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Authors: Irving Wallace

Mientras el profesor decía lo último, Randall había buscado su portafolio y encontrado el directorio confidencial del personal que había trabajado o que estaba trabajando en el «Hotel Krasnapolsky» en Amsterdam. Examinó rápidamente la lista de traductores y expertos en idiomas internacionales que había en el proyecto. Entre ellos no pudo encontrar el nombre del abad Mitros Petropoulos. Randall levantó la vista.

—Bueno, esto es muy extraño. El nombre del abad no aparece como asesor lingüístico, pasado o presente, de Resurrección Dos. Aquí tenemos el descubrimiento arqueológico religioso más importante de la historia. Está escrito en arameo. Y usted me está hablando del mejor de los expertos en arameo en todo el mundo. Sin embargo, ese experto nunca formó parte de nuestro proyecto. ¿Tendría usted alguna idea de por qué nunca se le utilizó?

—Estoy seguro de que en algún momento dado se le consultó —dijo el profesor Aubert—. Sería impensable que un hallazgo como el de los papiros de Santiago no pasara frente a sus ojos. Debe haber alguna explicación.

—¿Cuál explicación?, me pregunto yo.

—Hable con el doctor Deichhardt o el señor Wheeler. Ellos contrataron a los traductores. Ellos sabrán. O vea al profesor Monti. Seguramente él también lo sabe.

—Sí —dijo Randall inciertamente. Sabía que sería imposible hablar con Wheeler o con cualquiera de los otros editores en Maguncia. El profesor Monti, que se encontraba retirado en Roma, sería igualmente difícil de localizar. De pronto, a Randall se le ocurrió algo—. Profesor Aubert, tengo una idea de cómo podría yo aclarar este asunto del abad Petropoulos. ¿Tiene usted un teléfono disponible?

El profesor Aubert se levantó del sofá y señaló el teléfono que estaba sobre su escritorio.

—Puede usar mi teléfono y hablar en privado. Quiero archivar el expediente de estas pruebas y ver cómo andan las cosas en el laboratorio. Estaré de vuelta en diez minutos. ¿Desea que mi secretaria gestione la llamada?

—Si no es mucha molestia. Quisiera que llamara por cobrar a nuestras oficinas principales en Amsterdam. Deseo hablar con la señorita Ángela Monti.

Había estado hablando con Ángela durante algunos minutos. Fingió haber telefoneado para averiguar si en el curso del día había habido algún asunto importante que hubiera requerido su atención personal.

Ahora, casi casualmente, le planteó la pregunta:

—A propósito, Ángela, hay otra cosa que quería preguntarte. Después de que tu padre hizo su descubrimiento, ¿sometió los papiros de Santiago a algunos de los principales expertos en arameo… o eso lo hicieron los editores después de que arrendaron los papiros?

—Claro que mi padre hizo examinar los papiros por varios expertos en arameo. Papá podía leer el arameo lo suficientemente bien como para saber el valor de lo que había hallado, pero no podía confiar sólo en sí mismo. Tuvo que recurrir a los más sobresalientes eruditos en lenguas semíticas.

—¿En Roma, o consultó a eruditos de otras partes?

—De todas partes. Fue necesario. Tú conoces los resultados. —Hubo un corto silencio—. ¿Por qué me lo preguntas, Steven?

—Simplemente tenía curiosidad.

—¿Simplemente tenías curiosidad? Ya te conozco bien, Steven. ¿Qué es lo que te preocupa del arameo?

No había razón para ocultárselo, pensó Randall. Esta mañana ella había demostrado que era completamente sincera y digna de confianza.

—Bien, no tengo tiempo de entrar en detalles. Ya descubrí al traidor del proyecto. No es el doctor Knight. Es alguien más. A través de esa persona, me he enterado de que podría haber un… un error de traducción en el texto arameo… algo que presenta una inexplicable discrepancia.

—¡Oh, no puede ser! Demasiados especialistas en arameo, los mejores que existen, han estudiado el texto de los papiros.

—Bueno, eso es lo que me preocupa —dijo Randall—. Que no todos los mejores especialistas hayan sido consultados. Acabo de enterarme en París, por conducto del profesor Aubert, que el principal erudito en arameo en todo el mundo es el abad Mitros Petropoulos, superior de uno de los monasterios que hay en el Monte Atos, en Grecia. Su nombre no aparece en la lista de los que han colaborado en Resurrección Dos. ¿Te suena ese nombre, Ángela?

—¿El abad Petropoulos? Naturalmente. Lo conocí personalmente. Mi padre sabía que el abad era el erudito más sobresaliente en arameo y, hace cinco años, mi padre y yo fuimos al Monte Atos para verlo. Fue de lo más hospitalario con nosotros.

—Y, ¿tu padre le mostró los papiros al abad Petropoulos?

—Así fue. Le pidió al abad que examinara y autenticara el texto en arameo. Fue una experiencia inolvidable. El monasterio… ya olvidé cuál de ellos… era muy pintoresco. El abad se tomó bastante tiempo para inspeccionar y analizar la escritura. Papá y yo tuvimos que pasar la noche allí… y comer esa horrible comida… me parece que nos sirvieron pulpo cocido… hasta que el abad terminó sus exámenes y pruebas el segundo día, sintiéndose verdaderamente emocionado con el descubrimiento. Dijo que no existía nada en el mundo que se le comparara. Nos aseguró su completa autenticidad.

—Pues, créeme que me da mucho gusto saberlo —dijo Randall aliviado—. Lo único que me desconcierta es por qué el doctor Deichhardt no empleó al abad Petropoulos en lugar del doctor Jeffries para supervisar la traducción final. Yo creo que el abad debió haber sido el primer erudito a quien deberían haber contratado.

—Lo intentaron, Steven. Mi padre les recomendó al abad y los editores querían emplearlo, pero el obstáculo lo fue el propio abad Petropoulos. Él había entrado a un prolongado período de ayuno, lo cual, por encima de la limitada dieta del monasterio, las condiciones insalubres y el agua contaminada, lo debilitó, cayendo gravemente enfermo. Se veía muy débil cuando mi padre y yo lo visitamos. De cualquier forma, cuando comenzó la labor de traducción el abad se encontraba demasiado enfermo para abandonar el Monte Atos y venir a Amsterdam. Los editores no podían esperar a que se restableciera, así que tuvieron que conformarse con que el abad sólo verificara los papiros. Para la traducción, pensaron que podían proceder con otros eruditos que eran casi tan capaces como el abad.

—Eso lo explica todo —dijo Randall.

—Ahora, ¿quieres dejar de preocuparte y regresar a mi lado?

—Jurado que regresaré a tu lado. Te veré esta noche, querida.

Después de colgar, Randall se sintió mejor. Si el abad Petropoulos había autenticado la escritura de los papiros y el profesor Aubert había autenticado el material de los mismos, no había adónde más ir ni nada más que cuestionar. Si Hans Bogardus había descubierto una falla en el texto, debía ser una falla menor, resultante de una sombra en la traducción. Randall dejaría que los editores y los teólogos se encargaran de hacer las investigaciones posteriores. Él ya había hecho suficiente, y ahora se sentía reasegurado de que el Nuevo Testamento Internacional… y su propia fe creciente… estarían a salvo del enemigo.

Cinco minutos después, con su portafolio bajo el brazo, salió a esperar al profesor Aubert afuera de su oficina para agradecer al científico la generosidad de su tiempo y su colaboración.

Cuando el profesor Aubert regresó, Randall le dio las gracias.

—Me voy de regreso a Amsterdam —le dijo—. Ya todo está aclarado.

—Ah, bon
, me da mucho gusto —dijo el científico—. Permítame acompañarlo a la puerta. —Mientras caminaban, el profesor Aubert le dijo—: ¿Así que la señorita Monti le informó que el abad Petropoulos trabajó para los editores del proyecto?

—No precisamente en el proyecto —dijo Randall—. Sino que antes, hace cinco años, el abad vio y examinó los papiros que contienen el Evangelio según Santiago, y los autenticó completamente. De hecho, el profesor Monti y su hija Ángela viajaron a Grecia y pasaron dos días con Petropoulos en su monasterio del Monte Atos, mientras el abad examinaba la escritura aramea.

El profesor Aubert miró a Randall agudamente.

—¿Lo oí decir, señor Randall, que la señorita Monti acompañó a su padre a visitar al abad?

—Así es.

—¿Que los dos fueron juntos al Monte Atos?

—Sí, la señorita Monti y su padre estuvieron allá.

—¿Eso le dijo la señorita Monti? —dije el profesor Aubert incrédulamente.

—Sí, eso me dijo.

El profesor echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—Pas possible.

—¿Qué tiene eso de gracioso?

El profesor Aubert trató de contener la risa y pasó un brazo por encima de los hombros de Randall, diciendo:

—Porque le jugó una broma, señor Randall. Ella le estaba… ¿cuál es la expresión?… ¡Ah, sí, claro! Le estaba tomando el pelo.

A Randall no le hizo gracia.

—No entiendo.

—Ya lo entenderá. Verá usted, cualquiera que conozca algo acerca del Monte Atos, sabe que la señorita Monti jamás pudo haber estado ahí. Ella no podría poner un pie en esa península, ni hace cinco años ni hoy ni nunca. Qué, ¿no se lo mencioné antes? La razón por la cual el Monte Atos es uno de los lugares únicos en el mundo es que a ninguna mujer se le permite cruzar la frontera de esa comunidad monástica. En mil años, ninguna mujer ha estado ahí.

—¿Qué?

—Es verdad, señor Randall. Desde el siglo IX, en virtud del voto de castidad y para reducir las tentaciones sexuales, las mujeres han sido excluidas del Monte Atos. En realidad, excepto por los insectos, las mariposas y las aves salvajes, que no pueden controlarse, cualquier hembra está proscrita. En el Monte Atos existen gallos pero no hay gallinas, toros mas no vacas, carneros mas no ovejas. Hay gatos y perros, pero no del género femenino. La población es totalmente masculina. Nunca ha nacido un niño ahí. El Monte Atos es la tierra sin mujeres. Así que le aseguro que cuando la señorita Ángela le habló de haber estado allí, sólo estaba bromeando.

—Hablaba con absoluta seriedad —dijo Randall en un tono de voz casi inaudible.

Al observar el rostro de Randall, el profesor Aubert se tornó grave.

—Tal vez quiso decir que el profesor Monti fue solo a ver al abad Petropoulos.

—Ninguno de los dos vio al abad —dijo Randall austeramente—, y el abad jamás ha visto el texto arameo de los papiros —Randall hizo una pausa—. Pero los verá, porque yo voy a mostrárselos. Profesor Aubert, ¿cómo puedo llegar al Monte Atos?

VIII

C
asi dos días después, increíblemente, Randall se encontraba ubicado en la Edad Media.

Era una soleada y temprana tarde griega, y ya había llegado a su destino, el monasterio de Simopetra; un viejo edificio de piedra y madera con galerías exteriores y balcones voladizos sobre un lado del acantilado, a una altura de 365 metros sobre el Mar Egeo.

Llevando una ligera patequilla que contenía una muda de ropa y algunos artículos de tocador que había comprado en París, así como su portafolio debidamente cerrado con llave, Randall caminaba fatigadamente a través de un polvoso patio. Adelante de él marchaba el monje recepcionista, el padre Spanos, un religioso de mediana edad que vestía una sotana morada y que lo había recibido cuando llegó en mula con su bizco y maloliente guía nativo, llamado Vlahos.

—Sígame, sígame —le había dicho el padre Spanos por encima del hombro con un sonsonete que revelaba su gran acento en el idioma inglés, y Randall, falto ya de aliento, había seguido al ágil monje hacia el interior del monasterio de Simopetra, subiendo peldaños de madera, destartalados y empinados.

Desde abajo se elevaba en el aire el pesado y estruendoso sonido sordo de unos martillazos lentos, aunque el eco era más parecido al del tañir de una campana lerda y ronca.

Randall se detuvo, asombrado por el sonido.

—¿Qué es eso? —preguntó.

Llegaron a los últimos escalones, el padre Spanos se giró hacia abajo y respondió, casi a gritos:

—La segunda llamada del
semandron
. Viene del martillo de madera que golpea contra un tablón de ciprés, para convocar a nuestra comunidad de cien a orar. La primera llamada es a medianoche. La segunda, ahora después de la comida del mediodía, es para cantar las horas y la liturgia. La tercera y última es antes de la puesta del sol.

Randall había llegado a la parte superior de la escalera.

—¿Cuánto tiempo dura esta segunda oración?

—Tres horas. Pero no tema, que no tendrá que aguardar tanto al abad Petropoulos. Él lo espera y sus devociones serán breves. —El monje puso al descubierto sus dientes de sierra—. Tiene hambre, ¿no?

—Pues…

—Su comida está preparada. Para cuando termine, el abad estará listo. Venga.

Randall prosiguió la caminata detrás del padre Spanos, a lo largo de un amplio y húmedo corredor encalado que estaba dividido por columnas bizantinas astilladas y una que otra pintura al fresco de santos con ojos saltones. Finalmente, entraron a la sala de recepción, que parecía una celda y cuyas paredes habían sido recientemente pintadas de gris. En el centro de la habitación yacía una mesa larga y dos pulidos bancos de madera. Había sólo un lugar puesto, con un plato de peltre y una jarra, también de peltre, que tenía encima una manzana verde a manera de tapón, un tenedor de estaño de dudosa limpieza y una cuchara grande de madera.

El padre Spanos condujo a Randall al lugar que estaba puesto en la mesa.

—Ahora, comerá —dijo el monje—. Después de los alimentos, el abad lo recibirá en su oficina, en el cuarto de juntas, que está al lado.

—¿Cómo está el abad? Supe que ha estado muy enfermo durante los últimos cinco años.

—Ha estado enfermo. Desórdenes intestinales. Un período de fiebre tifoidea. Sin embargo, el abad tiene mucha resistencia. El clima, la vida espiritual, las hierbas medicinales secas y el poder derivado de tocar los santos iconos han devuelto al abad Petropoulos su fuerza. Está recuperado.

—¿Ha viajado fuera de la comunidad en años recientes?

—No. Excepto a Atenas, dos veces. Pero planea viajar fuera de Grecia prontísimo. —El padre Spanos se dio la vuelta y batió las palmas sonoramente—. Un acólito le servirá ahora.

—Antes de que se vaya —dijo Randall— quiero hacerle una pregunta más. He sabido que a ninguna mujer se le permite entrar a las santas comunidades de la península. ¿Es eso cierto?

El padre Spanos inclinó ligeramente la cabeza y dijo con voz solemne:

—El edicto fue hecho hace diez siglos. Ninguna hembra, humana o animal, ha corrompido jamás nuestras comunidades. Tres excepciones. Una vez, en el año de 1345, un rey servio trajo a su esposa a la costa. En tiempos más recientes, la Reina Isabel de Rumania se acercó a un monasterio, al igual que Lady Stratford de Recliffe, esposa de un embajador británico, pero ambas fueron rechazadas. Aparte de semejantes intentos provocados por el demonio, ninguna hembra ha estado aquí. Ejemplo: en 1938 murió aquí nuestro buen hermano Mihailo Tolto, a la venerable edad de 82 años. Vivió y murió sin nunca haber visto a una mujer en toda su vida.

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