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Authors: Irving Wallace

En ese instante, algo se le ocurrió a Randall que le hizo confiar en el éxito de su intento.

Jim McLoughlin y el Instituto Raker
estaban aquí
, precisamente aquí, en Roma, a unos minutos de distancia.

Con un brote de confianza, Randall dijo:

—Monsieur Lebrun, creo que puedo convencerlo de que merezco su confianza. Suba conmigo a mi habitación. Déjeme ofrecerle mi prueba. Luego, estoy seguro de que usted estará listo para ofrecerme la suya.

Estaban en la habitación de Randall, en el quinto piso del «Hotel Excelsior».

Robert Lebrun, con su paso disparejo y rígido, había eludido el mullido sillón y el escabel, dirigiéndose hacia la silla recta que estaba junto a la mesa con cubierta de cristal que Randall había utilizado a manera de escritorio. Una vez que se hubo sentado, sus ojos seguían cada movimiento de Randall.

Éste tenía nuevamente su portafolio abierto sobre la cama y estaba hurgando en él, hasta que encontró el expediente de papel manila tamaño oficio que ostentaba un membrete mecanografiado:
El Instituto Raker
.

—¿Puede usted leer el inglés colonial? —inquirió Randall.

—Casi tan bien como puedo leer el arameo antiguo —dijo Lebrun.

—Está bien —dijo Randall—. ¿Alguna vez ha oído hablar de una organización llamada
El Instituto Raker
que existe en los Estados Unidos?

—No.

—Supongo que no —dijo Randall—. No se le ha hecho una gran publicidad aún. De hecho, a mí se me pidió que manejara su primera gran campaña de relaciones públicas —rodeó la cama dirigiéndose hacia Lebrun con la carpeta—. Éste es un intercambio de correspondencia que tuve con un hombre llamado Jim McLoughlin, director del Instituto Raker, previo a la entrevista que él y yo sostuvimos en Nueva York. Contiene, además, anotaciones de esa reunión. Usted oirá hablar más acerca de McLoughlin en los próximos meses. En el elemento más reciente dentro de la gran tradición de disidentes norteamericanos, cruzados que han expuesto la maldad, hombres como Zola, compatriota de usted…

—Zola —musitó Lebrun en un tono de voz que era casi una caricia.

—Siempre los hemos tenido. Han sido pocos, y a menudo han sufrido a manos de los poderosos. Pero nunca han sido acallados o extinguidos, porque son las voces de la conciencia pública. Hombres como Thomas Paine y Henry Thoreau. Y cruzados más recientes, como Upton Sinclair, Lincoln Steffens, Ralph Nader, quienes pusieron al descubierto los fraudes perpetrados por corruptores jefes de industria en contra de un público confiado. Bien, Jim McLoughlin y sus investigadores del Instituto Raker representan lo más nuevo en este campo.

Robert Lebrun había estado escuchando atentamente.

—¿Qué es lo que hacen, este hombre y su instituto?

—Han investigado a fondo una conspiración tácita de ciertas industrias y corporaciones norteamericanas para impedir que lleguen al público determinados inventos y productos. Han descubierto pruebas de que el gran imperio de los negocios (la industria del petróleo, la automovilística, la textil, la del acero, para nombrar sólo a unas cuantas) ha sobornado, incluso ha apelado a la violencia, para retener fuera del conocimiento público una pastilla de bajo costo que puede sustituir a la gasolina, una llanta que casi no se gasta, una tela que puede resistir una vida de uso, un fósforo que puede encenderse una verdadera infinidad de veces. Y eso es sólo el comienzo. En esta próxima década se lanzarán tras las conspiraciones que perpetran contra el público las compañías de teléfonos, los bancos, las compañías de seguros, los fabricantes de armamentos, los militares y algunas otras dependencias del Gobierno. McLoughlin cree que el pueblo corre peligro con la libre empresa no regulada. Cree también que el pueblo, no sólo bajo el sistema de la democracia sino también bajo el del comunismo, tiene un Gobierno representativo… mas no tiene representación. Él se ha lanzado a poner al descubierto todos los complots que se urden en contra de los ciudadanos. Y, como usted verá, yo soy el publicista a quien McLoughlin ha llamado para que lo ayude.

Randall puso el expediente sobre la mesa frente a Lebrun.

—Aquí está, Monsieur Lebrun, la única buena referencia que tengo en cuanto a esto de desenmascarar la mentira y buscar la verdad. Léala. Luego decida si quiere confiar en mí o no.

Lebrun tomó la carpeta y la abrió.

Randall se encaminó a la puerta.

—Lo dejaré solo durante los próximos quince minutos. Voy a bajar al bar a tomar un trago. ¿Desea usted uno?

—Tal vez no esté yo aquí cuando usted vuelva —dijo Lebrun.

—Correré el riesgo.

—Un whisky
sour
, fuerte.

Randall salió de la habitación y se dirigió al bar de la planta baja.

Habían pasado casi veinte minutos, antes de que volviera al quinto piso y a su cuarto. Al entrar, seguido por un camarero que llevaba su escocés con hielo y el whisky
sour
en una bandeja, se preguntó si tendría que beberse uno de los tragos… o los dos.

Pero Robert Lebrun estaba allí, todavía sentado a la mesa, con el expediente cerrado a su lado.

Randall despachó al camarero y ofreció al anciano el whisky
sour
. Lebrun aceptó el trago.

—He tomado una decisión —dijo con una voz extrañamente remota—. Usted representa mi última oportunidad. Le diré cómo escribí el Evangelio según Santiago y el Pergamino de Petronio. No es una historia larga, pero nunca antes ha habido otra igual. Es una historia que debe hacerse del conocimiento público… y usted, señor Randall, será su apóstol para llevar a todo el mundo la verdad acerca de la mentira, la mentira del nuevo advenimiento de Cristo.

Encorvado en la silla que estaba al lado de la mesa, dirigiéndose con voz monótona y sin emociones a Randall, que se encontraba sentado al borde de la cama frente a él, Robert Lebrun relató los sucesos de su juventud, anteriores a su condena a la colonia penal de la Guayana Francesa.

A lo largo de media hora había hablado de su infancia empobrecida y mezquina en Montparnasse, de cómo descubrió a temprana edad su habilidad para la falsificación y la creación fraudulenta que lo llevaron a una vida plagada de delitos menores, de sus esfuerzos por asegurarse el confort permanente y la independencia emprendiendo la falsificación de un documento gubernamental, de su eventual detención por parte de la Sûreté francesa, y del veredicto de culpabilidad tras el juicio que se le siguió ante el Tribunal Correctionnel.

Aunque Randall ya conocía parte de la narración, escuchó con fascinación, porque Lebrun era la fuente. Randall no le dijo a su arduamente ganado confidente que no hacía ni veinticuatro horas que había escuchado una pequeña parte de la historia de boca del
dominee
De Vroome, quien a su vez la había escuchado de Cedric Plummer. Fingió que estaba conociéndola por primera vez, y aguardó para saber lo que aún no le había dicho y que estaba ansioso por escuchar.

—Así pues —estaba diciendo Lebrun—, en vista de que yo ya había sido encarcelado cuatro veces en Francia por crímenes menores, automáticamente se me clasificó como un incorregible que estaba más allá del perdón o la rehabilitación. Fui sentenciado a cadena perpetua en la colonia penal de la Guayana Francesa, en Sudamérica. Toda la colonia llegó a ser conocida popularmente por un nombre: île du Diable… Isla del Diablo… pero en realidad allí había cinco prisiones separadas. Tres de ellas eran islas, pero sólo la más pequeña, que no tema más de mil metros de circunferencia, era en sí la Isla del Diablo. Esa isla estaba reservada únicamente para presos políticos… como el capitán Alfred Dreyfus, quien por equivocación había sido encerrado allí, supuestamente por vender secretos militares a Alemania; y jamás llegó esa pequeña Isla del Diablo a alojar a más de ocho prisioneros en sus barracas. Las otras dos islas, a unos catorce kilómetros de la costa de la Guayana, eran Royale y St. Joseph. Las dos prisiones que había en el continente, a cierta distancia de la ciudad de Cayena, eran St. Laurent y St. Jean. Yo fui enviado a la Isla St. Joseph.

La seca voz de Lebrun había comenzado a quebrarse. Se llevó el whisky
sour
a los labios, tomó un largo trago y se despejó la garganta.

—¿En qué año fue usted enviado a la Guayana Francesa? —preguntó Randall.

—Antes de que usted naciera —dijo Lebrun riendo—. En el año 1912.

—¿Era tan terrible como la han descrito?

—Peor —contestó Lebrun—. Los convictos que escaparon y escribieron acerca de ella, hablaban de las crueldades y de sus sufrimientos, pero en cierto modo tendían a presentarla como una aventura romántica. Pero no era nada de eso; no era ningún infierno encantador. Sólo el conocido cliché la describe con exactitud: la guillotina sin sangre, en la que uno era ejecutado todos los días, pero no podía morir. Entonces aprendí que la tortura y el dolor infinitos son peores que la propia muerte. Prometeo fue un mártir mayor que San Pedro. Fui embarcado con destino a La Guayana en 1912, a bordo de
La Martinière
, recluido no en una cabina sino en una jaula de acero, con otros noventa, en la cala de la banda de estribor. Originalmente, la colonia penal estaba destinada a ser un lugar donde los convictos pudieran rehabilitarse y redimirse. ¿Creería usted que el nombre oficial de esas islas era Îles du Salut… Islas de Salvación? Pero, como en todas las organizaciones hechas por el hombre, su propósito se corrompió. Cuando yo fui enviado allí, la filosofía penal era: una vez que un hombre se convierte en criminal, siempre será un criminal, estará más allá de toda redención, será una bestia, así que déjenlo sufrir y pudrirse en vida, y jamás se le permita volver a molestar a la sociedad.

—Sin embargo, usted está aquí.

—Estoy aquí porque me propuse estar aquí —dijo ferozmente Lebrun—. Tenía una razón para sobrevivir, como pronto verá usted. Pero no al principio. Al principio, cuando pensaba que todavía era un hombre, y trataba de comportarme como tal, ellos se encargaban de recordarme que era un animal, menos que un animal. ¿Cómo podría explicar los dos primeros años? Decir que la vida era embrutecedora… llamarla inhumana… serían meras palabras de charla de té. Escuche. Durante el día, enjambres de mosquitos devorándole a uno las llagas de la piel desnuda, ardida de calor, las garrapatas haciendo cuevas bajo las uñas y las hormigas rojas picándole los pies. Por la noche, los murciélagos, los vampiros chupándole la sangre. Y siempre la disentería, la fiebre, el envenenamiento de la sangre, el escorbuto. Mire.

Con la boca abierta, Lebrun retrajo los labios, descubriendo las crudas encías de un rojo azulino sobre una corriente dentadura postiza.

—¿Cómo perdí mis dientes? Se me pudrieron por una especie de escorbuto. Los escupía yo, dos o tres de un salivazo. Con más de cuatro condenas, como sentenciado a cadena perpetua, se me clasificó entre los
relégués
, aquellos que jamás saldrían de la colonia. En la Isla St. Joseph picaba piedras al rayo del sol desde el alba hasta el anochecer, y si protestaba yo, me incomunicaban en la solitaria. ¿Sabe usted lo que significa la incomunicación en St. Joseph? Había tres bloques de celdas (la prisión regular, la solitaria y el asilo de locos), y el más inhumano de todos era el de la solitaria. Me echaban en un foso de cemento de tres por cuatro metros de superficie. Sin techo. Arriba nada más había barrotes de hierro. Dentro de la celda, una banca de madera, un cubo de letrina y una manta que sólo podía cambiarse cada dos años. La peste del aire inmundo y del excremento humano lo sofocaban a uno. Cuando me recluían en la solitaria, me pasaba veintitrés horas y media del día en el foso de cemento, y media hora afuera, en el patio, para tomar aire. La prisión regular no era mucho mejor. A veces era peor, especialmente de noche, cuando trataba uno de dormir en el catre de madera y los pervertidos, los homosexuales, lo atacaban. Día tras día, la comida era la misma: café, y nada más, de desayuno. Medio litro de agua caliente con verduras amasadas que llamaban sopa, un mendrugo de pan y cien gramos de carne podrida como almuerzo, y fríjoles resecos o arroz enmohecido como cena. Fui reducido a un costal de huesos, golpeado, azotado, pateado, torturado por los guardias, que en su mayoría eran corsos depravados, brutales ex miembros de la Legión Extranjera o antiguos
flics
, y mi único sueño era el suicidio, el del alivio que vendría con la muerte y con la sepultura en los Bambúes, el cementerio de los convictos en St. Laurent. Y entonces, un día, ocurrió un milagro (como quiera que sea, eso me pareció) y hubo una razón para vivir.

El sacerdote, recordó Randall. De Vroome había mencionado a un cura católico francés que había hecho amistad con Lebrun en su hora más negra.

—A unos dieciséis kilómetros de St. Laurent-du-Maroni, cerca del río Maroni, la colonia penal tenía un claro rodeado de ciénagas malarias y de las más densas junglas —prosiguió Lebrun—. Allí estaban las oficinas administrativas, las barracas de los guardias, un aserradero, un hospital, una prisión de concreto y una cabaña especial, y esta zona era llamada el Campo de St. Jean o la Prisión de St. Jean. Para los trescientos convictos que estaban allí, con sus llagas, sus lesiones, sus ojos vacíos, era un lugar terrible. Dormían sobre pisos de hormigón cubiertos de pus y de excremento. Por todo alimento les daban una sopa de amasijos y plátanos verdes. Trabajaban como esclavos de las seis de la mañana a las seis de la tarde, derribando árboles en los bosques y siendo enjaezados como caballos, para arrastrar los maderos hasta la aldea. Fue allí, a St. Jean, a donde fui enviado, y ése fue el milagro que me dio una razón para vivir.

—¿Encontró una razón para vivir? ¿En un hoyo infernal como ése?

—Sí, en virtud del lugar especial que había en el claro —dijo Lebrun—. Le mencioné una cabaña especial, ¿o no?

—Así fue.

—Era la iglesia del campamento… la única iglesia de cuya existencia supe en la colonia penal, sin contar la capilla que estaba en la Isla Royale y que no se usaba —dijo Lebrun—. Esa iglesia era una cabaña levantada sobre pilotes. Salvo por el techo de madera a dos aguas, su construcción era de piedra, con cinco ventanas en cada muro lateral. No era para uso de los prisioneros, naturalmente, sino un lugar de culto para los guardias extranjeros y los administradores franceses y sus esposas. También había un dedicado sacerdote… —Lebrun se detuvo, evocando un recuerdo del clérigo, y finalmente habló de nuevo—: Su nombre era Paquin,
Père
Paquin, un delgado, anémico y muy devoto padre francés de Lyon, que estaba a cargo de la iglesia de St. Jean. Además, visitaba a los prisioneros que estaban en el hospital, y ocasionalmente veía a los de la otra prisión del continente y a los de las islas.

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