La Palabra (13 page)

Read La Palabra Online

Authors: Irving Wallace

Un silencio de abatimiento envolvió la sala. Randall no se molestó siquiera en observar la reacción de Naomí Dunn y los otros. Estaba seguro de que todos habían quedado horrorizados ante tal
lèse majesté
. Bueno, al diablo con ellos.

George L. Wheeler estaba desconcertado, rascándose incesantemente.

—Señor Randall, a mí se me dijo, Odgen Towery me lo aseguró, que usted aceptaría esta cuenta.

—Él no tenía derecho de decirle eso.

—Pero entendía que él… que Cosmos Enterprises… es el propietario de su empresa.

—Aún no —dijo Randall tajantemente—. De cualquier forma, ése no es el punto. Yo acepto cuentas de acuerdo con su propio mérito. Tal vez no siempre lo hice así. Quizás a veces acepté cualquier cosa que pagara bien. Pero ya no. Ahora pretendo aceptar únicamente aquellas cuentas que merezcan mi esfuerzo, mi tiempo, mi devoción; y yo no encuentro semejante fuerza motivadora en lo que usted me ha dicho.

Había empujado su silla hacia atrás, preparándose para levantarse e irse, cuando Wheeler lo detuvo de un brazo y lo regresó a la mesa.

—Un minuto, señor Randall. No le he dicho… realmente no le he dicho todo.

—¿Por qué no lo ha hecho?

—Porque he empeñado mi palabra… esto es muy secreto, lo ha sido durante seis años… excepto para aquellos que ya están trabajando dentro del proyecto. Yo no estoy en posición de revelarle la verdad, de hacérsela conocer, corriendo el riesgo de que, por alguna razón, usted rechace la cuenta. Una vez que nos acepte, podré decirle toda la verdad.

—No —dijo Randall sacudiendo la cabeza—, me temo que sostengo el punto de vista opuesto. Hasta que yo no conozca la verdad, no puedo aceptar su cuenta.

Wheeler miró a Randall durante algunos segundos y luego resolló con dificultad.

—¿Es ésa su última palabra, señor Randall?

—Ésa es mi condición absoluta.

—Muy bien —dijo Wheeler asintiendo gravemente.

En seguida se giró hacia Naomí Dunn y levantó el dedo índice, a lo que ella respondió con un guiño. Naomí tocó el hombro de la secretaria e hizo una señal a los tres hombres; inmediatamente se pusieron de pie los cinco.

Wheeler ignoró la salida de sus empleados, pero esperó hasta escuchar que la puerta de la sala de conferencias estuviera firmemente cerrada antes de enfrentarse nuevamente a Randall.

—Muy bien, señor Randall. Estamos solos; nadie más que usted y yo. He decidido correr el riesgo. Le voy a hablar con franqueza.

Randall notó que la actitud de Wheeler se había transformado y el tono de su voz había cambiado. Ya no era el intocable, el seguro de sí mismo, el supuesto Guardián de El Libro de los Libros. Ahora era el hombre de negocios, el vendedor, el empresario que había bajado a la arena a proteger sus intereses. Su voz había perdido, también, el sonido gutural de dromedario, y se había vuelto más suave, persuasiva, más controlada y frágil, y su lenguaje ya no era insensato.

—Le dije que nuestro proyecto ha permanecido en secreto durante seis años. ¿No le intrigó eso?

—No, después de escucharlo un rato. Pensé que todo era un juego; el juego de un editor que quería hacer parecer importante algo que sólo era rutinario y banal.

—Estaba usted equivocado —dijo Wheeler llanamente—. Equivocado por completo. Ahora lo voy a poner al tanto de la verdad. Hemos mantenido el secreto porque sabíamos que estábamos sentados en un barril de dinamita, cuidando que no escapara la historia noticiosa más grande de todos los tiempos. No estoy siendo extravagante, señor Randall; si acaso, estoy diciéndole menos de lo que realmente es.

La curiosidad que había sentido Randall antes de la junta se veía reavivada por primera vez. Se quedó a la expectativa.

—Si la verdad se supiera —Wheeler continuó—, podría arruinarnos a todos con nuestra enorme inversión, o cuando menos dañarnos severamente. La Prensa nos persigue, pero ellos no conocen la verdad. Las Iglesias de todo el mundo sospechan que algo está ocurriendo, pero no tienen ningún indicio de lo que realmente es. Y tenemos enemigos ansiosos de saber, con anticipación a nuestra fecha de publicación, lo que nosotros sabemos, para poder distorsionar y tergiversar el contenido del Nuevo Testamento Internacional, y tratar de destruirlo. Así es que nosotros hemos jurado guardar el secreto, al igual que todos nuestros colaboradores y empleados en Europa. Ahora, cuando le revele la verdad, usted será la primera persona ajena al proyecto (aún no comprometida hacia él) que conocerá los hechos esenciales.

Randall dejó su pipa en el cenicero.

—¿Por qué habría usted de correr semejante riesgo conmigo?

—En primer lugar, porque yo quiero que usted esté con nosotros, ya que es el último eslabón que necesitamos para asegurar el éxito —dijo Wheeler—. En segundo, después de ponderar los riesgos, pienso que sé lo suficiente acerca de usted para creer que es un hombre de confianza.

—Nos acabamos de conocer. ¿Qué puede usted saber de mí?

—Yo sé bastante acerca de usted, señor Randall. Sé que usted es hijo de un clérigo de Wisconsin, un buen hombre con una buena familia. Sé que usted se ha rebelado contra la religión ortodoxa y que se ha convertido en agnóstico. Sé que tiene esposa y una hija quinceañera, y que vive separado de ellas. Sé dónde vive y cómo vive. Sé que ha tenido muchas amantes, y que ahora sólo tiene una. Sé que bebe copiosamente, pero que no es alcohólico. Sé…

Randall frunció el ceño y lo interrumpió:

—Usted no está describiendo un buen riesgo, señor Weeler.

—Por el contrario —dijo Wheeler rápidamente—. Sí estoy describiéndolo, porque sucede que sé algo más acerca de usted. Sé que a pesar de sus intimidades con mujeres y de su afición a la bebida, usted jamás ha discutido sus negocios privados con personas ajenas a ellos, ni ha traicionado a cliente alguno. Usted ha manejado algunas de las cuentas más grandes del país, y ha mantenido totalmente en secreto los asuntos confidenciales. Usted ha sido un hombre reservado. Ha sabido separar su vida personal de sus negocios. Nunca ha tenido un cliente que tuviera razón para lamentar el haber depositado en usted su confianza. Por eso es que yo también he decidido confiar en usted.

Randall se sentía más molesto que halagado.

—No estoy acostumbrado a que la gente se inmiscuya en mis asuntos privados, señor Wheeler.

El editor inclinó la cabeza en señal de disculpa.

—Bajo circunstancias ordinarias podría ser impropio o injustificado, pero ésta es la rara excepción a la regla. Usted seguramente comprenderá que cuando un enorme consorcio se prepara para adquirir un nuevo negocio, a un costo de quizá dos millones de dólares, y especialmente cuando ese conglomerado está comprando talento administrativo y creativo, debe investigar todo a fondo antes de dar el salto.

—Towery —murmuró Randall.

—Él es mi más cercano amigo. Ogden quería tranquilizarme, por si acaso me veía yo forzado a llegar hasta este punto con usted. Yo tenía la esperanza de que no sería necesario hacer la confidencia… todavía. Pero, por si acaso resultaba necesario (como lo ha sido), yo tenía que reasegurarme. Ahora voy a correr el riesgo. No entraré en detalles, señor Randall. Le diré solamente lo que tenga que decirle. Me tomará menos de cinco minutos, y yo creo que eso será suficiente —Wheeler miró a Randall especulativamente y luego inquirió—. Señor Randall, ¿exactamente qué clase de cuenta le podría realmente involucrar, comprometer, excitar en estos tiempos?

—No puedo estar seguro. Estoy tan saciado que… —Con voz abatida, simplemente agregó—: Yo podría involucrarme en algo en lo que pudiera creer. —Hizo una pausa y concluyó—: Algo que yo quisiera que todo el mundo conociera y comprara en virtud de que un producto tendría, por primera vez, valor genuino.

Wheeler reaccionó con una media sonrisa de satisfacción.

—Bien —exclamó el editor—. Ya le dije a usted que estábamos sentados sobre la historia noticiosa más grande de todos los tiempos. Y también le dije que no estaba siendo extravagante al decir eso. Bueno, ¿podría la historia noticiosa más grande de todos los tiempos excitarle, involucrarle?

Wheeler no aguardó una respuesta.

—Hace algunos años, los periodistas de mayor renombre en este país fueron interrogados por una de las principales organizaciones de sondeo de la opinión pública. Se les pedía que especularan acerca de cuál podría ser el más sensacional reportaje noticioso del siglo, dentro o fuera del ámbito de lo científicamente posible. Hubo muchas y muy variadas respuestas. Algunos se inclinaron por el descubrimiento de una cura del cáncer. Otros, por un tratamiento que permitiera a los seres humanos vivir hasta la edad de cien años. Otros, por la llegada a la Tierra de criaturas de otro planeta, o por el viaje de terrícolas a otro mundo y su descubrimiento de vida civilizada en él. Algunos más, por el día en que pudiera anunciarse, como una realidad, la Unión de Países del Mundo. Sin embargo, ¿sabe usted en qué coincidió la mayoría de los periodistas que pudiera ser la más trascendental noticia de nuestro tiempo? En el Segundo Advenimiento.

—¿El Segundo Advenimiento? —preguntó Randall, confundido.

—Sí, el Segundo Advenimiento de Jesucristo a la Tierra. Si Jesús volviera en persona, encarnado; si confirmara que la Resurrección es una realidad…, si descendiera entre nosotros mañana mismo…, ésa sería, opinaron los reporteros, la historia noticiosa más grande de nuestro tiempo.

Steven Randall sintió que un escalofrío le trepaba por los brazos.

—¿Qué está usted tratando de decir, señor Wheeler?

—Le estoy diciendo a usted, amigo mío, que ya ha sucedido. No literalmente, pero figurativamente sí. Nos hemos tropezado con la noticia más importante de nuestros días, y estamos en posesión de ella.

Randall se inclinó lentamente hacia delante sobre su silla.

—Continúe usted.

—Escuche —dijo Wheeler con premura—. Hace seis años, un arqueólogo italiano muy respetado, el profesor Augusto Monti, de la Universidad de Roma, se encontraba excavando cerca de Ostia Antica… las ruinas del viejo poblado de Ostia, el gran puerto mercantil de la antigua Roma del siglo primero. Después de años de investigación, el profesor Monti esperaba encontrar algo, cualquier cosa que nos acercara a la verdad acerca de la historia que del Salvador presenta el Nuevo Testamento. Y luego, por perseverancia, genio o suerte, encontró lo que buscaba. Encontró la verdad, la verdad definitiva.

Randall se sintió extrañamente aturdido.

—¿Cuál… cuál verdad definitiva?

—En una excavación profunda, el profesor Monti descubrió las ruinas de una antigua villa romana que debió haber sido la residencia de algún rico mercader del siglo primero, y en las desmoronadas paredes del
tablinum
, el estudio donde el amo guardaba sus rollos de papiro y sus códices, ocurrió su increíble hallazgo. Los teólogos y los sabios del pasado siempre dijeron que era improbable, y aun imposible, que semejante descubrimiento pudiera hacerse en el húmedo clima de Italia o, de hecho, en ninguna otra parte. Pero sucedió; el hallazgo se realizó y ha sido verificado por cuanta prueba científica autorizada tuvimos disponible. El profesor Monti dio con un antiguo bloque de piedra romana, que en realidad era la base de granito de una estatua que había sido partida, ahuecada y luego resellada con resina. Dentro de ella, habiendo sobrevivido más de diecinueve siglos, estaban dos documentos. El más breve estaba en malas condiciones y consistía de cinco fragmentos de pergamino, del tipo que en el siglo primero usaban los romanos para escribir. Una vez acoplados, los fragmentos resultaron ser un escueto informe oficial, en griego, de un tal Petronio, capitán de las guardias de Poncio Pilatos en Jerusalén, dirigido al jefe de las Guardias Pretorianas en Roma, un tal Lucio Elio Sejano, quien gobernaba el Imperio en nombre de Tiberio César. El documento más extenso estaba mejor preservado y consistía de veinticuatro fragmentos de papiro, relativamente grandes, cubiertos por completo de escrituras en arameo, que aparentemente habían sido dictadas personalmente en Jerusalén por el líder judío de la futura Iglesia Católica justo antes de su ejecución, en el año 62 A. D.

El entusiasmo de Randall aumentó. Se recargó sobre la mesa.

—¿Qué… dígame… qué había en esos documentos?

Los ojos de Wheeler brillaban.

—La historia más grandiosa de nuestro tiempo; la que deslumbrará a todo el mundo cristiano y provocará un renacimiento de la religión y una resurrección de la fe. Los papiros que fueron descubiertos (y que ahora están en nuestro poder) son la fuente perdida de los Evangelios Sinópticos, el llamado documento Q; no un quinto, sino un primer evangelio original… el Evangelio según Santiago… escrito por Santiago el Justo, hermano menor de Jesús, para testimoniar la vida del verdadero Jesucristo, tal como Él anduvo por el mundo, un hombre entre los hombres, un ser humano al mismo tiempo que el Mesías, en el siglo primero de nuestra era. Al fin lo tenemos ya; lo tenemos todo.

Wheeler esperó la reacción de Randall, pero Steven se quedó mudo.

—Cuando usted lea las traducciones de los manuscritos, estará todavía más pasmado —Wheeler continuó fervientemente—. Su contenido basta para dejar atónito a cualquiera. Ahora sabemos en verdad dónde nació Jesús, dónde estudió, cómo creció, cómo oró sobre la tumba de Su padre cuando José murió, qué hizo para subsistir antes de ejercer Su ministerio, los detalles de Sus años desconocidos entre los doce y los treinta; todo, todo. Jesús existió; y si esta fantástica fuente cristiana, la más antigua que se conoce, no fuese suficiente, si se considerara sospechosa porque fue escrita por un judío convertido al cristianismo, tenemos además la corroboración del ministerio de Nuestro Señor, lo mismo que de Su existencia y Crucifixión, de una fuente no cristiana, de una fuente pagana; de un soldado romano informando desde la ocupada Palestina, a su superior en Roma acerca de ese rebelde, ese tal Mesías… en el Pergamino de Petronio. Pero ni siquiera eso es lo mejor, señor Randall. Me he reservado lo mejor para el final. Ésta parte es la más extraordinaria.

Randall estaba ofuscado y todavía mudo.

—Escuche esto —resumió el editor con voz trémula—. Jesús no murió en la Cruz, en Jerusalén, en el año 30 —Wheeler hizo una pausa, subrayando lo siguiente—: Jesucristo sobrevivió a la Cruz y siguió viviendo durante diecinueve años más.

—Siguió viviendo —musitó Randall casi para sí mismo.

Other books

Unknown by Unknown
Rebels on the Backlot by Sharon Waxman
War Room by Chris Fabry
A Vomit of Diamonds by Boripat Lebel
The Lost Apostles by Brian Herbert
Last Ragged Breath by Julia Keller