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Authors: Irving Wallace

La Palabra (58 page)

—Lo siento —«dijo ella—, no puedo darte más explicaciones. Te mostraré mi copia ahora mismo.

—Está bien. Enséñamela.

Al bajarse de los bancos de la cafetería, Ángela lo miró de frente.

—No me crees, ¿verdad?

—Yo sólo sé lo que sé—, que De Vroome me mostró tu copia del memorándum.

—Steven, ¿que no ves que no tendría sentido que yo estuviera ayudando a ese monstruo de De Vroome? Él quiere destrozar a Resurrección Dos y desprestigiar el Nuevo Testamento Internacional. Yo deseo ayudar en el proyecto y fomentar la aceptación de la nueva Biblia. Si no por ti, al menos para que el nombre de mi padre y su descubrimiento reciban los honores que merecen. ¿Por qué habría yo de colaborar con un hombre que, en efecto, destruiría a mi padre junto con todos los demás?

—Yo no sé por qué. Tal vez haya muchas cosas que ignoro acerca del profesor Monti y de Ángela Monti. Hasta donde yo sé, bien podría ser que odiaras a tu padre.

—Oh, Steven —dijo ella con desesperación, tomando su bolso mientras él recogía la cuenta para pagarla—. Te lo enseñaré. Todavía tengo el memorándum.

En silencio bajaron por el ascensor a la planta baja de Bijenkorf, salieron a la calle, y diez minutos más tarde ya se hallaban en la oficina de Lori Cook, que ahora ocupaba Ángela.

Inflexible, Randall se quedó parado junto al archivo, mientras ella abría el segundo gabinete metálico y cogía la tercera gaveta, agachándose sobre los expedientes.

—Está en la «R» —dijo— La etiqueta de la carpeta dice
Relaciones Públicas/Memorándums
. —Recorrió los separadores, metió la mano detrás del que tenía la letra «R» y, asombrada, se giró hacia Randall—. No está aquí. Pero yo estoy segura de que… —Frenéticamente, comenzó a examinar todas las carpetas que había detrás de cada separador—. Debo haberlo archivado mal. Espera, lo encontraré en un momento.

Los minutos pasaron y ella no lo encontraba.

Se puso en pie, nerviosa, llena de pánico, sintiéndose perdida.

Randall aún sospechaba de su sinceridad.

—Estás segura de que lo archivaste?

—Creo que sí —dijo ella sin seguridad—. Después de que me cambié aquí, estas carpetas estaban apiladas sobre el escritorio. Comencé a archivarlas…

—¿Entró alguien en la oficina antes de que terminaras de archivar y de que cerraras con llave el archivo?

—¿Alguien…? Pues, sí. No te lo mencioné anoche mientras cenábamos porque pensé que las visitas no eran importantes —Ángela se dirigió al escritorio—. Varias personas vinieron a verte. Yo… déjame ver… tratando de ser eficiente, escribí los nombres de todas las personas que vinieron o llamaron por teléfono… —Abrió el cajón central del escritorio, sacó una libreta de taquigrafía y buscó la primera hoja—. Jessica Taylor estuvo aquí un momento. Me dijo que había estado trabajando contigo y preguntó si la necesitarías para algo más. Le contesté que tú habías salido y que no sabía dónde estabas.

—Estaba abajo con Heldering, cerciorándome de que todos los memorándums hubieran sido entregados —Randall señaló la libreta—. ¿Quiénes fueron los otros?

Ángela pasó la hoja.

—Elwin Alexander y… —Se detuvo abruptamente—. ¡Ya lo recuerdo! Qué tonta soy; se me olvidaba. Aquí tengo su nombre. Lo anoté. Mira, Steven, puedes verlo…

El dedo de Ángela recorrió las líneas de la libreta hasta señalar el nombre del doctor Florian Knight escrito con lápiz.

—¿Knight? —exclamó Randall.

—Fue el doctor Knight —dijo Ángela con alivio—. Gracias a Dios que se ha aclarado esto. Ahora me creerás. Sí, el doctor Knight vino cuando yo estaba archivando. Quería verte. Dijo que había asistido a una conferencia de publicidad que tú habías convocado, y que después le habías ofrecido algún material para que se documentara acerca del tipo de información que tú le pedirías. ¿Es verdad que se lo ofreciste?

—Sí.

—Cuando tú no estabas aquí, Knight vio mis carpetas sobre el escritorio y dijo que tal vez ahí podría encontrar lo que tú le habías ofrecido. Me mostró su tarjeta de seguridad, que era igual que la mía y las de los demás asesores, así que no había razón para no acceder a su petición. Revisó todas las carpetas y dijo que la mayor parte de lo que necesitaba estaba probablemente en tu oficina, pero que por el momento quería que le prestara las copias de tus memorándums recientes, ya que él se había unido tarde al proyecto y quería enterarse de tus planes. Me dijo que me devolvería el material de archivo por la mañana, cuando viniera a buscarme de nuevo.

—¿Lo devolvió esta mañana?

Preocupada, Ángela buscó sobre el escritorio.

—Aparentemente no. Aún debe tenerlo.

—No, no lo tiene —dijo Randall inflexiblemente—. Maertin de Vroome es quien lo tiene. —Con el puño golpeó la palma de su mano—. El doctor Knight. Maldita sea. Debí haberlo sabido.

—¿Sabido qué?

—Olvídalo.

—¿Hice mal en prestarle el material?

—Eso no importa ahora. Tú no podías saber que estaba mal.

—Steven, pero ahora ya sabes que yo no tuve nada que ver con De Vroome. Ahora me creerás. Ven, yo te acompañaré a la oficina del doctor Knight. Él confirmará lo que yo te he dicho, y tal vez tenga alguna explicación.

—No necesito que me dé explicaciones —dijo Randall amargamente.

En su interior, Randall maldecía su propio sentimentalismo. Cuando se enteró del odio que Knight sentía por el doctor Jeffries y por Resurrección Dos, de boca de Valerie Hughes, la prometida de Knight, en aquella taberna londinense, se había dado cuenta de que no debería alentar al caballero de Oxford para que se le uniera al proyecto. Desde un principio, Knight había sido el eslabón débil, el que más probablemente cometería una traición con tal de recuperar el dinero que él sentía que la nueva Biblia le había negado. Randall recordó que aun el día de ayer se había preocupado por Knight, y que deliberadamente no le había enviado una copia del comunicado, con la vana esperanza de que el verdadero saboteador fuera alguien más. Pero, después de todo, el traidor era el doctor Florian Knight.

—¡Maldita sea!

Ángela estaba esperando.

—¿Vamos a verlo?

—No es necesario que tú vayas —Je dijo él, tratando de sonreír—. Ángela, perdóname por haber desconfiado de ti. Sólo puedo decirte… que te quiero.

Ella lo abrazó, con los ojos cerrados, y presionó sus labios contra los de él. Cuando terminaron de besarse, ella le murmuró al oído:

—Yo te amo más, mucho más de lo que tú me podrías querer a mí.

Él sonrió.

—Ya veremos —le dijo, separándose de ella—. Ahora, me voy a buscar al doctor Knight. Quiero verlo a solas.

Rápidamente, Randall caminó por el pasillo hacia la oficina del doctor Knight.

El doctor Knight no estaba.

La secretaria lo disculpó.

—Me telefoneó para decir que no vendría hoy.

—¿Dónde está?

—Está trabajando en su hotel. El «Hospice San Luchesio».

—¿El San qué?

—Se lo anotaré en un papel. «San Luchesio». Se encuentra en Waldeck Pyrmontlaan número 9. La mayoría de los clérigos y teólogos que trabajan en nuestro proyecto están hospedados ahí. Es un hotel extraño.

Randall no tuvo tiempo de preguntarle qué tenía de extraño. Tomó la dirección y se dirigió a la puerta.

—¿Debo llamar al doctor Knight para avisarle que va usted a verlo? —le preguntó la secretaria.

—No. Prefiero darle una sorpresa.

Era en verdad un hotel extraño.

A primera vista, el «San Luchesio» era engañoso. Parecía un ordinario edificio de apartamentos, una construcción moderna de cinco pisos ubicada sobre una ancha calle.

El «San Luchesio» era un lugar del que Randall jamás había oído hablar… un pequeño hotel construido exclusivamente para clérigos protestantes, católicos romanos y monjas que estuvieran de paso por la ciudad.

Theo había conducido a Randall hacia el lugar donde se hospedaba el doctor Florian Knight, y había sido su fuente de información. Durante el año pasado, Theo había transportado a innumerables clérigos (así como a teólogos seculares que tenían que ver con Resurrección Dos y a quienes se había otorgado permiso especial para alojarse allí) del «San Luchesio» al «Krasnapolsky» y viceversa, y bastó una pregunta de Randall para que Theo le diera los pormenores.

El «San Luchesio», que llevaba el nombre del primer seguidor de San Francisco de Asís, había sido construido en 1961. El hotel eclesiástico tenía 34 habitaciones con 50 camas. El precio diario de una habitación con desayuno era de catorce florines (aproximadamente cuatro dólares). Theo le había explicado que a un lado del vestíbulo había una sala de doble uso con muchas ventanas. Durante las horas regulares se empleaba como sala para orar; durante las horas de comida se acondicionaba como comedor. Ese salón estaba amueblado con oscuras sillas movibles, cada una con su propia mesa. Si un huésped deseaba rezar o meditar, podía hacer que la silla movible diera hacia los cuadros sagrados que estaban colgados en la pared. A la hora de las comidas, podía cambiar la dirección de su asiento hacia el centro del salón y comer en su mesa. A un lado del vestíbulo, de acuerdo con Theo, estaba la propia capilla del hotel, que tenía un enorme vitral. Siempre había dos sotanas colgadas junto al vitral, una para sacerdotes católicos y otra para ministros anglicanos, y un armario central contenía todos los atavíos necesarios para decir misa.

Theo detuvo la limusina «Mercedes-Benz» frente al «San Luchesio» y Randall se apeó, cruzó la acera, y entró en el hotel.

El vestíbulo no tenía la apariencia de un vestíbulo de hotel, sino que más bien parecía la sala de una mansión inmaculada y alegre. Las paredes circundantes tenían franjas horizontales de madera con cojines tapizados, adosados a ellas, y Randall se dio cuenta de que servían como respaldos para cuando alguien deseaba sentarse en los bancos que había debajo de las franjas. Había alegres cuadros colgados de la pared, escenas bíblicas pintadas sobre tela, dando un maravilloso efecto de colorido. Adelante se encontraba el único toque parecido al de un hotel: un mostrador de recepción en el que estaba una dama robusta como de unos cincuenta años de edad.

Todo el ambiente transpiraba pureza y bondad.

Era un lugar estupendo, pensó Randall, para enfrentarse a ese teólogo y ponerlo al descubierto como lo que era, un hijo de puta y un maldito traidor.

Randall se encaminó directamente a la recepción.

—Vengo a ver al doctor Florian Knight. Trabajamos juntos.

La corpulenta recepcionista tomó el teléfono.

—¿Lo espera el doctor Knight?

—Posiblemente.

—Llamaré a su habitación. ¿Quiere darme su nombre?

Después de darle su nombre, Randall caminó nerviosamente hacia la entrada de la sala que servía para orar y para comer. Distraídamente miró las sillas y las mesas de madera color café, y regresó al mostrador de la recepción en el momento en que la recepcionista colgaba el auricular sobre el aparato telefónico.

—El doctor Knight está en su habitación —dijo ella—. Está en el cuarto piso. Lo esperará a la salida del ascensor.

Estaba en el pasillo, esperándolo, cuando Randall salió del ascensor en el cuarto piso. El doctor Florian Knight, a quien Randall había visto apenas ayer en Amsterdam, tenía la misma figura delgada parecida a la de Aubrey Beardsley y, sin embargo, no era el mismo. Por primera vez desde que lo había conocido, el doctor Knight no estaba irascible, nervioso o enojado; estaba desconcertantemente calmado y tranquilo. Estaba, además, profundamente preocupado y absorto en sus pensamientos.

Knight condujo a Randall a su habitación sencilla, que era aún más pequeña que la estrecha recámara de su apartamento londinense. La habitación era limpia y austera… una cama, un lavabo, una mesa plegable y un armario en el que probablemente sólo cabían dos trajes. Había también un solitario sillón colocado debajo de una alta ventana.

—Siéntese usted en el sillón —dijo Knight, con un tono de voz más hospitalario, menos arrogante que de costumbre—. Le ofrecería un trago, pero el alcohol está estrictamente prohibido en este hotel franciscano. Fuera de eso, el lugar me parece bastante cómodo. Los buenos hermanos manejan el lugar como si San Francisco de Asís fuera el gerente general, y puesto que San Francisco era bastante hábil para comunicarse con los pájaros, los sirvientes andan por aquí gorjeándoles a los huéspedes. Todo aquí es absolutamente fascinante.

Conforme se sentaba en la orilla de la cama, Knight añadió:

—Lamento que haya tenido que venir a verme hasta aquí, señor Randall. Pensaba volver al «Kras» mañana y estar nuevamente a su disposición. De todas formas, ya está usted aquí. ¿Se le ofrece algo en particular?

—Sí, algo muy especial —dijo Randall enfáticamente—. Algo que le concierne a usted.

—Bueno, entonces, a sus órdenes, señor.

Randall decidió no desperdiciar palabras. Iría directamente al grano.

—Doctor Knight, ayer, al terminar el día de trabajo, usted le pidió prestada una carpeta a la señorita Monti, mi secretaria. Esta carpeta contenía un memorándum confidencial que yo había redactado. Algunas horas más tarde, ese comunicado estaba en manos del
dominee
Maertin de Vroome, el enemigo declarado de nuestro proyecto.

Randall hizo una pausa esperando alguna reacción de Knight, ya fuera de sorpresa o repudio. Pero, por el contrario, el caballero de Oxford no mostró emoción alguna.

—Lamento mucho saberlo —dijo el doctor Knight tranquilamente, al tiempo que abría una lata de mentas Altoids y le ofrecía una a Randall, quien la declinó—, pero no puedo decir que me sorprende.

Confuso, Randall miró fijamente al estudioso.

—¿Que no le sorprende?

—Bueno, aunque no esperaba yo que le llegara a De Vroome, siempre existía la posibilidad. Lo que me sorprende es que usted se haya enterado. ¿Está seguro de que De Vroome tiene ese memorándum?

—Por supuesto que estoy seguro. Vi a De Vroome anoche y tenía el memorándum en sus manos.

—Y, ¿está usted seguro de que era precisamente el que yo había tomado prestado de la señorita Monti?

—Exactamente el mismo —dijo Randall ásperamente, aún desconcertado por la aceptación tan obvia que el erudito hacía de su papel de traidor—. Y le voy a decir cómo le seguí la pista al robo hasta dar con usted.

Rápidamente, Randall le habló de los nombres en clave que había empleado en las copias del memorándum, dándole detalles acerca de su entrevista con De Vroome y de su confrontación con Ángela Monti. Cuando concluyó su recitación, sostuvo la mirada fijamente sobre Knight. El sabio británico continuó chupando menta, aunque ahora la mano que sostenía la lata de Altoids le temblaba.

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