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Authors: Irving Wallace

Plummer señaló por encima del volante.

—Ahí está su cuartel general, la Westerkerk, consagrada en 1631, construida en cruz al estilo neoclásico, y quizá la torre más alta de Amsterdam. Bastante fea, ¿verdad? Pero es la primera iglesia de Holanda (allí contrae nupcias la realeza holandesa), y la presencia de De Vroome probablemente hace de ella la primera iglesia del protestantismo.

Plummer se estacionó en el Westermarkt, y Randall esperó en la plaza mientras el inglés cerraba con llave su «Jaguar».

Para Randall, el templo de oración que tenía enfrente parecía una enorme casa holandesa coronada por un rígido campanario que se alzaba hacia el cielo. Esa combinación la hacía aparecer simultáneamente amigable e intimidante, exactamente igual que su principal morador, pensó Randall. Al examinar la fachada más detalladamente a la luz de una lámpara, Randall pudo ver que estaba construida con pequeños ladrillos que con el tiempo habían cambiado de rojo a café, y que ahora parecían como sangre coagulada. Randall quedó convencido de que el aspecto total era en realidad intimidante, tal como probablemente lo sería también el
dominee
De Vroome.

—¿Qué significa «dominee»? —preguntó Randall a Plummer, que ya se había acercado a él.

—«Señor» —dijo el periodista inglés—. Viene del latín
dominus
, y en este país es el equivalente de reverendo. A propósito, cuando se dirija a De Vroome, usted también llámelo
dominee
.

Mientras caminaban hacia la iglesia, Randall dijo:

—De Vroome lo envió a usted para invitarme a venir aquí, y él no sabía si yo aceptaría. ¿Cree usted que me espera?

—Sí, lo espera.

—Y, ¿está usted seguro de no saber de qué quiere hablar conmigo?

—Él no me lo habría dicho a mí, pero se lo dirá a usted —Plummer hizo una pausa—. Aunque puedo imaginármelo.

—No va a tratar de sacarme información a la fuerza, ¿verdad?

—Mi estimado, el
dominee
no es un ser tan terrible. Puede ser muy persuasivo, pero es pacífico. Me temo que esas interminables películas violentas que pasan por la televisión norteamericana han influido en usted; ¿o es que se ha enterado de esos cadáveres que yacen debajo de la Westerkerk?

—¿Cuáles cadáveres?

—Ah, ¿no lo sabía? Hace mucho tiempo, los fieles eran inhumados debajo de la iglesia. Eso provocaba tal hedor que los feligreses traían consigo botellas de agua de colonia cada vez que asistían a los servicios religiosos. Más aún, algunos de los ancianos todavía traen sus botellas de perfume, aunque el olor ya ha sido controlado desde hace tiempo. No, señor Randall, a usted no lo enterrarán junto a esos cadáveres —Plummer esbozó una sonrisa dentada y concluyó—: Por lo menos, eso es lo que yo creo.

Randall sintió el impulso de hablar acerca de los rufianes que lo habían atacado durante su primera noche en Amsterdam, en un barrio junto al mismo canal que corría más allá de la Westerkerk, pero decidió no hacerlo.

Se desviaron, alejándose de la enorme puerta oscura tipo español que constituía la entrada principal al templo, y caminaron hacia una pequeña casita holandesa pintada de verde, cuyas ventanas estaban cubiertas con transparentes cortinas blancas y que estaba junto a la iglesia. Subieron cuatro escalones, hasta una puerta que tenía un letrero que decía: COSTERIJ.

—La entrada principal de la iglesia está cerrada —explicó Plummer—. Ésta es la casa del guardián.

La puerta estaba abierta y ambos entraron al vestíbulo.

—Permítame averiguar dónde se encuentra el
dominee
—dijo Plummer, continuando hacia dentro de la casa y desapareciendo de vista.

Randall escuchó la voz de Plummer y la de una mujer dialogando en holandés, y luego Plummer volvió a aparecer, haciéndole señas para que lo siguiera hacia una puerta grande.

—Está en el templo.

Randall siguió al periodista dentro de la iglesia. El interior era enorme y cavernoso, y sólo uno de los cuatro candiles de bronce que colgaban del abovedado techo se hallaba encendido, dejando a oscuras la mayor parte del templo. Salvo por la tira de alfombra roja que cubría el piso entablado a través del corredor central, formando una cruz con otra tira que se intersecaba en el centro de la iglesia, el recinto daba la impresión de severidad y austeridad. En lugar de bancos, había hileras de sillas tapizadas con terciopelo verde, unidas entre sí para que parecieran como bancos, y todas las filas daban hacia un balcón techado, construido entre columnas de piedra en el centro de este lugar de oración. Randall supuso que ése era el púlpito, la tribuna del predicador.

Plummer había estado escudriñando el interior, y ahora señalaba hacia el centro.

—Ahí está. En la fila delantera, al otro lado del púlpito.

Randall enfocó la mirada y detectó la solitaria figura de un clérigo vestido de negro, encorvado en una silla, con los codos apoyados sobre las rodillas y la cabeza escondida entre las manos.

—Está meditando —susurró Plummer respetuosamente.

La lejana figura se movió. Irguió la cabeza y se volvió en dirección a ellos, pero la luz era demasiado tenue para que Randall estuviera seguro de que el reverendo los había visto.

Plummer asió a Randall de un brazo.

—Ya sabe que usted está aquí. Vamos a esperarlo en su oficina. Sólo tardará un momento.

Regresaron al vestíbulo de la casa del guardián y subieron una pequeña escalera. Arriba había dos letreros. El de la izquierda decía: WACHT KAMER. El de la derecha decía: SPREEK KAMER.

—La Sala de Espera y la Sala de Audiencias —dijo Plummer, conduciendo a Randall hacia la derecha—. La Sala de Audiencias es la que usa como su oficina. ¿Ve usted la luz roja sobre la puerta? Se enciende cuando el
dominee
no quiere que lo molesten.

La oficina asombró a Randall. A pesar de lo que Plummer le había dicho, él se esperaba un despacho apropiado para un príncipe de la Iglesia, internacionalmente conocido. La oficina del señor era modesta y acogedora. Había una sala con un sofá, una mesita para café y dos sillones. Había una chimenea, un escritorio sencillo, una silla de respaldo recto, una hilera de libros en unos anaqueles, un cuadro con varios escudos heráldicos y una modernista pintura al óleo de
La Última Cena
. Media docena de lámparas iluminaban la oficina.

Randall no quiso sentarse. La tensión nerviosa se había apoderado de él. Le preocupaba que Deichhardt, Wheeler y los otros editores pudieran considerar temeraria esta entrevista. El inspector Heldering, con toda certeza, no la habría permitido. Randall no tenía idea de qué tanto sabía su anfitrión acerca de Resurrección Dos. Era obvio que algo sabía a través de sus espías, pero ignoraba si De Vroome estaba al tanto del contenido del Nuevo Testamento Internacional o de los detalles del descubrimiento del profesor Monti. Además, tenía que prevenirse de la posibilidad de que el
dominee
intentara hacerlo caer en una trampa. Sintiéndose perturbado y arrepentido de haber venido a la guarida del enemigo, Randall se acercó inquietamente a la ventana que estaba cerca del escritorio. En ese instante, la puerta se abrió rechinando y Randall se volvió rápidamente.

El
dominee
Maertin de Vroome se encontraba parado junto a la puerta acariciando a dos gatitos siameses de color castaño.

La estatura y la edad aparente del reverendo asombraron a Randall. Era alto (medía por lo menos 1,90 metros) y bastante joven para su posición (seguramente no tendría más de cuarenta y cinco o cuarenta y ocho años). Vestía una larga sotana negra, sencilla y de corte recto. Su cabello era extraño; muy rubio, casi azafrán, grueso y largo. Sus facciones eran ascéticas y cadavéricas, con cejas altas y delineadas, ojos en forma de capucha y de un ingenuo color azul, mejillas hundidas, una boca que apenas denotaba los labios, y una quijada larga y delgada. A pesar de estar cubierto con una sotana, Randall supuso que su cuerpo era musculoso y delgado.

Desde el otro lado del despacho, Plummer balbuceó con zalamería:

—Dominee
… le presento al señor Steven Randall. Señor Randall… el
dominee
De Vroome.

Con toda informalidad, De Vroome dejó caer los gatos a la alfombra, dio unos pasos adelante, extendió el brazo, y rápida y brevemente estrechó la mano de Randall.

—Bienvenido a la Westerkerk —dijo. Su voz era baja, ronca y vibrante—. Es muy gentil de su parte que haya venido a esta hora. Trataré de no retenerle mucho tiempo. Ya había oído hablar acerca de usted, por supuesto, y pensé que una entrevista sería ventajosa para ambos. Yo sugeriría que se sentara usted en el sofá. Es el lugar más cómodo en toda la habitación y quizá lo ayude a vencer su resistencia.

«Un tipo interesante —pensó Randall, mientras se sentaba en el sofá—. Sereno, cortés, formidable.»

—¿Qué le hace pensar que tengo alguna resistencia? —preguntó Randall.

El reverendo De Vroome no respondió. Le hizo una señal a Plummer, indicándole que podía permanecer en la oficina. El periodista se sentó nerviosamente en un sillón junto a la librería y pareció perderse entre los libros. De Vroome echó un vistazo a la cubierta de su escritorio, como para ver si había algún mensaje. Luego, satisfecho, se acercó a un sillón frente a Randall, se recogió la sotana y se sentó. En seguida se dirigió a Randall.

—Supongo que, siendo usted colaborador reciente en Resurrección Dos (sea cual fuere el significado de ese estúpido nombre clave, aunque ya me lo imagino), ha tenido ya referencias acerca de mi persona y de mi postura como enemigo de la ortodoxia religiosa que sus patronos representan. Por lo tanto, estando enterado de sólo una de las dos versiones y debido a su lealtad natural para con sus compañeros, usted pensará que soy el diablo encarnado. Está usted alerta. Está usted oponiendo una comprensible resistencia.

Randall no pudo evitar una sonrisa.

—¿Acaso no lo estaría también usted,
dominee
? Mi negocio es el de guardar un secreto, y el suyo el de tratar de averiguarlo.

Los delgados labios de De Vroome esbozaron una indulgente sonrisa.

—Señor Randall, yo dispongo de otros medios para descubrir el objetivo de Resurrección Dos, así como el contenido exacto de la reciente traducción del Nuevo Testamento. Usted es mi invitado, y no tengo intención alguna de incomodarlo sondeando aquello que usted ha jurado encubrir.

—Gracias —dijo Randall—. Entonces, ¿puedo preguntarle qué cosa desea obtener de mí?

—Principalmente, su atención. El propósito lo sabrá pronto. Primero, es vital que usted sepa cuál es mi postura y cuál la de sus patronos y lacayos. Usted cree saberlo, cuando en realidad lo ignora.

—Trataré de ser receptivo —prometió Randall.

Los huesudos dedos de De Vroome revolotearon por el aire.

—Nadie puede ser totalmente receptivo. La mente de todo el mundo es una selva de prejuicios, tabúes, cuentos y mentiras. No pretendo que usted sea tan completamente receptivo como para aceptar todo lo que le voy a decir. Sólo le pido que su actitud mental no sea enteramente negativa hacia mí.

—No es negativa —dijo Randall, preguntándose qué le podría importar a De Vroome que lo fuera o no.

—Aquello en lo que yo creo, y en lo que millones de personas en todo el mundo creen y que, como yo, aprueban y exigen, es una nueva Iglesia, una que tenga significación y sea apropiada para la sociedad de hoy y sus necesidades. Esto requiere, de antemano, una nueva comprensión de las Escrituras, que deberán leerse a la luz de nuestros conocimientos científicos y de nuestro progreso. El doctor Rudolf Bultmann, el teólogo alemán, fue el primero en llamar a la lucha dentro de nuestra revolución pacífica. Para él, la búsqueda de un Jesús terrenal es una pérdida de tiempo. Para el doctor Bultmann, lo que importa es buscar la esencia, los significados profundos, las verdades de la fe de la Iglesia primitiva (la kerigma), desmitificando el Nuevo Testamento, desvistiendo, como dijo él, el mensaje evangélico de sus elementos no históricos. Para reunir al hombre moderno con la religión, debemos desprender del Nuevo Testamento el Nacimiento Virginal de Cristo, los milagros, la Resurrección, las promesas no científicas del cielo y las amenazas del infierno. Como herederos de todos los investigadores, de Galileo y Newton a Mendel y Darwin, no podemos reconocer, como ha señalado Alan Watts, «la herencia del Pecado Original de Adán, la Inmaculada Concepción de María, el Nacimiento Virginal de Jesús, la Expiación de los pecados a través de la Crucifixión, la Resurrección física de Jesús, la Ascensión a los Cielos, y la resurrección de nuestros cuerpos en la mañana del Juicio Final que nos sentenciará, tanto física como espiritualmente, a la felicidad o el castigo eternos». Para poder creer, lo que el hombre contemporáneo quiere y puede aceptar es el mensaje de un sabio o un maestro, que pudo haberse llamado Jesús; un mensaje que ayude al hombre a lidiar con la realidad de su existencia… o, como un teólogo de Oxford resumió el pensamiento del doctor Bultmann, dar a cada persona un mensaje «a través del cual pueda afrontar su condición de ser mortal y así comenzar a vivir auténticamente». En pocas palabras, para parafrasear algo que se ha dicho de Renán, tenemos que producir un ser que no esté poseído por la fe, sino que posea la fe. ¿Me explico, señor Randall?

—Sí,
dominee
.

—Hemos alcanzado la etapa donde yo creo que es necesario, para nuestros tiempos, revisar más radicalmente las Escrituras, si es que el evangelio ha de ser un instrumento útil para salvar al hombre contemporáneo. La creencia en Jesucristo como un Mesías o como un personaje histórico no es importante para la religión de hoy. Lo que vale es volver a leer, a una nueva profundidad, el mensaje social de los primeros cristianos. No importa quién predicó el mensaje o quién lo escribió; lo que importa es la significación que el mensaje pueda contener hoy en día, especialmente cuando se le libera de sus elementos míticos y sobrenaturales, cuando se le filtra y purifica para que queden sus residuos de amor del hombre por el hombre y su fe en la fraternidad humana. Esto me lleva a hablar de los conservadores, los guardianes del antiguo Cristo y de los viejos mitos, a quienes usted está dispuesto a servir…

—¿Cómo sabe usted que son tan conservadores? —interrumpió Randall—. ¿Cómo puede usted estar tan seguro de que no están también preparados para el cambio drástico?

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