La Palabra (68 page)

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Authors: Irving Wallace

—Sí, me alegra que haya podido ver el original, padre —dijo Randall—. Ciertamente ha ayudado usted a solucionar un problema grave.

El abad sonrió.

—Usted compartirá el crédito conmigo.

Al decir esto, el abad y los editores salieron, seguidos por Sobrier y Riccardi. Randall se encontró a solas en la bóveda con el doctor Jeffries, que estaba molesto, el doctor Knight, con su apariencia beatífica, y el bullicioso señor Groat.

—Un momento, señor Groat —exclamó el doctor Jeffries—. Antes de que guarde usted este papiro, déjeme echarle otro vistazo a esa confusión.

El doctor Jeffries caminó vacilante hacia el fragmento de papiro, que seguía prensado entre las dos placas de vidrio. Randall y Knight lo siguieron.

El doctor Jeffries se hallaba obviamente perturbado. Randall se daba cuenta de que la responsabilidad total de encabezar el equipo de traductores y aprobar la traducción final había sido de Jeffries. Habérsele encontrado semejante error había significado un rudo golpe para su orgullo. En ese instante Jeffries lo demostraba, recorriendo con los dedos su hirsuta cabellera blanca y arrugando la rosada nariz hasta que se tornó color carmesí. Se colocó su binóculo y observó el papiro.

Randall, que aún no había visto al controvertido papiro original, se acercó para echarle una mirada. Era una hoja bastante grande de antiguo papel oscuro, arrugada, moteada, delgada, con las orillas escamadas. Tenía dos muescas desiguales, como si las hebras del meollo hubiesen sido mordisqueadas pos lepismas. Lo más asombroso era la claridad de la escritura aramea. A simple vista y sin ser experto, Randall podía descifrar porciones completas de las apiñadas columnas.

—Umm… umm… no comprendo —musitaba el doctor Jeffries—. Nunca comprenderé cómo pude haber interpretado mal esa oración. Ahora, conforme la veo, parece tan distinta, tan clara, tan correcta para haberla traducido como el abad lo hizo. Unas cuantas manchas, por supuesto, pero, no obstante, debería yo haber visto las palabras correctamente. —Movió la cabeza con tristeza—. Debe ser mi edad; mi edad y mis ojos…

—¿Usted tradujo esta sección? —inquirió Randall.

—Sí —suspiró el doctor Jeffries.

—Pero hubo otros cuatro en su comité, quienes comprobaron la traducción después de usted, doctor Jeffries. También ellos lo interpretaron mal.

—Umm… es verdad. No obstante, el error…

—El error —dijo el doctor Knight con divertida mueca— es que los colegas que trabajan con alguien tan eminente como el doctor Bernard Jeffries pueden sentirse intimidados por él. Si él da una opinión, se convierte en un decreto, en un mandato que los estudiosos menores temen contradecir o revocar. Digo esto sólo por el alto respeto que me inspira la erudición del doctor Jeffries.

El doctor Jeffries bufó.

—La erudición requiere de vista aguda, y la mía ya no lo es. De hecho, ya no realizaré proyectos semejantes —se giró para ver a su protegido. Ahora les corresponde a hombres más jóvenes, con ojos más jóvenes y mentes más ágiles. Florian, quizá renuncie pronto a mi cátedra en Oxford. Quizá me mude a Ginebra para asumir a otras responsabilidades, muy diferentes. Cuando renuncie yo, pedirán mi recomendación para un sustituto. Recordaré la promesa que le hice, Florian. Además, no puedo pensar en alguien que estuviera mejor capacitado que usted.

El doctor Knight inclinó la cabeza.

—Su buena opinión acerca de mí es todo lo que yo deseo, doctor Jeffries. Ha sido un día propicio —señaló el papiro—. Lo que importa, en realidad, es la maravilla y el portento de este hallazgo que, como dijo el abad, cambiará el curso de la cristiandad.

Randall también señaló el papiro.

—Doctor Jeffries, éstas son las líneas que el abad acaba de traducir, ¿verdad?

—Las líneas que causaron los problemas —dijo el doctor Jeffries—. Sí, ésas son.

Randall acercó la cabeza a sólo unos cuantos centímetros del papiro para examinar atentamente los pequeños caracteres.

—Asombroso —dijo—. Son mucho más claros, más fáciles de leer que la fotografía que yo tengo del fragmento —levantó la vista—. ¿A qué se deberá? Yo pensé que la fotografía infrarroja restauraba la escritura antigua que no podía ser descifrada, y que la hacía más clara que el original. ¿No es verdad?

—Temería generalizar —dijo el doctor Jeffries desinteresadamente.

—Creo que Edlund me lo dijo en alguna ocasión. Si eso es cierto, entonces, de hecho, la fotografía debería ser más clara y más fácil de leer que este original.

—Cuando uno busca la precisión, siempre se refiere al original —dijo el doctor Jeffries impacientemente—. No hay distorsiones. Bueno, no hablemos más de ese maldito asunto. Subamos a comer.

Los tres subieron en el ascensor al primer piso donde Randall, habiendo decidido omitir el almuerzo, dejó a los dos letrados de Oxford y regresó a su oficina. Al entrar al cubículo de la secretaria, se sintió incómodo de pensar que tendría que enfrentarse a Ángela antes del anochecer. Pero su escritorio se hallaba limpio y el cuarto vacío, y entonces Randall recordó que la noche anterior le había pedido a ella que hiciera otro trabajo de investigación en la Sociedad Bíblica Holandesa.

Reconfortado por el pensamiento de que podría estar a solas… libre de Ángela, Wheeler y los demás… entró a su oficina, se quitó la chaqueta, se aflojó la corbata, encendió su pipa y empezó a caminar lentamente alrededor del cuarto.

En la Zaal G, el comedor, los editores celebraban el acontecimiento.

Solo en su oficina, Randall no estaba de humor para festejos; todavía no.

Un escrúpulo, un presentimiento le machacaba todavía el cerebro, y él quería definirlo mejor. Hans Bogardus había ensombrecido el proyecto al descubrir un error en el evangelio de Santiago, y ahora un experto incensurable, venido desde Grecia, había explicado el error y proclamado que la nueva Biblia era original y auténtica. Todo esto era verdad. Sin embargo, lo que había sucedido mientras tanto era lo que inquietaba a Randall.

En el Monte Atos, el abad había estado renuente a emitir un juicio acerca de la fotografía del papiro en duda, pero en ese momento había pensado que estaba correctamente traducido. Así las cosas, Petropoulos había admitido que todo el Nuevo Testamento debería ser considerado sospechoso. Ahora, unos cuantos días después, el abad había estudiado el mismo papiro, en su original, y había emitido juicio absoluto en el sentido de que el arameo
no
había sido traducido correctamente y, por lo tanto, el Nuevo Testamento se hallaba fuera de toda sospecha.

¿Qué había modificado el juicio del abad? ¿Una nueva inspección del papiro… o… un nuevo papiro que inspeccionar?

Éste era el aspecto absurdo de todo el asunto; la desaparición del Papiro número 9, la increíble desaparición, justo en el momento en que se había vuelto vital examinarlo. Coincidencia, ¿verdad? Muy bien. Entonces, el siguiente aspecto absurdo; la reaparición del papiro, la increíblemente afortunada recuperación del documento, precisamente a tiempo para que lo analizara el abad. Otra coincidencia, ¿verdad?

Bueno, tal vez.

Tal vez.

Era muy extraño cómo el más pequeño garabato aquí o allá pudiera establecer la diferencia entre el fraude profano y la verdad divina. La mera ubicación del más diminuto garabato, desapercibido antes, pero ahora visto, resucitaba las fortunas de cinco editores religiosos. Cuánto de la fortuna y el porvenir de los hombres dependía de cuán poco.

La fotografía era lo que más inquietaba a Randall. Si el abad no había podido distinguir los caracteres que formaban las palabras en la fotografía, debía haberlos encontrado más difícil de descifrar en el original. Maldita sea, esto simplemente no tenía sentido, se dijo a sí mismo Randall. Estaba casi seguro de que la fotografía infrarroja hacía resaltar lo que no se podía ver claramente en un original. No obstante, las palabras habían sido infinitamente más borrosas y tenues en la fotografía que el original que acababa de observar.

No, no tenía sentido. O, tal vez, tenía demasiado sentido.

Randall se detuvo frente a su archivo a prueba de fuego. Abrió la chapa, soltó la barra de seguridad y cogió la gaveta donde a petición de Wheeler había depositado la fotografía del Papiro número 9.

La carpeta de manila que contenía las fotografías que Edlund había tomado del hallazgo de Monti (el único juego que había en el edificio) se encontraba a la vista. Randall buscó la primera fotografía y la sacó. No era la número 9, sino una fotografía de la número 1. Desconcertado (él recordaba haberla puesto al frente cuando archivó la número 9 en su carpeta), Randall buscó entre todas las fotografías. La fotografía del Papiro número 9 era la última; la que estaba al final de todas.

Pensó que esto no era motivo de sospecha. Ya con anterioridad había sido descuidado para archivar. Lo que probablemente había hecho fue meter la fotografía del Papiro número 9 dentro de la carpeta sin darse cuenta del lugar en el que la había puesto.

Regresó a su escritorio con la copia brillante, ampliada a 28 por 36 centímetros, y se sentó en su silla giratoria para analizarla.

El doctor Jeffries había verificado, cuando se hallaban juntos en la bóveda, cuáles eran las líneas arameas en controversia. Ahora, Randall buscó esas líneas y las encontró de inmediato. Sus ojos las contemplaron fijamente, como si estuviera hipnotizado.

Esas líneas eran las mismas de antes; sin embargo, de alguna manera, no eran las mismas.

Parpadeó. Eran más claras, más precisas que cuando las había visto en Atos. Por lo menos, así le parecían. Con un demonio, eran tan legibles como el papiro original que acababa de observar en la bóveda, o aún más. Si ésta había sido la fotografía que le había mostrado a Petropoulos en Atos, el abad habría podido leer los caracteres fácilmente; de hecho, los habría leído mejor que cuando descifró el original.

Randall arrojó la fotografía sobre su escritorio y se frotó los ojos.

¿Lo estaba engañando la vista? ¿Era ésta la misma fotografía de siempre? ¿O era su viejo cinismo, el cinismo que su esposa Bárbara, que su desdichado padre, que él mismo siempre habían odiado; acaso era ese cinismo, esa autodestructiva desconfianza en cualquier cosa valiosa, que le envolvía y se esparcía por todo su cuerpo nuevamente, como un mal canceroso? Evaluó sus sentimientos.

¿Era la duda que persistía dentro de él, un deseo honesto de encontrar la verdad o era un maldito hábito de rechazar la fe?

¿Existía alguna razón para volver a sospechar, o estaba dando rienda suelta a su escepticismo acostumbrado, vulgar y sin fundamento?

Maldito sea, había una forma de saberlo.

Se levantó de la silla giratoria, tomó la fotografía y fue por su chaqueta.

Una persona le daría la respuesta. Una persona, y sólo una, había tomado la fotografía. Oscar Edlund, el fotógrafo de Resurrección Dos. Y era Oscar Edlund a quien iba a ver en este instante.

Media hora después, Randall se alejó del taxi que lo había llevado al domicilio de Edlund y se encontró contemplando una casa holandesa de tres pisos, del siglo XIX, ubicada en un muelle conocido como el Nassaukade.

Randall se había enterado de que Resurrección Dos había arrendado esta casa como vivienda para algunos de los elementos que trabajaban para el proyecto. Albert Kremer, el redactor, y Paddy O'Neal y Elwin Alexander, los publicistas, eran algunos de los inquilinos que ocupaban las ocho recámaras. También aquí, Edlund tenía sus habitaciones y su cuarto oscuro.

El taxi de Randall no había podido dejarlo directamente enfrente de la casa. El espacio para estacionamiento lo ocupaba un automóvil sedán rojo, que parecía oficial, cuyo chófer, que vestía un uniforme extraño, aguardaba sentado al volante. Conforme Randall se acercaba a la casa, se quedó mirando al sedán rojo, tratando de adivinar el significado del escudo dorado que tenía sobre la puerta, el cual tenía escritas las palabras:
Heldhaftig, Vastberaden, Barmhartig
.

El chófer pareció adivinar el pensamiento de Randall, pues cuando éste pasó frente al automóvil, el uniformado se inclinó a través del asiento delantero y le dijo afablemente:

—¿Usted es norteamericano? Las palabras significan: «Heroico, Decidido, Servicial.» Es el lema de los bomberos de Amsterdam. Éste es el vehículo oficial del comandante… el jefe de bomberos.

—Gracias —contestó Randall, preguntándose de inmediato qué estaría haciendo aquí el jefe de bomberos.

Randall se dirigió hacia la entrada de la casa, al tiempo que la puerta principal se abría y aparecía Oscar Edlund, cuyo rostro cicatrizado por el acné se veía más melancólico que nunca, acompañado por un oficial fornido, el comandante, sin duda, que venía vestido con un gorro negro con visera, que tenía un escudo rojo al centro, y un uniforme azul marino de botones metálicos y con cuatro galones dorados en la manga de la chaqueta.

Aunque se encontraba absorto en la conversación, Edlund vio a Randall y le hizo señas con un dedo, pidiéndole que lo esperara un momento. Randall esperó, todavía desconcertado, hasta que al fin Edlund estrechó la mano del comandante, quien rápidamente se retiró. Al pasar junto a Randall, el oficial lo saludó amigablemente con la cabeza, subió a su automóvil, y segundos después ya se había marchado.

Perplejo, Randall caminó hacia la casa, y el fotógrafo sueco salió a encontrarlo a medio camino.

—Debí haberle telefoneado antes, para averiguar si estaba usted ocupado —dijo Randall disculpándose. Hizo un gesto por encima del hombro, en dirección al automóvil rojo que se había alejado—. ¿Qué sucede?

Edlund se pasó los dedos por la desaliñada y pelirroja cabellera.

—Problemas, puros problemas —dijo tristemente—. Discúlpeme si estoy distraído. El caballero que acaba de irse es el comandante del cuerpo de bomberos de Amsterdam. Vino a entregarme el informe. El
onderbrandmeester…

—¿El qué?

—El subjefe del cuerpo de bomberos estuvo aquí hasta el amanecer, con algunos de sus ayudantes, haciendo la inspección —Edlund miró a Randall con curiosidad—. ¿No lo sabía usted? Lo siento. Anoche tuvimos un repentino e instantáneo incendio en la parte de atrás de la casa…

—¿Hubo algún herido?

—No, no; nada de eso. Afortunadamente, la casa se hallaba vacía cuando el fuego se inició. Todos nos encontrábamos en el «Kras», en una junta especial a la cual nos citaron por la noche.

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