utilizaron la hormona durante unas tres generaciones. La población se estabilizó, desde luego. No había muchos Amos. Todo estaba en paz. Pero, claro está, la explosión demográfica seguía en los demás continentes. Los otros Amos se unieron e invadieron el territorio del Emperador. Tenían muchos Guerreros... y muchos Amos para controlarlos. Así acabó el Imperio. Nuestro constructor de la máquina del tiempo pensó que podría arreglar las cosas de modo que el Imperio controlase todo Paja Uno. —La pajeña de Whitbread bufó de disgusto—. Imposible. ¿Cómo va uno a convencer a los Amos de que se conviertan en machos estériles? A veces sucede, de todos modos, pero ¿quién lo aceptaría antes de tener hijos? Y es entonces únicamente cuando puede funcionar la hormona.
—Oh.
—Aunque el Emperador
hubiese
conquistado todo Paja Uno y estabilizado la población... y piense, Jonathon, que el único medio de hacer eso sería que los Amos controlasen a los procreadores sin tener por su parte hijos... y que, aunque lo hicieran, serían atacados por las civilizaciones asteroidales.
—¡Pero es un principio, hombre! —protestó Whitbread—. Tiene que haber un medio.
—Yo no soy un hombre, y no tiene por qué haber un medio. Y ésa es otra razón de que no desee que se establezca contacto entre su especie y la mía. Ustedes son
todos
como Eddie el Loco. Creen que no hay problemas sin solución.
—¡Todos los problemas humanos tienen por lo menos una solución final! —dijo Gavin Potter suavemente desde el asiento de atrás.
—Los humanos quizás —dijo la alienígena—. Pero ¿tienen alma los pajeños?
—No soy quién para decirlo —contestó Potter, agitándose incómodo en su asiento—. Yo no soy portavoz del Señor.
—Tampoco su capellán lo sabe. ¿Cómo espera descubrirlo? Haría falta ciencia revelada... inspiración divina, ¿no? Dudo que lo consiguiéramos.
—¿Entonces ustedes no tienen religión? —preguntó Potter, incrédulo.
—Hemos tenido miles, Gavin. Los Marrones y otras clases semiinteligentes no cambian gran cosa las suyas, pero cada civilización que crean los Amos produce una distinta. La mayoría son variantes de la teoría de la transmigración de las almas, insistiendo en la supervivencia a través de los hijos. Creo que entenderán fácilmente el motivo.
—No dice usted nada de los Mediadores —observó Whitbread.
—Ya se lo expliqué... nosotros no tenemos hijos. Hay Mediadores que aceptan la idea de la transmigración. Reencarnación como Amo. Esas cosas. Lo más parecido a nosotros de las religiones humanas, que yo sepa, es el budismo, la «escuela del pequeño vehículo». Hablé con el capellán Hardy de esto. Según él los budistas creen que pueden escapar un día a lo que llaman la Rueda de la existencia. Eso recuerda bastante a los Ciclos. No sé, Jonathon. Antes creía y aceptaba la reencarnación, pero... no se sabe nada en realidad, ¿no le parece?
—¿No tienen nada que se parezca al cristianismo? —preguntó Potter.
—No. Tuvimos profecías de un Salvador que pondría fin a los Ciclos, pero tuvimos
de todo,
Gabin. Y desde luego aún no ha llegado un Salvador.
Bajo ellos se extendía interminable la ciudad. Potter se echó atrás en la silla y se puso a roncar. Whitbread le miró con asombro.
—También ustedes deberían dormir —dijo la pajeña—. Llevan despiertos mucho tiempo.
—Tengo demasiado miedo. Ustedes se cansan antes que nosotros... y no duermen.
—También tengo miedo.
—Hermano, ahora sí que tengo miedo yo realmente. —¿Le llamé realmente hermano? No, le llamé hermano a
ella.
Al diablo—. Había más cosas en aquel museo de arte de las que vimos nosotros, ¿verdad?
—Sí. Cosas sobre las que no queríamos hablar con detalle. Como la Matanza de Médicos. Un suceso muy antiguo, ya casi leyenda. Otra especie de Emperador decidió eliminar a todos los Médicos. Y estuvo a punto de lograrlo. —La pajeña se estiró—. Es agradable poder hablar con usted sin tener que mentir. Mentir es contrario a nuestro carácter, Jonathon.
—¿Por qué quería acabar con los Médicos?
—¡Para reducir la población, por supuesto! No resultó, claro. Algunos Amos los mantenían en lugares secretos, y después del colapso siguiente...
—...pasaron a valer su peso en iridio.
—Se cree que fueron realmente la base del comercio. Como el ganado en Tabletop.
La ciudad quedó por fin atrás, y el aparato voló sobre océanos oscuros bajo la luz roja del Ojo de Murcheson. Brillaba en el horizonte la estrella roja en su ocaso, mientras se alzaban otras al este bajo el borde negruzco del Saco de Carbón.
—Si quisiesen derribarnos, éste sería el mejor sitio —dijo Staley—. Donde la caída del aparato no produciría ningún desastre. ¿Está usted segura de saber dónde vamos?
La pajeña de Whitbread se encogió de hombros.
—A la jurisdicción del Rey Pedro. Si podemos llegar allí.
Volvió la vista hacia Potter. El guardiamarina estaba encogido en su asiento, con la boca entreabierta, roncando suavemente. Las luces del aparato eran difusas y todo parecía en paz, siendo la única nota discordante el lanzacohetes que Staley llevaba en el regazo.
—Debería usted dormir un poco también.
—Sí. —Horst se echó hacia atrás en la silla y cerró los ojos. Pero sus manos seguían apretando con firmeza el arma.
—Ni siquiera abandona la vigilancia cuando duerme —dijo Whitbread—. O por lo menos lo intenta. Supongo que Horst estará tan asustado como nosotros.
—Sigo preguntándome si esto servirá para algo —dijo la alienígena—. Estamos en realidad a punto de desmoronarnos. Se olvida usted de unas cuantas cosas más de aquel zoo, ¿sabe? Como el animal que se utiliza como alimento. Una variedad de pajeño, casi sin brazos, incapaz de defenderse de nosotros lo suficiente para sobrevivir. Otro de nuestros parientes, que se criaba para carne en una época vergonzosa, hace mucho tiempo...
—Dios mío —dijo Whitbread—. Pero ahora no harían ustedes nada parecido...
—Oh, no.
—¿Entonces por qué tienen aquellos ejemplares allí?
—Mera cuestión estadística; una coincidencia que quizás le parezca a usted interesante. No hay zoo en el planeta que no tenga ejemplares de Carnes. Y los rebaños crecen sin cesar...
—¡Dios mío! ¿Es que nunca dejan de pensar en el próximo colapso?
—No.
El Ojo de Murcheson se había desvanecido hacía mucho. Ahora el este era rojo sangre, en un crepúsculo que aún asombraba a Whitbread. En mundos habitables eran raros los crepúsculos rojos. Pasaban sobre una cadena de islas. Delante, hacia el oeste, brillaban luces donde aún estaba oscuro. Había un paisaje urbano como mil Espartas seguidas, entrecruzado sin cesar por fajas oscuras de tierra cultivada. En los mundos del hombre serían parques. Allí eran territorio prohibido, guardado por demonios deformes.
Whitbread bostezó y miró a la alienígena que iba a su lado.
—Creo que la llamé hermano, esta noche.
—Lo sé. Quería decir hermana, supongo. Para nosotros el género tambien es importante. Cuestión de vida o muerte.
—No estoy seguro de que quisiese decir eso tampoco. Quería decir amiga —explicó Whitbread con cierta torpeza.
—Fyunch(click) es una relación más íntima. Pero me alegro de ser su amiga —dijo la pajeña—. Me alegra haber tenido esta experiencia, de conocerle.
El silencio era embarazoso.
—Mejor será que despierte a los otros —dijo suavemente Whitbread.
El aparato efectuó un brusco giro y enfiló hacia el norte. La pajeña de Whitbread miró hacia la ciudad que se extendía debajo, luego al otro lado para asegurarse de la posición del sol, y luego abajo otra vez. Se levantó, fue al compartimiento del piloto y parloteó. Charlie contestó; charlaron un rato.
—Horst —dijo Whitbread—. Señor Staley. Despierten. Horst Staley se había obligado a dormir. Estaba aún rígido como una estatua, con el lanzacohetes sobre las piernas, agarrado con fuerza.
—¿Sí?
—No sé. Cambiamos de rumbo, y ahora... escuchen —dijo Whitbread. Los pajeños aún seguían parloteando. Sus voces aumentaban de volumen.
La pajeña de Whitbread volvió a su asiento.
—Ha empezado —dijo; ahora no hablaba como Whitbread; su voz era de alienígena—. La guerra.
—¿Quiénes la iniciaron? —preguntó Staley.
—Mi Amo y el Rey Pedro. Los otros aún no se han unido a la lucha, pero lo harán.
—¿Por nosotros? —preguntó incrédulo Whitbread. Estaba a punto de gritar. Aquella transformación de su Fyunch(click) le resultaba insoportable.
—Por la jurisdicción sobre ustedes —corrigió la pajeña; se estremeció, se relajó luego y súbitamente la voz de Whitbread habló desde unos semisonrientes labios alienígenas—. Todavía no es muy grave. Sólo Guerreros e incursiones. Todos quieren demostrar lo que pueden hacer, sin destruir nada realmente importante. Habrá muchas presiones de los otros decisores para que las cosas sigan así. No desean que se produzca el desastre.
—Demonios —dijo Whitbread, carraspeando—. Pero... Bienvenido a casa, hermano.
—¿Y en qué posición quedamos nosotros? —preguntó Staley—. ¿Adonde vamos, ahora?
—A un sitio neutral. El Castillo.
—¿El Castillo? —exclamó Horst—. ¡Es territorio de su Amo! —su mano estaba de nuevo muy cerca de la pistola.
—No. ¿Acaso creen que los otros iban a dar a mi Amo
tanto
control sobre ustedes? Los Mediadores que conocieron formaban todos parte de mi clan, pero el Castillo, concretamente, pertenece a un decisor que es estéril. Un Encargado.
Staley parecía desconfiar.
—
¿Y qué haremos allí?
La pajeña se encogió de hombros.
—Esperar y ver quién gana. Si gana el Rey Pedro, les enviará de vuelta a la
Lenin.
Quizás esta guerra convenza al Imperio de que es mejor dejaros solos. Quizás puedan ayudarnos ustedes, incluso. —La pajeña hizo un gesto de repugnancia—. Ayudarnos. Él es también Eddie el Loco. Nunca acabarán los Ciclos.
—¿Esperar? —murmuró Staley—. Yo no, desde luego. ¿Dónde está ese Amo suyo?
—
¡No! —
gritó la pajeña—. Horst,
no puedo
ayudarle en algo así. Además, nunca lograrían pasar, se lo impedirían los Guerreros. Son muy hábiles, Horst, mucho más que sus infantes de marina y ¿qué son ustedes? Tres oficiales jóvenes sin apenas experiencia y con armas de un viejo museo.
Staley bajó los ojos. Frente a ellos estaba Ciudad Castillo. Vio el espaciopuerto, un espacio abierto entre muchos, pero gris, no verde. Más allá estaba el Castillo, una aguja rodeada de un balcón. Aunque pequeño, destacaba entre la fealdad industrial del interminable paisaje urbano.
En su equipaje había material de comunicación. Cuando Renner y los otros habían subido, el piloto jefe había dejado todo salvo sus notas y archivos en el Castillo. No había dicho por qué, pero ahora lo sabían: quería que los pajeños pensaran que iban a volver.
Quizás hubiese materiales suficientes para construir un buen transmisor. Algo que alcanzase a la
Lenin.
—
¿Podemos aterrizar en la calle? —preguntó Staley.
—¿En la calle? —la pajeña pestañeó—. ¿Por qué no? Si Charlie acepta. El aparato es suyo.
La pajeña de Whitbread gorjeó. Hubo ronroneos y clicks de respuesta desde la cabina.
—¿Está convencida de que el Castillo es seguro? —preguntó Staley—. Whitbread, ¿confía usted en los pajeños?
—Confío en ésta. Pero quizás tenga algunos prejuicios, Hor... señor Staley. Tendrá que utilizar su propio criterio.
—Charlie dice que el Castillo está vacío, y aún sigue la prohibición contra los Guerreros en Ciudad Castillo —dijo la pajeña de Whitbread—. Dice también que el Rey Pedro está ganando, pero escucha únicamente informes de su bando.
—¿Aterrizará junto al Castillo? —preguntó Staley.
—¿Por qué no? Tenemos que enviar primero una señal a la calle para que los Marrones miren arriba. —La pajeña gorjeó de nuevo.
El estruendo de los motores se redujo a un susurro. El avión descendió casi en vertical abriendo de nuevo las alas. Pasó zumbando ante el Castillo, permitiéndoles ver sus balcones. Abajo bullía el tráfico, y Staley vio un Blanco en el paso de peatones en frente del Castillo. El Amo se perdió rápidamente en un edificio.
—No se ven Demonios —dijo Staley—. ¿Alguien ve Guerreros?
—No.
—No se ven.
—Yo tampoco veo.
El avión efectuó un brusco giro y descendió de nuevo. Whitbread miraba con ojos desorbitados las duras paredes de hormigón de los rascacielos. Buscaban todos Blancos (y Guerreros), pero no los veían.
El avión redujo la velocidad y cambió de posición a dos metros del suelo. Se deslizaron hacia el Castillo como una gaviota sobre el mar. Staley, pegado a la ventana, esperaba. Los coches avanzaron hacia ellos y les rodearon.
Comprendió que iban a chocar contra el Castillo. ¿Intentaba el Marrón abrirse paso embistiendo contra él como el transbordador de la
MacArthur?
El aparato se detuvo bruscamente entre rechinar de frenos y estruendos de inversores de impulsión. Estaban exactamente al pie del muro del Castillo.
—Vamos Potter, ayúdeme. —Staley cogió el láser de rayos X—. Vamos. —No podía abrir la puerta e hizo una seña a la pajeña.
La pajeña abrió la puerta. Había un espacio de dos metros entre la punta del ala y el muro, veinticinco metros en total. Aquella ala del aparato se había plegado un poco. La pajeña saltó a la calle.
Los humanos se lanzaron tras ella, Whitbread con la espada mágica en la mano izquierda. La puerta podía estar cerrada, pero no se resistiría a algo como
aquello.
La puerta estaba cerrada. Whitbread esgrimió la espada, dispuesto a abrirse paso, pero su pajeña le hizo señas de que no lo hiciera. Examinó un par de marcadores instalados en la puerta, posó una mano derecha en cada uno de ellos, y mientras los manipulaba giró una palanca con el brazo izquierdo. La puerta se abrió suavemente.
—Es para que no entren los humanos —dijo. La zona de entrada estaba vacía.
—¿Hay medio de impedir que se abra esa maldita puerta? —preguntó Staley.
Su voz sonaba hueca; se dio cuenta de que habían desaparecido los muebles de la habitación. Al ver que no había respuesta, Staley pasó a Potter el láser de rayos X.