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Authors: Irving Wallace

La Palabra (78 page)

No le interesaron ni las carpetas azules llenas de documentos de investigación, ni el portaplumas de ónix con su pluma, ni el cuaderno amarillo para apuntes y borradores.

Normalmente, un profesor con muchos compromisos personales los pondría en lista, los anotaría de alguna manera, en algo así como una agenda, calendario de escritorio o alguna hoja especial de citas. Randall no tenía idea de qué era lo que se usaba en Italia (no había querido preguntárselo a Ángela), pero tenía que haber algo, algún registro, siquiera el apunte de una secretaria, a menos de que Monti lo hubiera llevado todo en la cabeza.

Más papeles, los últimos textos mecanografiados de las conferencias o discursos no pronunciados, y la correspondencia que no había sido ni sería jamás contestada.

Cuidadosamente, Randall hurgó más a fondo en la caja de cartón hasta que sacó una libreta forrada en piel color marrón, con un gran señalador que sostenía unidos la tapa y un grueso de páginas interiores. En la tapa había un título impreso en dorado y en italiano. El título decía:
Agenda
.

Los latidos del corazón de Randall se aceleraron.

Abrió la libreta de citas en donde estaba puesto el señalador.

La fecha rezaba:
8 Maggio
.

En la página rayada estaban enlistadas las horas de la mañana, de la tarde y de la noche. Varias líneas estaban escritas, aparentemente de la propia mano y pluma negra del profesor Monti.

Los ojos de Randall descendieron lentamente por la página de la libreta de citas, estudiando cada una de las anotaciones:

10:00… Conferenza con professori.

12:00… Pranzo con professori.

14:00… Visita del professore Pirsche alla Facoltà.

Buscó las palabras clave en el diccionario italiano-inglés, pero hasta ahí no había pista; hasta ese momento de aquel día fatídico solamente una conferencia con miembros del cuerpo docente, un almuerzo con algunos profesores de la facultad, y la visita que Monti recibiría de un profesor extranjero (aparentemente alemán) en su oficina.

Los ojos de Randall continuaron bajando por la página, y de repente se detuvieron:

16:00… Appuntamento con R. L. da Doney. Importante.

Randall se quedó completamente quieto.

Tradujo.

Las
16:00
significaba las cuatro en punto de la tarde.

La
R
. significaba Robert. La
L
. significaba Lebrun.

Doney
significaba el mundialmente famoso restaurante-cafetería Doney al aire libre… el
gran caffé
de Roma… en la Via Vittorio Veneto, afuera del «Hotel Excelsior».

Appuntamento con R. L. da Doney. Importante
significaba: Cita con Robert Lebrun en el Doney. Importante.

Con la emoción de un descubridor, Randall comprendió que había hallado lo que estaba buscando.

Una tarde de mayo del año pasado, el profesor Monti había anotado que tenía que encontrarse con Robert Lebrun en el café Doney. Fue allí, según De Vroome, donde Lebrun le había revelado su pretendida falsificación al profesor Monti, y fue allí donde Monti había iniciado su misteriosa retirada hacia la locura.

Una punta de flecha raquítica, surgida del pasado reciente, pero real, muy real.

Randall volvió a meter la libreta de citas en la caja de cartón, apresuradamente colocó encima los otros objetos, y se puso en pie.

Lucrezia estaba entrando a la sala con una segunda caja de cartón.

—Esta caja tiene sólo los libros científicos, las revistas, nada más —anunció.

Randall caminó rápidamente hacia ella.

—Gracias, Lucrezia, ya no necesito ver eso. Encontré lo que buscaba. Muchísimas gracias.

Le estampó un beso en la regordeta mejilla, dejándola azorada y con los ojos completamente abiertos, y se apresuró hacia la puerta.

Randall bajó del taxi en la entrada para coches del «Hotel Excelsior». Pasó caminando con grandes zancadas frente al hotel, yendo más allá del grupo de ociosos chóferes que chismorreaban al calor del sol, y se detuvo en la acera para examinar el escenario donde Robert Lebrun le había hecho su conmocionante revelación al profesor Monti hacía un año y dos meses.

El café-restaurante Doney estaba dividido en dos secciones. La parte del restaurante estaba en el interior y era una extensión de la planta baja del «Hotel Excelsior». El café, cuyas mesas estaban todas al aire libre, ocupaba la acera de la Via Vittorio Veneto, desde la orilla de la entrada de automóviles hasta la distante esquina.

El café Doney consistía en dos largas filas de mesas y sillas. De un lado, las hileras de mesas estaban pegadas a la pared del restaurante interior; del lado opuesto, las mesas quedaban de espalda a los automóviles estacionados y al tránsito de la siempre atestada Via Veneto. El espacio que bisecaba las mesas y sus acojinadas sillas azules, era para los peatones y los camareros del café.

De pie en el sofocante calor, contemplando el café, Randall se alegraba de que el Doney estuviera protegido del sol por dos toldos azules con flecos. A esta hora, justo antes del mediodía del sábado, el lugar se veía atrayente, aunque todavía no prometedor para la cacería de Randall.

Había sólo un puñado de clientes esparcidos en las mesas… en su mayoría turistas, se figuró Randall. La escena semejaba una naturaleza muerta y los que se movían parecían hacerlo en cámara lenta. Era la maldita torridez de Roma a mediados de junio, pensó Randall, lo que tendía a derretir tanto la ambición como la iniciativa.

Con la escasa información que ahora poseía, Randall consideró cómo debía proceder. Hacía un año y dos meses, Robert Lebrun había sido quien había convocado al profesor Monti para que se reuniera con él. Por lo tanto, Lebrun tuvo que haber sido quien sugirió el café Doney para la entrevista. Y si él había elegido el Doney (que de ninguna manera podría considerarse un café apartado o poco conocido sino que, de hecho, era extremadamente popular) era porque a él le resultaba familiar. Si eso era verdad (era igualmente factible que no fuera verdad, pero
si
lo fuera) entonces el propio Robert Lebrun les habría sido familiar a quienes trabajaban en el Doney.

Randall observó a varios de los sonámbulos camareros. Estaban uniformados con chaquetas blancas que tenían charreteras azules, altos y almidonados cuellos con corbatas, de lazo color azul oscuro y pantalones negros, y llevaban menús color azul alhucema o bandejas vacías. Cerca de la apertura que había entre las mesas del fondo y que conducía al restaurante, estaba un italiano de cierta edad con aire de autoridad y con las manos cruzadas a la espalda. Estaba formalmente ataviado (con una chaqueta azul brillante, cuello almidonado, corbata de lazo y pantalones de smoking, y parecía estar muy alerta. Era el encargado de los camareros, dedujo Randall.

Atravesando la acera, Randall sintió el alivio de la sombra repentina, y se acomodó en una silla frente a una mesa desocupada de cara al paso de la gente. Tras un breve intervalo, un camarero se percató de su presencia y se aproximó a él, poniéndole enfrente un menú.

Randall tomó la lista y preguntó:

—¿Está el encargado de los camareros por aquí?

—Sí —dijo, llamando al italiano de edad avanzada que vestía formalmente—. ¡Julio!

Julio, el encargado de los camareros, caminó rápidamente, con bloc y pluma en las manos.

—A sus órdenes, señor.

Randall examinó el menú con aire ausente. Todo estaba enlistado por partida doble, en italiano y en inglés. Su mirada se detuvo en
Gelati
, y luego pasó a
Granita di limone
(granizado de limón) 500 liras.

—Deme un granizado de limón —dijo Randall.

Julio tomó nota.

—¿Es todo?

—Sí.

Julio arrancó la hoja del bloc de pedidos, se la extendió al camarero que aguardaba y tomó el menú para retirarse.

—En realidad —dijo Randall—, deseo algo más. Pero no tiene que ver con su menú —Randall había sacado su cartera, y de ella extrajo tres grandes billetes de mil liras—. Soy un escritor norteamericano, y necesito cierta información. Tal vez usted pueda ayudarme.

El pétreo rostro profesional del encargado de los camareros mostró arrugas de interés. Sus ojos se posaron sobre las liras que Randall sostenía en las manos.

—En lo que sea posible —dijo el encargado—, me dará mucho gusto serle útil.

Randall dobló los billetes y los puso firmemente en la cálida mano del encargado.

—¿Cuánto tiempo hace que trabaja usted en el Doney, Julio?

—Cinco años, señor. —Guardó los billetes en su bolsillo, musitando—:
Grazie
, señor.

—¿Estaba usted trabajando aquí (quiero decir, que no estaba de vacaciones u otra cosa) en mayo del año pasado?

—Oh, sí, señor —ahora se mostraba curioso, gentil y amigable—. Es antes de la temporada del turismo, pero ajetreada, muy ajetreada.

—Entonces estaba usted probablemente a cargo. Le diré tras de qué ando. Estoy haciendo una investigación, y hay alguien a quien me gustaría ver y que me han dicho que con frecuencia viene al Doney. Un amigo mío se reunió con esta persona aquí hace un año, en el mes de mayo, y me dijeron que la persona que busco es cliente regular de este café. ¿Reconoce usted a los clientes regulares?

Julio contestó alegremente.

—Naturalmente que sí. No sólo es mi trabajo, sino que resulta inevitable que yo me familiarice con nuestros clientes asiduos. Los conozco a todos por sus nombres, y hasta llego a saber algo de sus personalidades y sus vidas. Es lo que hace que mi actividad tenga tantas compensaciones. ¿Quién es la persona a la cual usted desea conocer?

—Él es francés, pero reside en Roma —dijo Randall—. No tengo idea de cuán a menudo viene al Doney, pero me han dicho que viene aquí —Randall contuvo la respiración y luego soltó lo que esperaba que sería un ábrete sésamo—: Su nombre es Robert Lebrun.

El encargado permaneció inmutable.

—Lebrun —repitió lentamente.

—Robert Lebrun.

Julio estaba exprimiéndose el cerebro.

—Estoy tratando de hacer memoria —dijo con voz quebrada, como temeroso de tener que renunciar a la propina—. No me suena. Que yo sepa, no tenemos a ningún cliente regular con ese nombre. Seguro que lo recordaría.

Randall se descorazonó. Trataba de recordar la descripción que de Lebrun le hiciera el
dominee
De Vroome.

—Tal vez si yo le dijera cómo es él…

—Por favor.

—De unos ochenta años. Usa anteojos. De cara muy arrugada. Como jorobado. De la estatura de usted. Así es Robert Lebrun. ¿Le sirve de algo?

Julio estaba apenado.

—Lo lamento, pero hay tantos…

Randall recordó algo más.

—Espere, hay algo que usted tiene que haber notado. Su modo de andar. Es cojo. Perdió una pierna hace mucho tiempo, y lleva una artificial.

El rostro de Julio se iluminó de inmediato.

—Tenemos uno como ése. Yo no sabía que fuera francés, porque su italiano es muy correcto; es un perfecto caballero romano. Pero no se llama Lebrun. En realidad no conozco su verdadero nombre, excepto por lo que él nos dice. Cuando ha bebido demasiado Pernod o Negroni, bromea y dice que su nombre, es Toti, Enrico Toti. Es un chiste local. ¿No lo entiende usted?

—No.

Julio explicó:

—Cuando uno pasa en automóvil por los Jardines Borghese, a través de los parques, ve muchas estatuas, y hay una, una escultura enorme de un héroe desnudo sobre una base cuadrada de piedra, y este personaje tiene sólo una pierna. Está recargado en una roca, con la pierna derecha estirada y el muñón de la izquierda apoyado sobre la roca. Al pie de la estatua pone
Enrico Toti
, y especifica que murió en 1916. Este Toti, aunque tenía una sola pierna, quiso alistarse como voluntario en el Ejército italiano durante la guerra austro-húngara, y fue rechazado, naturalmente. Pero se volvió a presentar como voluntario, una vez más, y ya no pudieron rehusarse a admitirlo, así que lo incorporaron al Ejército italiano con su sola pierna y su muleta, y combatió y fue un gran héroe. Así que nuestro cliente cojo bromea con que hace muchos años fue un gran héroe y que su nombre era Toti. Ése es el único nombre…

—¿Toti? —repitió Randall—. Bueno, para nada se parece a Lebrun, ¿verdad? Desde luego, puede ser que tenga muchos nombres —dándose cuenta de que el encargado había hecho un gesto, se preguntó por qué—. ¿Qué sucede, Julio?

—Otro nombre, me acaba de venir a la mente justo ahora. Es tonto, pero…

—¿Quiere usted decir que este Toti tiene otro nombre?

—Es tonto, muy tonto… pero las mujeres de la calle… usted sabe… le pusieron este nombre porque es tan intelectual y se da tantos aires de elegante, siendo como es tan pobre y tan digno de compasión. Lo llaman —Julio rió entre dientes— Duca Minimo, que quiere decir Duque Insignificante. Ése es el mote con el que lo humillan.

Randall agarró emocionado el brazo del encargado.

—¡Ése es, ése es otro de sus nombres! Toti alias Duca Minimo alias Robert Lebrun. Él es quien ando buscando.

—Me alegro mucho —dijo Julio; sus tres mil liras estaban seguras ahora.

—¿Todavía viene al Doney? —quiso saber Randall.

—Oh, sí, con toda regularidad, casi todas las tardes cuando el tiempo es bueno. Viene por su aperitivo a las cinco en punto de la tarde, antes de la oleada de gente que sale del trabajo, y se toma su Pernod 45 o su Negroni, explica sus chistes y lee el diario.

—¿Estuvo aquí ayer?

—Ayer no trabajé en este turno, aunque hoy sí me toca. Permítame averiguarlo…

Julio fue hacia donde estaban tres camareros parados a una distancia donde no podía oírseles, los interrogó y dos de ellos rieron y asintieron vigorosamente con la cabeza.

El encargado regresó sonriendo.

—Sí, este Toti (Lebrun, como usted lo llama) estuvo aquí ayer durante una hora, a la que acostumbra a venir. Lo más probable es que hoy aparezca a las cinco.

—Estupendo —dijo Randall—, absolutamente estupendo. —Buscó su billetero y extrajo de él un billete de cinco mil liras. Tendiéndoselo al anonadado encargado, le dijo—: Escuche, Julio, esto es importante para mí…

—Por favor.., gracias, señor, muchas gracias. Estaré encantado de hacer cualquier cosa que pueda.

—Haga esto. Yo estaré aquí a las cinco menos cuarto. Cuando Toti o Lebrun venga, señálemelo. Yo me ocuparé del resto. Si él viniera antes, telefonéeme a mi habitación. Estoy hospedado aquí, en el «Excelsior». Mi nombre es Steven Randall. ¿No lo olvidará? Steven Randall.

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