La paja en el ojo de Dios (82 page)

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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

—Una cosa más —dijo el senador. Hizo un gesto y Rod Blaine fue a la puerta de la oficina. Entro Kevin Renner.

Era la primera vez que veían todos ellos al piloto jefe vestido de civil. Renner había elegido unos pantalones a cuadros escoceses y una túnica aún más chillona. Su faja era de un material parecido a la seda que parecía natural pero probablemente fuese sintético. Botas blandas, joyas; en suma, parecía uno de los capitanes mercantes de éxito de Bury. Comerciante y piloto se miraron asombrados.

—A sus órdenes, señor —dijo Renner.

—Un poco prematuro, ¿no es cierto, Kevin? —preguntó Rod—. No cesa usted en la Marina oficialmente hasta esta tarde. Renner sonrió.

—Pensé que no les importaría. Y no creo que tenga importancia. Buenos días, Excelencia.

—Ah, conoce usted al comerciante Bury —dijo Fowler—. Me alegro de ello, pues van a verse mucho a partir de ahora.

—¿Qué? —Renner se puso muy nervioso.

—El senador quiere decir —explicó Rod— que debe pedirle un favor. Kevin, ¿recuerda usted los términos de su alistamiento?

—Desde luego.

—Cuatro años, o la duración de una emergencia imperial de primera clase, o la duración de una guerra oficial —dijo Rod—. Ah, por cierto, el senador ha declarado la situación pajeña emergencia de primera clase.

—¡Un momento! —gritó Renner—. ¡No pueden hacerme esto!

—Claro que puedo —dijo Fowler.

Renner se hundió en la silla.

—Oh, Dios mío. Bueno, ustedes saben más que yo de todo esto.

—Aún no lo hemos hecho público —dijo el senador Fowler—. No queríamos asustar a nadie. Pero a usted se lo notificamos ahora oficialmente. —Fowler esperó a que Renner lo asimilara—. Por supuesto, podríamos tener una alternativa para usted.

—Gracias.

—Le incomoda mucho, ¿verdad? —dijo Rod. Estaba contento. Renner le odiaba.

—Nos hizo usted un buen trabajo, Renner —dijo Fowler—. El Imperio está agradecido.
Yo estoy
agradecido. Sabe, yo traje un puñado de nombramientos imperiales en blanco cuando vine... ¿Le gustaría a usted ser Barón en el próximo aniversario?

—¡Ni hablar! ¡Yo no! ¡Yo no quiero ser un aristócrata!

—Pero supongo que los privilegios le resultarían atractivos —dijo Rod.

—¡Maldita sea! Debería haber esperado hasta mañana para traer al senador a su habitación.
Sabía
que habría sido mejor esperar. No, señor, no convertirá usted a Kevin Renner en un aristócrata. Aún me queda mucho universo que explorar. Necesito tiempo para trabajar...

—Podría estropear su vida despreocupada —dijo el senador Fowler—. De todos modos, no sería tan fácil de arreglar. Envidia y cosas parecidas.

Pero usted es demasiado útil, señor Renner, y estamos en una emergencia de primera clase.

—Pero... pero...

—Capitán de una nave civil —dijo Fowler—. Con un título de nobleza. Y que tiene experiencia del problema pajeño. No hay duda, es usted exactamente lo que necesitamos.

—Yo no tengo ningún título de nobleza.

—Lo tendrá. Eso no podrá rechazarlo. El señor Bury insistirá en que su piloto personal tenga al menos la San Miguel y la San Jorge. ¿No es así, Excelencia?

Bury pestañeó. Era inevitable que el Imperio asignara hombres para vigilarle, y querían a un hombre que pudiese hablar con los capitanes mercantes. Pero aquel... ¿Arlequín? Por las barbas del profeta, aquel tipo sería insufrible... Horace suspiró ante lo inevitable. Al menos era un Arlequín inteligente. Quizás le fuese útil, incluso.

—Creo que Sir Kevin sería un hombre admirable para dirigir mi nave personal —dijo Bury suavemente; había sólo un levísimo rastro de disgusto en su voz—. Bienvenido a Autonética Imperial, Sir Kevin.

—Pero...

Renner miró a su alrededor como pidiendo ayuda, pero no había nadie. Rod Blaine tenía en la mano un papel... ¿Qué era? ¡El licénciamiento de Renner! Mientras Kevin observaba, Blaine fue rompiendo el documento.

—¡Está bien, maldita sea! —Renner no podía esperar piedad de
ellos—.
¡Pero como civil!

—Por supuesto —aceptó Fowler—. Bueno, desempeñará usted una misión del servicio secreto de la Marina, pero no se sabrá.

—¡Por el ombligo de Dios! —la frase sorprendió a Bury. Renner rió entre dientes—. ¿Qué pasa, Excelencia? ¿Dios no tiene ombligo?

—Preveo un futuro interesante —dijo suavemente Bury—. Para ambos.

58 • Y quizás el caballo cante

El sol brillaba resplandeciente en el techo de Palacio. Nubes increíblemente blancas cruzaban el cielo, pero en la cubierta de aterrizaje sólo se apreciaba una ligera brisa. El sol era cálido y suave.

Un almirante y dos capitanes estaban a la entrada de un bote de aterrizaje. Frente a ellos había un pequeño grupo de civiles, tres alienígenas con grandes gafas oscuras y cuatro infantes de marina armados. El almirante ignoró ostentosamente a los pajeños y a su escolta y se inclinó dirigiéndose a los civiles.

—Perdone, señora. Señor. Parece que no podrá estar presente en la boda. No es que crea que vayan a echarme de menos, pero lamento llevarme a sus amigos tan pronto. —Indicó a los dos capitanes y se inclinó de nuevo—. Les dejo despedirse.

—Buena suerte, almirante —dijo Rod—. Buena suerte.

—Gracias, señor —dijo Kutuzov. Se volvió y entró en el bote.

—Nunca entenderé a este hombre —dijo Sally.

—Tiene usted razón. —La voz de Jock era fuerte y real.

Sally miró al alienígena sorprendida, antes de volverse a los otros oficiales. Extendió la mano.

—Buena suerte, Jock. Sandy.

—Igual digo, Sally. —Cargill miró la placa de su manga; la insignia de capitán era brillante y nueva—. Gracias por proporcionarme una nave, Rod. Creí que iba a estar sepultado en Operaciones de Combate eternamente.

—Dé las gracias al almirante —contestó Rod—. Yo les recomendé, pero fue él quien decidió. Sandy será el que tenga que sudar. Va destinado a la nave insignia.

Sinclair se encogió de hombros y dijo:

—Como ingeniero de la flota, espero pasar con el tiempo a otras naves —dijo—. El mejor punto de observación será el Ojo. Estaré con ese tal Sassenach, y no es mala cosa. Espero no tener que desmontar su nave.

Cargill le ignoró.

—Siento perderme la boda, Sally. Sin embargo, me propongo hacer uso de un privilegio que se concede a los invitados. —Se inclinó hacia adelante y rozó la mejilla de Sally con sus labios—. Si te cansas de él, hay otros capitanes en la Marina.

—Sí —añadió Sinclair—. Y mi nombramiento se firmó dos minutos antes que el de Cargill. Te olvidas de esto, Jack.

—¿Cómo iba a olvidarme? Recuerda que
mi
nave es la
Patton.
Será mejor que nos vayamos, capitán. Basta de despedidas. Buenos días, Jock. Charlie. —Cargill vaciló, luego saludó torpemente.

—Adiós —respondió Charlie. Ivan gorjeó, y Jock añadió—: El Embajador les desea buena suerte.

—Me gustaría estar seguro de que es verdad —dijo Cargill.

—Por supuesto que le deseamos buena suerte —dijo Charlie—. Queremos que se sienta usted
seguro.

Cargill se volvió pensativo. Subió a bordo del vehículo. Sinclair le siguió y se cerró la entrada. Vibraron los motores, y humanos y pajeños retrocedieron a un cobertizo. Observaron en silencio cómo el vehículo se elevaba de la azotea y se desvanecía en el cielo luminoso.

—Resultará —dijo Jock.

—Lee usted el pensamiento, ¿verdad? —dijo Rod. Miró de nuevo al cielo pero sólo pudo ver nubes.

—Claro que resultará —dijo Sally.

—Creo que por fin les entiendo a ustedes los humanos —les dijo Charlie—. ¿Han leído alguna vez sus propias historias antiguas?

Rod y Sally miraron asombrados al pajeño.

—No.

—El doctor Hardy nos enseñó un pasaje clave —dijo Charlie.

Cuando llegó el ascensor, guardó silencio. Entraron dos infantes de marina, y después lo hicieron pajeños y humanos, y Charlie continuó la historia, como si no estuviesen presentes los guardias armados.

—Uno de sus escritores más antiguos, un historiador llamado Herodoto, cuenta la historia de un ladrón condenado a muerte. Cuando se lo llevaban hizo un trato con el rey: en un año enseñaría a cantar himnos al caballo favorito del monarca.

—¿Sí? —dijo Sally. Parecía desconcertada y miraba ansiosamente a Charlie. Él parecía bastante tranquilo, pero el doctor Hardy decía que estaba preocupado por los alienígenas...

—Los otros prisioneros veían al ladrón cantándole al caballo y se reían. «No lo conseguirás», le decían. «Es imposible.» A lo que el ladrón contestaba: «Dispongo de un año, y quién sabe lo que puede pasar en ese tiempo. Podría morir el rey. Podría morir el caballo. Podría morir yo. Y quizás el caballo aprenda a cantar».

Hubo una risa cortés.

—No lo conté muy bien —dijo Charlie—. De todos modos, no pretendía ser irónico. Esa historia me hizo comprender al fin hasta qué punto son distintos a nosotros ustedes los humanos.

Hubo un embarazoso silencio. Cuando el ascensor se paraba, Jock preguntó:

—¿Cómo va su Instituto?

—Muy bien. Ya hemos enviado a por algunos de los directores de departamento. —Se rió, nerviosa—. Tengo que trabajar deprisa: Rod no me dejará pensar en el Instituto después de la boda. Vendrán ustedes, supongo.

Los Mediadores se encogieron de hombros al unísono, y uno miró a los infantes de marina.

—Nos encantaría que nos dejasen asistir —contestó Jock—. Pero no tenemos nada que regalarle. No hay aquí ningún Marrón para hacerlo.

—No se preocupen por eso —dijo Rod. La puerta del ascensor se abrió, pero ellos esperaron a que los dos infantes de marina inspeccionaran el pasillo.

—Gracias por permitirme conocer al almirante Kutuzov —dijo Jock—. Tenía ganas de hablar con él desde que nuestra nave embajadora voló hasta la
MacArthur.

Rod miró a los alienígenas asombrado. La conversación de Jock con Kutuzov había sido breve, y una de las preguntas más importantes que había hecho el pajeño era: «¿Le gusta el té con limón?».

Son tan condenadamente civilizados y afables, que tendrán que pasar los pocos años que les quedan de vida bajo guardia mientras la oficina de información les insulta a ellos y a su raza. Hemos contratado incluso a un escritor para que narre las últimas horas de vida de mis guardiamarinas.

—No tiene que agradecérmelo —dijo Rod—. Nosotros...

—Sí. Ustedes no pueden dejarnos volver a nuestro planeta, volver a casa —la voz de Charlie se convirtió en la de un joven de Nueva Escocia—. Sabemos demasiado de los humanos.

Hizo un gesto suave a los infantes de marina. Dos caminaban delante y entraron en el vestíbulo, y los pajeños les siguieron. Los otros iban detrás, muy cerca, y el desfile cruzó el pasillo hasta que llegaron a las habitaciones de los pajeños. La puerta del ascensor se cerró suavemente.

Epílogo

La
Defiant
estaba casi inmóvil en el espacio en los bordes exteriores del sistema Murcheson. Había otras naves agrupadas alrededor de ella en formación de combate, y hacia estribor colgaba la
Lenin
como un huevo negro e hinchado. La mitad de la flota de combate por lo menos estaba siempre alerta, y en algún punto, abajo, en el infierno ardiente del Ojo, giraban esperando otras naves. La
Defiant
acababa de completar una gira con el Escuadrón Eddie el Loco.

Este término era casi oficial. Los hombres solían usar muchos términos pajeños. Cuando un hombre ganaba mucho al poker, era probable que gritase «¡Fyunch(click)!», y sin embargo, pensaba el capitán Herb Colvin, la mayoría de nosotros nunca vimos un pajeño. Apenas vimos sus naves: sólo objetivos, sin capacidad de resistencia después de la transición.

Unos cuantos habían conseguido salir del Ojo. Pero todos habían resultado derrotados hasta tal punto que las naves no podían seguir navegando. Siempre había tiempo de sobra para avisar a las naves que estaban fuera del Ojo de que se acercaba otra nave pajeña... si el Ojo no la había liquidado primero.

Las últimas naves habían surgido del punto de Eddie el Loco a velocidades iniciales de unos mil kilómetros por segundo. ¿Cómo demonios podían los pajeños precisar la ruta y entrar en un punto de Salto a tal velocidad?

Las naves que había dentro del Ojo no podían detenerlas. No tenían por qué hacerlo tampoco, con las tripulaciones pajeñas (y los pilotos automáticos) sumidos en el descontrol que producía el Salto, e incapaces de desacelerar. Las fugaces burbujas negras cruzaban raudas el arco iris y estallaban siempre. Cuando los pajeños utilizaban sus campos de expansión únicos, estallaban antes, al absorber más deprisa el calor de la fotosfera amarillo-fuego.

Herb Colvin dejó el último informe sobre inventos y tecnología pajeños. Había escrito él mismo gran parte de aquel informe, y en todo él se demostraba la falta de posibilidades de los pajeños: no podían derrotar a naves que no tuviesen que llevar un Impulsor Alderson, naves estacionadas que esperaban por unos pajeños que ni siquiera sospechaban los efectos que producía el Salto... casi le daba lástima de ello.

Colvin sacó una botella del armario del mamparo de su cabina y se sirvió hábilmente, pese a la aceleración de Coriolis. Llevó el vaso hasta la silla y se sentó. Sobre su escritorio había un paquete de correspondencia, la carta más reciente de su esposa, ya abierta, en que le aseguraba que todo iba bien en casa. Ahora podría leer las cartas en orden. Alzó el vaso y bebió un trago, a la salud de Grace, cuya fotografía le miraba desde el escritorio.

Ella no sabía mucho de Nueva Chicago, pero todo iba bien allí la última vez que había escrito. El servicio postal de Nueva Escocia era lento. La casa que había encontrado estaba fuera del sistema defensivo de Nueva Escocia, pero no le preocupaba porque Herb le había dicho que los pajeños no podrían pasar. Había alquilado la casa por los tres años que tendrían que estar allí.

Herb asintió al leerlo. Así ahorrarían dinero... Tres años en este bloqueo, luego de nuevo a casa, donde estaría en la flota del comodoro de Nueva Chicago. La
Defiant
se convertiría en nave insignia cuando la llevase de vuelta allí. Unos cuantos años en el servicio de bloqueo era un precio pequeño a pagar por las concesiones que ofrecía el Imperio.

Y todo ello gracias a los pajeños, pensó Herb. Sin ellos aún seguiríamos luchando. Aún habría mundos fuera del Imperio y siempre sería así; pero en Trans-Saco de Carbón la unificación se realizaba pacíficamente, y había más escaramuzas que lucha. Los pajeños nos ayudaron en esto, no hay duda.

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