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Authors: Irving Wallace

—Gracias, Ángela. Pero, realmente no esperas que tu padre pueda reconocer algo, ¿verdad?

—Es muy poco probable. Sin embargo, uno nunca sabe. Existen tantos misterios acerca de la mente humana. De todos modos, entraré a verlo yo sola. Tú espera aquí. No me demoraré. Después, yo me encargaré de que alguien te lleve a verlo.

En seguida, Ángela desapareció.

Randall continuó paseando, tratando de comprender cómo un brillante profesor como Monti (con una mente tan abierta durante toda su vida) pudo haberse vuelto loco de la noche a la mañana. Ya no le interesaba alternar con esa mente. Nunca antes había tenido que vérselas con un enfermo mental. No tenía la menor idea de lo que podía esperar o de cómo comportarse. No obstante, se aferraba a una pequeña esperanza de que el profesor pudiera (con alguna palabra, alguna seña) resolver sus inquietudes acerca del Papiro número 9, y sabía que debía llevar a cabo esa entrevista.

Randall se dio cuenta de que Ángela Monti había reaparecido.

No estaba sola. Había entrado a la sala de recepción acompañada por una joven enfermera, alta y huesuda. La enfermera permaneció atrás, junto a la puerta abierta, y Ángela se dirigió hacia Randall, circunspecta y tensa.

—¿Cómo está? —quiso saber Randall.

—Tranquilo, cortés, sereno —dijo ella, tragando saliva y añadiendo—: No me reconoció.

Ángela trató de contener las lágrimas, pero no pudo. Apresuradamente, Randall le pasó un brazo alrededor de los hombros, tratando de confortarla. Ella buscó a tientas un pañuelo en su bolso, se lo llevó a los ojos, y finalmente levantó la vista hacia Randall, forzando una ligera sonrisa.

—Siempre… siempre me sucede lo mismo. Olvídalo, ya se me pasará. Ahora puedes ir a verlo, Steven. No te preocupes. Es inofensivo, calmado. Traté de hablarle de ti. No sé si me entendió. Pero inténtalo tú. Ve con la enfermera… la Signora Branchi. Ella te mostrará el camino. Yo estaré ocupada mientras tanto. Tengo que llamar a casa y decirle a Lucrezia (nuestra ama de llaves) que mi hermana llegará hoy de Nápoles con los niños para verme.

Randall la dejó, se presentó con la señora Branchi, y juntos se dirigieron a un antiséptico corredor. A la mitad del camino, la señora Branchi sacó del bolsillo de su uniforme azul marino un aro de llaves.

—Ésta es la habitación del profesor Monti —dijo ella. Luego, dándose cuenta de que la puerta estaba entreabierta, instantáneamente se inquietó—. Se supone que debería estar cerrada con llave —asomó la cabeza en el cuarto y se volvió hacia Randall con evidente alivio—. Es la camarera. Está dentro recogiendo la bandeja del almuerzo.

Segundos después, la camarera, que llevaba un uniforme diferente (cofia y un delantal blanco sobre un vestido color de rosa), salió con los residuos de la comida.

La señora Branchi murmuró una pregunta en italiano, y la camarera respondió en voz baja, alejándose rápidamente por el corredor. La enfermera miró a Randall.

—Le pregunté cómo está el profesor, y me dijo que como de costumbre, sentado frente a la ventana, mirando hacia fuera. Podemos entrar. Simplemente los presentaré y lo dejaré a solas con él. ¿Cuánto tiempo necesitará usted?

—No lo sé —dijo Randall nerviosamente.

—El doctor Venturi prefiere que las visitas no excedan de diez a quince minutos.

—Muy bien, deme quince minutos.

La señora Branchi abrió más ampliamente la puerta y dejó entrar a Randall, quien se asombró de que ése de ninguna manera fuera un cuarto de hospital. Él se esperaba un cuarto similar al que su padre había ocupado en el hospital de Oak City, pero esta habitación tenía la apariencia de cuarto de estar-biblioteca-recámara, combinados dentro de un apartamento privado.

La impresión inmediata que le dio a Randall fue la de un recinto soleado, confortable, acogedor, con un placentero aire acondicionado. A un lado de la pieza estaba la cama, y junto a ella una mesa y una lámpara. Una puerta parcialmente abierta dejaba entrever un gran cuarto de baño con el piso de mosaico azul. En el lado opuesto del cuarto, debajo de una moderna pintura al óleo, estaba un decorativo escritorio con su silla de piel, y sobre el escritorio había fotografías enmarcadas de una mujer de avanzada edad con grandes aretes (probablemente su difunta esposa), retratos de las hijas del paciente, Ángela y Claretta, así como de sus nietos. En el centro de la habitación había un mullido sillón, una mesa con una planta verde y dos rígidas sillas. A través de la ancha ventana se observaba una tranquila vista de los jardines. Sólo las delgadas barras de hierro echaban a perder la serenidad del paisaje y, al igual que las paredes pintadas de blanco, le recordaban a uno que ésta era una clínica psiquiátrica.

Frente a la ventana, meciéndose mecánicamente hacia delante y hacia atrás, casi perdido en las profundidades de la mecedora, estaba un pequeño y remoto anciano, con el rostro todavía rollizo, mechones de cabello blanco, prominentes cejas grises y unos vacíos y acuosos ojos fijos en las flores del exterior. Ése era, con menos porte, más acabado, el hombre que Randall había visto la noche anterior en las fotografías tomadas seis años atrás.

La señora Branchi se había dirigido hacia la mecedora, tocando la manga de la camisa deportiva color café que vestía el paciente.

—Profesor Monti —dijo ella suavemente, hablándole como si estuviera despertando a alguien—, tiene usted un visitante de Norteamérica.

Con un dedo le hizo señas a Randall, a la vez que tras de sí buscaba a tientas una de las pesadas sillas para arrastrarla frente a la mecedora.

—Profesor, éste es el señor Randall. Está interesado en su trabajo.

El profesor Monti observó el movimiento de los labios de la enfermera con leve interés, pero no hizo reconocimiento alguno de la presencia de Randall.

La señora Branchi se volvió.

—Los dejaré, señor Randall. Si me necesita, hay un timbre colgando de la cabecera de la cama. De no ser así, vendré por usted dentro de quince minutos.

Randall esperó a que ella se hubiera marchado, escuchó el pestillo de la cerradura de la puerta y finalmente se sentó en la dura silla que estaba frente a la pequeña figura de la mecedora.

El profesor Monti se había dado cuenta, al fin, de la presencia de su visitante, y ahora lo observaba silencioso y sin curiosidad.

—Soy Steven Randall —dijo, presentándose nuevamente—. Soy de Nueva York. Soy amigo de su hija Ángela. Usted acaba de verla, y creo que ella le habló un poco de mí.

—Ángela —dijo el profesor Monti.

Repitió el nombre sin acento ni puntuación, sin reconocimiento ni interrogación. Simplemente había repetido el nombre del mismo modo como un niño comprueba la rareza de un juguete nuevo.

—Estoy seguro de que ella le habló acerca de mi relación con Resurrección Dos y del trabajo que estoy desarrollando para promover su descubrimiento —continuó Randall.

Se sentía como si estuviera dirigiéndose a la blanca pared que estaba más allá de la mecedora de Monti. Tuvo el impulso de llamar con el timbre a la señora Branchi y correr. No obstante, compulsivamente, prosiguió hablando, contándole cómo George L. Wheeler lo había contratado y lo había llevado a Amsterdam. Le habló del entusiasmo que él y los demás del proyecto sentían ahora que se acercaba el día del anuncio, cuando el descubrimiento del profesor en Ostia Antica se daría a conocer a millones de personas en todo el orbe.

Conforme Randall presionaba, el profesor Monti comenzó a prestar más atención. Aunque estaba retraído e incapacitado o indispuesto para hablar, Monti parecía estar interiormente receptivo a lo que Randall le estaba diciendo. Parecía estar tan alerta como lo estaría cualquier persona ligeramente senil ante el monólogo de un extraño.

Randall se reanimó. Éste podría ser el largamente esperado intervalo lúcido, posiblemente provocado por el hecho de que Randall estaba pisando sobre terreno conocido. Éste podría ser un día de suerte.

—Permítame decirle exactamente por qué estoy aquí, profesor Monti —dijo Randall.

—Sí.

—Su descubrimiento ha sido autenticado. El Nuevo Testamento revisado ha sido traducido a cuatro idiomas. La Biblia está casi lista para su publicación, excepto que… —Randall titubeó, y luego continuó decididamente—. Ha surgido un problema. Espero que usted pueda resolverlo.

—Sí.

Randall observó el rostro del profesor. Había en él genuina curiosidad, o así lo parecía. Randall se sintió definitivamente alentado.

A punto de resumir, Randall se agachó a su portafolio, puso en marcha su grabadora y luego extrajo la fotografía crucial.

—Varios de nosotros encontramos un error desconcertante (o cuando menos lo que nosotros pensamos que es un error) en la traducción. Ahora bien, le diré qué es lo que me inquieta. —Randall revisó la fotografía—. Aquí tengo una fotografía tomada del Papiro número 9, uno de los papiros que usted encontró cerca de Ostia Antica. Lo que me inquieta es que esta reproducción no es igual a la primera fotografía que yo vi del Papiro número 9. Mi preocupación es que ese papiro haya sido alterado por alguna persona o que haya sido sustituido por otro.

El profesor Monti se inclinó un poco hacia delante en su mecedora.

—¿Sí?

Estimulado, Randall continuó.

—Ya no existe forma alguna de saber si esta fotografía representa al papiro original que usted descubrió o si corresponde a un papiro alterado. El negativo de la foto original se perdió en un incendio. Sin embargo, profesor Monti, Ángela dice que usted vivió tan cerca de todos los preciados fragmentos, que cada signo, cada garabato, cada punto está grabado en su mente. Ángela piensa que usted sabría casi de inmediato si esta foto es en realidad una reproducción verdadera del papiro que usted extrajo de la excavación o si representa una hoja alterada o sustituida. Es de primordial importancia, profesor Monti, que nosotros sepamos la verdad. ¿Puede usted decirme si ésta es una fotografía del papiro que usted descubrió en Ostia Antica?

Entregó la reproducción al profesor Monti, quien la tomó cuidadosamente con sus temblorosas manos. Durante varios segundos, el profesor ignoró la fotografía, mirando fijamente a Randall y meciéndose en silencio.

Finalmente, como si recordara lo que tenía en las manos, sus ojos se desviaron hacia la fotografía. Lentamente la levantó y la ajustó a cierto ángulo, para que la luz del sol qué se filtraba a través de la ventana con barrotes brillara sobre ella. Una sonrisa se formó gradualmente en su redonda cara, y Randall, observándolo, sintió surgir la esperanza.

Transcurrieron mudos segundos. El profesor Monti bajó la foto hasta su regazo, con los ojos todavía fijos en ella. Sus labios comenzaron a moverse, y Randall se esforzó por captar las palabras, entrecortadas y apenas audibles.

—Verdadera, es verdadera —estaba diciendo el profesor Monti—. Yo escribí esto.

Levantó la cabeza para afrontar la mirada de Randall.

—Yo soy Santiago el Justo. Yo fui testigo de estos acontecimientos —sus labios volvieron a moverse, y su voz se hizo más fuerte—. Yo, Santiago de Jerusalén, hermano del Señor Jesucristo. Su heredero, el mayor de Sus hermanos supervivientes e hijo de José de Nazaret, pronto seré llevado ante el Sanedrín y su más alto sacerdote, Ananías, acusado de conducta sediciosa en virtud de mi jefatura de los seguidores de Jesús en nuestra comunidad.

Randall se recargó en su silla, abatido.

«Dios mío —se dijo a sí mismo—, el anciano cree que él es Santiago de Jerusalén, hermano de Jesucristo.»

El profesor Monti había elevado la mirada hacia el techo, y continuó hablando, con mayor fervor en su temblorosa voz.

—Los otros hijos de José, hermanos supervivientes del Señor y míos propios, son José, Simón y Judas. Todos están más allá de los linderos de Judea e Idumea, y yo quedo para hablar del primogénito y más amado hijo.

El profesor Monti estaba recitando, con su acentuado inglés, una de las primeras partes del papiro arameo que había sido incluido en el Evangelio según Santiago, dentro del Nuevo Testamento Internacional. Pero había algo inesperado, casi misterioso, en la citación, y Randall lo captó de inmediato. El profesor Monti, al enumerar los nombres de los hermanos de Jesús y Santiago, estaba añadiendo un trozo faltante del tercer papiro; una porción que se había desmoronado o disuelto y que había desaparecido después de casi dos mil años.

Esto era inexplicable, salvo por una posibilidad… que el profesor Monti estaba (o había estado) tan compenetrado con el conocimiento bíblico que había recordado los nombres por lecturas de otras fuentes, como el Evangelio según San Mateo o los Actos de los Apóstoles o de Eusebio, el antiguo historiador de la Iglesia, y los había incorporado a su recitación.

—Yo, Santiago el Justo, hermano de Nuestro Señor…

El profesor Monti seguía con su declamación demente.

Sobrecogido por la tristeza que le causaban el desahuciado viejo y la pobre Ángela, Randall escuchó apesadumbrado.

Las palabras del profesor Monti se habían vuelto inaudibles. Luego cayó en el silencio y se quedó mirando fijamente a los jardines a través de la ventana.

Suavemente, Randall tomó la fotografía del regazo del anciano y la devolvió a su portafolio. Apagó su grabadora y vio la hora en su reloj. La señora Branchi estaría de vuelta en un minuto o dos.

Se puso de pie con su portafolio.

—Gracias, profesor Monti, por su tiempo y su colaboración.

Para sorpresa de Randall, el profesor Monti se levantó cortésmente de la mecedora. Se veía más pequeño que antes. Esquivando a Randall se dirigió a su escritorio, se colocó detrás y pareció que momentáneamente había olvidado su propósito. Luego abrió un cajón y buscó una hoja de papel en blanco y un pedazo de lápiz amarillo.

Hizo varios trazos sobre el papel, revisó su obra, añadió otro trazo, y pareció estar satisfecho consigo mismo. Levantó el papel y se lo ofreció a Randall.

—Para usted —le dijo.

Randall aceptó el papel, preguntándose qué era lo que Monti había dibujado.

—Es un regalo —murmuró el profesor Monti—. Lo salvará a usted. Es un regalo de Santiago.

Randall bajó la vista hacia la hoja de papel que tenía en la mano. En ella había un tosco dibujo.

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