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Authors: Irving Wallace

La Palabra (75 page)

La mirada del
dominee
De Vroome buscó alguna reacción en Randall, pero no la hubo.

—Nuestro remitente es un docto caballero. Eso es lo menos que podemos decir —añadió De Vroome.

Absorto como estaba, Randall se contuvo para escuchar lo que vendría después.

—Para concluir con el contenido de la carta —prosiguió De Vroome—, este expatriado francés le dijo a Plummer que estaba dispuesto a revelar toda su participación en el fraude y hacer pública la falsificación la noche de la aparición de la nueva Biblia. Agregó que si Plummer deseaba conocer los detalles del engaño y que si quería saber el precio que él pondría a las pruebas irrefutables de su maniobra, estaba dispuesto a reunirse con Plummer y negociar en un terreno neutral. Para esta junta preliminar, estaba preparado para recibir a Plummer, si iba solo, en una fecha determinada y en cierto lugar en París, siempre y cuando Plummer le enviara el importe de un boleto de avión de Roma a París, ida y vuelta, así como una pequeña cantidad de dinero para alimentos y para hospedaje por una noche. Ésa, señor Randall, era la carta que Cedric Plummer me mostró.

Por fin levantó Randall su vaso de escocés. Ya lo necesitaba.

—Y, ¿creyó usted lo que decía esa carta? —preguntó Randall.

—Al principio no; por supuesto que no. La Tierra está llena de chiflados religiosos. Ordinariamente, yo habría ignorado semejante carta. Sin embargo, mientras más la estudiaba, más veía yo la posibilidad de que su autor pudiera estar diciendo la verdad. Yo creo que había una cierta evidencia en el contenido de la carta que le daba un aspecto de veracidad. El remitente hablaba del descubrimiento del profesor Monti cerca de Ostia Antica. Hasta entonces, nosotros conocíamos el papel que había desempeñado Monti, pero el sitio exacto de su descubrimiento había sido mantenido en riguroso secreto dentro de Resurrección Dos. Todos los que estábamos afuera sabíamos que se había realizado en Italia un descubrimiento que tenía que ver con la nueva Biblia, pero ninguno de nosotros, incluyéndome yo, sabía de la ubicación precisa del hallazgo. Eso me pareció impresionante, y era algo que podía verificarse y que yo comprobé de inmediato, a través de ciertos colaboradores que tengo aquí en Roma. En cuanto les proporcioné el nombre específico del lugar de la excavación, mis colaboradores pudieron confirmar que en los alrededores de Ostia Antica, efectivamente, fue donde Monti había hecho un importante descubrimiento bíblico. En la carta se mencionaba, además, el título de la nueva Biblia, el mismo que yo desconocía y que, según pude verificar, resultó exacto. Sea como fuere, ésa era información interna a la cual, hasta entonces, sólo había tenido acceso un círculo privado de colaboradores del proyecto. Tal vez algunas personas del exterior pudieron haberse enterado de eso… pero, ¿un desconocido expatriado francés en Roma? Eso era algo que yo no podía ignorar. Aun cuando este Duca Minimo no hubiera sido el falsificador, aun cuando él hubiera obtenido esa información secreta de segunda mano, no obstante, sabía lo bastante como para que se le tomara en serio. Si él mismo no era la fuente de ese conocimiento, entonces de seguro estaba relacionado con alguien que sí lo era. Definitivamente valía la pena ver al Duca Minimo, especialmente considerando la modesta inversión financiera que tendría que hacerse. Así que le di instrucciones a Cedric Plummer para que le escribiera a cargo de la Lista de Correos en Roma, mostrando interés por escuchar la historia que nos relataría el falsificador y poniéndose de acuerdo acerca de la fecha, hora, y lugar de la reunión. Además, le pedí que le enviara un boleto de ida y vuelta, y dinero para sus gastos. Plummer contestó la carta tal como yo le indiqué y, en la fecha acordada, voló a París para el
rendez-vous
.

—Quiere usted decir que… Plummer realmente vio a ese hombre.

—Sí, lo vio.

Randall dio un gran trago a su escocés.

—¿Cuándo?

—Hoy hace una semana.

—¿Dónde?

—En el Père-Lachaise, en París.

—¿Dónde está eso?

—Le Cimetière du Père-Lachaise… ¿no ha oído usted hablar de él? —dijo el
dominee
De Vroome con sorpresa—. Es el famoso cementerio donde tantas grandes figuras del pasado (Héloise y Abélard, Chopin, Balzac, Sarah Bernhardt, Colette) están sepultadas. Nuestro falsificador había escrito que estaría esperando a Plummer a las dos de la tarde en punto frente a la escultura de Jacob Epstein que está sobre la tumba de Oscar Wilde. Debemos admitir que fue un gesto teatral, pero no sin razón. Para una persona notoria, un falsificador confeso, era un sitio seguro y apartado. Además, tendrían privacidad. Yo visité el Père-Lachaise una vez. Es enorme, tranquilo, aislado, con lomas, senderos y florestas de álamos y acacias. Era un lugar perfecto y muy intrigante para un sensacionalista como Plummer.

—¿Y se encontraron allí, Plummer y el falsificador? —apremió Randall.

—Allí se encontraron —dijo De Vroome—, pero no frente a la tumba de Wilde, como se había planeado originalmente. Cuando Plummer llegó al cementerio, un guardia le preguntó cuál era su nombre y le entregó un sobre sellado que alguien había dejado allí para él. El sobre contenía una nota garabateada por el Duca Minimo. Había cambiado el punto de reunión. Le avisaba a Plummer que prosiguiera hasta la tumba de Honorato de Balzac. Aparentemente, había mucho tráfico por los alrededores de la tumba de Oscar Wilde. A Plummer le pareció que éste era un toque especialmente poético. La pluma de Balzac había atraído a incontables pillos y bribones. Y ahora había atraído al hombre que probablemente era el más grande falsificador de la Historia. Plummer compró un mapa turístico del cementerio, marcó en él la ruta hacia la tumba de Balzac y no tuvo dificultad para encontrarla. Y allí encontró también al falsificador.

El
dominee
De Vroome hizo una pausa, se terminó su coñac y consideró rellenar su copa y el vaso de Randall, que ya estaban vacíos.

—¿Otro trago, señor Randall?

—No deseo nada más… excepto su historia. ¿Qué sucedió?

—Con su habitual dedicación periodística, Cedric Plummer tomó notas extensas después de la reunión. Yo las he leído. ¿Cuál es la esencia de esas notas? Esto: el nombre verdadero de nuestro confeso falsificador es Robert Lebrun. Plummer se encontró con un hombre viejo (ochenta y tres años) pero no senil, sino perfectamente alerta, con la mente despierta y despejada. Tenía el cabello teñido de color castaño. Ojos grises, con una catarata. Lentes con aros metálicos. Nariz puntiaguda. Mandíbula prominente, una dentadura postiza que le quedaba floja y profundas arrugas en el rostro. Probablemente era de mediana estatura, pensó Plummer, pero aparentaba ser más bajo a causa de su postura encorvada. Tiene una extraña manera de andar, cojeando o balanceándose, a causa de una amputación; su pierna izquierda es artificial, y no le gusta hablar de ello. Sus antecedentes nos dan algunas bases con respecto a su historia de la falsificación.

—¿De dónde es él?

—De París. Nació y fue criado en Montparnasse. No le dijo mucho a Plummer. Estaban de pie allí, cerca de la tumba de Balzac, bajo el sol, y Lebrun se cansó pronto. En su juventud había trabajado como aprendiz de grabador. Era pobre y quería dinero para sí mismo y para su madre, sus hermanos y sus hermanas, así que empezó a juguetear con falsificaciones sencillas, y descubrió que tenía un don para eso. Comenzó falsificando pasaportes, después se dedicó a falsificar billetes de baja denominación y luego continuó con cartas históricas, manuscritos raros y fragmentos bíblicos medievales iluminados, hechos en miniatura. Después se pasó de listo. Emprendió la falsificación de un documento gubernamental sin tener la suficiente preparación. Yo desconozco los detalles, pero fue descubierto, arrestado y enjuiciado, y puesto que en su historial existían otros delitos menores, fue sentenciado a prisión en el célebre penal de la Guayana Francesa. Allí, en esa colonia penitenciaria, la vida le resultaba imposible al joven Lebrun. Las autoridades de la prisión no hicieron ningún intento por rehabitarlo, y él se volvió más recalcitrante que nunca; sufría mucho por eso, y estaba casi deshecho. En un momento dado, después de haber estado prisionero en una de las tres islas que más tarde se conocieron como el grupo de las Islas del Diablo, Lebrun estaba al borde del suicidio. Fue entonces cuando le favoreció con su amistad un cura francés, un sacerdote católico de la Orden de la Congregación del Espíritu Santo que venía desde St. Jean para visitar las islas de la colonia penitenciaria dos veces por semana. El sacerdote se interesó mucho por Lebrun, lo convirtió a la religión y la fe, y lo aficionó a la lectura espiritual. Gradualmente, la vida de Lebrun cobró sentido y dimensión. Finalmente, después de permanecer tres años en la colonia penal de la Guayana, a Lebrun se le presentó una especie de oportunidad de recibir el indulto. Plummer no pudo averiguar los detalles, pero cualquier cosa que haya sido, esa oportunidad se convirtió en traición, y Lebrun se volvió más amargado y antisocial que nunca. Especialmente en contra de la religión.

Randall estaba confuso.

—No comprendo —dijo.

—Discúlpeme por no aclararle este punto crucial. De hecho, es poco lo que yo sé al respecto. Todo lo que Lebrun reveló fue que ese sacerdote en quien había confiado, ese hombre con sotana, le hizo una proposición en nombre del Gobierno francés. Si Lebrun se ofrecía como voluntario para una misión peligrosa y sobrevivía, se le concedería el indulto y sería liberado de la colonia penal. Lebrun estaba renuente a aceptar, pero estimulado por el cura, lo hizo. Sobrevivió a la misión con la pérdida de su pierna izquierda, pero la libertad valía aún ese precio. Sin embargo, la libertad no llegó. El indulto que el sacerdote le había prometido, representando al Gobierno francés, no le fue concedido. Lebrun cayó nuevamente en su infierno tropical. A partir de ese negro día de traición, Lebrun se prometió solemnemente cobrar venganza. ¿Contra el Gobierno? No. Era en contra del sacerdocio, del clero, de toda la religión (a causa de la decepción que había sufrido a manos de ella) que él juró vengarse. Así, con la ira en su corazón y en su mente, concibió un perverso plan que se mofaría de los cristianos creyentes y asestaría un golpe fatal contra el clero de todas las denominaciones.

—La falsificación de un nuevo evangelio —murmuró Randall.

—Sí, eso, y otra falsificación que presenta una fuente pagana acerca del juicio de Cristo que él había llegado a aborrecer. Lebrun planeó dedicar lo que le restaba de vida a la preparación del fraude, a pugnar porque el público lo creyera y, finalmente, a descubrir la verdad, mostrando así la falsedad de la fe religiosa y la credulidad de los tontos que tienen fe. Entre 1918, año en que lo arrojaron nuevamente a su celda en la isla de la Guayana, y 1953, cuando Francia cerró esa célebre colonia penal, Robert Lebrun preparó su venganza. Se empapó de la ciencia y los conocimientos bíblicos, así como de la historia del cristianismo del siglo I. Por fin, después de treinta y ocho años de reclusión, su liberación llegó con la eliminación de la colonia penal de la Guayana por parte del Gobierno francés. Lebrun fue devuelto a Francia en calidad de hombre libre, pero con el estigma de un ex convicto obsesionado por la venganza en contra de la Iglesia.

—¿Y entonces emprendió su falsificación maestra?

—No de inmediato —dijo el
dominee
De Vroome—. Lo primero que quería era dinero. Reanudó su vida clandestina de falsificador, convirtiéndose en una fábrica individual de pasaportes ilegales. Reanudó, además, sus estudios de las Escrituras, de Jesús, de la primitiva era cristiana y del arameo. Obviamente, Lebrun era un brillante estudioso autodidacta. Al fin, ahorró suficiente dinero para adquirir los materiales antiguos que necesitaba. Con esos materiales, sus conocimientos obtenidos y su odio, abandonó Francia para tomar residencia en Roma y desarrollar secretamente, en papiro y pergamino, lo que él esperaba que sería la mayor falsificación de la Historia. La terminó, a satisfacción propia, hace unos doce años.

Randall estaba completamente hipnotizado, demasiado intrigado para continuar sosteniendo su incredulidad.

—¿Y Monti? —preguntó Randall—. ¿Dónde encaja Monti en todo esto? ¿Este tal Lebrun lo conoció en Roma?

—No, en un principio Lebrun no conocía personalmente a Monti. Pero, naturalmente, durante sus estudios de arqueología bíblica, Lebrun se había familiarizado con el nombre de Monti. Y entonces, un día, después de que hubo terminado su falsificación y mientras trataba de resolver dónde y cómo lo podría enterrar para que después fuera descubierto en una excavación, se encontró con un artículo radical que Monti había escrito para una publicación arqueológica.

Randall asintió.

—Sí, el controvertido artículo que escribió el profesor Monti planteando la posibilidad de encontrar el documento Q en Italia, en lugar de Palestina o Egipto.

—Exactamente —dijo el
dominee
De Vroome, impresionado—. Ya veo que ha hecho bien su tarea, señor Randall. Pero, claro, usted tiene un excelente tutor en la hija del profesor Monti. Bien, para continuar, un día, en la Biblioteca Nazionale, Lebrun leyó ese artículo de Monti y de inmediato ató los cabos sueltos de su complot. De los lugares sugeridos por Monti para un posible hallazgo futuro, uno era el de las antiguas ruinas sepultadas a lo largo de la vieja costa cercana a Ostia. Después de un meticuloso estudio del sitio, Robert Lebrun se las ingenió para enterrar profundamente su falsificación, entre las ruinas de la villa romana de Ostia Antica del siglo I.

El escepticismo de Randall surgió nuevamente.

—¿Cómo pudo hacer eso sin que lo descubrieran?

—Lo hizo —dijo firmemente el clérigo—. Yo no sé cómo, y él no le reveló a Plummer los medios de los que se valió. Yo creo que Lebrun era, y todavía es, capaz de cualquier cosa. Sobre todo, como usted debe darse cuenta, él siempre fue un hombre de infinita paciencia. Una vez que sus falsificaciones en papiro y pergamino estuvieron selladas y enterradas, dejó que transcurrieran varios años para permitir que el tarro sellado y el bloque de piedra formaran parte de las ruinas enterradas, al absorber los estragos del tiempo y tomar la apariencia de ser tan antiguos como los documentos que contenían. Durante ese lapso, el Gobierno italiano había autorizado que se realizaran nuevas excavaciones en Ostia Antica, y Lebrun vigiló, confiando en que su falsificación sería desenterrada accidentalmente. Pero esas excavaciones no fueron lo suficientemente extensas. Mientras tanto, el profesor Monti continuaba publicando sus escritos radicales, promoviendo sus puntos de vista acerca de la posibilidad de hallar el documento Q en Italia y, como resultado, Monti fue severamente criticado y ridiculizado por sus colegas más conservadores. Al leer eso, al enterarse de esa controversia interna, Lebrun supuso que el profesor Monti estaría dolido por los ataques de sus críticos académicos y ansioso por demostrar que sus teorías no eran meras fantasías. Lebrun resolvió que la hora de actuar había llegado. Así que hace siete años, según lo que le dijo a Plummer en el cementerio de París, se decidió a buscar al profesor Monti en la Universidad de Roma. Y, de acuerdo con los resultados, la psicología de Lebrun había sido correcta.

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